Viaje Sudáfrica, Mozambique y Suazilandia
Viajes mochileros por el mundo. Relatos de viaje
Drakensberg, Kruger National Park, Mozambique, Suazilandia
2862
post-template-default,single,single-post,postid-2862,single-format-standard,ajax_fade,page_not_loaded,boxed,,qode-title-hidden,qode_grid_1300,qode-content-sidebar-responsive,qode-theme-ver-10.1.2,wpb-js-composer js-comp-ver-6.13.0,vc_responsive

Parque nacional Kruger, montañas Drakensberg: aventura, senderismo y playas.: SUDÁFRICA, MOZAMBIQUE, SUAZILANDIA. RELATO COMPLETO

 

Todo comenzó y termino con un accidente. Romanovich cerro los ojos unos segundos. Tres días sin dormir y una resaca intensa de drogas tuvieron la culpa. Un breve instante de debilidad que a punto estuvo de costarnos la vida el primer día que llegamos a Sudáfrica.

Echaba en falta un cepillo de dientes. Me esforcé con todas mis fuerzas en comprender algo de la extraña y juguetona lengua suazi. ¿Seguía siendo yo mismo después de todos estos años? Hasta el mero acto de escribir se había vuelto algo ajeno para mí. Aún seguía mordiendo los bolígrafos, eso no había cambiado. El Covid nos había transformado a todos pero a algunos más que a otros. Ya no era ese viajero enérgico y apasionado, aunque lo pretendiera. Mi pelo se había vuelto blanco. En los últimos cinco años me había hecho viejo. Si con cuarenta años podía aparentar treinta y cinco. Ahora, a mis cuarenta y cinco años, aparentaba tener cincuenta. Supongo que había perdido más batallas de las que había ganado en estos últimos tiempos.

Cuando Romanovich abrió sobresaltado los ojos el coche golpeaba el guadaraíles de la carretera nacional por la que viajábamos hacia Mpumalanga. Yo estaba en la parte trasera del coche, dormido. Cuando me despertó el impacto y el grito de Roman, zigzagueamos hacía el otro lado de la carretera. Afortunadamente, el ucraniano consiguió enderezar el vehículo y pararlo a un lado, algunos metros más adelante. Estábamos vivos. El coche estaba golpeado en tres lugares diferentes del lateral izquierdo, pero podía seguir circulando.

Llevaba un par de años sin apenas escribir. Tampoco había viajado demasiado. Un par de escapadas a Francia y Portugal, la Kerry Way en Irlanda y algunos senderos de largo recorrido por España eran todo lo que había hecho. Entre tanto, un viaje anulado a la Patagonia por la compañía aérea y otro viaje frustrado a Islandia por una puñetera PCR necesaria para hacer tránsito en UK a pesar de que por una cierta inercia me había acabado poniendo las dichosas vacunas.

Como en tantas ocasiones, el hecho de viajar a Sudáfrica fue, en gran medida, una cuestión económica y de azar. De Sudáfrica había estado cerca en otras ocasiones pero, por uno u otro motivo, nunca se había llegado a materializar.

Sweet me había dicho que el amor había que demostrarlo.

El treinta y uno en Ámsterdam creo que lo pasamos de maravilla, aunque no lo lo recuerdo demasiado bien. Recuerdo, como siempre en Ámsterdam, perderme en la vorágine de una ciudad que para mí nunca ha existido. Recuerdo largas calles que no tienen fin. Saltos entre coffeshops y fuegos artificiales que estallaban a pocos metros como si fueran bombas. Recuerdo el Vondelpark donde tantas veces me había ensetado. También recuerdo estar tirado en el metro durmiendo y como, de alguna manera, logré subirme a un avión que se dirigía al hemisferio sur.

En Sudáfrica estaríamos un mes. Salir del letargo de la rutina y la vejez era uno de los objetivos. Recuperar la capacidad de sentir era algo siempre majestuoso.

