Dos meses de viaje mochilero en La India dan para mucho. Es diciembre y nos largamos de España. Cogemos el metro que nos lleva al aeropuerto de Madrid Barajas. Llevamos todo, espero. Vamos bien de tiempo. Blanco sale a matar el mono.
Un tipo calvo bajito con aspecto entre inquietante y cómico se nos acerca. ¿Es español? ¿Sudamericano? Un sevillano que se lanza a contarnos su vida incluidos disparates varios no del todo imposibles. Se va a Argentina y no le han dejado meter la maleta en la bodega. Al parecer, es ingeniero informático para una empresa con la que viaja sin parar. Los billetes que nos muestra confirman lo que dice. Nos propone probar una «coza buena» que le va a traer su amigo. Va pasaillo de drogas. ¿ Un camello vendiendo drogas en el aeropuerto? No, lo de que es ingeniero informático, ya no cuela. Lo de fumarnos un porro en pleno aeropuerto de Barajas, tampoco.
El enlace va bien hasta que en Londres se empieza a acumular retraso. No es problema. Incluso llegar un poquito más tarde nos vendría bien. A la salida del avión sesión de pastilleo de Blanco y borrachera subvencionada por mi parte. Se nos pega otro personaje. Al colega de Castellón parece que le han puesto un petardo en el culo pero parece buena gente. Viaja solo. Viene para seis meses.
Casi al instante, aprovechando el reencuentro patrio comenzamos a hablar con una pareja de mediana edad catalana y con una francesa que, casualmente, había viajado en el asiento de delante de mí. Comenzar una mañana a las seis hablando inglés, francés y español a partes iguales es una experiencia casi religiosa.
DELHI
Con más estrés del recomendable y siguiendo no sé muy bien a quién cogemos el taxi en la puerta de un aeropuerto de Delhi que, por otro lado, no está nada mal. Nos separamos en dos taxis y vamos donde va todo el mundo. Casi sin mediar palabra aprovechando esa inercia en la que andamos inmersos nos plantamos en pleno corazón de la ciudad.
El trayecto no decepciona. Todo aquello que queráis o podáis imaginar y más. Efectivamente, es otro mundo. Desorientación. Al cabo de cinco minutos aparece el otro taxi con Blanco, la francesa y el de Castellón. Al parecer su taxi se paraba y había que volverlo a arrancar cada poco.
Comienzan los debates. Seis personas que apenas se conocen, son mucha gente. No pasa nada, por el momento la necesidad de compañía es más fuerte que el incordio. Un hotel muy malo, otro muy caro (casi cinco euros la habitación) y al final, a la tercera va la vencida, nos quedamos en el hotel Ayas en pleno meollo. Son las siete y media de la mañana.
Salimos. Los locales sienten que eres nuevo e intentan jugar su baza. El caos llama la atención. Vacas, coches, motos, rickshaws. Que no te atropellen es todo un logro. Qué sucio está todo. Todavía no hay mucha gente pero eso no lo sabemos aún.
Estoy muy cansado. Puedo liarla en cualquier momento. Me atrevo a hacer un par de fotos. Al parecer la peña parece darse cuenta inmediatamente de que somos unos guías cojonudos y da la sensación de que este grupo de seis tiene futuro. Reservamos billetes y cambiamos, sin proponérnoslo, la ruta de las otras cuatro personas. Mañana Puskhkar, luego a Jaypur.
Paseamos por la zona nueva de Delhi. Ruido, coches, mucha vida. Olores, claxon, un ojo en la nuca. Gente se acerca sin parar, nada que no nos esperáramos. Por omisión contratamos a un muchacho con buena pinta que parece dispuesto a ayudarnos en todo a cambio de una pequeña comisión de vez en cuando.
Nos vamos haciendo al ambiente. El chico desaparece y vuelve a aparecer como por arte de magia pasado unos minutos. «Casualmente» tiene el rickshaw de su amigo y va, como nosotros, dirección a correos. Le escribe a un amigo belga que vive en Lieja. El naturista catalán aprovecha y manda un par de postales. El rickshaw es un espectáculo y una aventura en sí mismo. Si van dentro seis personas lo es aún más. Por primera vez consigo relajarme por completo y disfrutar de lo que me rodea.
El horario lo tenemos del revés y estamos muy cansados. Toca ir a comer. No nos complicamos en discusiones pues la democracia puede ser complicada si no hay buena voluntad y acabamos en un restaurante cadena indio que cumple su función sin pasar a la historia.
Volvemos tranquilamente al hotel. Javi, el castellonense, se desmarca para pillar charras. Tres horas de siesta y como nuevo.
Blanco y yo vamos al viejo Delhi. Ambientazo. El metro está sorprendentemente bien a pesar de los apretones. Rezos y cantos se entremezclan en un par de templos. Los mágicos olores nos contaminan. ¡Qué maravilla! Damos un donativo y tocamos una campana.
Muy autentico. Se nos acercan unos niños de no más de cinco o seis años. Es la fiesta, les hemos comprado unos dulces y un par de manzanas. Vamos al Mohti Mahal restaurant, famoso por su butter chicken. Primer homenaje gastronómico y vuelta en rickshaw.
PUSHKAR
Catorce de diciembre. A las cinco en pie dirección Ajmer-Pushkar. El tren no está mal y el té que nos ponen es cojonudo. Llegamos a Ajmer y mochila a cuesta salimos de la estación los seis occidentales. Juntos, en una ciudad no demasiado turística, somos inevitablemente el centro de atención.
Nos piden 400 rupias por llevarnos a Pushkar. Decidimos irnos en autobús haciendo caso a un viejo indio que repite compulsivamente que no nos fiemos de nadie, que solo quieren dinero y que es peligroso. Quince minutos después llegamos a la estación de autobuses. El espectáculo de colores es deslumbrante. Estamos en Rajastán. Entramos en un autobús prehistórico y nos instalamos cómodamente en la cabina del conductor. Tras llenarlo hasta los topes, el autobús milagrosamente arranca.
Pushkar está a doce kilómetros de Ajmer y hay que coger una carretera rural para llegar. Entre montañas y junto a un lago obra de Brahma, que arrojó al suelo un pétalo de rosa para crearlo, el emplazamiento resulta inmejorable.
