Completamente desnudo. Tumbado de lado, agarrando el cuerpo también desnudo de Sweet, en la habitación 407 del hotel Sáhara de Mandalay, comienzo mi relato de viaje por Myanmar, antigua Birmania.
Hace mucho calor. Estamos en julio. Nadie viaja a Myanmar en julio. Por todo el país arrecian las tormentas. La humedad es insoportable. Pitan los cláxones de los coches. Cantan los pájaros al amanecer. Aún no ha pasado nada ni sé si quiero que pase. Me siento bien aquí, en el útero materno. Mi otro yo permanece ajeno, lejano. A un continente de distancia.
Parece imposible que ese otro que se estresa, que corre, que da ponencias, entrevistas, que interpone recursos, sea yo. Parece mentira que sea yo el que se pasa la vida escuchando penurias, que sea yo el que debe repetir una y mil veces las mismas consignas. Increíble que sea capaz de madrugar cada día, de pelear para ganarme el pan, de sobrevivir en la jungla humana. Y sin embargo, así es. Así tiene que ser.
Un pedo se desliza en el interior de mi blanco, peludo y desnudo culo. Es entonces cuando comienzo a chillar por dentro.
Una pagoda gris, otra marrón y una negra, se reflejan en el espejo.
Una preciosa espalda.
¿Quién te crees que eres? Piensa Sweet. Sigo sin saberlo, pienso yo.
Escribir es como dar a luz. Doloroso. Hermoso.
Las chicas en Myanmar son sexis. Todas te miran tímidas al principio y lujuriosas poco después. El clima tórrido y pegajoso se presta al erotismo. Este calorcillo y estas chavalas son un viagra natural.
Aterrizamos en Yangón vía Qatar. A Yangón también se la conoce como Rangún por una mala transcripción fonética que hicieron los británicos. En Yangón nos perdimos durante un par de días de lluvia constante. Aquellos días andábamos con los horarios un tanto trastocados por el jetlag. Myanmar nos ganó de entrada. Indudablemente, era el momento perfecto para visitar el país. ¿Os imagináis un Vietnam, una Camboya o una Tailandia sin apenas turistas?
A Yangón llegamos al amanecer. Los parques rebosaban actividad deportiva. Se trataba de adelantarse al maldito calor. Tras reponernos un poco, cruzamos el río Yangón en Ferry con destino desconocido. Al otro lado reinaba la tranquilidad en contraste con el bullicio de Rangún. El atardecer nos cayó encima entre miradas indiscretas y visitas a deliciosos templos budistas.
El primer día decidimos obsequiarnos con un eterno masaje al estilo tradicional birmano.
La gastronomía ya empezaba a apuntar maneras. Luego, un bar restaurante con encanto cerca del río Yangón. Nos dimos cuenta de que había otros occidentales, los primeros que vimos en todo el día. Seguro que el dichoso restaurante aparecía en la Lonely Planet. Nuestra enemiga la solitaria, la mayor trituradora de lugares con encanto del planeta.
El agradable traqueteo del tren Mandalay-Hsipaw no sólo dificulta mi escritura sino también mi línea de pensamiento. Ya hablaré de ese tren más adelante, lo merece. De repente, una niña de tres años con camiseta rosa saluda a gritos al tren que pasa por la puerta de su casa moviendo su mano derecha con suma emoción. Le faltan dos dientes.
Myanmar es muy verde. La gente es silenciosa, acogedora, alegre y excepcionalmente guapa. Un extranjero sigue siendo un acontecimiento. Los lugareños son tímidos y sociables. Si pueden se sacarán una foto contigo. Es un buen lugar para sentir lo que siente un famoso paseando por la quinta avenida.
Nuestro segundo día en Yangón lo pasamos en Shewadon Paya, el complejo de pagodas más importante de la ciudad. Allí puedes pasarte todo el día. Es lo que hicimos. La delicada lluvia hacía más llevadero el calor. Todavía no éramos conscientes de que en Myanmar había pagodas por todas partes.
Desde un primer momento, supimos que los diecisiete días de los que disponíamos en Myanmar se nos iban a quedar muy cortos. Si tenéis un mes o dos o tres, mucho mejor.
