Es curioso como una luna llena te transporta hasta otra luna llena.
Recuerdo que esta frase la escribí altamente intoxicado en la playa negra de Puerto Viejo (Costa Rica). Fue casi como enviar un mensaje en una botella. Un intento de conectar dos mundos en dos dimensiones paralelas y lejanas.
Decía Nietzche respecto a los artistas de todo género que existía una distinción capital entre aquellos cuyo impulso creador procedía del odio contra la vida y aquellos en los cuales dicho impulso derivaba de lo que el denominaba la superabundancia de la vida.
En La Habana una vieja mira desde su balcón de la calle Bernaza la miseria y la alegría de su pueblo. Abajo, un anciano se tira al suelo y canta “¡Ay me mató, me mató, me mató! ¡Ay me morí, me morí, me morí! Mientras un niño le dispara con una pistola de agua.
Un mendigo gordo, negro y sucio, sentado en un banco, fuma un puro muerto hace tiempo. Una enorme barriga se asoma desvergonzada bajo su raída camiseta verde caqui. Me mira sin mirarme.
Los habaneros se ríen porque están tristes y se marchan de Cuba, como decía Michelle, cuando se cansan de tanta felicidad.
En La Habana todo el mundo fuma. Es lo que hacemos las personas tristes. Fumamos en los bancos de las repletas plazas de la alegría en La Habana Vieja. Esperamos que pase el día que no pasa nunca. Los niños cagan en los parques y los viejos hablan de historia.
El obeso mendigo ya está durmiendo.
Llegué a Cuba para el fin de año dos mil diecisiete. Cuba era mi último destino en una larga travesía por Latinoamérica.
En México DF, una de mis múltiples escalas antes de llegar a La Habana, conocí a Sandra, una chica colombiana que se buscaba la vida en México y que, viajera tardía, volaba a Cuba para pasar unas cortas vacaciones. Tenía la inteligencia de las mujeres atractivas, de las mujeres que han vivido mucho, que han sufrido mucho, que aman la vida y que han perdido la piedad.
Sandra había sido abandonada al poco de nacer. En un hogar desestructurado fue una tía la que la acogió y la crió. Sus primos eran sus hermanos y su hermana, no era nadie.
El mendigo negro se levanta a duras penas de su nicho y cojeando sobre sus piernas hinchadas, apoyando el brazo sobre el hombro de otro indigente se sumerge en el mar de la plaza Cristo para no volver nunca.
Sandra se iba a alojar en casa de la madre de una amiga de su hermano. Desde un primer momento se apoderó de nosotros una sinceridad cómplice propia de aquellos que saben que en breve no volverán a verse jamás.
Gotea sobre la plaza del Cristo de La Habana vieja.
Para Sandra y para mí Cuba era una gran desconocida y pensamos que no estaría de más iniciar nuestra travesía por tierra ignota, juntos.
El aeropuerto José Martí es una isla de la que no puedes huir en barca. A Sami la pararon en uno de los controles que la guardia revolucionaria hace por azar. Yo la esperaba fuera. Media hora después aparecía victoriosa. Sacamos algunos pesos convertibles del cajero y comenzamos las negociaciones con los taxistas. Los autobuses en La Habana tienen una periodicidad escasa y siguen extrañas rutas. Por raro que pueda resultar no había un bus que se dirigiera al centro de la ciudad.
Inicialmente todo el mundo parecía compinchado para ofrecernos como única alternativa la de los taxis oficiales. Entre veinticinco y treinta euros por una carrera de apenas veinte minutos. El equivalente de un salario medio cubano.
Finalmente logramos que un almendrón (taxi privado, vehículo viejo) nos llevara por el no menos abusivo precio de veinte dólares. Como no tenía mejor opción decidí acompañar a Sandra hasta la casa donde iba a quedarse y probar suerte allí. Se trataba de una hermosa casa de La Habana Centro ubicada entre las calles Manglar e Infanta.
Mari, una encantadora médico de mediana edad. Fue todo amabilidad desde el principio y me trató con una dulzura que sería impensable en Europa con un desconocido.
Un par de semanas es el tiempo que de media tardo en destrozar a mordiscos mi bolígrafo Bic.
El fin de año lo pasé en el malecón con Sandra y un par de estudiantes peruanos que hablaban maravillas de Cuba y de su universidad. Los peruanos estaban a punto de finalizar sus estudios y regresar a casa.
El ron Habana fue un compañero de viaje imprescindible para resistir una noche que superó mis mejores expectativas tras cuarenta y ocho horas sin apenas dormir. Por otro lado, la celebración de fin de año suele ser una fiesta familiar en Cuba al contrario de lo que ocurre en otros países y curiosamente ese día en la calle había menos gente que prácticamente cualquier otro día del año.
Los primeros días de mi estancia en La Habana transcurrieron apacibles y hogareños. Mi llegada a La Habana fue la llegada al hogar de María. Allí pasamos charlando, fumando y comiendo la mayor parte del tiempo. Al tercer día resucité. Algo impaciente por la placida y gregaria dinámica en la que me había visto envuelto, decidí salir al encuentro de la ciudad.
Antes, tuve ocasión de charlar de lo humano y lo divino con Mari, su hijo Pablo, la fría e inteligente novia de éste y Michelle, el encantador sobrino gay de Mari que apuraba sus últimas horas en Cuba. Se iba esa misma noche a Guyana rumbo a lo desconocido. Desde allí su idea era cruzar como fuera múltiples fronteras y, con la ayuda de la diosa fortuna, llegar sano y salvo a Chile, donde quería escapar, como él repetía, de tanta felicidad. Cuba, ese país extraño donde todo el mundo ríe, aunque tenga ganas de llorar.
De Cuba la gente huye, esa es la verdad. Y el que no huye planea hacerlo. Antes de que Michelle se largara le acompañamos hasta el Cristo. En la barcaza que nos llevaba hasta él llevó a cabo un rito de santería. Dijo unas palabras y lanzo algunas monedas al mar.
En Cuba se come arroz, frijoles y, si tienes suerte, algo de pollo.
En La Habana el amor no se compra porque nunca, en ninguna parte, ha podido comprarse. Sin embargo, Cuba es un país para corazones solitarios y sin escrúpulos.
Cuando apretó la lluvia me refugié en el café dos hermanos de la plaza del Cristo, junto a la calle Bernaza. Allí servían unos capuchinos excelentes y a los sándwiches mixtos, no sé bien por qué, les añadían tomate y pepino.
