Viaje mochilero Georgia

A la mañana siguiente abandonamos Dilijan (Armenia) junto a un inglés madurito que se une en nuestro viaje a Tiflis (Georgia). Disfrutamos de su compañía y practicamos nuestro inglés que, al parecer, está menos oxidado de lo que creemos. Cuando llegamos a Tiflis le decimos hasta luego. Es un adiós. Otro compañero de viaje que, como ocurre siempre, desaparece para siempre de nuestras vidas.

Tiflis resulta ser una enorme sorpresa. Muy diferente a lo que me imaginaba. La  zona vieja recuerda más a Alabama o Arkansas que a la URSS. Georgia tiene una cultura, arquitectura e identidad muy marcadas. Cuando estás allí entiendes la disputa a muerte constante que este país mantiene con su colonizador, Rusia. ¡Y eso que Stalin era georgiano! ¡Quién lo diría!

El barrio de Abanotubani es el más antiguo de Tiflis. Junto a los hamanes quedan aún un par de mezquitas que recuerdan la lejana influencia de árabes, persas o turcos. Cerca de este barrio se encuentra la ciudad vieja de Tiflis integrada por un puñado de callejuelas decrépitas y palpitantes. Casas ruinosas  aún habitadas con pequeños patios e irrepetibles balcones de madera. Las mezquitas se convierten en hermosas iglesias georgianas. Una vez cruzamos la plaza de la libertad llegamos a la avenida Rustaveli, llamada así en honor del más famoso poeta georgiano.

Era el dos de octubre del año dos mil doce. En Georgia se celebraban las elecciones. Allí estábamos en un momento histórico del país. Se barruntaba que habría un cambio, el primero en la joven democracia georgiana. El presidente Saakashvili sería derrotado y nadie sabía si aceptaría el resultado. Se respiraba miedo en las calles. El conflicto con Rusia seguía en pleno apogeo, especialmente en Abjasia y Osetia del Sur.

Tomando cerveza, la noche de las elecciones, conocimos a una periodista alemana que cubría las mismas. Junto a ella, un  eminente historiador georgiano que hacía las veces de analista para el mismo periódico. No nos quedaba otra que aprovechar la oportunidad y empaparnos de su profundo conocimiento. ¡Vaya lujo de noche! ¡ Me hubiera gustado tener una grabadora! Así hubiera podido transcribir, como hacía Tom Wolfe, la conversación que tuvimos hasta largas horas de la noche.

Recuerdo que el historiador se recreó en la figura de Stalin, en su primera juventud, su ascenso y en su época gloriosa. ¡Qué país, Georgia! ¡Qué ciudad, Tbisili! Con toda justicia capital honorífica del Cáucaso sur.

Y claro, nos dirigimos a Gori, ciudad natal de Stalin. Allí visitamos el museo que recuerda su tiránica figura y la endulza todo lo que puede. Altamente recomendable. Desde allí emprendemos camino hacia Osetia del Sur, hacia la boca del lobo. Y con nuestro coche, ya por caminos de tierra, perdidos por las montañas, llegamos hasta donde nos dejan. Un tanque ruso aparece de la nada para cortarnos el paso. Nos recuerda que el paso nos está vedado. A partir de allí mandan ellos.

Los hermosos y desolados paisajes de Osetia del Sur bien merecen una visita. Ya lejos de los tanques, nos bajamos del coche y comenzamos a caminar. Y entonces seguimos caminando despacio. Nuestros cuerpos desaparecen.

Siete años más tarde

En Georgia a las seis de la mañana el vacío era aún más tangible. Me movía entre la necesidad de acción y el deseo, mucho más racional de no moverme de Tbsili. El pronóstico del tiempo decía que llovería sin interrupción durante las dos próximas semanas. Chubascos y un viento horrible no hacían especialmente apetecible una escapada campestre. Hacía un frío del carajo.

Amanecía en Tbisili. Viajaba a esta ciudad por segunda vez. Pateamos sin descanso. Siguiendo la arteria principal Rustaveli, con el río a la derecha, hicimos un recorrido elíptico que nos mostró una parte del street art georgiano, las llamativas construcciones de madera del centro histórico e imponentes edificios clásicos y soviéticos. Acabamos en la fortaleza de la ciudad y en la catedral de la santísima trinidad.