La mochila empieza a pesar y el hecho de ser seis no contribuye, precisamente, a que las cosas se hagan rápido. A pesar de que la mayoría somos, en general, gente positiva, la cosa no acaba de cuajar. Acabamos comiendo en un jardín muy bonito aunque claramente dirigido al turista. Hablamos mucho. Los catalanes cuentan vida y milagros.
Pepe, el catalán, tiende a la verborrea aunque, ciertamente, tiene mucho que aportar. Entramos por unos días en su mundo de misticismo, astrología, vegetarianismo y masajes, es una suerte.
En alguna conversación están a punto de saltar chispas aunque al final impera el buen rollo. Visiones del mundo, política, viajes y hasta sexo tántrico ocupan buena parte de la conversación. La orinoterapia al parecer es una práctica habitual en la vida de pareja de estos catalanes que alaban las propiedades casi milagrosas de la orina sobre la piel.
Tras varios intentos de autopérdida infructuosos me desmarco definitivamente cuando empieza a disgustarme el cariz gregario que toma la situación.
El Lake View es un hotel tranquilo, con habitaciones confortables y con una vista inmejorable del lago de Pushkar. Deslumbrados, decidimos quedarnos. Por suerte cogemos una habitación arriba. Solo tenemos que dar dos pasos más y ante nuestros ojos una de las vistas más impresionantes que haya visto jamás. Los gats rodean el lago y le dan un aspecto majestuoso. Llegamos justo al anochecer y la puesta de sol es imponente. Una luz maravillosa.
El baño deja mucho que desear. Nada grave. Más desagradable es la antipatía del propietario muy en las antípodas del ciudadano medio rajastaní, extrovertido, alegre y hablador por naturaleza.
Sorpresa. Los catalanes aparecen de repente y se acoplan en una de las habitaciones de al lado. Pepe se entusiasma con el espectáculo que se presenta ante sus ojos. Un hombre apasionado. Su mujer apenas se detiene a mirar, está demasiado ocupada, aunque lo disimule, en echar de menos todas las comodidades que ha dejado atrás. Una pena. Una mujer algo introvertida, insegura y desconfiada. También aguda en sus reflexiones y no carente de sentido común. Convencida de aquello en lo que cree no lleva bien que nadie la contradiga. Al día siguiente, ya con el marido desanimado, deciden cambiarse a un hotel más turístico con cuarto de baño casi europeo.
Esa noche Blanco y yo damos un paseo por los gats. Aún desconocíamos la prohibición de andar con zapatos por allí y durante una hora actuamos sin saberlo como auténticos sacrílegos. Es entonces cuando tras cruzar un pequeño acueducto quedamos impactados ante la imagen de un Sadhu vestido completamente de blanco que medita inmóvil en medio del lago.
La falta de luz y el vapor que desprende el lago hacen imposible saber a ciencia cierta si se trata de un hombre real o no. La baja temperatura de la noche hace impensable pensar que haya alguien allí de pie, en mitad del lago, en pleno trance. Sin embargo, joder, eso es lo que parece. En ese momento aparece un joven muy cubierto de mantas y decidimos preguntarle. La comunicación resulta complicada porque apenas habla inglés, como la mayoría de indios, por otro lado. Nos responde que sí, que se trata de una persona real.
Durante una hora conseguimos comunicarnos con el chico no sé muy bien cómo. A pesar de los miles de malentendidos nos acaba por llevar con él hacia una hoguera en la que apartados cenan apaciblemente unas personas. Lejos de la ciudad, sin apenas luz, tirados en el suelo, nos unimos a esa hoguera. Se trata de un grupo de sadhus (sabios itinerantes de la India) que comparten cena con algunos de sus discípulos. No parece real estar allí. Uno de los sadhus hace chiapati mientras hierve las verduras.
Pushkar, como ciudad sagrada, es estrictamente vegetariana. Los sadhus, que respetan las tradiciones y han renunciado a todos los placeres materiales de la vida, viven en la indigencia pero no piden dinero. Uno de los sadhus habla inglés y comenzamos a conversar. Nos dice que aunque de padres indios, nació en Inglaterra (Leicester) y que lleva cuarenta y siete años viviendo en la India.
Nos invitan a cenar. Blanco prefiere no comer. Yo acepto el ofrecimiento. Cometo el error de utilizar mi mano izquierda pero rápidamente corrijo mi error. Mojo en salsa el chapati. Tengo la sensación de que estos sadhus comen siempre lo mismo.
El sadhu «inglés» nos dice que es doctor, que estudió en la universidad de Varanasi pero que prefiere la «free life» y que detesta la vida al estilo occidental con todas las esclavitudes que hacen la «life» menos «free».
Acabamos perdiendo la noción del tiempo y, como después se acabaría convirtiendo en norma, faltamos a nuestra cita con el resto del «grupo». Una hora después de lo acordado nos unimos a la pareja de catalanes en un restaurante tibetano. Pruebo el momo con tomate y queso acompañado de sopa vegetariana. El momo se puede acompañar con salsas diversas. Buena comida.
Tras dar una vuelta, volvemos al hotel. Un par de porritos nos sirven para volver a emparanoyarnos con la lejana imagen del sadhu que ya de madrugada permanece meditando en mitad del lago.
Nos levantamos a las seis de la mañana a ver el amanecer en el lago. No decepciona. La luz está preciosa y los primeros indios bajan a hacer las diarias abluciones. Pepe aparece y se dedica a tirar fotos. No sé cómo, pero fotografía a una india en bolas.
Desayunamos de lujo en el Funkey Monkey que acabó por convertirse para nosotros en un clásico de Pushkar. Camino con los catalanes hasta que consigo desmarcarme. Me apetece ir a mi bola.
Llego a una especie de terraza pública en una esquina apartada del lago. Allí vive un sadhu que está tejiendo un bolso increiblemente chulo. Me acerco, nos saludamos y seguimos contemplando el lago. Tras las presentaciones me invita acercarme a él. Cojo una tela que me señala y me siento en ella. No habla mal inglés, es muy extrovertido y no para de reir. Contagia buenas vibraciones. Le comento lo bonito que me parece lo que hace y le pregunto si vende lo que fabrica. Me dice que lleva casi dos meses realizando esa pieza y que si me interesa su precio serían 5000 rupias (unos cien euros). Lógicamente, ni me planteo comprarlo.
