Viaje mochilero Argentina. Por libre. En solitario. Relato de viaje Argentina.
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El país de los viajeros: ARGENTINA. RELATO COMPLETO

Desde Santiago cogimos un bus nocturno hasta Mendoza. Apenas pegué ojo. El control fronterizo entre Chile y Argentina se me hizo eterno. Me quedé atrapado mientras cagaba. La puerta del baño se había atascado. Por un momento pensé que el autobús me iba a dejar allí tirado. No pude limpiarme el culo porque tampoco había papel. Ni siquiera había agua.

Un forzudo barbudo descamisado se exhibe en el parque Sarmiento de Córdoba, aunque aún no estoy allí.

Aún de resaca, recibimos una fría recepción en la casa de un niñato gurú de Couchsurfing que se había ofrecido a acogernos. Un capullo con ínfulas de gran viajero que nos hizo sentir extraños desde el primer minuto. Un precio que no estoy dispuesto a pagar por dos metros cuadrados de colchón en el suelo en una mierda de apartamento. Aparentemente está de mal rollo con la novia.

En Mendoza dependes del transporte público para todo. Hay agujeros por todas partes que en realidad son acequias que mantienen fértil el desierto. Con el tiempo descubrimos que son el orgullo de muchos mendocinos.

Pantalones manchados de barro e hierba seca. Una bolsa de plástico que baila ante mis ojos y luego se desvanece.

En Maypu alquilamos unas bicicletas y visitamos algunas bodegas. El Malbec no estaba mal. La variedad Camerrer, al parecer, ya sólo se da aquí.

Morena ladra enfadada a un bebé y luego sale despavorida.

Parrillada en Don Mario. Un restaurante para viejos, de precios europeos y carne excelente.

El sol me quema el cogote en el parque Sarmientos de Córdoba, aunque aún no estoy allí.

Nadie me apoyará nunca en ninguna de mis empresas. Esa es mi fuerza. La fuerza de mi soledad. Y es que sólo soy lo que escribo. El resto desaparecerá algún día.

Exhibición atroz. Un sólo error. El amor nos hará pedazos uno de estos días. El sonido de la música. Llamándome. Almas muertas. En esta atmósfera. Di que lo intentaste.

Pan con semillas, palta y jamón cocido.

Cuatro gorditas argentinas, con tangas negros, hablan sobre nosotros mientras se pasan un cigarrillo.

Pastelitos no, gracias.

Una sombra que nos persigue.

Entonces desde Mendoza nos fuimos hasta Potrerillos y caminando por la montaña llegamos hasta Cerro Cocodrilos.

Las gorditas que no son chetas aunque sí boludas hablan sobre vómitos y diarreas.

Las sombras son cada vez más alargadas.

En Potrerillos, tres perras, una de ellas con tres patas, nos acompañan durante toda la ascensión. Y luego se nos unen tres más. Soy el encantador de perros. Cuando descendemos nos acercamos a una pareja que escucha buena música argentina junto al lago de Potrerillos. Bebemos cerveza. Seguimos caminando.

Mientras esperamos el bus de vuelta a Mendoza, charlamos durante una hora con un policía que nos pone al día sobre el estado de la nación. Periódicamente hace como que trabaja y controla a alguno de los vehículos que pasan. Tras detener a un chaval con una moto de alta cilindrada y pedirle la documentación, le deja partir. Sólo quería ver la moto, nos dice jocoso. A continuación pasa un muchacho que al parecer hace una semana chocó contra un autobús de la compañía Buttini.

De Mendoza nos echaron a patadas.

Ya en Córdoba, por fin en el parque Sarmientos, un chavalín de cinco o seis años se acerca corriendo hasta nosotros y recoge su balón verde que ha caído a nuestros pies. También aprovecha para pedirnos agua. Pero antes, nos pregunta: ¿Está helada? Luego bebe. Su cara está manchada de torta de chocolate. Nos dice que va a cagar a su prima. Luego dice que tiene diarrea. Nos pregunta que de qué trata ese libro que tenemos entre las manos. Es una biografía de Ian Curtis, cantante de Joy Division. Bebe más agua. Su familia no le echa cuentas. Es libre como un cerdo de retozar en el barro. Sus energías aún son infinitas. Nos llena de mocos blancos nuestra botella de agua. «¿Está helada el agua?», pregunta de nuevo.