En el país de los Castro la cuenta la paga siempre el extranjero y la negrita o el negrito permanece serio, impasible, esperando, como no, a ser devorado por su compañero. Y después de todo, ¿cual de ellos podrá llevar la cabeza bien alta? Personas que defecan su propio patetismo. Negritos y negritas de la mano de su depredador. Blanquitos enamorados de la nada. Personas que luchan contra su soledad. Otras que lo hacen para huir de la miseria.
En la cartera roja que compré en Perú llevo un billete de pesos convertibles. Este único billete. Este simple billete que para mi no supone gran cosa es ya el doble del salario medio de un funcionario en Cuba. Y a pesar de eso, Cuba sigue siendo un país muy caro para los turistas.
Y que nadie se engañe, Cuba es un país para turistas, no para viajeros.
¡Qué hermosas son las coloridas fachadas de las casas de La Habana Vieja!, ¡Qué coches imposibles!, ¡Vaya mujeres tristes! Y luego, basura por todas partes. Montañas de basura más grandes que el Everest. Los cubanos te miran extrañados si te acercas a una papelera. ¡Qué cosa extraña una papelera! ¿Para que servirá?
Paseando llegué a la plaza Vieja. Allí contemplé a un niño gordito mover desenfrenadamente las caderas y realizaba gestos obscenos mientras bailaba extasiado. Otros niños jugaban al fútbol en la plaza. Más música.
Para el que no lo sepa aún, Camilo Cienfuegos fue el tercero de los artífices de la revolución junto al Che y a Fidel. A Camilo, lo dice todo el mundo, el pueblo le quería más que a Fidel.
¿Voy bien, Camilo?
Vas bien, Fidel.
A Camilo, como a tantos otros, le hicieron desaparecer y, a cambio, le convirtieron en un mártir.
¿Cómo pasaba la gente el tiempo antes cuando no podían hacerse selfis? Me preguntó alguien, alguna vez, en alguna parte.
El acceso a Internet en la isla es muy limitado. De hecho, hasta dos mil catorce, no había Internet en absoluto.
Una señora reparte el diario Gramma mientras cae la noche sobre La Habana.
Esa noche cogí una borrachera antológica. Había conocido a Denys y a Manuel, dos calaveras cubanos curtidos en mil batallas con los que pasé una noche divertidísima. Compramos ron de estraperlo en los bajos fondos, forma en la que ellos se referían a la Bosnia cubana anexa a la Plaza vieja. Buchito a buchito, comenzamos a embriagarnos. A los bajos fondos no llegan los turistas, decía Denys.
Denys se había ligado a una catalana gordita con la que mantenía una “relación” a distancia. En Cuba la prostitución masculina es tan frecuente como la femenina. La catalana viajaba para verlo un par de veces al año. Denys, sobra decirlo, tenía otras mujeres. Afirmaba que ese extracto de ron tan puro que habíamos comprado de estraperlo obraba milagros durante el acto sexual permitiéndote follar como un león durante horas. Pero chico, ¡Qué te pasa! comentaba al parecer admirada su afortunada compañera de cama.
Ya en plena vorágine etílica nos fuimos de bares. Tomamos el que según los locales era el mejor mojito de La Habana. Un mojito que, según repetían, debe tener poco hielo. Lo tomamos en un hotel cercano al barco en el que desembarcó Fidel en Cuba. Un hotel histórico que había alojado al mismísimo Al Capone.
A esas alturas de la madrugada la familia había crecido. Se nos había unido Antonio Orbeta, un simpático buscavidas, que vivía del trapicheo e intentaba ligar sin éxito con las turistas más gordas que encontraba. Entre susurros, como si de algo extremadamente confidencial se tratara, me contó que él mismo se había encargado de proporcionarle cocaína a Javier Bardem.
Se nos unió también un indígena argentino que viajaba en busca de puterío aprovechando un vuelo relámpago desde México. En el segundo bar en el que estuvimos se le sentó enfrente una puta que le abordó sin complejos, como si le leyera el pensamiento. «Tan directo no me gusta», afirmaba el argentino. Los cubanos le miraban extrañados sin entender nada.
Para muchos hombres y para la mayoría de cubanos, follar gratis o pagando es la misma cosa. Cuando hablan de mujeres hablan de pedazos de carne y cuanto más espectacular esté la chavala más “amor” sienten por ella. Ese es el amor conocido, el único que tienen interés en experimentar.
Volver a la casa de Mari era siempre una odisea, especialmente cuando iba borracho. A punto estuve de no lograrlo. Me suele pasar que no presto demasiada atención al lugar en que me alojo y en más de una ocasión me he visto recurriendo a vagos indicios y a recuerdos engañosos para regresar a casa. Ya el día anterior había tardado casi dos horas en llegar. Para ello tuve incluso que regresar al Malecón donde esperaba orientarme. Una vez allí, empapado por las olas del mar que rompían violentamente, contemplé como un almendrón se estampaba contra una farola y se hacía pedazos. No sé cómo cojones conseguí regresar.
Era el momento de abandonar la Habana tras tres noches allí. Las ciudades las tolero relativamente. Al marcharme de casa de Mari la obsequié con cincuenta dólares que, sorprendentemente, parecieron no complacerla en absoluto. Me preguntó sibilinamente si se había equivocado en algo pues según le habían informado lo «normal» era pagar entre veinticinco y treinta dólares por noche (cuando llegué no quiso ni oir hablar de dinero).
Como soy consciente de que en muchas ocasiones los favores se pagan tiendo a evitar a los ayudadores profesionales cubanos. Con esta señora ya estaba con la mosca detrás de la oreja. De hecho, entendía yo, el favor se lo había pagado con creces aunque, obviamente, no al precio que ella pretendía. Un precio que, por supuesto, si me hubiera pedido de entrada, nunca habría aceptado.
Esas noches acabaron por ser las noches más caras de alojamiento que pagué en todos mis meses en Latinoamérica pues terminé aceptando por respeto a Sami que en lugar de 50 dólares americanos fueran 50 convertibles (más cotizados incluso que el euro).
Poco a poco volvió el empalagoso amor de Mari que incluso me acompañó a la estación de autobuses (no pude impedirlo) y me despidió casi con lágrimas en los ojos pidiéndome que volviera a su casa cuando regresara a La Habana. En fin, yo solo quería recuperar la libertad cuanto antes. Primera lección aprendida en Cuba.
