No hay nada más contagioso que una idea. Cuando empuñaba mi espada daba miedo. La primera vez que intenté llegar a Islandia en plena pandemia y fracasé, casi me volví loco. Esa es otra otra historia. Había recuperado la cordura. Ahora era un señor de cabellos blancos.

Las nacionalidades, las religiones y las identidades me habían obsesionado toda la vida. El concepto del dinero y la teoría del estado se habían convertido, como diría Harari, en las leyendas humanas que más me interesaban últimamente.

Tras volver a nacer hace pocos meses tras sufrir un grave accidente de coche en Sudáfrica, afrontaba mi incursión en Islandia con no pocos temores. Había acordado con Sweet alquilar coche pero me negaba a conducir salvo que resultara imprescindible.

Un arcoíris esculpido en la hierba en las montañas de Seydoufjourur y una niebla que lo envuelve todo. La idea del eterno retorno de Kundera y la historia del hombre con memoria de siete segundos de Memento.

La semana pasada fui a ver Oppenhaimer de Christopher Nolan. Nuestro Kia Picanto pita sin motivo una y otra vez.

En la cascada de Gugufoss, recordé que era necesario haber vivido mucho para escribir unas pocas líneas que valieran la pena.

Islandia, el país de las cascadas. el país de los geiseres, de los glaciares.

Bitter dice que soy racista con los rubitos del norte de Europa. Absurdo, solo es sesgo de contradicción ante tanto complejo de inferioridad.

En Islandia hay mares de abuelos. Campos enteros blancos que eyectan flores al espacio destinadas a desaparecer entre la niebla perpetua. Roca negra, aguas que se reflejan en el cielo, nieve que mancha las montañas que parecen jorobas de leopardo. Radioactividad en el aire.

¿Sabes cuál es la diferencia entre un fiordo y una ría?

Desde Milán hasta Reijkiavick. El agua era buena en Islandia. Las noches eran largas a pesar de durar apenas tres horas.

¡Como si comprar fuera un pecado!

Los pelos negros de mi nariz parecían multiplicarse. La nariz se me torcía un poco más cada día. Necesitaba una enfermera del amor. Manchas negras cubrían mi rostro.

El primer día lo dedicamos con éxito pleno al denominado circulo dorado. Hicimos un triplete de esos que no dejan mucha huella. Gullfoss, la zona de los glaciares y el reino perdido de los vikingos. Allí acampamos.

Sí, vale, de acuerdo, Islandia era el país más bonito que había visto en mi vida.

Islandia, el país de los caballos.

Crear es liberarse. Prepararse mentalmente es siempre importante.

¿Por qué se metía la niebla en los fiordos? ¡Cuidado aquí con los corderillos! grite a Sweet.

Después de la calma venía la tempestad. Tras la niebla aparecen los rayos del sol. Y luego, solo entonces, llegaba Nina Simone.

Siempre tuve la certeza de que esto era algo bueno pero, claro, me alegra que te hayas dado cuenta. Arrebatos de grandeza. La dificultad de darse cuenta de que eres feliz. Cuando algo te duele, sin embargo, de inmediato lo sabes.

Oscuras flores de duelo. Orden en el caos. Abrazados sueño y tiempo.

Carreteras de tierra desiertas recorren los fiordos del noreste del país. No necesitamos compañía. Seguimos enamorados. Sento il cuore a mille. Piscifactorías de salmones para no quitarle nunca las ilusiones a Sweet. Un cementerio a orillas del atlántico norte. Prometo hacer solo lo que tú quieras. Solo eso puede hacerme feliz.

Muchos de vosotros no sabréis que en Islandia hay plazas de toros. Y, sin embargo, apenas hay vacas.

Camino de la tierra de fuego de Julio Verne, desayunamos en Bogarness, en una bonita cafetería vintage que servía café rellenable.

En Faskrudsfjordur se asentaron a finales del siglo diecinueve pescadores franceses. En su honor, en un gesto de buena voluntad, las calles del pueblo vienen también escritas en francés y hay banderas francesas por todo el pueblo.

