Senderismo West Highlands Way. Viaje mochilero a Escocia por libre.
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West Highlands way

Senderismo West Highland Way: ESCOCIA. RELATO COMPLETO

Era cuestión de relatar mi viaje a Escocia o quizá, se tratara simplemente de recitar otro poema de amor.

Llovía, cómo no, en Fort William. El cielo era blanco. El silencio, trasparente. La muerte, vivía.

¿Te chequeas las bolas mensualmente? Rezaba un cartel en apoyo de la prevención del cáncer de testículos bien visible en la sala de estar del hostal en el que me despedía de Escocia. Me acababa de comprar el enésimo libro de Jon krakaouer titulado «cuando los hombres alcanzan la gloria». Había té y algo parecido al café y al chocolate caliente. Desde el majestuoso ventanal imaginaba vislumbrar el monte Ben Nevis.

Acabábamos de concluir las noventa y seis millas de la legendaria ruta de senderismo West Highland way. Era diciembre del año 2019. Se cerraba otra década.

En invierno nadie hacía esta ruta. Supongo que por eso no nos cruzamos con ningún otro caminante en sus más de ciento cincuenta kilómetros de recorrido. La temperatura media rondaba los cero grados. Llovía siempre y soplaba el viento. Para la mayoría, resultaba obvio, no era un buen momento para viajar a Escocia. Menos, para recorrer a pie las Highlands. Polansky y yo no estábamos de acuerdo con la mayoría. Es más, probablemente, nunca nos hubiéramos planteado recorrer esta ruta tan masificada y turística en verano. No es que no merezca la pena hacerla en verano pero, personalmente, habría barajado otras opciones. En esta etapa de mi vida buscaba la autenticidad y estaba dispuesto a pagar el precio que hiciera falta para disfrutarla.

Equipados mejor de lo habitual, emprendimos la aventura el cinco de diciembre de dos mil diecinueve. Que nos dejaran pasar las piquetas como equipaje de mano era el primer obstáculo. El segundo, no perder el vuelo de enlace en Bristol que poco después de aterrizar, nos llevaría hasta Edimburgo.

Edimburgo es la ciudad en la que me enamoré. Una ciudad única y mágica para mí. Tal vez, porque sé que a los lugares donde fuiste feliz no debieras tratar de volver, huí a toda velocidad de allí.

Había salido, como casi siempre, a la carrera, del centro de refugiados en el que trabajo. Como casi siempre, también me olvidé de algo. Fumaría ese húmedo Golden Virginia de Romanovich durante unos días.

De Edimburgo a Glasgow fuimos en tren Polansky, Sweet y yo. Glasgow para mí era Trainspotting, la peli de Danny Boyle. Una de esas cintas que marcaron mi juventud.

Una de las manías que había adquirido recientemente era la de arrancarme uno a uno los pelos de la espalda a tirones. Un ejercicio masoquista muy a la medida del personaje repulsivo en que me había convertido.

En Escocia no probé el agua. Me la prohibió el médico. Me recetó una dieta líquida a base de cerveza Guiness. Después de una larga jornada de marcha no había nada como sentarse en un cálido pub de pueblo acompañado de Polansky y una buena cerveza negra.

Peggy Sue hacía un desagradable sonido cada vez que sorbía su té. Un chaval, a su lado, reía absorto ante las imágenes qué, mágicamente, brotaban de su teléfono móvil. Eramos cuatro en la sala de estar pero todos estábamos solos. Yo, con mi escritura. El resto, con sus aparatitos infernales.

PRIMERA ETAPA. MILNGAVIE-DRYMEN

En tren, desde Glasgow, nos dirigimos a Milngavie, a escasos veinte kilómetros de la ciudad. Era el inicio oficial de la West Highlands way. Seguía lloviendo. No hacía demasiado frío aún. El cielo, amenazante y oscuro. Era medio día. Apenas quedaban cuatro horas de luz. Por la avenida principal del pueblo aún no éramos consciente de lo que estaba por venir.

Ese primer día, aún juntos los tres, debíamos llegar hasta Drymen. Los veinte primeros kilómetros, aún desentrenados, se hicieron largos. La última parte, bajo una lluvia ya intensa, nos caló hasta los huesos. Todavía en Shock y en vaqueros, entramos chorreando al mágico pub que nos aguardaba providencial en la plaza del pueblo.

Para Polansky y para mí, aún no había comenzado el auténtico viaje, para Sweet, que volvía a trabajar a España, ya casi concluía. Bitter no quería dormir en la tienda. Con esa lluvia intensa había entrado en pánico. En momentos como ese, me percibía como a un psicópata sadomasoquista que la hacía sufrir siempre de una manera absurda y estéril.