A Viñales llegué en colectivo (carro compartido) junto a madre e hija argentinas. Durante ese trayecto pensé que había demasiadas cosas en Cuba que no me gustaban. Cuba me estaba reconciliando con el Capitalismo.
Son las doce de la noche del día cuatro de enero de dos mil dieciocho. Me encuentro en Viñales, un turístico aunque hermoso pueblo situado en un también precioso, verde y rocoso valle situado junto al parque nacional del mismo nombre.
Viajando la guerra nunca se gana del todo. Como un general solo valgo lo que mi última batalla.
Lo más íntimo es lo que nunca se cuenta.
Tras cuatro meses viajando por Latinoamérica estas últimos veinte días en Cuba los siento como una tarea que me falta por completar. El aquí y el ahora es lo único que cuenta aunque mi mente esté empezando ya a volar lejos.
Durante estos meses he leído cada cierto tiempo los viajes de Júpiter de Ted Simmons. Esta madrugada eterna tal vez lo acabe. Su viaje, como el mío, es una contradicción. Viajas para conocer y vuelves con más preguntas. Viajas para disfrutar y lo consigues a base de más sufrimiento. Quieres encontrarte pero acabas huyendo de ti. Buscas estar solo pero siempre acabas rodeado de gente a la que adoras. Escapas del dolor y éste se convierte en tu mejor compañero de viaje. La vida es extraña.
Cuando acabas un viaje comienzas a disfrutar del regreso y eso que sabes, en el fondo, que el regreso es la muerte. También sabes que en cuanto estés allí necesitarás partir de nuevo. Nuestra prisión, infierno y paraíso somos nosotros. Nosotros somos el mundo.
Los primeros días aquí en Cuba estás en tierra de nadie. Con los locales siempre te relacionas sobre arenas movedizas. A los turistas no tienes demasiado interés en conocerlos. Sin embargo, Cuba tiene mucho interés. Es un laboratorio humano del mundo, fuera del mundo. Su historia es apasionante. Su naturaleza exuberante, su clima agradable y la vida, en general, sorprendente.
Echo de menos a Sweet. Siempre supe que era lo mejor que me había pasado en la vida. Soy el tipo más raro del mundo. Lo sé, Sandra, no tengo actitud. No encajo en el molde. No estoy hecho para la vida. Juego mis cartas lo mejor que puedo. Cada día para mí es pura supervivencia.
Últimamente estoy pensando que me encantaría disfrutar más de la gente que me rodea en Málaga. No estarán allí para siempre. Sin embargo, no creo que lo consiga. Como digo, soy el tipo más raro del mundo y solo me entiendo, en ocasiones, con perros verdes como yo. He llegado a la conclusión de que lo que ocurre en mi mente se refleja a través de miles de pequeños detalles a través de mis gestos y mi comportamiento. Para bien o para mal, no puedo engañar a la gente.
Mi dedo fracturado cada vez está más torcido. Una fractura no tratada a tiempo en Perú me ha deformado por completo el dedo. La cosa ha quedado peor de lo que nunca pensé. Mucho me temo que si opto por arreglarlo lo tendrán que volver a fracturar de nuevo. Tengo lo que me merezco. Me entran ganas de liarme a martillazos a ver si lo enderezo. Otra manifestación de mi impulso autodestructivo.
Otra noche en el infierno. Alejarme de la gente o que me vean como soy. Aquí mi dilema. Un dilema que no es tal pues tengo que seguir viviendo y se vive junto a los demás.
En Viñales he pasado grandes momentos. Una tarde estuve hablando con un abuelo revolucionario que a sus ochenta años seguía sacando adelante su granja. Un buen hombre que combatió al lado de Fidel al este de la isla. Todos pobres o todos ricos, repetía. Se había quitado del tabaco y del ron pero de las viejas, insistía, eso nunca.
Luego conocí a un bombero que me estuvo contando como le fue imposible rescatar a un pequeño en uno de los últimos incendios que había tenido que sofocar. Si que pudieron salvar a su hermano. Al parecer, la madre del niño se golpeaba la cabeza contra la pared y gritaba que había sido su culpa.
Ese mismo día me fui de fiesta con un grupo de franco-canadienses. Una encantadora guionista de cine de Montreal, un francés actor de teatro, su novio y otro viajero canadiense. Fuimos a escuchar música cubana en directo.
Para rematar la jornada acabé solo con otro grupo de juerguistas franceses y unas chavalas valencianas. Fuimos al bar el colonial, un antro repleto de jugosas mulatas.
Como no sé bailar, acabé aburriéndome en plena vorágine y huí del fiestón que yo mismo había montado. Por qué la persona más sociable del mundo puede convertirse, de buenas a primeras, en la más asocial es algo que yo también me pregunto. Tal vez haya algo de masoquista en mí. La realidad es que me agobia estar en un lugar repleto de gente. Siento una claustrofobia que nunca podré superar. Odio las discotecas y adoro los bares.
No hay nada como viajar solo para no parar de conocer gente. Tras dos días en Viñales ya conocía a medio pueblo.
A mí también me gustaría ser una bella mujer, como a Fabri, aunque por motivos distintos.
De nuevo me miro el dedo, asqueado.
Soy un extremista, un radical. Blanco o negro. Tal vez si alguien entrara en mi cabeza podría decirme lo que me ocurre. Eso, o una lobotomía.
Una vida tan rica de experiencias que hacen de mi un adelantado, un visionario, un pionero, un incomprendido, un triste gusano que debe ser sacrificado por el bien de la humanidad. Un capullo de nueve dedos.
Tose a mi lado una prostituta mulata de dieciocho años. Fumo un cigarrillo criollo de los que fumamos los auténticos revolucionarios.
Sólo la chica más increíble del mundo puede enamorarse de mi. A las demás, os las regalo.
Lloran los grillos en la noche de Viñales.
Tal vez deba comenzar a aparentar ser alguien normal. También en este blog. O tal vez deba dejar por fin de ser alguien tan sumamente ordinario y comenzar a viajar a tiempo completo. Creo que estos meses viajando los he superado con nota. Al menos me vuelvo con ese consuelo. Si un día no me queda otro remedio que huir sé que siempre contaré con mi mochila, mis botas y mi tienda de campaña.
GUAU GUAU GUAU!! Ladro en la noche. Nadie responde. ¡Si al menos estuviera a solas con Dios! Mi mediocridad es mi genialidad. Lo que me hace genuino. Un salto al vacío meditado que vale más que un simple impulso. Esto último lo puede hacer cualquiera. Cualquiera menos yo.