Seguimos charlando de la ciudad de Pushkar, de sus viajes y de las diferencias entre sadhus y babas. Tras la agradable conversación prosigo mi vuelta al lago. «Sorpresa», con la luz del día el misterio queda revelado. El hombre que meditaba en el lago no es más que una bella estatua.
Un chico me intenta vender su música. Me toca algo con su sitar en miniatura.
Veo otro sadhu sentado en una pequeña sala con vistas al lago que forma parte de unos pseudo jardines muy originales. Comenzamos a charlar. Me refiere la importancia de la estabilidad. Es un sadhu que nunca ha salido de la ciudad sagrada de Pushkar.
Sigo mi camino hasta una zona pobre en la que destaca algún que otro templo hinduista. Me sorprendo al ver como un indio echa a una vaca que se había colado dentro del templo. Llego a la puerta del templo de Brahma y en ese momento, tras quitarme los zapatos, me doy cuenta de que unos policías me van a cachear y tengo chocolate en la bandolera. Pánico. Pienso incluso decirles que no pasa nada, que ya entraré luego. Sin embargo, ya es tarde. Abren el bolsillo grande pero por suerte no revisan el resto de pequeños compartimentos. Con el miedo metido en el cuerpo, saco el hachís y lo escondo en el calcetín. El templo de Brahma no vale un duro y lo abandono rápidamente.
Me adentro en los suburbios de Pushkar. Rodeado de intocables. Sin zapatos, vestidos con harapos y llenos de suciedad. Estoy en zombilandia. La miseria es conmovedora, especialmente la de los niños. Uno de ellos me pide cinco rupias y cometo el error, porque no tengo suelto, de darle un billete de cien (unos dos euros). La cara de Shock del pequeño cuando coge el billete y su rápida huida para esconder el botín como si acabara de darle una fortuna me reafirman en mi error. Nunca volveré a darle dinero a un niño.
De repente, cómo si se hubiera corrido la voz, salen de todas partes niños con un aspecto lamentable que comienzan a pedirme. Los pequeñajos me persiguen varios cientos de metros y entablamos conversación. Una chica con un uniforme escolar raído y muy sucio me habla en inglés. La media de edad no pasa de los siete años. Acabo por comprarles varias piezas de fruta y varios kilos de harina, lo que más me demandaban.
Con el tiempo me volví a encontrar con los pequeños intocables, lo sorprendente es que no solo no me volvieron a pedir nada sino que me demostraron su agradecimiento, limitándose a saludarme muy efusivamente.
Dos prostitutas gitanas se me ofrecen. Me vuelvo a encontrar con el del sitar. Las dos prostitutas y el músico me acaban por acompañar a tomar un Chai. La prostituta me «obliga» a hacerme un dibujo con gena. Antes de darme cuenta ya me ha dibujado lo que ha querido. Agobiado por la situación, me largo.
Me encuentro con los catalanes a los que he dejado tirados nuevamente y me saludan cagándose en mi puta madre. No entienden el viaje. Fina debe de pensar que está en Cancún. Tras varios días parece empezar a tomar conciencia de donde se ha metido. Lo va a pasar mal los treinta y cinco días que tiene por delante si no cambia el chip.
Está claro que lo del grupo es un coñazo. No he viajado para ir en pandillita haciendo el borrego. Sin embargo, seguimos juntos. Conocemos a un gibraltareño que estuvo viviendo en Japón y a otro catalán. Fina empieza a darme grima durante la comida. Después tomamos otro chai en el nuevo hotel de los catalanes que han vuelto a mudarse pues no les gustaba donde estaban. A dormir. Porrazo que te crió.
Ya de noche, vuelvo al Funkey Monkey. Me integro en la hoguera con todos los currelas del barrio. Al principio me encuentro aislado y algo fuera de lugar pero esa sensación dura poco pues cogen confianza conmigo. LLegan otros tres indios de casta hindú procedentes de Jaypur que se unen a los Brahmanes que formaban el grupo inicial. Otro chai. El gibraltareño aparece por allí y el buen “feeling” se apodera del lugar. Los tres personajes de Jaypur que viajan por primera vez muestran una curiosidad infantil por nosotros.
Quedamos todos para otro día. El dueño de mi hotel se pilla un cabreo considerable conmigo por llegar tan tarde. Al principio se niega incluso a que suba.
Desayuno en el Funkey Monkey. Pruebo el kitori y un pastel de canela delicioso. A las diez, masaje. A pesar de que me habían hablado maravillas del colega nepalí, la experiencia supera todas mis expectativas. Masaje de cuerpo completo por 650 rupias. Agresivo. Estoy en varias ocasiones a punto de gritar. Sabe lo que hace. Casi entro en trance cuando me masajea la cabeza. Desprende buenas vibraciones y atrae las malas. Practicas milenarias que aúnan rito y técnica. Pasados los años sería indudablemente el mejor masaje de mi vida.
Después del masaje nos reencontramos con los tres hindús personajes que no habían aparecido a la cita de las ocho. No explican el porqué. Tampoco hace falta. Esto es La India. Cuando llegamos a la cima de una montaña próxima me doy cuenta que me he olvidado poco antes mi bandolera. Bajo corriendo y, afortunadamente, allí sigue. Millones de pobres y ni un solo ladrón. En fin, tuve suerte.
Los tres hindúes siguen ejerciendo de excéntricos. La atracción es mutua. Venimos de mundos recíprocamente desconocidos. Los tres trabajan para el Ici Ici bank y son turistas en Pushkar, como nosotros. Son de la casta alta Hindu. Uno de ellos se va a casar y decide invitarnos a su boda. Sigue el surrealismo. Otro de ellos es tartamudo y apenas habla inglés por lo que las conversaciones con él son kafkianas. Los tres son geniales e infantiles a partes iguales.
Esa tarde nos encontramos con los catalanes. Nos decantamos por la opción del bus para ir a Jodhpur. Me largo solo a visitar el gran templo. Noche junto al fuego con los amigos del Funkey Monkey. Me recuerdan que son brahmis, algo que me sorprende pues los hacía de una casta aún inferior.