En mi anterior visita a la ciudad no pude disfrutar de estas maravillosas vistas en un lugar de tan privilegiado enclave. La guinda del pastel la puso un salto en tirolina desde la misma Mother of Georgia hasta el jardín botánico. Eso, el paseo posterior por los jardines y una cena, ya caída la noche, a base de quesos y vino locales sobre una Tbisili iluminada.

A veces es difícil darse cuenta de hasta que punto se adormecen nuestros sentidos en la ciudad. La rutina mata el espíritu, aletarga cuerpo y mente. Hasta que aterricé en Georgia no recibí ese electroshock que necesitaba para ponerme en marcha.

La Mother of Georgia tenía un culo impresionante. Era un MILF en toda regla.

Desde la colina de la fortaleza se ven unas casas que recuerdan a las de Cuenca.

«Todo premio novel se ha leído pero no todo libro tiene un premio novel», dijo Polanski. Mi colega, no el cineasta. Luego, retomó en silencio su libro, como si acabara de decir algo verdaderamente profundo. Estaba leyendo La guerra no tiene rostro de mujer de Svetlana Alexievich, premio novel rusa. Una de esas novelas que todo millenial que se considere feminista, debe leer.

Nuestra Marsrutka cortaba el viento. A derecha e izquierda inmensas praderas plagadas de vacas gordas marrones y negras. Con el cielo encapotado, Hobbytown, no parecía tan alegre.

El payaso de Heinrich Boll me mira fijamente sonriendo, sin entender nada. Aguas marrones fluyen furiosas todavía al sur de Georgia.

Un vino tinto de Kajeti. Una señora con pelo rizado nos mira con aire de reproche.

El ucraniano Polansky afirma que los caucásicos en Rusia tienen muy mala fama no solo por su histórica rebeldía a Moscú sino por su extremo nacionalismo (es habitual que los chechenos que salen de su país se lleven siempre un saquito con tierra). Tampoco ayuda su afición a funcionar en clanes mafiosos y delincuenciales.

KAZBEGI

De Tbisili en Marsrutka fuimos a Stepan Tsiminda, campo base para recorrer el parque nacional de Kazbegi. Edu, un joven ingeniero catalán, viajaba junto a dos alemanas que había conocido en su hostal de Tiflis.

La humanidad en movimientos pendulares. El equilibrio, la lógica y la razón.

La Coca Cola mezclada con café nos proporcionó notables energías y alguna taquicardia.

La mayor parte del tiempo pensaba que, por mucho que me engañara, nada servía para nada.

La coronilla de Polansky empezaba a clarear. Estuve intentado hacerle ver que por mucho que todavía se viera joven y guapo, su pelo era muy parecido al de Zidane. Cruel, tal vez. Yo sólo quería hacerle comprender que debía follar todo lo que pudiera antes de que fuera demasiado tarde.

En Georgia todos los caminos llevaban a Tbisili. Cada vez que buscabas un nuevo destino debías pasar inevitablemente por la capital.

Junto al catalán y las alemanas fuimos trotando hasta la iglesia de Gergeti. Luego, ya solos los tres chicos, seguimos un sendero nevado que desembocaba en una carretera que bajaba paralela a uno de los valles. Algunos kilómetros más tarde, llegamos al pueblo de Gveleti. Algo antes el catalán echó a volar su dron por el espectacular valle. Fue entonces cuando se pegó un tropezón que a punto estuvo de despeñarle. Polansky con sorna le dijo: » Ya estoy leyendo los periódicos catalanistas…Muere senderista catalán en extraño accidente mientras caminaba acompañado de dos españolistas andaluces».

En Georgia los gusanitos se llaman gusanotes y tienen al menos el doble de tamaño.

Esa noche acampamos en una granja abandonada cerca de Gveleti. Hacía un frío de cojones a pesar de que nevara durante toda la noche. La tienda de campaña se comportó como una auténtica campeona. Dormimos a menos cinco con sacos del Decathlon pensados para más diez. El precio a pagar por ir ligeros de equipaje.

La única forma de sobrevivir y matar el tiempo fue lanzar un incendiario, populista y reaccionario discurso en contra de la izquierda nacionalista e identitaria. En un momento dado, Polansky me soltó un «tu discurso me suena un poco nostálgico, ¿no?» que me hizo envejecer de golpe veinte años. Entre tanto surgieron figuras como Jordan Peterson, Slavo Zizek o un hombre blanco hetero. También acabamos hablando de un colega suyo al que respeta mucho, contrario al capitalismo y comunista convencido. Yo, le dije, «a los que a estas alturas se reconocen como nazis o como comunistas, les respeto mucho. Serán unos descerebrados, continué, pero al menos, tienen huevos».