Tom Wolfe grababa sus conversaciones para luego transcribirlas palabra por palabra en sus libros.
Las mujeres que se enamoran de mí nunca pueden borrarme de su cabeza. Soy una maldición, un fantasma. Saben, muy en el fondo, que no hay otro como yo. Dulces sueños princesa. Sueña conmigo, otra vez. Y mientras lees estas líneas ni siquiera sospechas que puedas ser tú una de las protagonistas de esta historia.
¡Vaya rompecabezas! Todo forma parte de un plan perfectamente planificado. Un plan que comenzó hace décadas. Justo cuando empecé a perder la cabeza.
Y si a nadie le importó mi tristeza… ¿Por qué habría de importarles mi felicidad?
¡Haz algo por favor! ¡No te das cuenta de que me estás matando! Un libro de aforismos. Pero aquí, lo creas o no, todo está conectado.
Me decía el viejo revolucionario que conocí en Viñales que votar a quién no conoces resulta absurdo. Así justificaba que en Cuba solo se votara a los políticos del municipio pero nunca al gran líder. A éste lo eligen aquellos que le conocen. El razonamiento no carecía de cierta lógica.
Y al menos tengo la certeza de que esta noche, cuando me duerma, seré feliz durante unas horas.
Por cierto, aunque yo no sabía quién era, al parecer, Jonathan de la serie Aída estaba con nosotros en la discoteca el colonial de Viñales. Una serie, visto lo visto, muy seguida en Cuba.
A mi me gustan las mujeres que se me tiran al cuello. El resto no me interesan. Te lo pregunto a ti… quiero saberlo, ¿Has estado alguna vez realmente enamorada?
Demasiado enrevesado para mi gusto.
Al lado de mi habitación, en Viñales, duermen una jubilada francesa y su hijo treintañero. Yo pago 15 convertibles, un auténtico atraco. Ellos pagan por lo mismo 75. El muchacho es de lo más agradable. Cada vez que los cubanos le ofrecen algo él suele aceptarlo con gusto, como si el ofrecimiento fuera gratuito. Y claro, los cubanos tienen una gama casi infinita de cosas que ofrecerte siempre que siga sonando la caja registradora.
Conmigo los cubanos no tienen tanta suerte. Ayer escuche a la dueña de la casa criticarme porque según decía, ni desayunaba, ni comía, ni cenaba allí. Tampoco aceptaba ninguna de sus excursiones. Días más tarde, con una vaga excusa, me dijeron que no podía seguir allí.
Bruno, uno de los canadienses que conocí en Viñales, me comentaba jocosamente que Cuba era el país más capitalista que había visto jamás.
La jubilada francesa y su «hijito», estoy seguro, gastaron alrededor de 500 CUC (El CUC vale algo más de un euro) en los dos o tres días que pasaron en Viñales. Cómo iba a extrañarme que tuvieran a su alrededor un séquito de parásitos cubanos esperando recibir sus migajas. En esos tres días yo gasté 45 CUC. Lo que estos inocentes turistas franceses gastaban en un par de días equivalía al sueldo anual de un cubano medio… ¿Bastante obsceno, no?
Como si fuera un afilador, un vendedor ambulante vendía por las casas cebollas y ajos.
La familia que nos «acoge» en Viñales no pega golpe en todo el día. Su única ocupación parece ser la de preparar la comida que ya han encargado «los pichones» franceses. Aunque claro… ¿Por qué habrían de trabajar si en Cuba trabajar no sirve de nada? En una realidad como ésta hay que calcular 4 o 5 chupópteros por cada turista. De eso vive la gente en lugares como éste.
En la biblioteca de Viñales solo hay libros sobre Fidel, El Che y la revolución. La marca El Che por todas partes. Un capitalismo que engulle incluso a sus supuestos antagonistas.
O tal vez no, porque al día siguiente, puse tierra de por medio y abandoné el gueto turístico que es Viñales. Tenía la cabeza a pájaros. Ese día era un alma en pena. Me puse a andar como un loco dirección Pinar del Río, localidad que se encontraba a veinticinco kilómetros de distancia. Me negaba a coger otro transporte para turistas. Estaba paranoico. Tal vez fuera un brote. ¿Tres euros por un mechero? ¿Qué locura es ésta?
Media hora más tarde seguía enajenado. Fue entonces cuando paró a mi lado un carro de caballos. Me preguntaron que a dónde iba. Yo, malhumorado, les dije que iba a Pinar, claro. Es en sentido contrario me dijeron sin entender muy bien que podía pasarle por la cabeza a un tipo como yo.
Algo humillado por mi incompetencia, no me quedó otra que regresar al pueblo pero claro, no desistí en mi locura. No tenía nada mejor que hacer. Seguía pensando que me vendrían bien unas cuantas horas de caminata.
Por fin, cambió mi suerte. Encontré por azar un bello sendero de algunos kilómetros. Luego hice autostop y casi de inmediato me recogió un camión que me acercó otros tres o cuatro kilómetros. Seguí caminando. Algunos kilómetros después y dado que el camino había perdido gran parte de su interés, aconsejado por un vecino, me metí en un autobús de cubanos (por unos 7 céntimos de euros) que iba dirección a Pinar del Río.
Ocho kilómetros antes de llegar a la ciudad, vi una preciosa presa donde pescaban algunos lugareños. Sin dudarlo un instante, me apeé del bus y me dirigí hasta allí con intención de acampar por la zona.
Unos pescadores mataban la tarde del viernes. Un grupo de amigos con los que inmediatamente hice buenas migas. William les había llevado allí en su hermoso coche azul del año 42. Pasamos el día pescando peces enanos.
En Cuba la integración racial es total. El racismo ni se entiende, ni se concibe. En el grupo había dos negros. Uno de ellos, el chino, era un negro bullanguero, de lo más animado. Los amigos reían, se gastaban infantiles bromas y se peleaban de forma cómica y brutal. Se tiraban piedras e incluso el mismo gusano que usaban como cebo.
En un momento dado, el chino cogió la botella de Ron de Dariel, otro de los chicos que le amenazaba con tirarle el gusano y, finalmente, siguiendo un impulso irracional, lanzó la misma lago adentro como represalia. Diez minutos después, tras discutir un rato, el chino negro acabó despelotándose y metiéndose en el frío lago para recoger la botella que él mismo había lanzado.