 

PARQUE NATIONAL KRUGER

Nos dirigimos a Kruger. Yo, que nunca había hecho un safari por África, a priori, no era un gran aficionado a los mismos, al menos si me atenía a mis experiencias previas en otros continentes. Con los años había llegado a detestar cualquier actividad grupal de la naturaleza que fuera. En Kruger no existía ese problema pues se trataba de uno de los escasos parques nacionales donde podías moverte con tu propio vehículo sin supervisión ni guía alguna. En Kruger nuestras grandes expectativas, contra todo pronóstico, acabaron quedándose cortas.

¿Qué pasará cuando nos hagamos mayores? ¿Seguiremos siendo amigos?

Cometieron, supongo, un error de apreciación, pero no puedo juzgarlos. Es el riesgo que todos debemos asumir cuando aceptamos la responsabilidad individual sobre nosotros mismos en la montaña.

Recorrimos como zombis la panorama road que transita por sinuosos valles que explotan en el cañón de Blyde o Blinken, que dirían los granjeros Boer. Este cañón considerado el tercero más grande del mundo en tamaño, alcanza, probablemente, su punto de máxima belleza cuando surgen de sus infiernos las tres rondabelles, unas formaciones rocosas idénticas sometidas a un capitán que comanda un paisaje que te deja sin aliento.

Casi apurando la luz del día, regresamos hacia Hazywiew, uno de los pueblos que servían de puerta de entrada al parque. Allí acampamos en los jardines de un hotel por un módico precio. La recepcionista nos avisó de que era mejor evitar, por su corrupción, la puerta de Numbi que, según ella, estaba podrida de timadores.

Tras una buena sobada veíamos el mundo de otra manera. Aunque éramos un público fácil y ya quedamos impactados con la primera visión de un elefante o una jirafa, lo que verdaderamente nos dejó estupefactos fue la infinita biodiversidad constante y continua que podías saborear durante toda la jornada. No era raro observar como manadas de varios cientos de cebras pacían junto a otros tantos impalas, ñus o gacelas Thompson. A lo lejos, a tres o cuatro metros de altura, cinco o seis jirafas parecían observarte con extrañeza. La matriarca comandaba una procesión de una docena de elefantes, incluidos bebes de lo más adorables. Mejor no aproximarse demasiado si no querías llevarte una buena trompada.

Cuando cayó la noche se nos acercó un vehículo que paró a nuestro lado. Un chico francés bastante alterado nos decía que todas las puertas estaban cerradas. No vayáis para allá, nos gritaba «there are hundreds and hundreds of buffalos and Elefants!!!» Be careful!!!»is not possible to cross over that road and there is no place to go!!!». No pierdas los nervios, hombre, pensamos Romanovich y yo. Ya encontraremos una solución, quisimos creer. De otras peores habíamos salido y tampoco ganábamos nada volviéndonos locos. Además, ya estábamos bastante nerviosos pues habíamos decidido parar de fumar unos días y teníamos un mono horrible.

La realidad era que la advertencia del chaval no carecía de lógica. El regreso al campamento fue un absoluto y terrorífico espectáculo plagado de fauna amenazante, incluyendo desde un elefante que estuvo a punto de embestirnos, hasta búfalos que parecía no se apartarían nunca, un grupo de hienas que no se inmutaba durmiendo plácidamente en la carretera e incluso unos traviesos pajarillos que cuando nos vimos obligados a encender las luces, jugaban a posarse a escasos metros por delante del vehículo  obligándonos a frenar una y otra vez.

Tampoco teníamos certeza de lo que ocurriría cuando llegáramos al campamento de Skukuza. El error de base estaba en que nosotros pensábamos que lo que cerraba eran las puertas exteriores del parque, no los campamentos interiores. Aunque al anochecer habíamos dejado atrás las grandes manadas de elefantes y búfalos, la oscura noche en Kruger no hacía presagiar nada bueno para Romanovich y este humilde escribidor. Todos los indicios parecían apuntar a que había sido una absoluta locura quedarse fuera más allá de la hora de cierre.