Una brizna de hierba danzaba ante mis ojos provocando que, nuevamente, el tiempo se detuviera.

La humedad y el frío te calaban los huesos.

SEGUNDA ETAPA. DRYMEN- ROWARDENNAN

La segunda etapa discurría entre Drymen y Rowardennan. En ella se tomaba contacto con el lago Lomond. Antes se ascendía Conic Hill que te deparaba unas sobrecogedoras vistas de casi 360 grados. Una vez allí, por fin, aterrizabas en las tierras altas. Las ráfagas de viento en lo alto te golpeaban como un martillo en la cabeza. De repente, en mitad del caos, comprendías que todos tus problemas habían desaparecido. Y entonces, sentías ganas de gritarle al mundo: ¡Aquí estoy! ¡Estoy vivo!

Desde el punto más alto de Conic Hill alcanzabas a ver gran parte de un lago Lomond que tardaríamos casi dos días en atravesar. Bajamos a un bosque de abetos donde algunos frágiles rayos de sol conectaron nuestro realidad con el multiverso. Nos cruzamos con un par de excursionistas procedentes de Balmaha que aprovechaban el domingo para volver a la naturaleza.

Era hermosa y lo sabía.

Allí, en Balmaha, tomamos un rico chocolate caliente en una cabaña muy acogedora y nos aprestamos a despedir a Sweet, que tuvo la suerte de montarse a un coche de una pareja de ingenieros (española y escocés) que iba de vuelta a la urbe.

Polansky y yo seguimos caminando hasta Rowardennan. El camino transcurría por las orillas del lago Lomond, como lo haría también al día siguiente. Cuando cayó la noche nos adentramos en el bosque. Las últimas horas las caminamos completamente a oscuras, bajo la lluvia, con la única esperanza de encontrar un pub abierto que nos ayudara a secarnos y entrar paulatinamente en calor.

Los días de diciembre son cortos en Escocia. Es noche cerrada a las cinco de la tarde.

Habíamos llegado al único local abierto de Rowardennan. Una amable joven pareja ya estaba cerrando las puertas de su antro. Sus hijas aún corrían dentro de un pub que también era su casa. Unas patatas asadas fue lo único que pudimos conseguir para cenar. Eso, y unas Guinness. Nos ofrecieron una habitación doble a un buen precio pero la rechazamos. Aunque la oferta era tentadora y la noche gélida y lluviosa, habíamos venido a acampar y no queríamos gastar dinero en alojarnos si no era imprescindible.

TERCERA ETAPA. ROWARDENNAN- INVERARNAN

A pesar del frío y la lluvia, dormimos bien en la tienda. El lunes amaneció un cielo azul espectacular que no volvimos a ver en todo el viaje. Nos despertamos junto al lago. Unas bonitas vistas para empezar la semana. Una ventaja de acampar es que nunca se te pegan las sábanas. Buscamos un sitio para tomar café, sin suerte. Esa mañana no comeríamos más que frágiles rayos de sol. Tampoco sabíamos entonces que no probaríamos bocado hasta la noche. Nos adentrábamos en una parte muy desolada de la ruta, especialmente, en invierno. No habíamos valorado la dificultad de conseguir víveres durante la ruta.

La tercera etapa era larga. Aunque no teníamos comida, al menos teníamos tabaco. Los escasos hoteles y construcciones que encontramos estaban todos cerrados. En ayunas, seguimos marchando a lo largo de la orilla del lago Lomond. Con una etapa de veinticuatro kilómetros por adelante y unos días tan cortos, la marcha nocturna estaba otra vez asegurada. Esperábamos encontrar, eso sí, algo que llevarnos a la boca por la noche. La energía se iba agotando y la marcha después de unas horas empezó a hacerse pesada. El ánimo permanecía alto.

Los últimos seis o siete kilómetros los hicimos empapados y llenos de barro. Subiendo y bajando colinas, atravesando bosques que parecían no tener fin. Cuando nos disponíamos a cruzar el puente que unía el campamento con el pueblo de Inverarnan nos dimos cuenta de que donde se suponía que debía estar, no había nada. Una ruda señora que regentaba el campamento, nos informó de que hace pocos meses que el puente había sido destruido por una crecida del río. Sin puente, eran otras cuatro millas extra hasta el pueblo.

Era la peor noticia que podían darnos. Agachamos la cabeza, apretamos los dientes, y decidimos proseguir la marcha. Fue entonces cuando la señora nos paró en seco. ¡Esperad!, yo os llevo.