Fueron horas en las que sobre todo escuché. Hablaban de esa Cuba real que yo todavía no había conocido. Empecé a comprender la miseria en la que vivían la mayoría de cubanos. En un momento dado, Dariel, un joven de veintitrés años de aspecto serio y tranquilo, me ofreció de improvisto pasar la noche en su casa.
Dariel me dijo que quería mostrarme la realidad de una familia cubana. Algo que no puedes ver en las casas de huéspedes en las que se alojan los turistas.
Antes de que anocheciera nos metimos los ocho en el viejo coche azul de William. Cada poco, los amigos hacían sonar el pito del coche, que sonaba como la sirena de una ambulancia, mientras lanzaban atrevidos piropos a las bellas y no tan bellas muchachas.
Me llevaron a un garaje de Pinar donde estuvimos un par de horas jugando al dominó. Más tarde, ya solo con Dariel, seguimos caminando hasta la casa de la novia de éste y sus dos graciosas hijitas. Luego, nos dirigimos hasta la casa de Dariel en la que vivía junto a su madre, su padrastro, su hermana, la pareja de ésta y su sobrinita.
Efectivamente, la modesta casa en la cuarta planta de un edificio cualquiera del barrio micro nº 5 de Pinar del Río era muy diferente de aquella en la que me había alojado en La Habana. La pobreza era extrema a pesar de que se trataba de una familia de clase media. Me acogieron de maravilla. Todo fueron atenciones aunque me empeñara en ser tratado como uno más.
Calentaron agua para mí en un cubo para que pudiera ducharme. Ese día, tenía suerte, me dijo Dariel, pues había jabón. Luego nos pusimos a limpiar el pescado que habíamos pescado esa misma tarde.
Los vecinos entraban y salían de la casa. Los vecinos en Cuba son tu familia, repetía Dariel. Pude comprobarlo de primera mano. Para mi nuevo amigo era importante que me diera cuenta del desinterés que presidía todos sus actos. Ni siquiera me permitió que compartiera la torta de maní y el dulce de guayaba que había comprado en la presa. Durante la cena soltó una frase que me impactó mucho: «en esta casa estamos muy concienciados con la comida, por eso siempre que podemos comemos dos veces al día».
Dormí con él en su colchón después de visionar el partido de pelota que enfrentaba a Gramma con Matanza.
A la mañana siguiente fui con Dariel hasta la obra en la que trabajaba como albañil. Segundos antes de que apareciera el autobús apareció la madre de Dariel corriendo porque me había olvidado una toalla en su casa.
La experiencia fue reconfortante. Comprendí que aunque no era fácil, si me esforzaba, podría conocer la Cuba real con lo bueno y con lo malo.
Ni se me ocurrió volver a ofrecerle nada a Dariel pues lo hubiera tomado como una ofensa. Dariel era alguien honesto y orgulloso. Alguien que llevaba una vida muy difícil, que estaba triste pero se reía de sus problemas y que aceptaba sus escasas perspectivas de futuro.
Prometo que haré todo lo que pueda para mantener contacto con Dariel y si en el futuro me necesita espero no fallarle. Un gesto como el que tuvo tiene un valor incalculable.
Estuve deambulando aquella mañana por Pilar del Río, una localidad que me gustó mucho con sus soportales de colores y su vida cotidiana. Me senté en un café de cubanos y disfrute de tres cafés maravillosos por los que pagué un total de doce céntimos. Fumé muchos cigarrillos criollos y hablé con diversos transeúntes todos ellos encantadores.
Esa mañana recordé que era la persona más afortunada del mundo. Me prometí que ese día y siempre tenía la obligación de ser feliz y dar las gracias por cada uno de los días que pudiera pasar en este maravilloso planeta.
En este viaje por latinoamérica sentí que estaba dando, por fin, el paso de la juventud a la edad adulta. Ya era hora. Gracias a todos los que me ayudasteis a lograrlo. Ha llegado el momento de asumir responsabilidades, tomar decisiones y poner en valor aquello que me he ganado con tanto trabajo como fortuna a lo largo de estos años.
Durante estos meses de viaje he vivido experiencias que me han completado y que de otra manera no podría haber vivido ni en mil vidas.
Me decía la colombiana Sandra, la chica que conocí a mi llegada a Cuba, que bajo ningún concepto debía parar de viajar y sentar la cabeza. No lo haré, sin embargo, probablemente viajar deje de ser mi prioridad. Al menos durante algunos años.
No quiero perder ese gusanillo que siempre me han dado los viajes pero tampoco quiero seguir en un eterno anhelo, una eterna huida o búsqueda. Quiero darle el valor que merece a los cimientos de mi vida y para ello, con todo el dolor de mi corazón, debo cerrar algunas puertas. Esta experiencia me ha servido también para quitarme algunas espinas que tenía clavadas y para comprender que otras estarán ahí hasta el día en que me muera.
Aceptarse es conocer quién eres, lo que vales y tus limitaciones. Mi cerebro es una poderosa arma que sé nunca podré controlar del todo.
Mi viaje a Santiago de Cuba, por razones que no quiero o no puedo revelar, puso el último clavo en el ataúd de mi juventud. Y está bien que así sea.
Para llegar a Santiago tuve que coger dos camiones. El primero hasta la Habana me costó cincuenta pesos cubanos (unos dos euros). El segundo desde allí hasta Santiago, en la otra punta de la isla, lo pagué a unos quince euros. Para que os hagáis una idea, el turista medio paga unos veinte euros por el primer trayecto en bus y cincuenta y uno por el segundo. Esa es la diferencia de precios que hay en Cuba. La diferencia entre ser un turista o ser un viajero.
Con el tiempo no puedo decir que haya tenido suerte en Cuba. Sigue lloviendo y hace un frío horrible en Santiago. Casi veinte horas de autobuses me han dejado exhausto. Hoy siento que todo lo que tenía que vivir en Cuba ya lo he vivido. Pareciera que el resto de días que me quedan por aquí fueran prescindibles. Sin embargo, no me cabe duda, no puede ser de otra manera, aún me sucederán cosas increíbles.
Mis proyectos futuros se encuentran en Málaga y tienen que ver con mi apasionante trabajo, mi familia, mi casita en Archidona y este blog de viajes. Cuba, ya es secundaria.
A los extranjeros blancos en Cuba los llaman Yuma.
Era algo que tenía que hacer y lo hice.