Por la mañana fuimos a la cascada grande y luego a la pequeña. Antes, habíamos caminado por varias granjas de caballos y habíamos tomado un café aguado en un puestecito en mitad de la nada, de una señora mayor georgiana. La vieja, nos contó en secreto que este frío en abril no era normal. Según ella, era cosa de los rusos.

O yo no entendía nada de botánica o Georgia estaba llena de almendros.

Después de visitar un lago y de volver a maravillarnos con las escarpadas, rocosas y nevadas montañas caucásicas, hicimos autostop. Nos recogieron unos agradables señores rusos que iban hacia Tbisili de vacaciones.

Antes de subir al coche, se les acercó también otro chico y les preguntó si podía llamar a un amigo suyo que se había perdido en la montaña. La señora, según me explicó Polansky luego, le dijo muy educadamente que ella solo era una pobre anciana desvalida y que desconfiaba de él. Le dijo que esperara a unos metros de distancia hasta que volviera su marido al coche.

PARQUE NACIONAL DE BORJOMI

El domingo veintiuno de abril del año dos mil diecinueve partimos de la estación de Didube (Tbisili) hacia Borjomi. De Borjomi solo conocíamos el boicot que sufrieron sus celebres aguas por parte de Rusia a raíz del conflicto que mantenía ésta con Georgia. Les acusaron de estar envenenando las aguas.

Tarde para beber Borjomi, es un refrán que tienen por aquí. Un buen lema para mi vida.

Borjomi era un jardín del Eden, con regusto a Vodka.

Los georgianos se besaban cuando se saludaban. Una sola vez, con la mejilla izquierda.

Fuimos caminando, ya en Borjomi, hacia el palacio de los Romanov. Desde allí hasta Kileti. Por entonces ya nos seguía Chulín, un perro de caza enorme que todo lo que tenía de bueno, lo tenía de tonto.

Comenzamos a seguir la senda de los Romanov, la nº 1 del Parque Nacional de Borjomi. Como no sabíamos que era obligatorio, no nos registramos. Cuando nos adentramos en el parque y quisimos hacerlo, ya era tarde. Ni de coña volveríamos a la ciudad para registrarnos. Eramos vagos profesionales.

La ruta de los Romanov subía ochocientos metros por un majestuoso bosque de abetos.

Suena una campana de iglesia. Sigo borracho. Y repito, si es de verdad, es bueno.

Si viajas a Georgia es porque ya estás de vuelta de todo. Es porque estás dispuesto a ir más lejos que ningún otro.

El acento georgiano es de los más característicos cuando se habla en ruso. No lo digo yo, lo dice Roman Romanovich, lo dice Polansky.

La última parte de la ascensión estaba completamente embarrada o nevada. Los árboles milagrosamente se abrieron ante nuestros ojos. Una espectacular vista de la cordillera nos deja sin aliento. Dejamos de lado la ruta de los Romanov y cogimos la nº 6 que llegaba hasta Kbaviskhevi. El frío en la cima era intenso. Valoramos acampar allí pero lo descartamos, nuestros sacos nos matarían. Era de noche. Bajamos a tientas casi setecientos metros en dos largas horas para hacer apenas cinco kilómetros. Me caí al menos diez veces. El terreno embarrizado, a oscuras, se hacía impracticable. Iba a ser otra noche terrorífica. Elegí no pensar en ello.

¿Cómo se llamaba el niño? Polansky apenas me oyó.. ¿ No será Manolo, por casualidad?

Seguía bebiendo porque en Georgia era de mala educación rechazar una invitación.

La mañana del veintidós de abril salió por fin el sol. Un sol huidizo. Chulín acabó durmiendo con nosotros dentro de la tienda. El frío nos sobrecogió el alma. El cielo, esa noche estrellada, estaba libre de nubes. Apenas pegué ojo. La hernia no me daba tregua. La humedad sin esterillas se hacía sentir. Tal vez, pensé, fuera simple masoquismo.

En cuanto amaneció, huimos del parque. No nos habíamos registrado, no habíamos pagado entrada y además, habíamos introducido ilegalmente un perro de caza. Afortunadamente, nadie vigilaba el control de acceso de Kbaviskhevi.