Una señora terrorífica con cara de mona. Dos espantapájaros tomando el sol cuando cae la noche,

Me gustaría recordar cada imagen para siempre y es imposible, me dijo Sweet cuando abandonamos el glaciar de Flea (ilegible en el original) a la salida de Hojn.

Luego, o antes, cuando bajé de nuestro Kia Picanto para vadear un río, me atacó una bandada de charrones árticos muy aficionada a Hitchcock.

Islandia, el país de las ovejas negras como yo.

Los charrones árticos defienden su territorio, en este caso, su charca. Solo te dejarán tranquilo cuando te marches.

Snafells significa volcán. Jokul significa glaciar. Foss significa cascada.

Hicimos el sendero de Hellnar a Arnastapi que recorre preciosos acantilados.

Una ballena hizo su aparición en el cercano horizonte. Era una suerte volver a estar vivo.

Todavía en una forma física bastante lamentable, logramos realizar la ascensión al volcán glaciar del viaje al centro de la tierra de Verne en un par de horas.

Esa misma tarde escapamos de la península y emprendimos camino hacia Aykureiri, la segunda ciudad en importancia del país situada al norte de Islandia.

La estación de servicio en la que paramos de camino al sendero de Justin Bieber estaba excepcionalmente bien abastecida para lo que era habitual. Había hamburguesas, respostería variada, café para rellenar a voluntad y un supermercado que tenía fruta. El dependiente al que llamaban José era clavado a Mr proper.

Según me repetía Bitter, mi comportamiento iba involucionando a pasos agigantados. No cuidaba mi higiene personal, mi flatulencia estaba en máximos históricos, comía con la boca abierta, apenas me peinaba, no prestaba atención a las manchas y los mocos, con el frío, me hacían churretes. 

Siendo todo lo anterior cierto, y reconociendo que Bitter no exageraba ni un ápice, no entendía porque el amor de mi vida se empeñaba en poner el foco en estos pequeños errores sin demasiada importancia que, en mi opinión, me humanizaban y que, quería pensar, no podían eclipsar, el resto de cualidades que, imaginaba, le habían hecho elegirme como pareja.

La miré fijamente mientras seguía escribiendo mi relato. Tapé el cuaderno con la mano izquierda para que le fuera imposible leer lo que escribía. Siempre pensé que la única razón por la que Bitter permanecía conmigo era mi enorme y monstruoso falo.

El padre de familia, que se sentaba justo enfrente, llevaba  calzoncillos verdes de la marca Bjorn Borg.

Tomé un tercer café.

Había salido un radiante sol. Quemaba ligeramente mi piel.

Dos enormes cuervos negros em Skogafoss, la catarata que pone fin a la caminata de 80 kilómetros que une Landmannalaugar con Skogar.

Aún no lo sabía pero en pocos días me habría quedado lisiado de por vida.

Un solitario zorro ártico paseando por Vanatjokul, el parque nacional por antonomasia en Islandia.

Sweet me quería demasiado. No quería alejarse de mí ni un minuto. Conmigo estaba nunca tan bien como conmigo. Eso me decía siempre.

No había manera de acabar un viaje en plenitud de facultades. Una agresión injustificable a un insecto que queda moribundo. Tal vez sobreviva. Me arrepiento al instante. Se queda paralizado, posiblemente inerte. De repente, comienza a moverse el muy cabrón.

Como el insecto, yo también estoy muy tocado. A mitad del sendero, justo al despertarme en la tienda de campaña, todo ha comenzado a darme vueltas. Me he asustado bastante. Nunca había tenido un mareo similar. Toda ha comenzado a dar vueltas a toda velocidad y he perdido la vista hasta el punto de que veía la cara de Sweet ocho o nueves veces como si fuera una abeja.

Tras los treinta segundos de pánico total pues pensaba que era un ictus, recupere la visión pero era incapaz de incorporarme y ponerme de pie. Cuando intentaba levantarme perdía inmediatamente el equilibrio. El primer día apenas pude salir de la tienda de campaña.  Los fuertes mareos que continuaban provocaban vómitos constantes. Mi estado era tan calamitoso que mi única preocupación era salir de allí, estaba claro.