JODHPUR
A las seis pillamos el bus. Es peor de lo que pensábamos. El viaje no pasa demasiado lento. Algunos paisajes recuerdan a la Savana africana. Cerdos y bueyes en los pueblitos. A una hora de llegar se nos pincha una rueda. Al final, en seis horas estamos en Jodhpur.
La salida del bus es apoteósica con gente viniendo por todos lados. Elegimos al conductor de rickshaw que grita menos. Como es de rigor, nos lleva a la guest house donde le dan comisión. Buscamos un Haveli(antiguo palacio). Encontramos uno espectacular. Incluso nos enseñan las suits de lujo (a treinta euros la noche). Nos quedamos en una habitación muy chula por unas 400 rupias.
Los catalanes maduritos no paran de desvariar. Están muy desorganizados y apenas conocen nada de las ciudades a las que van. Yo, para quitármelos del medio, digo que me voy a duchar y echarme una siesta. Al poco salimos a dar una vuelta Blanco y yo. El barrio es imponente. Nada que ver con la locura de la zona de los bazares y Clock Tower. Tonos azulados en las fachadas. Es entonces cuando encontramos a Youtube.
Andamos por el barrio antiguo y una moto pasa volando a nuestro lado. Un chico muy joven nos saluda y educadamente se presenta. Es estudiante de inglés. Hay buenas vibraciones y tras charlar un rato le pedimos que venga con nosotros. Habla bien inglés aunque la moción le hace hablar más rápido de la cuenta. Es hijo de militar lo que, en La India, implica tener pasta.
Nos lleva a un lago precioso muy escondido en una de las laderas del fuerte de Mariwar. La puesta de sol con el castillo a nuestra espalda y la ciudad azul de frente es espectacular. Muy agradecidos, le insistimos en que le debemos una invitación y quedamos más tarde.
Nos monta en el rickshaw de su amigo y nos insiste en que no nos preocupemos por el dinero. Su amigo se comporta de manera muy agradable. Pensamos que, tal vez, haya un rollo de castas entre ellos. Cenamos en un restaurante especializado en Thalis. Invitamos a nuestro amigo el estudiante.
Previamente Youtube había insistido en llevarnos a la tienda del gobierno. Habíamos leído que en esta tienda se encontraban buenos precios así que fuimos de buena gana. Compramos una camisa de tela y un par de figuras. Aunque hubiera comisión de por medio, no nos importaba. Fue el primer indicio de por donde iba la cosa.
Fuimos a beber una cerveza al On The Roads, el bar de moda de Jodhpur. El gesto que el chaval le hizo al portero aumentó nuestra desconfianza. Nos insiste en que bebamos. Nos dice que invita él. Al final, pone cien rupias, su amigo, nada. Las otras cuatrocientas, las ponemos nosotros. El segurata se parecía a Roberto Dueñas pero, si cabe, más feo.
Con la mosca detrás de la oreja y la sensación de haber sido timados, volvemos a casa. Por lo menos, no le pagamos el rickshaw. Youtube nos insiste en que «tomorrow is my party».
Segundo día en Jodhpur. Sacamos el billete de tren para Jaysalmer. Luego vamos al castillo de Jodhpur. Nos fascina tanto por dentro como por fuera. Tiramos de audioguía para comprender lo que vemos.
Comemos en un pizza Hut que nos pasa una encuesta de satisfacción. Tras escribir que la cantidad era escasa me invitan a un trozo de pizza extra y al final, tanta gentileza me hace hasta arrepentirme de haber sido tan duro con ellos.
Con el estómago lleno vamos al palacio del Marahá. Recomendable.
Prueba de fuego. Nos reencontramos con Youtube. Fingimos no tener dinero. Ni él, ni su amigo el boxeador tienen tampoco. El colega que ya se veía nuevamente a gastos pagados se pilla un cabreo interesante. Les soltamos algunas indirectas que hacen que Youtube se haga el falso ofendido. Insiste en ir a cenar al restaurante de su primo. Aprovechamos que se retrasa a la cita para huir despavoridos.
Vamos a la estación de trenes para coger un tren nocturno. La impresión del tren totalmente a oscuras acojona. Fantasmas en la noche. Los minutos que pasaron desde que entramos hasta que nos tumbamos fueron eternos. El revisor se acerca y nos pide sin mucha sutileza una propina por su ayuda. Nos hacemos los tontos.
Cuando el tren está a punto de salir, sorpresa, se presenta Youtube. ¡Qué coño hace este tío aquí! Nos pide perdón por el retraso. La invitación, nos dice, queda pendiente. ¡Claro! ¡Amigo! ¡Volveremos a buscarte el viernes! Estupefactos y desconcertados respiramos aliviados cuando el tren se pone en marcha.
JAISALMER
Me despierto con la llegada del tren a Jaisalmer. La marabunta nos ofrece todos los hoteles del mundo. El Fort view nos garantiza unas vistas imponentes de la fortaleza.
Nos separamos de los catalanes. A las diez de la mañana tomamos un desayuno mirando el fuerte de Jaisalmer. Caminamos por la ciudad amarilla. Estamos de resaca tras la noche de tren. Toca fumada. Aunque me afano para que Blanco pille un ciego de cojones, tras gastar casi la mitad de nuestro chocolate, sigue en pie. Yo acabo muy colocado, como casi cada día aquí. Los porros no son su droga.
Planificamos una escapada a las islas Andaman aunque el tema de vuelos se plantea complicado, al menos para nuestro presupuesto. Las conexiones a internet aún siguen siendo prehistóricas. Las agencias, de chiste.
Conocemos al capitán del equipo de Cricket de Jaisalmer. El cricket es el deporte nacional. El chaval es, como la mayoría aquí, Brahmi. Parece que el chaval, para variar, verdaderamente no busca nada de los turistas. Rodeamos el templo Jainita de Jaisalmer. Todo se ha calmado tras el caos propio de las horas de apertura del templo.
Se nos acerca una pareja de recién casados. Él parece de clase alta. Ella saluda pero no habla. Resulta que están en su viaje de novios.