Cuando ya en la aldea se nos apareció una marsrutka que iba de vuelta a Borjomi, no lo dudamos y saltamos dentro. No era mal sitio para abandonar a Chulín. Aún así, como siempre que me separo de un amigo, se me rompió el corazón.

Una cruz dorada del cristo redentor. Un bebe rosa que grita, a mi izquierda, en la marsrutka. Destino, Bakuriani. Más almendros que no son almendros. Un río que es Georgia. Olor a vómito en mis dedos. Más casas de piedra y de madera.

Elegí ser escritor. Eran demasiadas dagas las que se clavaban en mis entrañas. Se suponía que estábamos conectados.

De repente, vi un cachorrito diminuto asustado encadenado a un viejo caserón de madera de aspecto medieval. Me ladraba temeroso. Tanto ladró que acabó saliendo a la calle su dueño, Ansor. Un par de palabras y el borrachín, sin dudarlo, nos invitó a pasar dentro de su casa. Estábamos justo detrás de la fábrica de aguas de Borjomi.

Había demasiadas razones para no fumar ese último cigarrillo.

Primero, el número 31 y luego, el número 30.

Unos alemanes alimentan a base de kachapuri a uno de los numerosos perros lobo que deambulan por las calles de Georgia. El día, ya cercano en que falten, nada será igual.

Me pica el dedo pequeño del pie derecho. La bota está destrozada. El dedo gordo asoma una vez se ha descosido la puntera.

El arte siempre ha sido un concurso de popularidad. Igual que el resto de cosas.

Subimos las escaleras hacia la casa de Ansor. Saluda a su rechoncha mujer y nos sienta en su sofá. El salón es pequeño. Una mesita cuadrada separa el sofá de la cama. Una bandera del Barça. Varios muñecos de peluche. Las paredes cuarteadas con grandes desconchones en el centro. Un auténtico humilde hogar georgiano.

Llevaba unos días con el estómago fastidiado.. El frío y las noches de humedad en la montaña siempre buscaban tu vulnerabilidad. Me temí lo peor cuando puso sobre la mesa esa mañana cualquiera una inofensiva botella de agua mineral de Borjomi. Obviamente, no era agua lo que contenía. En Georgia y, en general, en toda la antigua Urss, es tradicional beber chupitos de vodka. En caso de fallecimiento o acontecimiento lúgubre, se beben en número par. Se bebe impar si uno está de celebración.

Mi resacoso cuerpo, destruido tras una noche a bajo cero sin apenas ropa de abrigo, no es que estuviera precisamente muy por la labor de obsequiarse con una borrachera de vodka, a las once de la mañana. El problema es que no tenía posibilidad alguna de rechazar aquella invitación. Por estos lares está muy mal visto. Cuando íbamos por el quinto vodka comencé a sentirme realmente lúcido y eufórico. Se me habían pasado todos los dolores.

Durante las horas que estuvimos en casa de Ansor, apenas abrí la boca. Polansky y Ansor hablaban en ruso y a mi, el segundo, me ignoraba en todo momento. Yo era para él, como me confirmó Polansky luego, un simple americano tontorrón que, literalmente, no se enteraba de nada.

El hospitalario georgiano nos invitó a degustar un curioso dulce laminado de manzana salada y seca. También comimos kachapuri. Al parecer, su mujer se enfadó con él porque solo tuviera eso para ofrecernos. Yo, ya medio borracho, pensé que se iban a dar de ostias. Finalmente, la señora se marchó a recoger al niño al colegio.

Cuando finalmente conseguí huir de aquel antro de perdición, vomité tres veces. Era un vómito rosa con tropezones que, sorprendentemente, creó ante mis ojos coloridas obras de arte abstracto. Cuando cerraba los ojos, el mundo se percibía de color púrpura.

Detecté en ella esa necesidad de creer. Sin embargo, el tiempo demostró que era incapaz de creer en nada ni en nadie. Y pagó el precio por ello.

Bakurimi era una estación de esquí unos cientos de metros por encima de Borjomi. El tiempo pasó repentinamente a gélido.

La sopa Borsh no fue del gusto de Polansky que, todo hay que decirlo, arrastraba un cierto trauma de infancia por el hecho de que su madre rusa, tampoco le echaba remolacha a la misma y, se valía, como si de un sustitutivo se tratara, de simple salsa de tomate de la marca Orlando. Empaticé con él. Era obvio que a Polansky su madre no le quería. Eso explicaba muchas cosas.