La segurata de Skukuza se parecía a la novia policía de Maurice Minifield el astronauta de Doctor en Alaska. No paraba de repetir que estábamos en problemas graves. Tras varias llamadas se pusieron a buscar las llaves del supuesto bungalow hasta que  se dieron cuenta de que no existían puesto que, demasiado bonito para ser verdad, nos tocaba en zona de acampada. A pesar de ofrecernos un simple pedazo de tierra nos habían cobrado más de treinta pavos por persona para alojarnos. Después de hacer el teatrillo de rigor, como no podía ser de otra manera, nos dejaron pasar. Habéis tenido mucha suerte, nos repitió la marimacho antes de marcharse. Lo que tu digas.

Skukuza era un poco gueto y fue dantesco intentar acampar con nuestra minitienda sin piquetas entre gente megapreparada con caravanas y 4x 4 último modelo y todo tipo de pijadas para el campismo de lujo. De hecho, no vimos ni una sola tienda de campaña puesta al margen de la nuestra. Más miradas de extrañeza.  Are you ok? Por suerte, ya estaba bastante oscuro.

Al día siguiente, nos pusimos en marcha tras un baño en la piscina del campamento. Añadimos a nuestra colección el avistamiento de hipopótamos, cocodrilos y un sinfín de pájaros alienígenas extraños.  Por la noche amartizamos en la puerta de Orpen. Nada más llegar nos encontramos con una de esas cincuentonas madrileñas a las que les encanta la cháchara. Se lo estaba pasando genial, había visto de todo y todo le encantaba y además, según ella, la cosa era algo así como un buscar a Wally que no tenía fin. Yo, que tenía un mono de tabaco interesante y que, todo sea dicho, tampoco había visto ningún león, no sabía como sacármela de encima.

A un par de kilómetros de la puerta de Orpen estaba el campamento de Maruela, mucho más de nuestro gusto que el de la noche anterior y bastante menos masificado. Unas cuantas tiendas de campaña en mitad de la nada y alguna que otra hiena dando vueltas por los alrededores y buscando un pedazo de lo que fuera. Nos colocamos en una esquina sobre una estructura de madera y comenzamos a dar buena cuenta de nuestros sandwich de rigor de jamón ( o lo que fuera eso) y queso.

Debimos dar pena a una pareja sudafricana blanca de mediana edad pues, tras peguntarles si tenían piquetas, no solo nos las facilitaron, sino que posteriormente se nos acercaron a ofrecernos una ternera cocinada por ellos. La ocasión fue propicia para acabar charlando un buen rato con ellos. Primero, sobre lugares de interés en Sudáfrica y posteriormente, sobre política e historia recientes.

Nos quedó claro que la barrera entre negros y blancos seguía estando muy presente a día de hoy. Según ellos, el gobierno de los herederos de Mandela simplemente utilizaba el buen nombre de éste para identificarse con el pueblo y erigirse en garante de unas supuestas políticas sociales que, según ellos, no escondían más que un comunismo rancio en el que sus lideres acaparaban la mayoría de las riquezas frenando, al mismo tiempo, el crecimiento y desarrollo del país. Fueron los primeros en una larga lista de personas, blancas pero sobre todo negras, que acabaron  repitiendo un mismo mantra: «Sudáfrica va de mal en peor».

Antes de irse a dormir, la señora volvió a buscarnos y nos entregó una bolsa con productos para que tuviéramos un desayuno decente. » Nos encanta dar comida a la gente», repetía, supongo que para que no nos sintiéramos mal.

Era el tercer y último día en Kruger y decidimos salir de madrugada pues se suponía que a esa hora es cuando más opciones había de hacer avistamientos. El madrugón no nos sirvió para nada. Un mono nos robó unas manzanas y salió corriendo como alma que lleva el diablo. Un negro utiliza un tirachinas para evitar estos hurtos pero ya es demasiado tarde. Nos largamos del parque pero antes, cuando ya pensábamos que era imposible, vimos a un imponente león macho que yacía recostado en la orilla de la carretera. Apenas media hora después, vislumbramos en la lejanía a un guepardo que se echaba una siesta cerca de una cascada. Un diez para Kruger.