«Sudamérica ha sido invadida por el reggaeton», comenta Sweet.

Pelotas nos bombardean desde todas direcciones. Un día contemplativo en el parque Sarmientos de Córdoba. «¿Por qué siempre quieres marcharte?», le pregunto a Sweet.

Ser, nada más. Y basta.

Pero antes de llegar a Córdoba, fuimos a los Andes y escalamos el Aconcagua. En borriquito.

Nos alojamos en el hostal Rosa al lado del puente Inca. Esa noche la pasamos en grande con un grupo de lesbianas locas. No pude emborracharme pues el alcohol era demasiado caro. Las lesbianas vendían artesanía y hacían fotos a viejos turistas. Los brasileños, decían, eran los peores clientes. Unos clasistas que daban asco.

Las noches a tres mil metros eran gélidas.

Un perro blanco y negro, diría que un Collie, persigue un balón de lado a lado. No sabe que nunca podrá alcanzarlo. Ladra enfadado. Mueve el rabo de tanto placer y excitación.

Muchos sombreros cordobeses en Córdoba.

Nada elaborado. Efectivamente, pura improvisación.

Lo siento, no tienes tetas. Qué desgracia acordarme de ti.

Una de las tres lesbianas locas hablaba sin parar y conocía mucha más música española que nosotros. Otra, Rita, era viajera y malabarista. Tenía una perra que se llamaba Puca que al día siguiente nos acompañó cuando ascendimos al cerro Penitente.

A los alpinistas en Sudamérica los llaman andinistas.

No veo un cheto, le suelto a Sweet durante nuestro regreso nocturno de los Andes. Ella se parte de risa.

Tres perros enanos; uno blanco, otro negro y otro marrón, corren como locos por el Parque Sarmientos de Córdoba. Luchan por un peluche verde. Si no fuera tan vago iría a por otra cerveza.

En la Calle Independencia vimos una manifestación de estudiantes que parecía una fiesta en la que se reclamaba que se aclarara lo acontecido en la desaparición de Santiago Maldonado en una cercana región mapuche de Chile. Al parecer, la empresa Benetton se había hecho con unos terrenos de los mapuches y en medio de los disturbios con este feroz pueblo indígena desapareció este joven viajero argentino.

A la perra Puca la había pillado un camión y sólo andaba gracias a sus patas delanteras. A pesar de ello pudo subir con nosotros al cerro Penitente, cerca del Aconcagua.

En la feria del libro de Córdoba compré la biografía escrita por Deborah Curtis sobre su esposo Ian. También me hice con Una vida sin principios de Henry David Thoreau.

Vacío y matahambre en la parrilla de Raúl, Calle Jujuy con Santa Rosa.

«Qué pereza me va a dar pasar todo esto a ordenador», me digo. Lo haré por vosotros y por mi ego.

En la panificadora del cabildo, a las afueras de Tucumán, hay millones de absurdas esculturas. También una de Messi con la camiseta de Argentina. Igualmente absurdo y maravilloso es el imposible acento de las gentes de Tucumán.

Antes de abandonar Córdoba fuimos a un concierto de música latina en el bar La Favela cercano al mercado de artesanía. Probé el fernet que, efectivamente, sabe a medicamento.

En las cercanías de Córdoba se puede hacer una interesante escapada hasta Anisacate y pasear por su hermoso río. Luego, en bus, llegas hasta Alta Gracia. Cuando fuimos nosotros la casa del Che estaba cerrada. Por mi culpa, estuvimos a punto de perder el bus nocturno a Tucuman. Una lolita de acento caramelo también contribuyó, sin pretenderlo. Sweet dice que la gente de Alta Gracia habla español como los quebecois hablan francés. Su acento no tiene nada que ver con el de sus vecinos de Córdoba.

Frutilla significa fresa en Argentina.

Desde Tucumán fuimos a Tafí del Valle. Dormía y dormía como un bebé. Y eso, a pesar del gélido aire acondicionado. En esto último, Brasil y Argentina se parecían mucho.