Faltaban tres días para que saliera mi vuelo a España y yo estaba perdido en mitad de la tierra de fuego e hielo a treinta kilómetros de distancia de la carretera más cercana. Estábamos en Thorsmok, una zona de acampada donde afortunadamente habíamos llegado tras un par de días de sendero.

Una semana antes, cuando todavía era joven y estaba sano, estacionamos nuestro coche para acampar en un apeadero de la carretera como hacíamos cada día.

Al día siguiente, dormimos en un desierto de lava al lado de una gasolinera en mitad de la nada. Habíamos pasado la tarde en unos baños termales naturales cerca del majestuoso lago de Mitvakin en el centro del país. Recogimos a una pareja joven de Letonia que hacía autostop y que, por azar, nos llevo a su destino, una impresionante zona de geiseres malolientes que conformaban una acuarela de colores imposibles.

Posteriormente nos dirigimos con nuestro Kia Picanto hacia los fiordos del este. Los días eran interminables a principios de agosto. A las doce de la noche aún no había anochecido y para las cuatro de la mañana ya había amanecido. Nuestros biorritmos estaban alterados pero cada día se convertía en un mar de tiempo que permitía alargar nuestra actividad más allá de lo humanamente recomendable.

En los confines del noreste profundo, una mañana cualquiera llegamos a Borgarfjordur (el fiordo de la montaña). Fue allí donde disfrutamos de los adorables Puffins.

Esa misma tarde, emprendimos una ruta de veinte kilómetros que concluyó en un antiguo asentamiento vikingo en mitad de un paisaje montañoso sobrecogedor de roca negra y lagunas escondidas de color turquesa.

De haber sabido el mágico sitio en el que acabaríamos, habríamos cargado nuestra tienda de campaña y habríamos hecho noche allí. A pesar de ser Islandia un país tremendamente turístico, llamaba la atención la desolación absoluta que encontrabas en algunos parajes. En Storuro nos encontramos completamente solos cuando cayó el sol, lo que hizo que la experiencia resultara incomparable.

El domingo 6 de agosto de 2023, lo dedicamos a recorrer uno a uno todos los fiordos del este del país. Pasamos gran parte del día en Seidousfjord, una encantadora localidad que recientemente había sufrido un brutal corrimiento de tierras que había dejado secuelas visibles y había destruido completamente cerca de veinte viviendas en una de las colinas que daban al puerto. El museo local también había quedado completamente destrozado. La dureza de la naturaleza en Islandia no tenía parangón.

A pesar de viajar en agosto, los días eran fríos y húmedos. En ocasiones, por la noche, la sensación térmica rondaba los cero grados.

El lunes siete de agosto, tras pasar la noche junto a un mar donde millones de patos gritaban enloquecidos, llegamos al parque nacional de los glaciares (Vanatjokul). Realizamos una bonita ruta que rodeaba el glaciar más grande de Europa y regresaba hasta el campamento central tras atravesar una curiosa catarata de basalto de formas catedralicias.

Se acababa nuestro recorrido en coche y con él la carretera de circunvalación del país que recorrimos en ocho días. El último día nos lo tomamos con calma y fuimos parando, como tranquilos turistas, por todas las atracciones que la carretera, cada poco tiempo, nos iba poniendo a tiro. Entre ellas, el ya mencionado valle de mierda del puto Justin, la famosa playa negra de Basalto, un glaciar donde los icebergs enormes llegaban hasta la playa y nadaban las focas o la privilegiada y altiva iglesia del pueblo pescador de Vik.

Al llegar a Reikiavik tuvimos un momento de pánico profundo. Bitter preguntó que dónde estaba mi anorak. Al parecer, lo llevaba puesto en el centro comercial en el que habíamos parado para comprar víveres antes de iniciar la ruta de senderismo de Landmannalaugar. Sin anorak era evidente que no podríamos realizar el trekking hasta Skogar.

Tras varios kilómetros de vuelta en coche al centro comercial, tuve una iluminación y recordé que, al contrario de lo que afirmaba Sweet, no llevaba puesto el anorak por lo que no podía haberse perdido. Efectivamente, cuando paramos el coche y reanudé la búsqueda, lo encontré hecho una pelota en el fondo de mi mochila.