Con la hora pegada al culo, salimos del parque que cerraba a las seis y media. Lo hicimos por la puerta que daba a la pequeña y deprimente localidad de Portimoor. En Sudáfrica, no importa donde estés, cuando cae la noche, hasta hobbytown se convierte en Mordor. La iluminación es casi inexistente. Lo primero que nos llamó la atención al llegar al país fueron las extremas medidas de seguridad con las que contaban prácticamente cualquier edificio residencial. Delincuencia, armas y drogas son moneda común a lo largo y ancho del país.

Poco antes de que anocheciera, preguntamos a unos gasolineros por algún camping cercano. Nos mandaron a un camping abandonado que vigilaba un enorme negro llamado Isaak que se llevó su parte por dejarnos pasar allí la noche. Una solución de último recurso que el grandullón ofrecía cuando algún despistado se presentaba allí. Bruno, su gigantesco perro, juguetón y falto de cariño, no tardó en echársenos encima.

El camping  tenía una pinta terrorífica y decadente. Estaba completamente vacío salvo por la presencia de una pareja de yonquis de sesenta años que llevaba allí algunas semanas y a la que no lograban echar a pesar de que no pagaban. Cuando me acerqué a pedirle piquetas al yonqui, me las dejó con la mayor amabilidad. Un poco antes, el negraco nos acompañó a sacar efectivo de un cajero pues, nos lo dejó claro, o pagábamos por adelantado, o no nos quedábamos.

Esa noche cayó una manta de agua tremenda. La tienda empezó a hacer agua por todas partes. Una nube de insectos empezó a envolver la tienda completamente. Roman decidió dormir en el coche. Los dos no cabíamos pues se trataba de un utilitario. Pasé una noche en el infierno. En un momento dado, la desesperación me llevó a desnudarme, ya completamente mojado, salir de la tienda, y dejar que la torrencial lluvia aliviara mi piel acribillada por las picaduras de los mosquitos. Luego, me casqué una paja. No conseguí dormir nada.

Cuando amaneció a eso de las cuatro y media y me acerqué a la tienda de campaña de los yonquis para devolver las piquetas, descubrí que muchas de sus pertenencias habían sido arrasadas por la lluvia. Imagino que estaban demasiado colocados como para recoger nada antes de irse a dormir.

 

SUAZILANDIA-ESUATINI

Nos dirigimos a Suazilandia con nuestro Suzuki de juguete. Salvo unas pocas carretera principales, las carreteras del noreste del país se encuentran muy mal conservadas. Conducir por Sudáfrica es una experiencia no apta para todos los estómagos. En un momento dado cogimos un desvío que nos metió de lleno en lo que no podría denominarse más que como una carretera bombardeada. Fueron quince kilómetros que recorrimos aterrorizados en alrededor de una hora. En cuanto entramos a Suazilandia las carreteras mejoraron notablemente. También nos sentimos inmediatamente más seguros y percibimos una amabilidad en la gente que en ningún momento habíamos notado en el país vecino.

La frontera la cruzamos sin incidencias. Revisaron que el vehículo tuviera el oportuno permiso y nos dejaron pasar previo pago del visado.

Suazilandia es un país clásicamente alpino. Nos dirigimos al parque nacional de Malolotja. El día estaba lluvioso y algo desapacible. Dimos un paseo de unas cuatro horas por la reserva natural. Llegamos a vislumbrar unas espectaculares cascadas y nos quedamos con la sensación de que allí había mucho más que explorar. Los empleados del parque tenían ganas de cháchara. Parecían sorprendidos de que con ese tiempo tuviéramos ganas de caminar.

A nuestro regreso recogimos a un chico que estaba haciendo autostop y le acercamos a Mbabane donde vivía su familia. Estaba pensando casarse por segunda vez y tenía tres hijos. El rey de Suazilandia nos dijo que era un busyman con sus cincuenta esposas. A pesar del alto nivel de corrupción en Suazilandia, el contraste con la miseria y la oscuridad percibida en Sudáfrica nos generó incluso hasta una cierta simpatía hacia el rey follador.