La sopa de champiñones sí que nos gustó. Lo más gracioso fue ver como el enmadrado y talludito jovenzuelo, hijo de la dueña, ponía sus cinco sentidos para, en un caminar eterno, a cámara lenta, llegar hasta nuestra mesa, sin derramar una sola gota. Todo acabó con un gran aplauso.

PARQUE NACIONAL DE SVANETI

Eterno retorno a Tbsili para coger un tren nocturno a Sugdidi. Teníamos ganas de coger un auténtico tren soviético. Viajamos en las dos camas laterales. Había otras cuatro en el interior del vagón, más amplias y también un poco más caras. Con nosotros viajaban una Lolita alemana de culo imposible y un clon del superheroe silencioso de la peli persiguiendo a Amy.

De Sugdidi fuimos en Marsrutka hasta Mestia. La mítica senda desde allí hasta Ushguli permanecía cerrada por la nieve. Como nos encanta luchar contra molinos de viento intentamos, mochila al hombro, recorrerla de todas maneras.

Mestia es un bello pueblo medieval de montaña que se emplaza en la cordillera de Svaneti. Con su mitológicas torres de piedra, recuerda al Gondor del señor de los anillos. Se encuentra en un valle rodeado de imponentes montañas de cinco mil metros, cuyos picos permanecen nevados durante, prácticamente, todo el año.

Lucía el sol en Mestia. Las vacas parecían contentas. Subí a la parte alta del pueblo y me tumbé en un prado. Corría el agua procedente del deshielo. Empezaban a brotar los árboles, todavía secos. El sonido de los pájaros y un gallo que cantaba a lo lejos. Después de varios días por debajo de los cero grados, había llegado por fin la primavera.

De repente noté un crack en mi mandíbula. Un trozo de muela salió disparada. Un torrente de sangre comenzó a manar, tiñendo el prado de rojo. Un perro con físico de león vino a ver que me pasaba. Intenté explicárselo pero, con la mandíbula ensangrentada, apenas podía articular palabra.

Una vieja con pañuelo y bastón, jersey colorido, sandalias rosas y calcetines blancos hasta las rodillas, tendía su ropa en su castillo de piedra. A su lado, unos establos de madera, donde ya no quedaban animales. Tres gallinas amarillentas jugaban al un dos tres, escondite inglés. La vieja, en la distancia, se pone las manos por detrás de las caderas y me hace gestos amables. Probablemente quiera sexo, pienso yo.

Sigue cayendo el agua por las montañas de Svaneti. Me enjuago la sangre, y sigo caminando. La montañas se van cubriendo de sombras. Un cazador dispara a lo lejos.

¿Dónde estás Chulín? Te deseo suerte. Me caías bien.

Un lagarto se cuela entre las piedras de las ruinas de Mestia. Un burro tira de su arado. Un perro lobo negro me mira curioso cuando paso por su casa. Ante mis ojos, las veintisiete torres de Gondor. Un niño guía con su palito a una piara de cerdos por la calle de barro en la que me he sentado a escribir. A veces, no hay que hacer nada. Solo sentarse a esperar.

Ya había escupido media muela. Cada vez que tenía algún problema dental mi lengua se obsesionaba con la zona en cuestión hasta el punto de acabar por irritarse también ésta. Era horrible. Supongo que ya era tarde para beber Borjomi. Otra vez.

La cuenta atrás y adelante se mezclaba, curiosamente, en este viaje. El final no sería feliz. Nunca lo eran. El precio a pagar era una lucha constante contra el mundo. Una lucha hasta la extenuación. Estéril y sin sentido.

Un puñal atravesó repentinamente mi cerebro en Svaneti, tierra de los svanos.

A los georgianos les faltaba iniciativa, eso seguro. El comunismo había acabado con ella.

Nos lanzamos de cabeza hacia Ushguli, la tierra prometida. Eran cuarenta y seis kilómetros de senderos imposibles. A partir de los dos mil metros todo era pura nieve. Comenzamos a subir. Las vistas eran grandiosas. Tras unos kilómetros de carretera nos desviamos hacia un camino de tierra, a la derecha, que debía llevarnos a Tsivirmi. Una bella pradera donde, al parecer, construían un camping para turistas.

