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Eslovaquia

 

No recuerdo la espera del avión y el vuelo también me lo pasé durmiendo (yo ventanilla y Diego en el centro). No eran ni las diez de la mañana cuando llegamos a Bratislava. Después de pelearnos con la máquina expendedora del bus fuimos al centro de la ciudad, con tranvía de por medio. Una amable ancianita hacía terribles esfuerzos para encontrar en ingles la palabra exacta. El hostal estaba cerca de la estación de tren. Aprovechamos y sacamos los billetes para el día siguiente.

Estuvimos charlando con un par de senegaleses que vendían artesanía. Nos contaron como se lo montaban para copar el mercado eslovaco dónde, por otro lado, no parecía que tuvieran mucha competencia. En el rato que estuvimos charlando colocaron alguna que otra cosa y no se resistieron a intentarlo con nosotros. Por supuesto no compramos nada. Ese día nos los cruzamos en varias ocasiones y como dormían en nuestro hostal, continuamos la cháchara por la noche.

A media tarde nos tomamos un café en un local subterraneo rollo biblioteca que llevaban dos tías bastante enrolladas. nos comentaron de un par de clubes con música en directo aunque, al parecer, los domingos el ambiente era flojito. La noche llegó ventosa y lluviosa.

Diego empezó flojito y quejicoso. Desde un primer momento daba muestras de una preocupante fragilidad viajera que era de esperar por la falta de costumbre. En el bar estaba tosiendo algo adormilado. La noche pasaba en un largo monólogo por mi parte. Me divertí bastante.

Al final trabé conversación con un decrepito pimpoyo que miraba los partidos de la liga española por internet. Resultó que el menda era periodista deportivo. Aproveché para preguntarle algunas cosillas sobre el país. Sus opiniones no carecían de interés. España ganó el europeo de baloncesto, la música era buena y el gin tonic me supo a gloria.

La habitación del hostal olía a pies.

A la mañana siguiente perdimos el tren. La cosa fue de gilipollas pues nos quedamos plácidamente haciendo tiempo en el bar y se nos fue el perolo. Conocimos dos chalados que pimplaban vodka a lo grande. No hablaban «ni papa» de inglés. La conversación fue muy interesante. Tras 4 vodkas a las doce de la mañana estábamos como «cubas». Volvimos al hostal a mear y, esta vez sí, cogimos el tren de las dos de la tarde.

En el tren leí sueños de Bunker Hill de John Fante. El viaje transcurrió como un bonito sueño. A las cinco estábamos en Budapest.

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