A pesar de las prohibiciones que se ven por todos lados, los monjes jainitas nos hacen la cohorte una y otra vez para que les demos una ayuda mientras intentan explicarte en su limitado inglés pequeños detalles del templo. Contrasta la diferencia entre el estilo hindú propiamente dicho y el Jainita con su predominio del mármol.
Seguimos todos juntos haciendo una pequeña ruta por los bellos Havelis del casco histórico. Nos perdemos por el casco histórico hasta que nos paramos a hablar con un jubilado exmilitar del ejército que nos habla sobre la guerra de la India con China y las dos con Pakistán. Con China perdieron. Las dos de Pakistán las ganaron. El abuelo nos da buenos consejos sobre qué ver en Jaisalmer y como enfocar el safari. Hablamos con toda su familia. Blanco pasa la lección a uno de los niños. La lección no puede resultar más oportuna. ¿Qué sabes sobre Gandhi?
Tras un restaurante bastante modesto de higiene discutible, visitamos uno de los grandes havelis en el cual uno de los guías nos contesta bruscamente. Luego nos cuenta que es el propietario del Haveli y que acaba de discutir con una pareja de españoles que ni siquiera se han dignado a darle las gracias tras mostrarles el Haveli. Nosotros le decimos que también tiene que comprender al turista que muchas veces acaba por sentirse un billete andante y que puede tender a caer en una paranoia en la que todo el mundo parece querer engañarte y en la que no puedes fiarte de nadie. Por las referencias que nos da parece que el problema lo ha tenido con la pareja catalana.
Dos horas para conseguir mandar un puto email.
Nos acercamos al lago de Jaisalmer que sorprende por su ubicación en medio del desierto. Cuenta con algunas construcciones sumergibles bastante interesantes. Entramos en alguna de ellas. Muchos gansos. Se hace de noche. Montamos en un hidropedal con forma de pato. Un murcielago colgado en nuna especie de cuerda.
Es el cumpleaños de Silvia, una madrileña que lleva cinco años viviendo en Jaisalmer y que está casada con un indio. Sus comentarios dan luz a nuestras vivencias. Una tía muy natural y castiza de esas que lo tienen todo demasiado claro. Y eso que en la India nada está claro. Obviamente, Silvia, sabe mucho no sólo de lugares sino de la mentalidad del sitio, su cultura y sus tradiciones. Nos recomienda ir a las playas de Diu.
Silvia celebra su cumpleaños por partida doble. Primero hace una comida con los hombre. Luego será el turno de quedar con las mujeres. Al principio de la fiesta están todos muy callados. La gente del desierto parece siempre tener una doble cara. Un lado tierno en guerra con su armadura interior. Mayoría de gente adinerada y un par de musulmanes de casta inferior.
Uno de ellos e Raúl, el chico de los recados del hotel. El chaval está de lo más explotado. No pasan más de dos minutos sin que alguien grite su nombre. Durante la cena se confiesa. Nos cuenta sin rencor que la mayoría de la gente que está cenando es gente rica. Si se los cruzara al día siguiente no le saludarían. Su amigo Dino es otro musulmán de pueblo que busca su oportunidad en Jaisalmer.
Blanco pierde los papeles durante la cena. Se emborracha y pierde cualquier conciencia del límite. Acaba destrozando la tarta y manchando a varios comensales. Blanco borracho es como el colega mafioso de De Niro en Casino. Si le das una palmadita te dará un puñetazo. Si le das un puñetazo te sacará una navaja, si le sacas una navaja te pegará un tiro y si intentas pegarle un tiro ya se las ingeniará para que al final, sea como sea, te lleves tú la peor parte.
Supongo que es una forma como otra cualquiera de canalizar sus frustraciones internas. Sin duda, un tío tan reservado como Blanco, con un mundo interior tan rico y complejo, tiene muchas mierdas dentro que exorcizar.
SAFARI POR EL DESIERTO DEL THAR
Nos vamos de safari. Conocemos a una pareja muy simpática de ingleses que están poco menos que dando la vuelta al mundo en un año. Al principio nos cuesta seguir ese acento sureño de Portsmouth. La chica había pasado la noche enferma y por poco se rajan.
El safari lo escogimos intentando salirnos un poco de las rutas más turísticas.
El desierto del Thar no responde al tópico de las grandes Dunas. Aunque escasa, siempre hay algo de vegetación. Las dunas son raras y, por lo general, están saturadas de turistas. Tuvimos oportunidad de contemplar paisajes muy chulos y visitar un par de aldeas donde, como no, fuimos el centro de atención para una manada de niños que, con su limitado inglés, trataban de interrogarnos mientras soñaban deslumbrados con aquello que mostraban nuestras cámaras de fotos.
Antes de dormir, desde una de las dunas, contemplamos una puesta del sol de esas que solo se pueden disfrutar en La India. Roja como el fuego. Mi cámara, con tanto polvo, acabó maltrecha.
Nos levantamos para ver el amanecer. Montar a camello resultaba penoso. Al final caímos en una cierta monotonía. Se ve que en nuestro afán de huir de las rutas trilladas acabamos también por alejarnos de alguno de los puntos que, tal vez, le hubieran dado mayor interés a nuestros tres días por el desierto.
Al atardecer los guías se empeñaron en que compráramos un cordero para hacer una barbacoa. Demasiado caro, chicos. Les soltamos pasta para comprar un pollo y algo de whisky del desierto. La última noche fue la más especial. Nos llevaron a una gran duna, aunque no tanto y allí, como auténticos urbanitas contemplamos embelesados el sacrificio y el desplume del pobre animal. El pollo está cojonudo y el whisky, también.
La conversación esa noche resultó fácil. Aprovechamos para aclarar algunas dudas que aún teníamos sobre la sociedad india, las castas, la convivencia de religiones, el machismo de la sociedad… Después charlamos sin tapujos con los ingleses de muy diversos asuntos. Al final nos damos cuenta de que tenemos mucho en común con los guiris. Hemos tenido suerte de compartir safari con ellos. Además de La India, nos cuentan, les ha encantado Mongolia. Para terminar la noche nos fumamos un gustoso petardo. Se me viene a la cabeza que no puedo marcharme de la India sin probar el opio.