En Shewadon Paya conocimos a unos estudiantes de secundaria y universitarios de lo más simpáticos. Relajados en el suelo de uno de los templos charlamos largo y tendido con ellos. Fotos, muchas fotos. Un señor me enseñó a colocarme el indispensable pareo con el que tapar mis peludas piernas.
Esa noche la pasamos en un tren destino a Mandalay. A las nueve de la mañana, ya allí, los termómetros superaban los cuarenta grados.
Volvemos al tren. Amplias colinas de vegetación exuberante y arrozales infinitos esperando la inminente lluvia. Elefantes blancos con trompas hacia arriba. El silbato del tren penetrando en los valles. Helechos, papayas, maíz, palmeras y plataneros. Olor a verde.
Unos perros rabiosos peleándose a muerte. La tierra viva color fuego. Una minúscula pista de volley ball junto a la parada de tren en Sakhanta. Una fruta enorme que huele fatal y que aquí venden por todas partes. Un tren que se abre paso entre la vegetación. Nidos de pájaro que cuelgan entre los postes de luz creando formas imposibles y maravillosas.
Una discusión a muerte con Sweet cada dos o tres días. ¡Patito feo!, ¡Patito feo!
Ventiladores en el techo de un vagón también verde. ¡No te das cuenta! ¡Eres estéril!
Un frescor que se apodera de la noche en un tren que viaja desde Mandalay hasta Hsipaw. Un puente que cruza el vacío de nuestras vidas.
Pero antes, calor, mucho calor en Mandalay. Cincuenta y seis grados al sol, casi cincuenta a la sombra. Por puro masoquismo fuimos a visitar el palacio real. Nos montamos casi por inercia en una furgoneta con otros quince o veinte lugareños. No sabíamos a dónde se dirigía. Nos esperaban casas de bambú. La furgoneta se dirigía a Sagains, al parecer, era la fiesta de la luna.
Sagains es la ciudad de los templos. Sus colinas están inundadas de monasterios donde los jóvenes sin futuro van al encuentro de uno. Allí conocimos al monje Joselito. Con apenas trece años, rapado al cero y con túnica marrón, Joselito y sus dos pequeños compañeros, formaban un trío de lo más cómico. Con sus vestimentas religiosas se dispusieron a hacernos de cicerones por templos y más templos. Estaban a rebosar. Entrabas descalzo y con las piernas cubiertas. Una vez dentro, se acababan las prohibiciones y todo estaba permitido. Se comía, se bebía, se ensuciaba, se cantaba, se fumaba y también, se rezaba.
A media tarde, perdidos como siempre, encontramos un templo muy simple, hecho de madera. Dentro, sentados, un grupo de profesores del colegio local. Como nos vieron al borde de la inanición, deshidratados y desorientados, no tuvieron mejor idea que avisar a unas motos para que nos llevaran a nuestro próximo destino, Amaracura. Estuvimos charlando con algunos de ellos que hablaban algo de inglés. Mientras esperábamos las motos, nos mostraron, también ellos, alguno de los templos cercanos.
Dos euros la moto por quince kilómetros de trayecto. El transporte, y todo lo demás, era excepcionalmente barato en Myanmar.
Sweet y yo necesitábamos traspasar nuevas fronteras cada vez que discutíamos. Nos sentíamos en la obligación de destruir el mundo que nos rodeaba. Y, dentro de él, como otra parte más, nuestra relación. Una vez todo había sido destruido el brutal sexo se encargaba de volver a levantar los puentes entre nosotros. El calor contribuía a cabrearse y erotizarse a partes iguales. A veces me preguntaba…Si Sweet era Jane Bowles…¿Quién era yo?
Graneros de madera con chapas metálicas perforaban la tierra. Una sucesión interminable de sueño y vigilia en el corazón de las tinieblas. El motor de un tren que seguía tocando su sinfonía.
Me ha llevado mucho tiempo concluir que al final, las ideologías no son más que otra manifestación del fenómeno religioso. Y a mí, las religiones nunca me han gustado.
Miradas indiscretas a través de la verja metálica desde dentro de un templo a una bella birmana que sentada fuera mira, como no, su móvil.
En moto, camino a Amaracura, un joven le regala, en plena circulación, un ramo de flores a Sweet. Una vez llegamos, cruzamos de punta a punta el famoso puente de teka. Es una enorme pasarela abarrotada donde todos quieren hacerse fotos con nosotros. Los más descarados te la piden abiertamente. Los más tímidos te la hacen sin más o te graban directamente con su móvil. Así de raro sigue siendo para algunos ver a un blanquito en Myanmar.