Tras el microinfarto, regresamos a Reikiavik donde disfrutamos de una espléndida ciudad y de su templado clima mucho más cálido que el que habíamos experimentado en el resto del país.

Tras dormir por última vez en el coche, lo dejamos en la Oficina de Hertz a eso de las cinco de la mañana y a las siete estábamos montados en el bus que nos llevaría al inicio de la ruta.

Como la ruta de Landmannalaugar de 55 kilómetros de longitud se me quedaba un poco corta, había planeado unirla con la de Finvorduhals que unía el final de la anterior en Thorsmok (la montaña de Thor) con Skogar (el bosque de Islandia).

Al llegar a Landmannalaugar tras varias horas de autobús Sweet entró en pánico. A sus ojos aquello era el campo base del K2. La ruta impresionaba de primeras con sus geiseres y sus campos de lava en todas direcciones.

Íbamos cargados pues la idea era permanecer cinco días en autosuficiencia por lo que los primeros kilómetros de subida se me hicieron largos.

En el campamento que encontramos en lo alto apenas nos detuvimos salvo para charlar con un par de ingleses de mediana edad, uno de los cuales estaba teniendo dificultades para afrontar la subida.

Salimos a las cuatro de la tarde con la intención de completar unos doce kilómetros y pasar la noche en un punto algo más bajo y por tanto más templado.

Llegamos esa noche bastante tarde aunque todavía de día al campamento de Alftavan. Ese tramo fue uno de los más impresionantes  que he recorrido en mi ya larga carrera como senderista. La naturaleza parecía haberse vuelto loca.

Montañas de colores imposibles, campos de lava infinitos, miles de cascadas, glaciares y geiseres rodeaban ríos caudalosos que serpenteaban un descenso interminable en el que se atisbaba el horizonte. Coronamos la jornada vadeando el primero de los cuatro ríos que tuvimos que cruzar por la bravas, en este caso, agarrados a una cuerda.

Fue en ese instante, cruzando ese primer río, cuando nos encontramos por primera vez con una pareja formada por una chica canaria y su novio alemán.

La noche llegó con fuerte viento y lluvia intensa. A las seis de la mañana, cuando nuestra tienda de campaña comenzaba a hacer aguas por todos lados, tuvimos que huir a la carrera, sin desmontar la tienda, con el cuerpo cortado por el frío y el agua que se habían colado en nuestros sueños y refugiarnos de pie bajo uno de los pocos tejados que tenía el campamento.

La segunda etapa fue mucho más desagradecida, especialmente durante las cuatro o cinco horas que nos tocó caminar por la mañana bajo una lluvia intensa. La visibilidad y el viento reinante hacían que cada paso costara lo suyo. Decidimos continuar la marcha y esa misma tarde completamos los treinta kilómetros que nos separaban de Thorsmok. El final de la jornada fue dantesco pues nos vimos obligados a vadear un río enorme que, crecido en verano, arrastraba un caudal tremendo.

Aunque a esa altura ya habíamos dejado atrás a la mayoría de los senderistas menos avezados, parecía que los pocos que seguían la marcha, menos nosotros, hubieran llevado calzado adecuado para cruzar estos ríos que, literalmente, podían rajarte los pies si no ibas bien preparado. A mí no me quedó más remedio que tirar para delante con los calcetines puestos. Al llegar al caudaloso río que cubría hasta la altura del muslo y bajaba a una gran velocidad, nos volvimos a encontrar con la pareja hispanoalemana.

Como vimos que ellos pasaron el río agarrados, nosotros hicimos lo propio y, sin duda, fue la mejor decisión. Eran apenas 7 u 8 metros los que separaban una orilla de la otra. La parte más delicada era, obviamente, la parte central, mucho más profunda y con un torrente de agua mucho más agresivo. Afortunadamente, un tirón brutal por mi parte en el momento crítico, logró ayudar a que Sweet atravesara el río y, con la adrenalina por las nubes, nos tiramos exhaustos en la otra orilla.