Ciego y borracho me quedo dormido mirando una luna llena que no deja espacio en el cielo para las estrellas. Mussa I y Mussa II siguen parloteando hasta que pierdo la conciencia.
Llueve ligeramente por la noche. La lluvia crece en intensidad cuando se acerca el amanecer. Emprendemos apresurados el regreso a Jaisalmer. Los guías están como locos por volver cuanto antes. La comida, se supone que incluida, la tomaremos en su casa de Jaisalmer. La casa de Mussa I está cerca del fuerte. No está nada mal. Pensábamos que era más pobre. Al parecer, era la casa de su padre. Nos colocamos, por supuesto, en el suelo. La comida simple, muy simple, Vegetariana al 100%. Deliciosa. Posiblemente la mejor comida que hemos probado en La India hasta la fecha.
Volvemos al hostal Fort View… Raúl!!!
Por la noche es tradición invitar a los guías a cenar. Cometemos el error de pensar que les gustaría cenar algo que se saliera de su hiperpicante dieta diaria y nos los llevamos a un sitio donde ponían pizzas. El problema es que, acostumbrados a sabores tan fuertes, la comida italiana no les sabe a nada.. Además, como no saben leer, tampoco pueden pedir. Fracaso total. Unos y otros repiten sin cesar su frase favorita: » No spicy, no tasty».
La realidad es que, por mucho que les intentemos explicar que probar algo diferente para variar no es algo malo, no sirve de nada. Desde pequeños llevan comiendo las mismas tres o cuatro comidas ultrapicantes y no conciben otra cosa. Abdicamos y decidimos llevarlos a uno de sus restaurantes. Más asqueroso y auténtico imposible. La recena a base de cordero hace las delicias, por fin, de nuestros exquisitos comensales.
Durante esa noche Silvia se encargó de seguir desmitificándonos La India. Nos hizo ver la miseria de frente y darnos cuenta de toda la mierda y falsedad que nos rodeaba. Más allá del mito de la India espiritual, la realidad era que toda esa gente que nos rodeaba solo estaba allí por nuestro dinero. Para ellos, en el fondo, eramos peores que descastados. La amistad con un extranjero, en su concepción del mundo, no tenía cabida. Términos como generosidad o altruismo, tampoco. En La India, según Silvia, solo importa la familia y luego, la casta. Viendo el trato que se dispensaban entre las diferentes jerarquías, aquello que nos contaba Silvia, cuadraba perfectamente.
Tras pagar la segunda cena volvimos a casa como si nos hubieran dado una buena bofetada de realidad en plena cara. Ni uno solo agradeció nuestra invitación. Previamente, los dos guías habían negociado su propina. Nos habían dicho que no podrían ir a cenar. Al final, no sólo fueron, sino que se pusieron las botas. En la India era difícil no acabar siendo miserable y desconfiado. Silvia nos mostró la triste realidad. Blanco y yo no éramos más que un par de ingenuos.
UDAIPUR
Desde Jaisalmer salimos en autobús hacia Udaipur. Justo antes de entrar a la sleeper class me doy cuenta de que no llevo papel de fumar.¡ Mierda, mierda y mierda! Quince horas sin porros cuando mi plan era entrar al bus en pleno trance. Por mucho que lo intento, la mayoría de gente ni habla inglés ni conoce la existencia de algo llamado rolling paper.
La experiencia no puede ser peor. La carretera es horrible y los baches te rompen las costillas cada tres segundos. Una tortura china para mi espalda y estómago. Después de trece horas mi cuerpo dice basta y comienzo a vomitar. La mitad del vomito se queda en la cabina, la otra mitad se esparce pegajosa a la altura de mi hombro derecho. A las seis de la mañana llegamos a Udaipur.
Nos dirigimos, sin dudarlo, al hotel Minerva por consejo de Silvia. El hotel está bien. Hacemos un intento de regateo que es cortado en seco por el propietario que nos deja claro que el precio son 300 rupias y que él no es un verdulero. Aceptamos. En el hotel Minerva todo funciona razonablemente. Efectivamente, son profesionales, no vendedores de lechuga.
A las diez de la mañana nos levantamos a celebrar la navidad. Tengo el cuerpo baldao de tanto autobús pero salimos a dar una vueltecita por el lago y la parte del barrio más cercana al hotel. Tras un par de horas de trote me sigo encontrando flojo y vuelvo a la cama. Primera diarrea masiva del viaje. Toca ayuno.
Por la tarde, vamos al Jagdish Temple, un bonito templo hinduista que nos comenta un proyecto de guía con cualidades autodenominadas como profesionales. En cualquier caso, hace un gran trabajo y por una vez damos una propina encantados. Luego nos lleva a su taller de pintura a regañadientes. Dos minutos y nos vamos, prometemos. Tampoco decepciona el palacio del Marajá. Terminamos la tarde haciendo una travesía en barca por el omnipresente lago que parece un mar.
Conocemos a una chica canadiense y a una americana que nos dicen que viven por el mundo. No me queda muy claro a que se dedican. Con ellas vamos a una terraza cuya comida resulta vomitiva. Una sopa de tomate que todavía no puedo sacar de mis pesadillas y una pseudo comida china que no soy capaz de descifrar, es lo que nos ofrecen. Buena impresión general de Udaipur en nuestro primer día.
Por la mañana, nos encontramos con Dino, el colega de nuestro Rauuul de Jaisalmer. Vamos al Nehru Park que carece de interés. Una clase de primaria entera nos rodea como si fuéramos estrellas de Bollywood. El parque Nehru está en una isla en el centro del lago.
Luego, un museo de cultura y folklore local. Diversas esculturas, máscaras, pinturas y todo tipo de representaciones de la vida cotidiana. Especialmente interesante el repertorio de dioses que tenía cabida. Vimos un espectáculo de marionetas y me compré una.
Seguía enfermo así que no comí. Me quedé dormido en el anfiteatro de conciertos mientras blanco y Toni (el chico del rickshaw) tomaban unas samosas. Me despertó un pequeñajo que jugaba solo con su viejo camello de juguete. Era un niño intocable. Llevaba un turbante colorido en la cabeza. Le invité a una samosa y estuvimos riendo un rato mientras veíamos el espectáculo de danzas tradicionales con cobra incluida.