La hospitalidad escocesa se ponía de manifiesto. Durante el trayecto conversamos un poco. Descubría que los meses más lluviosos, curiosamente, son los de julio y agosto. ¡Es frustrante! repetía. Normalmente no tardaba más de cinco minutos andando en llegar al pueblo. ¡Tienen que reconstruir el puente! Su acento, de un inglés casi escandinavo, me abrió los ojos y me situó esta parte de Escocia, cultural y geográficamente, en el lugar que le correspondía, más allá del Reino Unido. Un eslavón perdido entre los ingleses y los escandinavos.

Esa noche dormimos de maravilla en una pensión casi vacía donde conseguimos nos rebajaran a cincuenta libras la noche con desayuno en una habitación doble. Estábamos extenuados.

CUARTA ETAPA. INVERARNAN-TYNDRUM

El martes diez de diciembre daban aguacero. ¡ No caminéis hoy!, nos avisaron. Lo intentaremos, respondimos. ¡Esta lluvia no es habitual por aquí! Nos dijo una camarera de piso española. Aquí siempre cae un chiribiri pero esto es el diluvio, nos decía.

Sin embargo, la cuestión era avanzar si queríamos llegar a Fort William. No nos sobraban los días. En un momento dado, el agua comenzó a brotar por todas partes. Los puentes, desbordados, estaban inservibles. Nos vimos atrapados en la orilla equivocada. El cielo comenzó a descargar con más fuerza. Era un día para dejar en paz a la diosa naturaleza.

En un momento dado, vimos una escalera plegable que colocada con destreza, podía permitirnos cruzar al otro lado. Lo consideré arriesgado y así se lo hice ver a Romanovich.. Intentaríamos cruzar más adelante si teníamos ocasión. No quería caerme al torrente de aguas salvajes que manaba de las montañas.

Sin embargo, una hora más tarde seguíamos sin encontrar un paso. Había sido un error. La cosa no hacía más que empeorar. Bruscamente, nos vimos interrumpidos por un afluente del río principal que nos hacía imposible continuar por la orilla. Comenzamos a ascender sin muchas esperanzas de poder escapar de esa ratonera. Comenzaba a resonar en mi cabeza la frase de despedida del escocés que nos había acercado al inicio de la ruta: » Espero no tener que venir a rescataros».

Ni siquiera teníamos ya claro poder regresar por el camino por el que habíamos venido. El agua lo inundaba todo colina abajo. Había que intentar regresar cuanto antes. Polansky no perdía los nervios. Hubiera sido fácil reprocharme no haber seguido su consejo y haber cruzado como él pretendía por la escalera portátil. Él no era así. Siempre podías contar con su apoyo, su ánimo y su espíritu constructivo. En los momentos complicados era verdaderamente cuando se descubría a un buen compañero de viaje.

Regresamos a la escalera. Para entonces yo ya había rodado en un par de ocasiones montaña abajo. Logramos cruzar al otro lado a través de la escalera que, afortunadamente, seguía allí. Al otro lado del río, completamente empapados, con el agua aún a la altura de las rodillas, la tensión por la difícil situación atravesada, menguó bastante. Habíamos salido indemnes de un buen lío.

Nos secamos un poco en un viejo almacén de una vieja estación de tren abandonada. La lluvia arreció durante toda la jornada. Eran cerca de las seis de la tarde cuando llegamos a Tyndrum. Allí nos las aventurábamos felices pues encontramos un camping perfectamente equipado. Sin embargo, no había nadie, solo un viejo en su caravana. «¿Hay alguien aquí?» Le pregunté. » No lo sé», fue su única respuesta.

Pateamos el sitio hasta dar con unas oficinas. Allí, una madre y una abuela nos contemplaron aterradas. ¿Qué hacéis aquí? Nos dijeron, a modo de saludo. ¿Cómo es posible? ¿Venís desde Invernaran? ¿No sabéis que ha habido inundaciones? Lo siento, el camping está cerrado. ¿No podemos quedarnos? Preguntamos. Esperad, tal vez…No, no pueden, respondió tajante la abuela. ¿Dónde se puede acampar en este pueblo? Insistimos. No lo sé y me parece una locura dormir en una tienda de campaña una noche así. ¡Es una locura!, repetía ya a lo lejos mientras nos marchábamos.

En las cercanía descubrimos una estructura de madera en mitad de un parque por el que pastaban las ovejas. Colocamos la tienda. No fue la mejor noche de mi vida. Apenas pegué ojo. Las cervezas de la noche en el pub del pueblo no me habían sentado bien. Tampoco los haggis.

QUINTA ETAPA.- TYNDRUM- INVERORAN

La quinta etapa de la West Highlands way fue, sin duda, la más asequible. El descanso activo nos vino de perlas. Quince kilómetros por buenos caminos ventilaron la ruta en apenas cuatro horas de puras turberas. A partir de ahí nos adentrábamos en lo salvaje. Toda nuestra ropa estaba sucia y mojada. La nieve comenzaba a hacer acto de presencia.