Ya había atardecido cuando llegamos al Happy Valley, ahora también conocido como Esuatini Valley.  Se trata de un pequeño paraíso en el corazón del país donde lo tenían todo para ser felices salvo dinero. Tras varios días de acampada nos hacía falta un poco de descanso y una buena ducha. Nos alojamos en un hostalito ajardinado muy coqueto con riachuelo y montaña privada. Las aguas rugían atronadoras.

Fue el día en que fumamos nuestro último cigarrillo. Necesitaba hacer un parón de fumar. Llevaba casi tres años sin descanso y mi nivel de adicción estaba tocando máximos históricos. Para seguir fumando toda la vida había que parar de vez en cuando. Cuando le preguntamos a la recepcionista si podíamos fumar en la terraza nos soltó un «here everything is possible» que nos sonó como los ángeles.

El tropical hostel hacía honor a su nombre y tenía hasta un sendero propio de varios kilómetros que se elevaba hasta el pico de una montaña cercana. Para acceder había que pagar un simbólico peaje. El sendero, también tropical, tenía cascada incluida en la que ducharse algo que, obviamente, hicimos. Las vistas con el ascenso eran cada vez más imponentes. Al otro lado del pico, ya fuera de la propiedad privada, se abrían nuevos paisajes infinitos. Miel en los labios de un paraíso suazi que apenas paladeamos.

Un anciano discapacitado permanecía obediente, callado, sumiso, esperando que le trajeran la ración de batata que una clienta del bar le había prometido a cambio de que la dejara tranquila. Hacía calor en Maputo aunque todavía no estábamos allí.

En Suazilandia parecía que tendríamos un día tranquilo. Al menos durante la jornada diurna. Por la noche, sería otra historia. Aprovechamos para visitar a un zapatero del valle feliz y pedirle que nos remendara los zapatos. Luego nos cortamos el pelo con maquinilla en una peluquería local. Para seguir comimos en la cadena de pollos Nandos cuyo pollo al piri piri causa furor por estos lares.

Seguimos paseando y bebiendo cerveza por las calles de Mbabane. La ciudad, como todo Esuatini, podía disfrutarse a pie. Los coches aquí no eran los reyes. Fuimos a una cancha de baloncesto y disfrutamos de una divertida pachanga entre los chavales del baño que nos miraban entre pasotas y curiosos. Charlamos con el mesero de un bar muy particular en el que me quedé con las ganas de comer pero, ya no eran horas y nos conformamos con otra cerveza. Por la tele echaban un partido en directo de la liga Sudafricana. Para cerrar el día fuimos a visitar una de las rocas más grandes del mundo que, al final, tampoco era para tanto.

Comenzaba una interminable noche de conducción de vuelta a Johanesburgo, centro neurálgico y fin de todas las cosas. Epicentro del apocalipsis y de la maldad del mundo. Allí teníamos que devolver el vehículo, aunque fuera de juguete, a eso de las seis de la mañana del día ocho de enero del año 2023.

La noche, como era de esperar, fue muy dura. Si conducir por el día no resulta agradable, y requiere de toda tu atención, hacerlo de noche, en la oscuridad total de una noche sin luna es, sin duda, un deporte de riesgo. Llegado un punto, el sueño amenazaba con vencernos y tras una hora de búsqueda paramos en una estación de servicio ubicada en el fin del mundo. Por alguna extraña razón, y dado que parecía no haber vida en cien kilómetros a la redonda, en esa estación de servicio parecía concentrarse toda la marabunta sudafricana. Mientras intentábamos dormir al menos un par de horas. nuestro vehículo era rodeado por cientos de negros que negociaban su minibús con destino a todas partes.

Tras días de dormir en cualquier parte, comer a cualquier hora, machacar cuerpo y espíritu, olvidar los deberes de la carne y desconectar de todo lo no inmediato, acababas por liberarte de ti mismo. Te volvías indestructible. Todo era confuso y real.  La vida cobraba sentido más allá de la rutina. Espacio y tiempo acababan por fundirse. El viaje te mataba poco a poco. Ya no tenía treinta años.