Fuimos al palacio de Moussa en lo alto de la colina. Los días se hacían increíblemente largos. La vista era imponente con los dos lagos dividiendo la ciudad y las montañas. La rodean y crean perfiles hermosos. Definitivamente, Udaipur nos había conquistado. A pesar de no estar exenta del agobio típico de las grandes ciudades, Udaipur tiene una personalidad única. Sus gentes desprenden simpatía y buen humor.
Quedamos para cenar con Dino y Toni. Dino está ocupándose de un grupo de españoles que llevan un ritmo infernal. Pareciera que quisieran ver La India en dos semanas, nos dice. Cenamos Thali rajhastaní.
Decidimos cambiar la ruta prevista. Los pajaritos de ir hasta la isla de Andamán ya no pían. Tampoco vamos a Chittorgarh sino a Ranakpur, el templo jainista más importante de La India. Se trata de una excursión de un día desde Udaipur. Los jainistas al parecer son una excisión de los hinduistas célebre por su total respeto hacia cualquier tipo de vida. Sus templos son de mármol blanco.
RANAKPUR
Llegar hasta Ranakpur fue una odisea pues los guiris que iban a compartir coche con nosotros se rajaron y, como no podíamos pagarlo solos, no nos quedó otro remedio que dedicar tres horas para hacer noventa kilómetros en autobús.
Como cada vez que nos montábamos en bus nos convertíamos en el espectáculo absoluto. Todos los pasajeros nos miraban fijamente. En autobús siempre viajan los más pobres. Había un olor como casi siempre, desagradable. Comenzaron los ofrecimientos de comisa ya cocinada, alguna sutil petición de rupias, siguió la curiosidad y forzados intentos de ayudarnos en cada pequeña cosa que pudiéramos necesitar. Cuanto más bajo es el nivel económico más bajo suele ser el nivel cultural. El inglés lo habla la clase alta. Con los más pobres la comunicación no suele pasar de un which country? o del clásico name?
Ranakpur es impresionante aunque no sea especialmente alto ni grande. Se sitúa a unos noventa kilómetros al sur de Udaipur. Tiene alrededor de cien mil columnas todas ellas diferentes. El suelo fresco y el tacto del marmol contribuyen a la tranquilidad de espíritu. Un paraje de ensueño escondido entre enormes montañas con abundante vegetación en una región bastante seca.
Me relajo mirando unos instantes el interior del templo, escuchando sus armónicos rezos o girando la cabeza y admirando la pura belleza que me rodea. Estatuas de elefantes se sitúan estratégicamente en el templo. Un maestro jainista recuerda a unos fieles sus deberes y comienza a rezar con ellos.
Los animales campan a sus anchas. En la India los puedes ver de todo tipo y siempre están por todas partes. Cualquier ciudad de La India es un zoológico de puertas abiertas. Muchos animales son sagrados y se consideran un vehículo de Dios. Ganesh, el que tiene forma de Elefante, viaja a lomos de un ratón. Otros animales viajan en camello o incluso en elefante.
Hay más de trescientos millones de dioses en La India y la mayoría de deidades se vinculan a animales. Hanuman es el dios mono y es muy famoso por sus grandes poderes. Nadie escatimará adjetivos para hablarte de su dios preferido y sus grandes virtudes.
Alrededor de Ranakpur hay pequeños templos desde los cuales hay hermosas vistas del templo principal.
Sin tiempo apenas para comer, reencontramos a un taxista muy particular con el que habíamos quedado en volver hasta Udaipur. Seiscientas rupias por llevarnos a Kumbalghar y desde allí, a Udaipur. El taxista es un rajput, un guerrero fiero y corajudo. Tradicionalmente su único destino posible era el ejército. Los rajputs siempre acaban hablando de sus antepasados militares. Los rajputs y los brahmis ocupan los escalones más altos de la sociedad. Hace años que el sistema de castas fue abolido por ley. Sin embargo, aún hoy, la tradición sigue teniendo un enorme peso y las castas siguen estando omnipresentes.
Viajamos en un maravilloso Ambassador que, según nuestro taxista, tenía más de cien años. Un coche precioso. De un blanco inmaculado tenía unos asientos realmente confortables. Nos sentimos como auténticos monarcas de una república bananera saludando a su entregado populacho. La conducción temeraria de nuestro guerrero taxista rápidamente nos sacó de la ensoñación. Adelantamientos a ciegas, giros imposibles, baches imprevistos y risitas mientras gritaba entusiasmado «this is very dangerous». Luego aceleraba.
Algún perro estuvo a punto de no contarla. De camino a Kumbalghar se confundió y tuvimos que acabar desandando el camino. A ratos cantamos, a ratos bailamos y la mayor parte del tiempo bromeamos. Su acento y su pronunciación de la r nos hacía reír sin parar.
La llegada a Kumbalghar, en absoluto planificada, completó un día maravilloso. Kumbalghar es una fortaleza majestuosa perdida entre montañas. Recuerdo de una gloria pasada y legendaria. Nadie conquistó nunca Kumbalghar como nunca nadie conquistó el fuerte de Jodhpur. Eran, simplemente, inexpugnables.
El interior de la fortaleza no desentona. Se trata de una ciudadela donde aún viven los herederos de aquellos que antaño rendían pleitesía al señor del castillo. Derechos que se han perpetuado de generación en generación hasta permitir que en pleno siglo XXI siga habiendo siervos del Marajá que no solo viven en sus dominios sino que aún le rinden culto. También el cuidado de los templos pasan de padres a hijos.
El regreso a Udaipur con nuestro amigo el taxista fue conflictiva. Nos intentó renegociar el precio e intentó que le pagáramos antes de llegar con la excusa de echar gasolina. En La India si sueltas la guita pierdes el poder y, por supuesto, solo accedimos a darle una parte para la gasolina y el resto a la llegada. La cosa empezó a enconarse bastante pues no cejaba en su empeño y, como suele ocurrir, se guardó una carta en la manga. Según él, nos había dicho que nos llevaba hasta Udaipur pero no hasta el centro de Udaipur.
