arba minch
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Arba Minch

Desde el primer momento hay buen “feeling”. Es obvio que se trata de dos viajeros muy experimentados. Pato es bombera y tiene una flexibilidad laboral que le permite poder viajar gran parte del año. Miguel Ángel es biólogo y trabaja para el Cesic en Doñana.

Hacemos noche en el aeropuerto. A las cuatro y media, cansados del frío que hace en el aeropuerto, decidimos salir a buscar un taxi que nos lleve a la estación de autobuses de mercado.  Destino, Arba Minch. Se supone que desde esta estación el autobús es más económico que el que sale de la estación Stadium. Con el paso de los días comprendes que la diferencia de precio es despreciable cuando se viaja en autobuses de nivel uno, dos o tres y que, aunque mínimamente, la comodidad también difiere.

Fue una tortura de viaje al nivel de las peores rutas maratonianas de mi viaje por la India. Si bien es cierto que el pasillo del autobús no estaba completamente repleto, recuerdo que mi ancha y jorobada espalda volvió a ser un handicap y no cabía en mi asiento. Las primeras impresiones fueron las de un lugar que sigue viviendo en una situación de pobreza extrema. Hicimos infinitas paradas.

Recuerdo una en concreto donde la miseria era especialmente llamativa. La mayoría de personas llevaban las ropas raídas, los edificios destartalados, las calles como en la mayor parte de Etiopía, sin asfaltar. Adultos dementes y tullidos marchaban como zombis allí donde fueras, algunos de ellos completamente desnudos.

Llegamos a Arba Minch sobre las cinco de la tarde con tiempo solo de encontrar un hotel (tras varios intentos frustrados) y conocer a Mulu, un guía que se ofreció a facilitarnos la vida en general y, en particular, lo referente al vehículo que debíamos alquilar para visitar el Omo Valley.

Ya de noche, salimos por Arba Minch. Como Pato y Miguel Ángel se retiraron pronto y yo tenía ganas de más, me quedé con Mulu perorando en un bar de locales.

Se unió a nuestra tertulia un estudiante de ciencias políticas de la zona que, ya nos habíamos percatado, nos escuchaba con atención desde su mesa desde hacía media hora. Mi incendiario y populista discurso había llamado su atención. Nuestro nuevo invitado introdujo al debate temas como la relación de los locales con los viajeros. Mulu, de manera recurrente, desviaba la conversación hacia su “business”, algo más que comprensible.

Al día siguiente salimos con el coche tras intentar infructuosamente rebajar los cien dólares diarios que nos pedían en todas partes. Logré sacar dinero de un cajero lo que, ciertamente, por entonces, se había convertido en una gran preocupación para mi.

Nuestro conductor se llamaba Abdou y era un comedor de Chat compulsivo, lo que no nos generaba ninguna seguridad, como es de entender. Además, tenía tendencia a pegarse a los animales y personas todo lo que podía. Era un sádico que disfrutaba enormemente de nuestra reacción de pánico ante el inminente peligro.

El camino desde Arba Minch hasta Jinko fue espectacular. La naturaleza desbordante se veía salpicada por pequeños núcleos rurales con cabañas hechas de barro y paja. Los niños tenían la costumbre de bailar en las cunetas para llamar la atención de los vehículos que pasaban con el fin, supongo, de que estos pararan y les dieran alguna moneda. Nosotros no paramos.

Especialmente interesante el valle que se forma un par de horas antes de llegar a Jinka. Las acacias empezaban a aparecer por todas partes.

Al día siguiente salimos con el coche tras intentar infructuosamente rebajar los cien dólares diarios que nos pedían en todas partes. Logré sacar dinero de un cajero lo que, ciertamente, por entonces, se había convertido en una gran preocupación para mi.

Nuestro conductor se llamaba Abdou y era un comedor de Chat compulsivo, lo que no nos generaba ninguna seguridad, como es de entender. Además, tenía tendencia a pegarse a los animales y personas todo lo que podía. Era un sádico que disfrutaba enormemente de nuestra reacción de pánico ante el inminente peligro.

El camino desde Arba Minch hasta Jinko fue espectacular. La naturaleza desbordante se veía salpicada por pequeños núcleos rurales con cabañas hechas de barro y paja. Los niños tenían la costumbre de bailar en las cunetas para llamar la atención de los vehículos que pasaban con el fin, supongo, de que estos pararan y les dieran alguna moneda. Nosotros no paramos.

Especialmente interesante el valle que se forma un par de horas antes de llegar a Jinka. Las acacias empezaban a aparecer por todas partes.

 

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