La compañía de alquiler apenas nos cobró cien euros extras por los daños del vehículo. Luego, en las tripas del infierno de la estación de buses de Jobur, una pareja de maleantes nos estuvo intimidando delante de la multitud expectante. La situación se prolongo unos quince minutos eternos hasta que pudimos introducirnos en el minibús. Desde Adis Abeba ningún centro de ninguna otra ciudad africana me había generado esa sensación de desasosiego.

 

DRAKENSBERG

Finalmente el día salió redondo. LLegamos a Harrismith sobre las cuatro y nos encontramos tirados como perros en mitad de un estercolero. Con un grupo de locales negocié, no sé muy bien cómo, pero sin duda a precio de oro, un taxi que nos llevara al car sentinel park que, según había leido, era una de las puertas de entrada al parque nacional Drakensberg. La grand Traverse o gran travesía recorría las montañas del Dragon según la denominación que le dieron los primeros afrikaners.

Aunque en nuestras más locas fantasías pensamos completar los 240 kms, el realismo se impuso pues eso hubiera implicado dedicar al menos dos semanas solo a esa tarea y aunque personalmente tenía claro que las Drakensberg sería el punto álgido del viaje no quería que el viaje por Sudáfrica lo monopolizara un único desafío. Optamos por hacer la denominada mini travesía de 80 kms de recorrido que podía completarse en unos cinco o seis días de total autonomía y supervivencia partiendo de Car Sentinel Park y finalizando en Cathedral Peak Hotel. A esta versión de la ruta le añadimos como primera etapa la que unía la Royal Natal National reserve con el citado car Sentinel Park en lo que bautizamos como la minitraverse plus cubriendo un total de 100 kms a lo largo y ancho de las montañas del dragón.

Escribo estas líneas en Junta, mientras espero que salga una chapa hasta Inhabane (Mozambique). El caos africano parece rodearnos. Una mujer de mediana edad amenaza a un hombre con un cuchillo jamonero. Un hombre sin brazos se pasea alrededor de una basura donde otro hombre canta mientras estruja manzanas podridas envuelto en una nube de moscas. Un enfermo mental pide limosna a un desvengonzado conductor que cuenta un enorme fajo de meticales, la moneda local de Mozambique. Afortunadamente, seguimos encerrados en el autobús pues el entorno , en la estación de Junta, no se presta al esparcimiento.

Terminé de leer El hombre que susurraba a los elefantes de Anthony Edwards, un conservacionista fundador de una reserva llamada Thula Thula en Zululandia. Los dedos manchados de sangre.

A la entrada de la Royal Natal National reserve en las Drakensberg nos acercó un Gordinflón reflexivo y excéntrico que aprovechó para traer a su joven e inteligente esposa de visita con todos los gastos pagados. Cuando de repente el gordinflón empezó a contarnos sus viajes por California, Dubai, o Turquía , todos nuestros prejuicios en mitad de tanta miseria se vinieron abajo. Sus próximos destinos en cuanto ahorrara un poco serían Ghana y Brasil.

La carretera entre Harrismith y Royal Natal era hermosa y no quise que terminara nunca. Para acampar una vez llegamos allí tuvimos que pagar unos 480 rands y eso que mentimos y dijimos que solo nos quedaríamos dos días en el parque. Por supuesto, toda la aventura que planeábamos, estaba absolutamente prohibida. La zona de acampada era espectacular. Drakensberg mostraba su embrujo desde el minuto cero. Apenas cuatro o cinco vehículos cuatro por cuatro bien equipados para pernoctar y un par de locos con una tienda de campaña con agujeros que por fin habían conseguido comprar unas simples piquetas.