Cuando nos disponíamos a abandonar el río para entrar en el bosque vimos que llegaba una chica sola. Nos habían hablado de ella y la reconocimos al instante. Según nos habían contado la chica llevaba vivaqueando sin tienda los últimos cuatro días. En apariencia andaba algo trastornada.

Cuando de repente la vi caerse al cruzar el río me temí lo peor. Algunos metros más abajo logró, no sé muy bien cómo, ponerse en pie de nuevo y, tras un segundo intento, cruzó gravemente magullada de una orilla a la otra hasta encontrarnos doscientos metros más tarde. Estaba algo agitada y se le había hinchado la pierna por debajo de la rodilla. Nos dijo que no necesitaba ayuda y aparentemente era capaz de andar por su propio pie.

Seguimos caminando con ella los tres kilómetros que nos separaban de Thorsmok.  Obviamente era una persona bastante excéntrica. Nos confirmó que llevaba varios días vagando por libre sin tienda por la naturaleza salvaje. Afirmaba que apenas había dormido una hora  al día y que había andado sin parar por las noches a pesar del frío y la lluvia.

La charla con ella fue agradable y nos permitió conversar con una auténtica islandesa que compartió con nosotros su particular visión de la vida allí. Al parecer vivía en un pueblo pequeño perdido en la zona de los fiordos y nos contó que cuando era más joven había intentado trabajar de camarera en torremolinos. Según decía estaba haciendo rehabilitación por tema de alcohol o drogas.

La chica era muy crítica con las políticas durante el covid que había llevado Islandia y nos soltó varias teorías conspiranoicas que compartí parcialmente.

Necesitaba, como Borges, que alguien transcribiera mis relatos. Con los años, esta segunda parte se me hacía cada vez más pesada.

Cuando llegué a Thorsmok caí redondo, estaba reventado de tantas emociones. Al despertar en la tienda la mañana siguiente, me giré hacia Sweet y fue entonces cuando mi mundo empezó a dar vueltas. No podía apenas moverme. Parecía un problema de cervicales. Obviamente, en esas condiciones no podía seguir con el trekking. Afortunadamente contábamos con un par de días de margen para llegar primero a Skogar y luego regresar a Reikiavik.

Nadie, ni siquiera yo mismo, habría apostado a que 24 horas más tarde sería capaz de andar 28 kilómetros entre volcanes y llegar, por mi propio pie, hasta Skogar.

Supongo que lo hice porque no tenía otra alternativa. Sweet cargo casi todo el peso y así, con solo seis o siete kilos de peso, pude sobrevivir a la jornada en la que literalmente visitamos la luna.  ¡¡Vaya cara que tienes!! ¡¡¡Disfruta, este lugar es increíble!! me dijo algún guasón que no entendía lo que me pasaba mientras cruzaba al fin los glaciares del fin del mundo y los volcanes Eyjafjallajökull de 1166 metros de altura y Magnus.

En el camino a Skogar cruzamos más de veinte cataratas hasta llegar a una gigante al final que daba nombre al sitio. La vegetación, según bajamos en altura fue recuperando todo su verdor.

Ya en Skogafoss, pasamos un día de lo más contemplativo en el camping ya mucho más turístico y nos acercamos a un pequeño museo vikingo cercano donde charlamos con un murciano que se había ido a vivir en Islandia y trabajaba vendiendo souvenirs en el museo.

Para ver bien la aurora boreal había que vivir en Islandia. Lo demás, nos dijo, eran tonterías y había que tener mucha suerte para lograrlo. También nos comentó que en invierno muchos turistas iban a visitar las cuevas de hielo y a cazar las luces del norte. En su cabaña, decía, era habitual que estuviera encerrados periodos de más de una semana por lo que era recomendable estar bien abastecido.

En lo que a mi respecta, guardo un recuerdo inmejorable de mi viaje a Islandia, uno de los destinos que más me ha impresionado. Eso sí, desde mi viaje en agosto de 2023, arrastro un problema de cervicales que nunca he logrado superar del todo y que, en mi cabeza, se vincula con el accidente que sufrí unos meses antes en Sudáfrica.

FIN

 

 

 

Publicado por RASKOLNIKOV

Abogado especialista en asilo. Viajero, senderista y lector

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