Santiago era un gran puticlub. Personalmente nunca me ha excitado la posibilidad de follar con prostitutas. La naturalidad con la que se hace aquí por parte de la casi totalidad del género masculino me deja pasmado. Solo me parece aceptable para aquellos que no puedan follar de otra manera.
¡Qué difícil encontrar por estos lares a alguien que haya amado realmente! ¡Qué tesoro el mío! me decía.
Al final resultará que soy un puritano, un romántico. Pero también soy un pecador, lo sepas o no.
David, Ana, Jamal os echo de menos!!
La alemana Marah se enfadó conmigo pero yo no con ella. Ella también sufría camino de Santiago. Y gozaba, como yo.
En el espejo de mi habitación de Santiago puedo ver el reflejo de una espectacular chica en tanga. Es tan solo un poster que está completamente fuera de lugar en una preciosa, colorida y austera casa colonial. No sé en que momento pudo ocurrírsele colgarlo a la vieja de ochenta años que vive aquí. Tal vez lo pusiera uno de sus nietos pajilleros.
Hace años me costaba escribir. No me gustaba. Ahora lo adoro, lo necesito.
Cuba es el país donde más se bebe, más se fuma y más se folla del mundo. ¡Viva la revolución!
Hoy he decidido que voy a leer en mi habitación de Santiago todo lo escrito durante estos cuatro meses y medio.
¿Sabíais que en los camiones de Cuba todo el mundo fuma?
En este instante diría, casi convencido, que no tengo nada de lo que avergonzarme.
El viaje prosiguió como siempre, con esta mezcla de acción y reflexión. Mi vida en este tiempo poseía una intensidad y una luminosidad que a veces me asustaba. Me preguntaba si no sería superior a mis fuerzas conservar simultáneamente tantas experiencias en mi conciencia.
Calor, frío, dolor, placer, hambre, sed, alegría, tristeza, excitación, apatía. Empiezan y terminan. Existen un momento y tienes que aprender a soportarlos. El hombre a quienes estos estímulos no pueden distraer, el hombre que se mantiene firme, es el hombre que alcanza la serenidad.
Lo falso nunca es. Lo verdadero nunca no es.
San Francisco Javier dijo hace mucho tiempo que la costumbre sustituye en los hombres a la ley. Y por ello se convencen estos de que lo que ven hacer cada día ante sus ojos puede hacerse sin pecado. La costumbre es la enemiga de la conciencia.
Cada día que pasaba me encontraba más cerca de Haití, de la española. Me había convertido en Cienfuegos, pero estaba débil. Mi cabeza se había marchado hacia España. Los nueve días que me faltaban para regresar se me antojaban eternos. Decidí tomármelo con calma. Necesitaba una buena comida para reponerme tras días donde apenas había comido. Estaba harto de arroz, frijoles y de esas horribles pizzas cubanas de cuarenta céntimos.
Una vez en Santiago, donde llegué junto a Marah, una curiosa alemana de 25 años que conocí en el camión, nos dirigimos a una casa de huéspedes regentada por un estrafalario médico de 70 años y larga coleta. Se trataba de un hombre parlanchín, amable, de moral dudosa, que inmediatamente se ofreció a hacernos de Cicerone.
Su principal problema, según repetía, era que la edad y la diabetes lo habían vuelto eunuco. Permanecía a la espera de que una operación genital le permitiera recuperar su antiguo vigor sexual.
El alojamiento estaba repleto de visitantes ansiosos de sexo de pago (de ambos sexos) y, finalmente, decidí buscar mi propio camino en otro alojamiento. Me despedí de Marah que no entendió mi decisión y me largué a la casita de una dicharachera anciana a pocos metros de la plaza Céspedes. Allí encontré una tranquila habitación con un bonito patio para mí solo.
Llegue a la conclusión de que Santiago podía ser un lugar agradable para matar alguna de las jornadas que aún restaban hasta volver a casa.
Sin embargo, nunca quería que terminara el día. Nunca quería dormir. Y cuando dormía, nunca quería despertar.
Seguía lloviendo sin parar sobre Santiago de Cuba.
Recuerdo que una vez Ana, mi compañera favorita de trabajo, preguntó mientras tomábamos una cerveza si en una relación preferíamos ser los «enganchados» o los «enganchantes». Sin dudarlo demasiado, los que estábamos allí presentes, respondimos al unísono que preferíamos ser los enganchantes. Ella no lo veía claro.
Cuando horas después me puse a analizar detenidamente la cuestión que, por otro lado, no estaba bien planteada, pues lo ideal es no ser ninguna de las dos cosas, llegué a la conclusión de que, por alguna razón, nunca podría ser el enganchado en una relación. Supongo que ataca demasiado mi masculinidad más profunda. Sexualmente sería incapaz de funcionar si no tuviera esa confianza que solo te da el sentirte profundamente amado.
El deseo de poseer, dominar, aniquilar resulta en mi caso incompatible con un simple intercambio carnal. Simplemente no funciono si no hay una entrega absoluta por la otra parte. Necesito saber que su espíritu ya es mío. Ya sé que es pedir demasiado.
En cualquier caso, la realidad es que para mí, la mayoría de relaciones esporádicas, tan frecuentes como necesarias en esta sociedad, carecen de interés. Supongo que soy un maximalista o, quién sabe, tal vez, haya llegado a un punto en que me conozca demasiado bien.
Por suerte o por desgracia hay demasiada gente que ha dejado de creer en el amor. A veces me pregunto si éste podrá sobrevivir al siglo veintiuno. ¿Qué piensas tú, Ana?
Hoy visitaré la tumba de Fidel Castro.
Es curioso, me encanta el sexo duro, la dominación y la sumisión. Siempre que haya amor. Extraña perversidad la mía. Supongo que soy un romántico y necesito creer, en un sentido cuasi religioso, que mi amor durará para siempre.
Andando por las calles de Santiago me reencontré con Marah, la chica alemana que conocí en el camión camino de Santiago. Paseamos juntos hasta el barrio de los cangrejitos. Ya había anochecido.
Nos sentamos a charlar con un jubilado que pasaba la noche en su terraza. Al principio, decía, estaba en contra de la revolución. Poco a poco la fue tolerando y, a día de hoy, simplemente no se metía en política. Reconocía que la revolución había traído progresos en sanidad o educación. También estaba satisfecho, como cristiano, de que, por fin, se hubiera aceptado el fenómeno religioso en Cuba. Ahora en Cuba hasta los comunistas son cristianos, afirmaba.