Ya de vuelta en Mandalay, nos despedimos con una memorable barbacoa en Dad’s BBQ. Si podéis, no os la perdáis.
Lo que tampoco os podéis perder es el hipnótico y eterno viaje en tren de Mandalay hasta Hsipaw. El famoso viaducto de Gokteik no es más que un paréntesis de extrema belleza en un recorrido igualmente remarcable.
Antes los viajes se me hacían cortos, ahora se me hacen largos. Será porque estoy en trance la mayor parte del tiempo.
En Hsipaw el calor extremo que habíamos sufrido en Mandalay nos dio una tregua.
Esa noche una vecina guiri del hostal vino muy educadamente a pedirnos que bajáramos la voz. Eran las diez de la noche y ya terminábamos la segunda litrona de cerveza.
Más miradas lascivas de birmanas que esconden un fuego interior que yo sé bien reconocer.
El jueves dieciocho de julio de 2019 iniciamos una pequeña ruta de senderismo desde Hsipaw. El sendero llegaba hasta el pueblo de montaña de Phankhang. Prescindimos de guía aunque, extrañamente dada la facilidad del camino, la mayoría de turistas recurrían a ellos. Una ruta muy hermosa y no demasiado complicada que se puede hacer ida y vuelta en un par de días.
Sweet recurrió al mapsme aplicación que, en mi modesta opinión, falla más que una escopeta de caña. En la misma aparecía un camino muy claro entre ambas localidades. Sin embargo hacía una advertencia «if you choose this way you will get lost». Me pareció brillante. ¿Qué sentido tendría emprender camino sin tener al menos la esperanza de perderse para luego encontrarse? Hace tiempo que normalicé eso de perderse. He llegado al punto en que si no me pierdo, me falta algo.
Embarrados hasta la cintura nos encontramos perdidos en unos arrozales. Casi una hora para salir de los humedales y retomar el camino. A partir de allí, el camino fue de lo más sencillo.
Una hora después, paramos a comer la mejor piña del mundo en una de las pocas aldeas shan que te encuentras antes de llegar a Phankhang. El verde seguía siendo intenso. Se trataba de una ascensión gradual no demasiado dura.
¡Diooos! ¡Este calor te reblandece el cerebro! gritaba Sweet.
Un claxon se pierde en el inexistente silencio de Batán aunque aún no estoy allí.
Mis pies se van rajando poco a poco según ascendemos hacia el pueblo de montaña. Las caminatas aquí se hacen con sandalias. Demasiado barro y calor para andar con botas.
De un instante a otro, el cielo se puso dramático, tétrico, terrorífico. La tormenta madre de todas las tormentas nos descargó encima durante una hora. Fue el juicio final. Logramos resguardarnos en uno de esos pequeños refugios que hacen los agricultores parte con chapa, parte con bambú. Torrentes de agua anegaban los caminos. Frescos los corazones. Negras las plantas de los pies.
«Lo que me gusta de estos templos…», me dice Sweet, «es que puedes verdaderamente vivirlos». «Tumbarte, leer, comer, escaparte del sol, reunirte con la gente».
¿Vamos, Chiken?
En ocasiones me gusta comprar helados a los niños. Con los niños y los perros soy bastante gilipollas. Un día, me disponía a comprarle un helado a un zagal que me cayó en gracia. Un momento, un momento, me advirtió. Cogió el dinero, entró en el templo y echó orgulloso un pequeño donativo a Buda. Valiente capullo…
¿No os ha pasado nunca que no os queréis sentar en un sitio a tomar algo porque lo veis demasiado vacío? Pues bien, yo soy de los que se sientan cuando no hay nadie. Y a veces, incluso, acabo llenando los sitios.
Sweet sudaba sin parar.
Cuando finalmente escampó, sólo nos quedaba un tercio del camino por completar. Volvió el día radiante y con él, el calor abrasador. Sobre las cuatro y media de la tarde llegamos al pueblo de Phankhang. En el pueblo no había ningún otro senderista. Temporada baja.