«Nunca me dejes fumar tabaco», le dije hace muchos años a Sweet. «Si empiezo, continué, mi personalidad adictiva me impedirá dejarlo».

Viajes pendulares. Textos que nunca permanecen donde les corresponde. Idas y venidas. Pasado y futuro a las afueras del presente. En movimiento, siempre en movimiento. En mi escritura se sienten las curvas, las cuestas arriba y abajo, los frenazos y los acelerones. También se notan los cambios de paisaje, las montañas y los desiertos, la lluvia, el viento y el sol. Por supuesto que hay que ser pretencioso. Especialmente cuando se es un gusano. El rey de mi propia mierda, que diría Bukowski.

En Tafí del Valle conocimos a dos mochileros tan tirados que, al parecer, nadie se atrevía siquiera a hablarles. Uno de ellos llevaba diez años vagando por Argentina con sus juegos malabares. Un perro callejero, según decía el otro. El segundo, era un argentino de Buenos Aires aspirante a actor. Un ratero de poca monta de los que percibes a la legua que si te descuidas te robarán la cartera.

Nos insistieron para que les ayudásemos a ducharse gratis en el camping en el que nos quedábamos. A cambio, nos invitaron a mate. Eso sí, por si no lo sabías, el mate no se comparte. Una carga, una persona. La versión del mate que más me gustó fue la paraguaya, la que incorpora limón.

Cuando el dúo dinámico se coló en las duchas, lo acabaron pillando. Me llamaron los de seguridad y me preguntaron que si los conocía. Al parecer, los unos y los otros habían montado un pequeño escándalo. El objetivo, los buscavidas, lo habían cumplido. Se fueron tan campantes.

Desde Tafí del Valle scogimos un sendero hasta el pueblo de El Mollar que estaba a unos doce kilómetros de distancia. Sólo había que seguir el cauce del río. Conocimos a unas niñas encantadoras que volvían a Casas Viejas, pequeño suburbio del primer pueblo.

No hay que perderse el vino patero dulzón de esta zona.

A la mañana siguiente nos dirigimos en autobús hasta Cafayate. Su tranquilidad, sus coloridas casas y sus gentes, ya casi bolivianas, nos cautivaron de entrada. Decidimos darles una oportunidad al locro, al tamal, a las humitas y claro, a sus vinos. Ese mismo día, entrada la tarde, andamos hacia las cascadas y nos maravillamos con los imposibles cardones que crecían en riscos verticales. La noche nos caía encima y no pudimos completar la ruta. Volvimos andando desde las cascadas que comenzábamos a intuir hasta el pueblo que se encontraba a unos escasos seis kilómetros. Llegamos justo a tiempo de degustar unos maravillosos alfajores y un jugo de arándanos.

En la plaza de Cafayate nos encontramos con el segundo de los perros callejeros, el actor bonaerense que habíamos conocido en Tafí del Valle. Al parecer, ya había logrado poner el huevo en algún sitio. Primero nos presentó a un colega suyo malabarista y luego apareció un pipiolo de Tierra del Fuego que se había lanzado a viajar en lugar de ir a la universidad. Veías la ilusión en sus ojos que se comían la vida. El chaval volvió a hablarme de una tal Luca Proudhan de la banda Sumo y también del grupo Los Redondos.

La cultura viajera de Argentina no tiene parangón. Es sobre todo una cultura mochilera de viaje dentro del propio país. Tener o no plata, a la hora de viajar, es secundario. Su país es su mundo. Todo argentino viajero es un filósofo, un poeta, un tunante, un loco de la vida. En Argentina cada pregunta que hagas se convertirá en una conversación.

De vuelta a Cafayate decidimos alquilar unas bicis, montarlas en el bus y dirigirnos al Cañón del Diablo. Una vez allí se inicia una espectacular ruta ciclista de cincuenta kilómetros por algunos de los paisajes más impresionantes que he visto en mi vida. El Monument Valley argentino.

Fue allí donde conocimos a Cristian. Un poco antes empecé a notar que mi bicicleta no tiraba. Cuando las cuestas comenzaron a ponerse peliagudas me veía obligado a hacer un esfuerzo extraordinario y llegado un punto la bici apenas se movía. Yo, tozudo, no me daba por vencido hasta que de repente Bitter me lanzó un berrido del estilo: «¡Qué haces, animal! ¿No ves que se te ha salido la rueda y vas rodando sobre la llanta?».