De buena mañana comenzamos la drakensberg minitraverse plus camino de Car Sentinel Park. Veinte kilómetros de ascensión no era poca cosa y aún no habíamos cogido un mínimo de forma física. El cambiante y húmedo tiempo, a pesar de la baja altura, se dejaba sentir en una amplia diversidad botánica que enmarañaba algo nuestro avance hacía arriba. Cruzamos a través de las cascadas del tigre y del crack, estas últimas en el medio de una imponente montaña cortada a cuchillo, y fuimos ganando altura hacia paisajes cada vez más alpinos. Los imposibles perfiles de la verde cordillera del Dragón con sus montañas mesa iban ganando protagonismo y la selva quedaba, poco a poco, atrás.

Cuatro o cinco horas más tarde, llegamos al confortable refugio de montaña Witsieshoek donde hicimos una breve parada para tomar una cerveza. Nos restaban apenas siete u ocho kilómetros para llegar al Car Sentinel Park, nuestro último contacto con la civilización en una buena temporada.

Desde el refugio hasta la segunda puerta de entrada a las Drakensberg había un sinuoso e impracticable camino de tierra infestado de gigantesco cráteres lunares. Fue entonces cuando tuvimos la enorme fortuna de ser recogidos por una enorme camioneta 4×4, que desafiando las leyes físicas más elementales y en medio de un traqueteo insoportable en su remolque, nos ahorró al menos tres o cuatro horas de insustancial caminata hasta la mencionada puerta de entrada. Creo no exagerar si digo que para recorrer apenas seis o siete kilómetros dedico cerca de una hora. Según pudimos comprobar luego, la camioneta iba a recoger a unos jóvenes clientes del hotel, bastante excéntricos, que también andaban haciendo de las suyas, eso sí, al modo guiri.

El guarda nos dejó pasar sin problema cuando comprobó esa segunda noche de acampada libre. Después de ese control sabíamos que difícilmente podrían controlar el tiempo que permaneceríamos en el parque, un tiempo que, por otro lado, ni siquiera sabíamos por entonces cuánto se prolongaría.

Los zulues llaman a las Drakensberg Ouathlamba que significa literalmente » almena de lanzas».

Cayó la noche y a dos mil metros de altura, en una zona verdaderamente escarpada , no parecía que hubiera ningún sitio digno de acampar. A Romanovich se le ocurrió que durmiéramos en una cornisa de piedra de unos tres metros de largo por uno de ancho haciendo vivac en nuestro saco. Me dio la impresión de que había visto demasiados documentales de alpinismo y vaticine una noche infernal al estilo Bonati en el K2 en 1954, así que me negué. Seguimos subiendo con la esperanza de encontrar algo decente antes de que la oscuridad fuera completa. Finalmente encontramos un rellano con vistas imponentes. Tabicamos de piedra los laterales de la tienda para protegernos del viento y allí pasamos sin mayor incidencia nuestra segunda noche de acampada libre en las Drakensberg.

A la mañana siguiente, me invadieron las dudas debido a mi patológico miedo a las alturas y mi impericia absoluta como escalador según el terreno iba volviéndose cada vez más escarpado. Era importante no perder la perspectiva a pesar de que mi corazón seguía siendo un músculo sano que necesitaba acción. Solo cuando enfrentabas tu miedo comenzabas a ser consciente de los miedos que asaltaban a los demás.

El alcohol tanto en Sudáfrica como en Mozambique se vende exclusivamente en licorerías, nunca en supermercados o gasolineras.

La gente andaba sola y desamparada por las carretera de África.

Todavía no nos habíamos convertido en cangrejos de las playas de Mozambique.

Necesitaba deprimirme un poquito cada día para seguir adelante. Solo un poco.

¿ Te acuerdas de mí, Chipi?

No fui consciente en ningún momento de que regresaba a España para meterme en la boca del lobo.

De vez en cuando intentaba comunicarme telepáticamente con Chipi con nulo éxito.