Pocos kilómetros más tarde, comenzó a hacerse presente la nieve. Luego, cada paso comenzó a hacerse más complicado. Seguimos. Llegado un punto solo podíamos avanzar a cuatro patas, pues la nieve se hundía más de un metro de profundidad si caminabas. El ritmo se ralentizó en exceso, avanzábamos a un kilómetro la hora.

Si caía la noche antes de que hubiéramos abandonado las proximidades de la cima, situada a dos mil cuatrocientos metros, con temperaturas nocturnas de entre menos cinco y menos diez, nuestra propia supervivencia estaría en riesgo. Polansky, más fuerte físicamente que yo, tal vez pudiera haberlo logrado. Su paso era algo más rápido. Sin embargo, a pesar de lo que pueda parecer, no eramos conquistadores de lo inútil y llegamos a la sabia conclusión de que ésta no era la ocasión propicia para llegar hasta Ushguli. Si no llegábamos con nuestros propios pies, no llegaríamos. Quizá volveríamos algún día.

La guinda del pastel la puso la caminata por el glaciar Choladi. para llegar hasta allí había que recorrer primero nueve kilómetros hasta llegar a un manantial situado en uno de los valles contiguos a Mestia. Una vez allí, te introducías en un bosque de abetos que transcurría paralelo a un río. Tres o cuatro kilómetros más tarde, llegamos al glaciar.

La panorámica del valle era espectacular. Más sobrecogedora aún por los constantes desprendimientos de tierra y pequeños aludes de nieve. Desde arriba, una pena, no se podía contemplar en plenitud, un glaciar, que se veía casi mejor, en la distancia. La subida, no obstante, valía mucho la pena. lo mejor fue que tras la subida nos deslizamos a toda velocidad colina abajo y pudimos desandar todo lo andado en apenas unos minutos.

Salir de Svaneti no resultó fácil. Como perdimos el bus de las ocho por parásitos, la cosa se complicó. Nuestros intentos de hacer autostop sin éxito durante horas acabaron cuando una providencial Marshrutka nos llevó hasta Sugdidi.

No era verdad que los verdaderos amigos lo fueran para siempre. Tan solo era otro de esos lugares comunes en los que refugiarse si querías encontrarle un sentido a una vida que, probablemente, no lo tenía. De repente, comenzó a sonar de fondo Jacques Brel.

La policía detuvo nuestra marsrutka. Pensaba que iban a multar a los taxistas piratas. El policía se sentó a nuestro lado y seguimos viaje. Quería vomitar con tanta curva. Me negaba a dejar de escribir.

A partir de ahora, pensé, solo daría consejo a aquelos que se comprometieran a seguirlos.

En Mestia había probado uno de los panes más exquisitos de toda mi vida. La comida georgiana, por lo demás, pasó con un aprobado raspado.

Polansky roncaba cada día más fuerte. Son extraños nuestros sueños. Tarde o temprano tenemos que matar al padre. Y después de un día, viene otro. Como si la realidad fuera también, un sueño.

La belleza de Georgia comenzaba a rozar la obscenidad. Y yo, con tanta curva, no quería acabar potando sobre tanta belleza. Quizá, la fealdad, estuviera infravalorada.

Más caballos salvajes.

Polansky decía que era complicado extraer información de los georgianos incluso en las cuestiones aparentemente más mundanas. Él lo atribuía no solo a la histórica desconfianza que subyacía en el inconsciente colectivo soviético sino a una falta de curiosidad generalizada. Según decía, había un viejo refrán ruso que dice que cuánto menos sabes, más profundo duermes. Una pequeña parte de esa filosofía, tal vez, sin darse cuenta, la tenía interiorizada el propio Polansky.

Polansky, como gran parte de sus coetáneos, era un adicto a las nuevas tecnologías. Para Polansky, como para muchos otros millenials, la vida virtual era tan importante como la real. Reconocía que pasaba entre ocho y diez horas delante de una pantallita. La adicción se reflejaba en las cuestiones más diversas. La vida real, para él, pasaba demasiado lenta. Le costaba mantener la atención. Hiciera lo que hiciera en su vida real, precisaba que quedara reflejado, inmediatamente, en su vida virtual. Amaba el postureo.

Una de las consecuencias más devastadoras que tenía la plaga tecnológica era la imposibilidad de disfrutar en plenitud de un viaje, un libro, un día en la playa o una charla con los amigos. Siempre teníamos a un intruso móvil que se colaba en los mejores momentos de nuestras vidas. Un impostor que nos separaba de nosotros mismos y de la gente que nos rodeaba.

