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Addis Abeba

Cuando me disponía a regresar a mi habitación me encontré con dos etíopes que amablemente me invitaron a tomar unas cervezas. Su perfil era radicalmente diferente al encontrado hasta el momento. Con un nivel cultural alto,  resultaron ser políticos profesionales. Uno militaba en el partido del gobierno y el otro en el partido de la oposición. Uno vivía en Adis Abeba y el otro, al que el primero había venido a visitar en sus vacaciones, en su ciudad natal, Arba Minch.

Ambos concluían que persistían importantes déficits democráticos en su país, a pesar de lo cual se mejoraba poco a poco. En determinados momentos bajaban la voz y se cuidaban mucho de que nadie les escuchara hablar de política y eso que estábamos solos en una zona ajardinada, muy oscura e íntima, en la que nadie podría habernos escuchado ni en un millón de años. Prueba todo ello, de la falta de libertad de expresión que todavía sufre este país .

Breve cabezada y antes de las cinco de la mañana comienza la interminable paliza que debe llevarnos al norte, a Bahar Dir, la ciudad del lago y del nacimiento del Nilo azul. El viaje hasta Adis siempre lo recordaremos Miguel Ángel y yo  por la increíble belleza que se nos sentó al lado en el autobús. Viajaba con su niña pequeña. También lo recordaremos por el hecho de que fuimos todo el tiempo en la parte delantera al lado del conductor departiendo con muchos de los pasajeros que derrochaban amabilidad y hablaban muy buen inglés.

Al llegar a ADIS ABEBA, el resto de pasajeros nos buscaron un taxi y fuimos directos a Piazza. Perdición y putrefacción. Tras numerosos intentos de encontrar alojamiento, acabamos en una especie de casa de huéspedes que hacía las veces de prostíbulo.

La escena más lamentable fue la que presencié cuando un cincuentón preguntó al recepcionista «si era ÉL o ELLA» y una vez averiguado el sexo de su víctima, consultó por la edad  de la niña en cuestión. El recepcionista, sin pudor, afirmó que la niña tenía doce años. La sucesión de entradas y salidas de parejas de cópula fue interminable. El chulo de estas no daba a basto  con tanto trabajo.

La escena más surrealista se produjo cuando  un gigoló del tipo M. A Barracus, entró en escena. Buscaba a su cliente en una de las habitaciones y no daba con él. Su cliente, un negro asiático de mediana edad acabó por abrir la puerta con aparentes signos de ir de drogas hasta arriba. No quiero imaginar la tunda que se debió llevar, eso sí, con mucho gusto.

Serían las once de la noche cuando Miguel Ángel y yo nos fuimos a cenar al histórico hotel Taitu. Pato seguía invariablemente el ritmo del sol y prefirió quedarse a dormir.

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