Su perra, Bella, se volvió loca con nuestra inesperada presencia. A sus setenta y tres años el viejito seguía esperando obtener la nacionalidad española y de su cabeza no había desaparecido ese deseo universal en la isla de huir de ella.
La tormenta nos golpeó de lleno cuando regresamos al centro. Acabamos calados y terminamos por refugiarnos en una fiesta de lugareños que tenía lugar en un antiguo prostíbulo americano del que solo quedaban los cimientos.
Ya sólo, de madrugada, seguí paseando como el loco que soy por las calles de Santiago.
Me extrañaba que apenas nadie en Cuba me hubiera ofrecido aún marihuana. Me puse a hablar con un buscavidas que me confesó que aquí ese tema estaba realmente perseguido y que si te pillaban con un porro podías acabar pasando siete u ocho años en prisión. Decidí que mi próximo porro lo fumaría en España.
Si vas a viajar a Santiago tienes que visitar el barrio de Vista Alegre. Se trata de una zona residencial preciosa de imponentes jardines y casas coloniales que te transporta, instantáneamente, como en un sueño, lejos del mundanal ruido. Algunas casas se caen literalmente a pedazos pero el barrio en su conjunto resulta fascinante en su decadencia. La historia dice que todas estas casas que originariamente eran de millonarios de la época de Batista fueron entregadas al pueblo tras la revolución. Un pueblo pobre que no pudo mantener esas enormes propiedades y se limitó a hacer de «okupa».
Fabián, un niño de diez años que vive en el nº doscientos de la calle décima, me invita a pasar a su casa cuando ve que la lluvia comienza a calarme. Su madre me explica luego que las casas las comparten, por regla general, varias familias y que algunas de ellas las están remodelando extranjeros que, eso sí, las tienen que poner a nombre de sus respectivas cubanas. La casa roja en el nº doscientos siete de la misma calle la ha construido, entera nueva, un español.
Cuando entré en la casa de Fabián, Rambo, su perro ciego, se volvió loco. Tal era su ira que acabé teniendo que marcharme. ¡Ten cuidado que muerde!, me decía la madre de Fabián.
Desde la calle diez me dirigí al tranquilo parque de los sueños y allí me senté placidamente en la venta Los Compadres, un sitio agradable para locales de clase alta.
Vista Alegre es un gigantesco vergel con vistas a unas hermosas colinas a un lado y al mar del otro. Por Santiago puedes moverte en sidecar y entre sus bellos inmuebles hay todavía muchos edificios de madera que resisten el paso el tiempo.
¡Ay que bonito está tu carrito!¡ Qué moderno y nuevecito! ¡Pero yo me quedo con el almendrón! cantaba Santiago. ¡Esta viejo pero se mueve! ¡Mi almendrón del cincuenta y nueve! seguía la canción en el centro cultural el Palenque del barrio de Vista Alegre. Un precioso patio rodeado de mansiones hermosas que se caen a pedazos. Gente que baila salsa sin parar.
¡Y si no has bailado salsa en Santiago es porque no has venido a Cuba! Me espetó un lugareño cuando le dije que no sabía bailar.
Una estatua con una base en forma de tortuga y una cruz cristiana encima.
Empieza a atardecer sobre el barrio de Vista Alegre.
Otra cerveza Cristal, la preferida de Cuba.
¡De Maricusa se comenta que está buscando un Yuma! ¡La verdad del caso es que lo que se sabe no se pregunta! Continúa la música.
Regresé al centro atravesando el barrio de Santa Bárbara en lo que fue un auténtico espectáculo de vida. En Cuba, supongo que por influencia de los rusos, se juega mucho al ajedrez en la calle. Abundan también los rastafaris. Cada casa en Cuba merece una fotografía. La vida se hace siempre hacia fuera y no se esconde nada, ni la propia miseria.
Y si andas lo suficiente llegará un momento en el que pasarás desapercibido, en el que te volverás invisible.
Todo el mundo sabe que viajar a Cuba es también viajar en el tiempo. Vivir en los años cincuenta se acaba volviendo normal para ti.
Un negro viejo revisa cuidadosamente una bandeja metálica oxidada que ha debido encontrar en alguna parte. En Cuba no se tira nada. A todo se la da una nueva vida.
La mayoría de cubanos, de primeras, son gente seria. Algunos tratan con recelo a los turistas. Los ven como el enemigo, como representación materializada de sus frustraciones y anhelos.
Yo seguía embrujado mirando con incredulidad mi deformado dedo meñique. Seguía tentado en enderezarlo aunque fuera a martillazos. Así de intensa era mi rabia.
¿Por qué todas esas mentes inferiores podían ser felices y no la mía? ¿O es que era feliz y no me daba cuenta?
Los días y las noches se estiraban como chicle. Necesitaba regresar a España y al mismo tiempo la vuelta me aterraba. Rezaba para que el tiempo mejorara y poder así disfrutar del algo de playa.
En Cuba las mejores playas se encuentran al norte de la isla. El frente frío comenzaba a pasar y con un poco de suerte podría pillar aún un par de días decentes. La idea era recorrer algunas playas interesantes en mi camino de regreso a La Habana.
La gastronomía en Cuba es bastante limitada. La escasez de productos resulta también un elemento clave para que esto suceda. Desde mi paso por Perú no había vuelto a disfrutar verdaderamente de la comida.
En Cuba a la cena la llaman la comida y a la comida le dicen el almuerzo.
Desnudo, me miré al espejo. Me gustaba lo que veía. Estaba más en forma de lo que lo estaría nunca.
Y llovía y llovía. Y seguía lloviendo en Santiago de Cuba. Mi tía me avisó de que había aviso de tsunami. No le di mucha importancia.
Al lado de la tumba de Fidel está la de Martí y al lado de la de éste, la de Céspedes, artífice de la independencia. A su lado se encuentra la tumba de la madre de la Patria. Se trata en conjunto de un cementerio muy bonito. Las tumbas son todas de un imponente mármol blanco.
Paseé por la plaza de la revolución y desde allí recorrí otros cuatro kilómetros hasta casa.
Desde Santiago decidí ir a Holguín porque tenía tilde en la i y también porque se suponía que había algunas bonitas playas cerca.