La historia, que no la story, se complicaba, al regirse mucha de la gente a la que Polansky quería impresionar, por los mismos criterios. La superficialidad, la vanalización de las relaciones humanas, el egotismo, la dictadura de lo políticamente correcto o «el respeto» a una supuesta diversidad e igualdad, se habían convertido en dogmas para toda una generación.

No me quedaba otra que poner el dedo en la llaga, por muy odioso e injusto que ello me resultara.

La diferencia entre Polansky y muchos otros millenials era que él, al menos, ya estaba tomando conciencia. Afortunadamente, era un ser con gran apertura mental y capacidad de autocrítica. Como todo adicto, vivía en el autoengaño y sufría recaídas periódicas. La pregunta que nos hacíamos todos en el fondo era si de esta adicción colectiva, en el mundo en el que vivíamos, era posible salir.

BATUMI

Eran las siete de la mañana y hacía tiempo que había amanecido en Batumi. Todo seguía dormido, cerrado.

A Batumi llegamos desde Sugdidi la tarde anterior. La primera impresión fue positiva. Para llegar a Batumi atravesamos una impactante lengua de tierra a la altura de Poti y disfrutamos de una verde y arbolada costa que potenciaba la idea de que Georgia, más que un país, era un gran parque natural.

Caminamos por el paseo marítimo durante kilómetros. Un inmenso parque al borde de una playa de piedras. Unos pescadores que pescan con hilo y una extraña técnica que soy incapaz de describir. Turistas rusos que beben vino rosado tapados bajo una manta, tras la puesta de sol. Unos cachorritos que intentan seguir mamando de las tetas de una madre, que ya no dan más leche.

Al final de paseo marítimo de Batumi, encuentras la ciudad nueva. Rascacielos monstruosos y coloridos. Diseños futuristas hijos de una época. Batumi siempre ocupó, junto a Sujumi, un lugar importante en el imaginario colectivo soviético. No parecía dispuesta a perder su estatus.

Nos fuimos a comer a un Macdonalds. La noche la pasamos en un hotelito del casco histórico.

Cuando me desperté, de madrugada, no pude resistir la tentación de pasear a solas. A las seis de la mañana, era un fantasma que vagaba por las calles de Batumi. Los coches habían desaparecido y las cafetería estaban aún lejos de abrir.

Esa mañana comencé a amar Batumi. Me senté en las escaleras de un portal cualquiera y me puse a observar. Se me acercó un pequeño cachorro de husky siberiano. Al parecer, lo había adoptado una vieja señora que regentaba el hotel Batumi Home. Justo enfrente, contemplaba unos graffity maravillosos.

En Kutanisi street busqué una terraza soleada donde tomar café. En una esquina, charlé con unos chavales que regresaban de fiesta. Sus mandíbulas no podían ocultar el consumo de cocaína. Me dijeron nerviosos que los sábados, en Batumi, los cafés abren a las nueve.

No me quedó otra que meterme en una misa ortodoxa que se celebraba en el patio de la iglesia justo enfrente del número veintitrés de la calle Gamsakhurda. Se escuchaba a través de un altavoz situado en el mismo patio. Eran rezos rápidos y constantes, sin interrupciones, que te metían fácilmente en trance hasta que por fin, llegaba el silencio. Muchos de los presentes portaban túnicas rojas. Iban con barba y pelo largo.

Una voz de mujer irrumpió en la oración. Me introduje dentro del templo. Los fieles permanecían de pie moviendo sus labios a gran velocidad. Me presigné como era de rigor. Las señoras lucían pañuelos coloridos en sus cabezas y se arrodillaban ante el altar. La velocidad de los rezos no dejaba de aumentar. Repetición y más repetición. Era imposible no contagiarse de la atmósfera.

Bellos murales en excelente estado de conservación. Una bella georgiana se puso en cuclillas en actitud de recogimiento.

La escritura georgiana era la más hermosa del mundo.

Entró un monaguillo con túnica azul. Detrás de él, los dos adolescentes encocados. Y entonces, ya todos en pie, empezamos a cantar con todas nuestras fuerzas. No dejaba de sorprenderme, pensé, la ilimitada capacidad del ser humano de organizarse en torno a mitos.

Una bella puesta de sol en Batumi. Eso era, para mí, la vida.

FIN

Publicado por RASKOLNIKOV

Abogado especialista en asilo. Viajero, senderista y lector

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