Cinco minutos después del pinchazo y, por supuesto, sin repuesto alguno, apareció nuestro ángel de la guardia. Cristian, un bonaerense de antepasados nórdicos que recordaba al dios Thor, llevaba viajando diez años ininterrumpidamente con su bicicleta. Su último viaje lo había emprendido desde Alaska y se disponía a llegar a la Patagonia.

Con su ayuda salimos del atolladero. Mi bici iba, no obstante, de pena y el resto de la jornada fui a ritmo de tortuga. Los últimos kilómetros fueron una tortura. El día lo pasamos charlando con el gran Cristian, sin duda, un viajero heroico. Diez años cargando cincuenta kilogramos en una bici, durmiendo donde tocara con su carpa, hiciera frío o calor, sobreviviendo con la escasa venta de artesanía que le permitía sacar unos pocos pesos, sin duda, no estaba al alcance de cualquiera. Una vida dura y hermosa.

Sin embargo, esto no sería El Blog del Beat si me quedara con la simple idealización del viajero que tanto gusta a otros. Detrás de Cristian había mucho más que el dios Thor con su bici, su carpa, su artesanía y sus diez años de aventura. Thor había estado casado y tenía una hija pequeña a la que apenas veía. Cristian era una persona triste. Si hablabas un rato con él comprendías que tras esa imponente fachada había algo que hacía aguas. Viajar para él también era una huida. Viajar así era una manera de no relacionarse demasiado con la gente o, mejor dicho, de relacionarse en la manera superficial y pura que te permite un viaje continuo.

El bonaerense viajero era un sabio de lo más ignorante. Su nivel cultural dejaba bastante que desear, tenía ideas bizarras de todo tipo que sustentaba en creencias pseudo científicas que no había por donde coger. En un momento dado comenzó a darme una chapa interesante sobre los reptilianos, sobre alimentación y comenzó a hilar teorías de lo más extravagantes tipo Zeitgeist. Por supuesto, era mejor no llevarle la contraria. El amigo Thor no mostró interés alguno ni por nosotros ni por nuestro viaje. Más bien se dedicaba a monologar sobre sus propias experiencias como un Zaratustra cualquiera. Nunca hubo diálogo y, sin pretenderlo, estaba tan metido en su rollo de viajero universal que ya lo sabe todo, que estaba cerrado a cualquier estímulo externo.

No quiero depender de nadie, repetía como un mantra. Conocer a Cristian fue una experiencia reveladora. Las cosas no son blancas ni negras, eso ya lo sabía. Tampoco existen los viajeros ideales. Ni siquiera viajar puede servir para llenar una vida. Cristian era también humano, demasiado humano, que diría Nietzche.

Lo reconozco, intenté sacar de él lo máximo que pude, como hago siempre. Y aprendí mucho. Un tipo así tenía muchas cosas que enseñar.

Nos despedimos en Cafayate. Le di las gracias y le deseé suerte camino de Patagonia. Por un día dejé que fuera mi maestro y fui sin más su pupilo. No podía ser de otro modo.

Escuchando el ukelele en mitad de un temporal de arena, en mi tienda de campaña, prosigo este relato de viaje por Argentina. Sin literalmente, nada que hacer, salvo escribir o leer, solo me queda huir de aquí. Por eso vuelvo a Cafayate desde donde fuimos hasta Angostaco en los valles Cachalquíes. Allí, dado que no había bus hasta Cachi hasta un par de días más tarde, con un par, decidimos, mochila al hombro, recorrer los 44 kilómetros que nos separaban del pueblo de Molinos. Acamparíamos por el camino.

La primera tarde andamos 17 kilómetros. Inmensidad seca de riscos imposibles, alguna que otra viña y un bonito río que proporcionaba un dulce frescor a tanto desierto. En una bodega pillamos una botella de Torrontés que todavía no habíamos catado. Acampamos finalmente en el desierto. Durmió con nosotros una perrita que nos siguió encantada valle arriba y valle abajo.