En el autobús hacia Bagán coincidimos con una pareja de hermanos alemanes. A todos nos sorprendía lo extremadamente lento que circulaba el bus. Pasaban las horas y no superábamos los treinta kilómetros por hora. En las cuestas abajo y las curvas nos adelantaban, literalmente, las bicicletas. Tras cinco horas y no más de ochenta kilómetros recorridos por «buenas» carreteras, entendimos finalmente lo que ocurría. Paró el autobús y de su interior empezaron a salir piezas enormes, increíblemente pesadas, para la construcción de un puente. Eran tan pesadas que acabó extrayéndolas la grúa. Del camarote de los hermanos Marx acabaron saliendo también tres motocicletas, una de ellas incrustada en la última fila de la zona de pasajeros.
En Bagán volvía el calor seco y eso que se suponía que era una de las mejores épocas para visitar Bagán. En Myanmar comenzaba a florecer el turismo asiático. Muchos chinos, japoneses y coreanos.
En este viaje he estado leyendo el hombre que amaba a los perros y Doctor Sax.
Las mujeres se pintan la cara con una crema que refresca antifúngica y antiacné. Se llama Thanaka.
Lluvia torrencial y serena en una cabaña de bambú en Kiat Su. Estalla un trueno. Sopla el viento. Un torrente inagotable de ideas adormecidas en el subconsciente de la humanidad durante siglos son vomitadas a través de las cuencas de mis ojos en forma de flores rosas, amarillas y verdes.
Una radio atemporal se enciende en la sala contigua a nuestra cabaña y comienza a reproducir armónica música Shan. Una nonagenaria señora grita como si intuyera su próxima muerte. Aparece un nieto de piernas peludas y se lleva el viejo transistor y con él, la música, y la muerte.
En ese instante leía la página sesenta y nueve de Dr Sax de Jack Kerouac. Salí de mi ensoñación. El repentino silencio me empujaba a escribir sobre lo que había soñado vivir en Myanmar.
Tenía sed.
Tal vez esta fuera la noche eterna que había estado esperando.
Seguía fracasando cada vez que triunfaba. Y triunfaba con cada nuevo fracaso.
Y tú…¿Por qué quieres más fotos del lago Inle?. ¿Tuviste realmente una oportunidad? Ahora ya no importa.
En Bagan volvieron las sonrisas. Antes, nos llevamos un susto. Una de nuestras bolsas, con mis botas y las sandalias de Sweet, se habían quedado en el hotel de Hsipaw. Las sonrisas, finalmente, lo arreglaron todo.
Bagan es una llanura en mitad de la savana africana de Asia. Algunas estimaciones hablan de que en esa llanura hay cerca de tres mil templos. Yo juro que al menos hay veinte. Esos fueron los que vi.
Durante tres días pedaleamos como demonios por los caminos de tierra de Bagan.
Un par de veces creí ver a lo lejos a Chipi y a Chulín. Sweet tarareaba una canción cualquiera de Arcade Fire.
En Bagan había bicicletas eléctricas por todas partes. ¡qué silenciosas son estas motos! pensaba yo, al principio.
Bagan era un deleite para los sentidos. El descanso del guerrero. Un guerrero, todo hay que decirlo, que en Myanmar se estaba aburguesando.
La mejor hora para visitar los templos y las pagodas es la del primer anochecer, cuando la luz ya ha caído pero aún siguen abiertas. A esa hora ya se ha ido el último turista y los templos han sido ocupados por los murciélagos. La luz ha comenzado a iluminar sus fachadas, el suelo de mármol ya no quema y descalzo, siempre descalzo, puedes chapotear a tus anchas junto a Buda.
El viento en mi cabaña de bambú ha empezado a ganarle la batalla a la lluvia que sigue cayendo, pesada e insistente. Los sentidos se agudizan en esta vigilia extraña del fin de los tiempos.
Brahma tiene cuatro cabezas. Una de las diferencias entre un templo y una pagoda es que los primeros se pueden visitar por dentro y los segundos no.
En un restaurante vegano de Bagan tuve que ir al baño a cagar. Tuve tan poca intimidad y mis pedos fueron tan sonoros, que cuando salí del baño no tuve el valor de mirar a la camarera a la cara.
Nos marchamos de Bagan cuando el cielo rosa del anochecer acabó por paralizar nuestros corazones. Cogimos un autobús nocturno que unía Bagan y Kalaw.
Una verga torcida, enorme, muy dura, amenaza con perforar el techo metálico de mi cabaña de bambú en Kiat Su.