Seguimos ascendiendo por la fantasmagórica montaña hacia la temida Chain Ladder (escalera vertical).  Los caminos ya no parecían tan colgados del vacío ahora que los atravesábamos. Cuando llegamos a la escalera nos cruzamos con tres personas que bajaban por las mismas. No volvimos a cruzarnos con ningún otro viajero durante los siguientes cinco días. La ascensión por la escalera era algo que me preocupaba desde hace semanas. Con un vértigo como el mío subir cuarenta o cincuenta metros verticalmente era un auténtico reto mental.  En ningún momento me sostuve con menos de tres apoyos. En los videos que habíamos visto se veía a algunos padres subiendo con sus bebes e incluso a personas de edad avanzada haciendo lo propio. Cuando llegué arriba me prometí que por allí bajo ningún concepto volvería.

Tras el bautismo de fuego comenzaba la auténtica aventura. Una inmensa llanura se abre paso. Los paisajes de alta montaña te acompañan constantemente amenazadores. Si tuviera que quedarme con un adjetivo para definir las Drakensberg sería salvaje. A lo largo de los cien kilómetros que recorrimos encontramos caballos salvajes, fauna de lo más variada, ríos, cascadas y cataratas. Nos llovió y nos granizó. El sol nos abrazó hasta el punto de que la piel se nos calló a tiras. Romanovich cubrió su cara con una mascara hecha de tiritas. Los mosquitos nos devoraron. Discutimos, gritamos, nos destruimos y resucitamos. Para orientarnos nos apoyamos casi exclusivamente en una rudimentaria brújula siempre dirección sudeste. A veces nos descubríamos en Lesoto, otra veces, en Sudáfrica. Las fronteras no significaban ya nada para nosotros.

Cruzamos varias aldeas Basuto. Pequeñas poblaciones nómadas que subsisten como únicos habitantes de las montañas gracias a sus actividades ganaderas. Sin duda, pocas tribus existen en pleno siglo veintiuno que se encuentren más aisladas del resto del mundo. Los Basuto siguen luciendo sus trajes tradicionales y permanecen alejados completamente de la tecnología. Viven en modestas cabañas en armonía con su ríos sus montañas y sus rebaños.

Tras cinco días de acampada libre en modo autosuficiencia y con los escasos alimentos (carne seca y barritas energéticas) llegando a su límite, la última jornada se presentaba especialmente adversa. Para volver a la civilización era imperativo descender de manera casi vertical unos siete kms para llegar al hotel Cathedral Peak. En bajar esos siete kms emplearíamos cerca de 8 horas.

A mitad del descenso nos despistamos unos minutos y nos perdimos de vista. De repente, me encontré aislado, en la ladera opuesta, La vegetación había regresado con fuerza y la visibilidad era nula. El paisaje alpino ya quedaba atrás y la vegetación subtropical se había abierto paso. No quedaba otro remedio que volver al otro lado del río cruzando por las bravas y campo a través, la frondosa vegetación confiando no perder pie y caer al vacío. Ese puto cabrón de Romanovich debía tener la culpa de todos mis males. Cuando finalmente nos reunimos media hora más tarde, completamente magullado, ya había logrado volver en mí y descarté, solo entonces, la idea de romperle su achicharrada narizota de un puñetazo.

Después de la odisea vivida y recuperado ya un sendero perfectamente transitable, nos encontramos con un abuelo sesentón y su adolescente nieta. Sin duda venían desde el Cathedral Peak hotel a apenas dos horas de distancia. Subían como dos domingueros que salían al campo a dar una pequeña vuelta.

Cuándo nos contaron su intención de subir arriba y acampar en la Twin Cave el plan nos resultó surrealista. Queríamos gritarles que estaban locos, que apenas les quedaban cuatro o cinco horas de luz y que era imposible que pudieran  llegar. Queríamos explicarles que se verían obligados a acampar en una zona imposible, nos hubiera gustado que entendieran el infierno en el que se iban a meter, que entendieran que si cambiaba el tiempo incluso podría correr peligro su vida. Era absurdo, no nos iban a hacer ningún caso. El cambio drástico que les esperaba tendría que experimentarlo ellos mismos. Nunca sabremos como acabó su aventura. Prefiero pensar que no murieron ese día.

Continuara…

No hay comentarios

Publicar un comentario

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.