Al día siguiente, palizón hasta Molinos. Ya en el desvío que entraba al pueblo y hasta los cojones de cargar nuestras pesadas mochilas, decidimos hacer autostop. Allí tirados, esperando, acabamos charlando con un fotógrafo y articulista belga que viajaba junto a su pareja en moto. Al parecer, escribía para revistas especializadas en motos. Tras once meses en África estaba iniciando una nueva etapa en Sudamérica.

Luego coincidimos con un ciclista guyanés que llevaba unos cinco meses pedaleando por el continente.

Finalmente nos recogió un agradable jubilado de Buenos Aires que, junto a su guía, qué suerte, iba de camino a Cachi. En Cachi dormimos en un idílico camping con vistas al Valle por un euro y medio la noche.

Vuelta a los sueños tanto tiempo desaparecidos. En una misma noche me asaltan cuatro o cinco sueños diferentes como si quisieran vengarse por la represión sufrida. Sueños insustanciales, cotidianos, terribles, atroces y terroríficos. Poco conectados con mi vida. Ilógicos. Las pesadillas se vuelven tranquilizadoras. Recupero el control de mi cerebro. Las noches son plácidas y plenas de expectativas.La autodestrucción sigue ahí. Un mes sin consumir drogas.

¿Por qué tener miedo? ¿Qué ocurre con la responsabilidad propia y ajena cuando la perdemos? ¿Huir del relativismo o dejarse caer en él? Utilizar la lucidez que con cuenta gotas nos fue dada para disfrutar del aquí y el ahora.

Escucho francés de fondo.

Todo sufrimiento es bueno. Todo sufrimiento es útil. Todo sufrimiento da frutos. Todo sufrimiento es un universo.

Psicodélico semánticamente como descubridor o revelador del alma, que diría Hoffman.

La carretera de Cachi a Salta es memorable. Por allí se realiza un peregrinaje anual a Salta que me hubiera gustado compartir con los lugareños.

En Salta nos quedamos en otro camping público por un euro. Más allá del centro histórico que tenía cierto interés, poco que destacar de Salta. Sólo fue un breve alto en el camino hasta los bellos pueblos de la Quebrada de Humahuaca.

A la mañana siguiente cogimos un bus madrugador hasta el pueblo de Humahuaca y pudimos disfrutar en todo su esplendor de la quebrada desde la primera fila del monstruo de dos plantas en el que viajábamos. Cuando llegamos hacía un frío terrible. Conocimos a un par de viajeros argentinos muy agradables que salvaban algo de plata haciendo pequeños trabajos en un hostal de la localidad. Nos recomendaron visitar el Mirador de las Señoritas en el cercano pueblo de Uquia. Este mirador sería el lugar que más nos cautivó a lo largo y ancho de la quebrada.

La noche la pasamos en Tilcara, bonito y turístico pueblo desde el cual caminamos a otra garganta del diablo. Un fabuloso entorno natural con montañas multicolores en todas direcciones. Esa noche en Tilcara nos fuimos de fiesta a una peña tradicional donde había música en directo. Bebimos Malbec de Cafayate y cenamos una rica cazuela de carne de LLama. Esa noche conocimos a Olivia, una encantadora francesa que nos acompañaría durante algunos días.

Desde Tilcara partimos hasta Purmamarca, el pueblo famoso por la todavía más famosa montaña de los siete colores. Desde allí salía el bus hacia el desierto de Atacama. La montaña, siendo un preciosidad, nos decepcionó en este punto. Lo excepcional acaba por convertirse en ordinario en Argentina. El noroeste de este país a nivel paisajístico se sitúa muy alto en mi clasificación y si uno tiene el estado de ánimo adecuado, puede llegar a sobrecogerse casi a cada paso.

En Purmamarca disfrutamos de otra ración de música tradicional. Supongo que estábamos demasiado ebrios como para echarle cuentas al pésimo cantante que nos tocó en suerte esta vez. Encontramos un alojamiento decadente con mucho encanto y unas fantásticas vistas a la magnética montaña. Trescientos pesos, lo cual dentro del abuso general en esta zona no estaba mal. Sweet no estaba por la labor de acampar. Hacía demasiado frío.

Se nos acababa Argentina.

FIN

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