Kalaw (se pronuncia caló) era la puerta de entrada a la última etapa de mi viaje por Myanmar, el lago Inle. Kalaw nos recibió lluviosa y fresca. Viajar al lago Inle en julio era la mejor opción. Las temperaturas bajaban. Los campos en plena estación de lluvias estaban en su máximo esplendor. Con un poco de suerte podías adentrarte en sus valles y montañas sin quedar atrapado en sus infinitos lodazales.
Me empeñe en hacer el sendero desde Kalaw a Shieng She por libre. En internet no había encontrado ningún senderista hispanohablante que lo hubiera hecho sin guía. Y eso que la propia naturaleza del trekking no planteaba, a priori, grandes dificultades. Encontré numerosos blogueros que, sin haberlo intentado, desaconsejaban dicha práctica. Talludito como estoy y desconfiado como soy, decidí pasarme por el forro los consejos de tan bondadosos samaritanos. Seguí recopilando información con el fin de evitar a toda costa acabar en un grupito de esos tan chulos con guía.
El espaldarazo definitivo me lo dio Paco Nadal, reportero del País. Algunas veces no te queda otra que tragarte uno de esos vomitivos artículos. Las peregrinas razones que daba para no hacerlo sin guía me dieron el empujoncito que me faltaba. El autoconocimiento, la libertad, el vencer los propios límites, el descubrimiento, obviamente, nunca han sido la prioridad de algunos viajeros. ¿Un poquito más de turismo vivencial de pago, Paco?
Afortunadamente, frente a la industria del miedo y los profesionales del viaje, aún persisten también otras mentalidades viajeras algo más emprendedoras. Seres que huyen, cuando pueden, de los lugares comunes. A mí, en este caso, me inspiró otro viajero, Travelsauro. Un viajero que ya me había inspirado en otras ocasiones y que me había ayudado a descubrir rutas salvajes e interesantes como la del sendero por la cordillera Huayhuash (Perú). Uno de los más bellos recorridos que he realizado hasta la fecha.
Con la habitual resistencia de Bitter, nos pusimos en marcha por libre. Una de las mochilas la mandé a Xiung She por carretera. Empezamos la pateada.
La primera jornada constaba de dieciocho kilómetros. Salimos de Kalaw dirección a la estación de tren y comenzamos a subir por la ladera izquierda del valle. Del color verde de mi vida, era el camino. Las temperaturas alrededor de los veinte grados, tras haber pasado varios días de mucho calor, se antojaban ideales. El rojo intenso se batía a muerte con un verde que, como yo, no era de este mundo.
Los paisajes, al contrario que a otros turistas que viajaron en otro momento del año, nos cautivaron de inmediato. Los arrozales, los árboles de Buda, las escarpadas laderas, los terruños recién sembrados y luego, los templos y las pagodas. Los agricultores Shan con sus peculiares sombreros. Los niños jugando a ser niños con sus palos, sus piedras y sus ruedas. El Myanmar más chino y más serio. Las casitas de Bambú en cada uno de los cuatro poblados que atravesamos ese primer día.
A las cinco de la tarde, sin demasiada dificultad, habíamos llegado a Kiat Su. Allí, a pesar de no tener guía, nos pudimos alojar con una familia que, además de acogernos de maravilla, se alegró, por una vez, de librarse del intermediario. Tal vez tanto intermediario y tantos miedos, Paco, beneficien mucho al turismo, pero acaban matando el viaje.
Sientes el perfume de las flores cada vez que alguien muere. Amargura absurda y estéril que desaparece de este relato y de mi vida.
Ni una sola noche logré dormir más de cuatro horas seguidas. Ya me había acostumbrado a echar varias siestas a lo largo del día.
Otra reflexión que se escapa por no tener un cuaderno a mano. Como aquella vez que olvidé la verdad que, por fin, me fue revelada tras un nirvana psicodélico.
La segunda jornada del sendero entre Kalaw y el lago Inle arreció la lluvia. Veinticuatro horas ininterrumpidas de lluvia convirtieron la mayor parte del camino en un lodazal. Paco!! Qué razón tenías! Mis botas nuevas habían perdido su virginidad, a lo grande.
Sigues presente. Sin embargo, algo ha cambiado.
Son un puñado de historias, no más, las que componen toda una vida.