La maniobra era sencilla, pararse a la entrada de la ciudad, hacer el paripé y sacarnos otras cincuenta rupias. Funcionó a medias. Le dimos treinta y un par de chocolatinas para su hijo pequeño. Final del partido. En la India se negocia todo y, como en toda negociación, los flecos son la clave. Como buenos deportistas, al final del partido se reconocen los méritos del rival y pa casa. El taxista estaba contento y nosotros, también. Los indios en el fondo valoran a la gente que pelea por lo que cree justo. Otra cosa es que ellos intenten clavártela hasta el fondo.
Esa noche, cogimos el autobús hacia Bundi por los pelos. El que repartía los billetes incluso nos lanzó algún comentario recriminatorio. Un kilómetro cargados como mulos hasta la parada del bus. Otro sleeper class. Estaba infestado de moscas. En La India limpiar algo significa echarle la mierda al vecino. Con las moscas pasaba igual. Lo único importante era quitártelas de encima y echárselas al de al lado.
Me fumé el último petardo a punto de salir. Fue más una anestesia que un placer. El viaje fue largo pero no traumático. A las seis de la mañana llegamos a Bundi.
BUNDI
Casi por inercia seguimos a otro mochilero argentino hasta el primer hostal de la lista de la Lonely Planet. Todavía no habíamos decidido si hacer noche allí. El hostal era muy acogedor y el dueño nos cayó en gracia inmediatamente. El rojo fuego que bañaba las montañas al amanecer, la fortaleza de Bundi y su imperial lago despejaron nuestras dudas. A Bundi había que dedicarle el tiempo que merecía.
En los alrededores de la terraza, decenas de monos se encaraman por los tejados de los bloques colindantes con una agilidad endiablada. Un profesor de educación física del colegio local nos explica que hay dos tipos de monos, los que tienen el culo rojo y los que tienen el culo negro.
Los primeros son más violentos. Los segundos más pacíficos y agradables. Los del culo rojo prefieren los tejados de las casas, son más atléticos y conforman una sociedad patriarcal. Los del culo negro, son esbeltos y delgados, prefieren los árboles y viven en estructuras familiares más complejas y equilibradas. Ambos clanes se odian a muerte y, aunque se toleran relativamente, no es raro que de vez en cuando se presencien auténticas batallas campales.
Como digo, en Bundi hay monos por todas partes. Probablemente haya más monos que personas.
Nos relajamos en el lago y dormimos un poco al sol. Damos una vuelta por la ciudad y nos paramos a charlar con algunos lugareños. Se nota que es un pueblo y el ambiente es mucho más relajado que en la ciudad.
Observamos a una familia de perros. En La India los perros no son de nadie. Son libres y nadie les presta la menor atención. La perra tenía seis o siete cachorritos que protegía en un lúgubre callejón. Cada uno era de un color diferente. Unas adolescentes se asoman vergonzosas por el balcón de su casa. Se esconden en cuanto atraen nuestra atención.
Un almuerzo excelente en el hostal. Butter chiken y Chiken Massala.
Por la tarde, visitamos el fuerte que es la residencia oficial de un millón de monos. La fortaleza de Bundi se encuentra muy mal conservada. Damos de comer con la mano a los del culo negro, mientras, los del culo rojo, miran a sus adversarios entre cabreados e indiferentes. Dedicamos parte de la tarde a observar a los monos. De lo más entretenido. Presenciamos escenas de cariño, de enfado, de sexo, de preocupación y hasta de ternura. Uno se daba cuenta de lo mucho que nos parecíamos.
De Bundi nos marchamos a Kota y de allí a Sawai Mondophur, puerta de entrada al parque nacional de Ranthambore.
PARQUE NACIONAL DE RANTHAMBHORE
El tren, como es costumbre, se retrasa un par de horas. Charlamos con una simpática familia rajputs que nos bombardea a preguntas. El padre de familia hace honor a su casta. Es un hombre franco y directo con tendencia natural a la sonrisa. También su hijo y su sobrino resultan de los más divertidos. Las mujeres, como suele suceder por estos lares, no hablan.
A las dos, llegamos a la estación. Malas sensaciones. La ciudad es asquerosa. Olores, humo y suciedad. No hay nada más que ratas, cucarachas y gentuza que intenta hacer negocio a nuestra costa.
En el hostal Pink Palace nos piden un pastizal por quedarnos a dormir. Son las tres de la mañana. Por mucho que les enseñamos los precios que constan en nuestra guía y les amenazamos con darles mala publicidad (Lonely Planet es Dios en La India), no entran en razón y solo acceden a dejar que nos quedemos en la peor habitación que tienen pagándoles un precio bastante abusivo. La cucaracha más grande del mundo pasea a sus anchas por nuestra cama doble. A las seis de la mañana tenemos que levantarnos.
Sawai Mondophur es casi peor por la mañana que por la noche. El olor nauseabundo encharca tus pulmones al amanecer. Hay polvo por todas partes. Son las ocho de la mañana y buscamos safari. Demasiado tarde, nos dicen. Los safaris salen a las seis de la mañana. Por la tarde haremos otro intento. Las mochilas se hacen cada día más pesadas.
A media tarde, con bastante mala ostia por la falta de sueño, nos colamos en un autobús de esos sin techo para los turistas que llegan a Ranthambore. La expectación es máxima. La tensión se palpa en el ambiente. Tal vez un tigre nos espere en la próxima curva. Pero nada. Vemos algunos ciervos, pavos reales e incluso un cocodrilo, pero nada de tigres.
Al día siguiente, tampoco hay suerte. Aunque se supone que en Ranthambore hay más de cuarenta tigres, panteras, osos y todo tipo imaginable de bichos, nosotros no vimos otra cosa que hermosos paisajes. Por lo que nos contaron, degraciadamente, lo normal es no ver gran cosa. Eso sí, cuando nos marchábamos, nos dijeron que otros turistas más afortunados habían visto a seis tigres juntos. Otra vez será.
hola blog del beat nosesite acuerdas denosotros nos conosimos en el hotel casa rosada nosotrosomos daniela ,diego y ale tunoscotastes sobre el diario de ana frank
Claro q me acuerdo!! Muchos saludos!! escribidme cuando queráis!!Ahora ando por el lago Atitlan pero pronto volveré a España..os echaré de menos!! Muy bonito Guatemala!! Seguid leyendo!!