En Inveroran, como imaginábamos, todo seguía hibernando. Vimos vida dentro de lo que parecía un hotel. Necesitábamos, esta noche sí, un techo. El hotel estaba cerrado. La señora nos mandó a la última cabaña del pueblo. Maurice, era un viejo solitario de espesa barba y coleta al viento, que vivía en mitad de la nada en el vacío de las West Highlands. ¿Cómo habría acabado allí? Nos preguntamos.

Cuando me senté en su sofá y me quité las botas para ponerlas junto a la chimenea, Maurice, me dijo jocoso que no me preocupara por el oso de peluche, que no mordía. Yo, le pregunté, a la vista de la patriótica vestimenta que portaba el osito, que a quién iba a votar en las elecciones británicas que se celebraban mañana. No lo dudes, nos dijo,» el oso votará por los nacionalistas escoceses».

Estábamos rodeados por ángeles y demonios. Todas ellos, personas. Personas como nosotros que se movían entre el cielo y el infierno. La vida era una lucha a muerte. Por eso, me vería condenado a hacer el amor y la guerra con todos los demás. Hasta mi último suspiro. No tendría otro remedio.

Maurice nos trató de maravilla. Iba a su puta bola. No era un gran conversador. Su vida no parecía demasiado interesante. Veía la tele, pescaba y no parecía socializar ni dormir demasiado. Una cabaña en Inveroran, no parecía el peor lugar para despedirse de este mundo.

Esa pudo ser la noche en que morir congelados por el frío. Sin embargo, dormí como hacía tiempo que no lo hacía. Un bol de sopa y un sandwich para cenar.

¡El miedo en sí! ¡El miedo en sí! Gritaba una niña en un vagón de un tren que unía Fort William con Glasgow. Era un tren que transitaba a cámara lenta.

Polansky decidió, en esta ocasión, cambiar su instagram por la apasionante lectura de Fisica de lo imposible de un tal Michio Kaku. Eso que ganábamos todos. Yo no tenía móvil pues me había olvidado el cargador en España.

La última bala que me quedaba en la recamara era convertirme en ese viejo con coleta que conocimos en Inveroran.

SEXTA ETAPA.- INVERORAN- KINLOCHLEVEN

Teníamos treinta kilómetros por delante. La etapa reina de la West Highland Way. La sexta y la penúltima. No convenía tener las expectativas demasiado altas.

Salimos temprano e inmediatamente nos dimos de bruces con un mar de nieve. Aparecieron los ciervos rojos. Subidas y más subidas. Bajadas y más bajadas. La cosa se puso complicada un par de kilómetros después de la estación de esquí. Una hora y pico de subida con la nieve hasta los tobillos. El camino, por tramos, era apenas visible. A las tres y pico de la tarde estábamos en la cima. El anochecer nos atrapó cuando ya habíamos logrado descender bastante. Las luces de Kinlochleven se vislumbraban al fondo.

Otra tarde en un pub. Otra noche durmiendo en nuestra tienda de campaña. Una mirada pícara y luminosa de Romanovych que habla con su chica desde el fondo de un valle en las tierras altas escocesas.

¿Cuántas traiciones podía esconder el alma humana? ¿Cuántas me faltarían aún por descubrir? ¿Un poco más de Fish and Chips, Polanky?

Me molestaba que mis teorías fallaran. Era algo que no podía suceder. En el vida había algo que estaba mal. Pero entonces escuchaba a Ry Cooder. Era mi truco secreto para que este mundo, esta vida, que adoraba, se detuviera. Me estaba convirtiendo en una persona solitaria, y feliz.

SÉPTIMA ETAPA.- KINLOCHLEVEN- FORT WILLIAM

Desde Kinlochleven apenas había quince millas hasta Fort William.

Gran parte de las tierras altas han sido deforestadas. kilómetros y kilómetros de monte repletos de árboles talados. Al parecer, tenía su lógica. Era la única forma de salvar las turberas que almacenaban de manera natural grandes cantidades de CO2. Así pues, paradójicamente, cortaban coníferas para salvar el planeta.

Desayunamos perezosos en el fabuloso complejo deportivo del pueblo. Era el sueño de todo escalador de interior. Los perros no tenían restricciones en Escocia. Podías verlos corriendo por los pubs, en los restaurantes o en los trenes y claro, también corrían por el fantástico complejo deportivo.

La primera parte de esta última etapa, comenzaba con una suave ascensión. A partir de ahí, casi todo era bajada o llano. Era el momento de disfrutar nuestro triunfo. Habíamos vencido a la West Highland Way, en invierno.

Caminamos y caminamos. Casi al anochecer, vimos a lo lejos, las luces de Fort William. La última parada era Glasgow Queen Street.

FIN

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