La mejor manera de desembarazarse de alguien es hacerle creer que ha sido él, o ella, la que se ha desembarazado de ti. La capacidad de amar a esas personas, durante un tiempo al menos, es lo único que nos llevamos. Triste consuelo.
Resulta curioso que lo que más amemos de alguien sea aquello que más acabamos detestando.
La segunda etapa no la habríamos podido completar sin un geolocalizador. Si os decidís a realizarlo como nosotros, por libre, resulta imprescindible que llevéis GPS.
¡Qué gran acierto viajar en época de lluvias!
La noche la pasamos en un monasterio budista. Poco antes, en la última parte de la segunda etapa, empezamos a coincidir con otros senderistas. Todos ellos con guía, claro.
El trekking de Kalaw ofrece múltiples alternativas. Para sacarle jugo debes introducirte en los intestinos del valle. Por suerte, elegimos bien. Los sesenta kilómetros de ruta los hicimos por veredas muy secundarias que nos permitieron compartir la vida de lo lugareños y dieron a un trekking turístico, un poquito de aventura.
La cama, con cena y desayuno en el monasterio, te saldrán por diez mil kiats. Allí estuve jugando al fútbol con los niños monje. Uno de los lugareños nos contó que los shan que pueblan estas tierras, tienen fuertes vínculos con los chinos. Los shan están integrados por treinta y siete etnias diferentes.
En Myanmar es habitual que durante uno o más periodos de la vida, los adultos decidan meterse a monje para meditar y estudiar en profundidad el camino del Buda. Al contrario que en otros países del entorno, en Myanmar sí he percibido la sana espiritualidad de la gente. Gentes sencillas y humildes. Agradables y felices. El país de las sonrisas.
Me traigo buen recuerdo de las escuelas y de los monasterios. Hay, sin duda, peores infancias que las de los niños birmanos. Hasta los perros recibían cariño en Myanmar. Algo que no ocurre ni en La India ni en otros países musulmanes del entorno.
Dr. Sax pasea fantasmal a mi lado. Muy delgado, camisa a cuadros, sus gafas no ocultan una mirada vital y curiosa. Toma asiento al lado de una señora transexual birmana y luego, desaparece entre las nubes.
La tercera jornada del trekking es la más suave y la que menos perdida tiene. Tras una leve subida de un par de kilómetros, desciendes una quincena más hasta llegar al embarcadero Inn Day. En una parte del recorrido disfrutas de vistas panorámicas hasta que comienzas a vislumbrar el lago Inle. Es mejor evitar la carretera principal en la segunda parte de la jornada.
Tras sesenta kilómetros de pateada, y una noche diarreica, mis fuerzas estaban muy menguadas. Aprovechamos la barca que por veinticinco mil kiats nos llevaba a Nieng She para hacer algunas paradas turísticas de obligado cumplimiento (seda, plata, jardines flotantes y pagoda principal).
Lo único que me llamó la atención fue el rollo jardines flotantes. Me impactó la pericia de estos agricultores que plantaban tomates, berenjenas o chile, en mitad del lago. Una serie de algas y otros sedimentos naturales hacían de sustrato para que las plantas pudieran prosperar hasta el punto de llegar incluso a ser más productivas que en tierra firme. Nuestro barquero nos insistió en que el ochenta por ciento de los tomates que se consumían en el país, se producían allí.
Era curioso ver esas matas flotantes clavadas al fondo del lago a través de un onmipresente tronco de Bambú. Más curioso era ver como, a voluntad, podían desplazar cientos de plantas de una sola vez y reubicarlas en otra parte del lago, simplemente, desclavando el citado tronco.
Estaba tan cansado que el barquero me preguntó un par de veces si me encontraba bien. Yo, con ataques de narcolepsia, aguantaba a duras penas los cantos seductores de Orfeo. El recorrido de un par de horas fue un broche de oro a nuestros días en Myanmar.
Construcciones de Bambú y de madera, todas ellas tradicionales, nos trasportaron a un lugar, a un mundo, autentico. Luego, ya en bicicleta, nos despedimos al día siguiente del lago Inle. Una ruta de quince kilómetros de ida y vuelta hasta el famoso puente de madera. Pedaleamos entre pitajayas, mangos, aguacates y los siempre presentes maizales.
Myanmar ya no era más que otro recuerdo.
FIN