Mi humanidad siempre me ha provocado escalofríos. Creo que nunca amé más a Sweet que aquellos días que estuve en Santiago. Contaba los días que me faltaban para verla. La lluvia intensa, la abstinencia de tabaco, el exceso de alcohol, la inminente vuelta al trabajo, contribuían a mi melancolía. Acabé el último trago de ron Habana y abrí una cerveza Mayabe.
Todavía en la década de los treinta, aunque por poco tiempo, ya he viajado por unos setenta países. Es hora de parar un poco. La cerveza Mayabe que me chuté en la terracita de Santiago bajo la lluvia no la bebí por placer, la bebí porque era alcohol y alcohol era lo que necesitaba.
Flaco, calvo y tieso, se quedó en los huesos aquel día, que pilló a su mujer en plena orgía. Con el miembro del miembro que ironía, el más tonto del Congreso. Y sin dejar de ser la seductora bruja que escondía bajo la falda una calculadora. Y yo pobre mortal, que no he gozado tus caderas. Igual sigo de flaco, igual de calavera, igual que antes de loco por bailar, por bailar el blues, de las verdades verdaderas.
Cinco cigarrillos de la marca popular perfectamente alineados sobre una mesilla de noche. Algo estaba fallando en mi cabeza si era incapaz siquiera de responder al teléfono sin fumarme antes un cigarrillo. ¡Fideeeeeeeel! gritaba una vecina.
A las ocho de la tarde se formaban interminables colas para recoger el pan en la puerta de la empresa cubana del pan Geia Minal el Molinero.
Me tomé un helado Arlequín de Tiramisú en la heladería la arboleda de la vía central de Santiago. Necesitaba ingerir algo comestible. Pedí el helado Arlequín porque era el más barato. Me parecía increíble que hubiera helados de diez y doce convertibles cuando apenas había turistas. Los helados parecían más de merengue o crema que propiamente helados. El resto de mesas tenían un montón de platos y a mi me trajeron un pequeño platito con una ridícula bolita. En la mesa de al lado pagaron menos de la mitad del precio que se suponía yo debía pagar a pesar de que habían comido mucho más que yo.
Estaba claro que algo raro ocurría cuando un «millonario» como yo tenía que andarse con cuidado en Cuba antes de consumir nada. Cuba era realmente barata si llevabas una vida estoica pero en cuanto te salías mínimamente de lo básico debías prepararte para sacar la billetera a lo grande. Eso te hacía estar siempre alerta. Algunas veces me sentía como un pobre aunque estuviera rodeado de cubanos.
Y de repente me di cuenta de que el precio no era en CUC sino en moneda nacional y que en realidad el helado valía unos tres céntimos de euro. ¡Y yo escatimando a la hora de pedir!
La realidad era que una vez que aprendías a moverte con la moneda nacional en el día a día comprendías que Cuba era con diferencia el país más barato en el que habías estado nunca. Me paré a pensar y prácticamente había gastado el mismo dinero durante mis dos primeros días de novato en la isla que durante las dos semanas siguientes. Cuando acampaba no gastaba nunca más de diez dólares al día y si me alojaba en alguna casa de huéspedes el coste total nunca subía de veinte dólares.
Pedí otro helado con tres bolas más pastelito de tiramisú por apenas doce céntimos de euro. Cada vez me gustaba más Cuba.
A continuación, me senté en la mesa junto a unos estudiantes de secundaria que me miraban entre intrigados y desconfiados. Estuve departiendo unos cuantos minutos con ellos. En un momento dado percibí como sutilmente un adulto a mis espaldas comenzaba a llamarles la atención por señas por atreverse a charlar tan abiertamente con un Yuma. En Cuba siempre existe el riesgo como local de que te acusen de jinetero. Decidí no incomodarles más y me marché.
Mi estancia en Santiago tocaba a su fin. Me dirigí a la terminal de la calle cuatro en la vía Central desde donde se tomaban los camiones hasta Caballería. Una vez allí tomé otro camión y «melena al viento» llegué a Holguín. Dos horas y media de trayecto por algo menos de un euro. En el trayecto conocí a dos lugareños. A uno de ellos le acababan de dar la nacionalidad española por la Ley de Memoria histórica y estaba eufórico. El otro era un estudiante de ingeniería química que estudiaba en Santiago.
La noche anterior me la había pasado departiendo con otro estudiante, éste de Medicina, que me estuvo interrogando sobre la universidad en España y como podía estudiar allí.
Ya en Holguín, tomé una guagua hasta Freire pues me habían recomendado visitar la playa Blanca, una bellísima playa fuera de los circuitos turísticos. Llegar hasta ella no fue tarea fácil, pues una vez en Freire la única forma de moverse era en carruaje de caballos. Había diez kilómetros hasta la playa. Hice dos kilómetros a pie, luego subí en un carruaje que se brindó a acercarme unos tres kilómetros. En un momento dado, mientras cruzábamos un puente, el carruaje que iba escasos metros por delante del mío cayó súbitamente al río. Cundió el pánico, el carro había volcado y bajo el agua se encontraban una madre joven y su pequeño bebé.
El conductor del carruaje y yo tuvimos que lanzarnos precipitadamente al río para salvar a la criatura y a su madre. Completamente empapados aunque sanos y salvos conseguimos sacar primero al bebe y luego a su madre, que seguía en estado de shock.
Seguí andando otro par de kilómetros mientras se me secaba la ropa. Más tarde me subí a otro carruaje que también se prestó a ayudarme. En el iban un simpático conductor y un niño que volvía del colegio, hijo del pastor de la iglesia.
El último tramo lo hice en autostop. ¡Vaya diez kilómetros! Según me acercaba a la playa una enorme nube negra comenzó a descargar con fuerza y así, más empapado si cabe, logré llegar al paraíso. El color de la arena hacía honor a su nombre. Se trataba, sin duda, de un lugar hecho a la medida de las necesidades que tenía en estos últimos días de mi estancia en Cuba. Unas pocas casas de pescadores, lugares de sobra para acampar y un pequeño restaurante de parroquianos junto a una naturaleza intocada y bellísima.
Estuve charlando con la mesera que, como tantos otros, no acababa de entender del todo esta cosa rara que hacíamos los mochileros. Para mi sorpresa me explicó que a escasos metros había desembarcado Cristóbal Colón cuando llegó a Cuba. Una de esas magníficas coincidencias que parecían poner un broche de oro a esta maravillosa aventura que inicié hace cuatro meses y medio.
Durante los relajados días que pasé en playa blanca retomé la costumbre de levantarme de madrugada a ver las estrellas para luego con el amanecer bañarme en unas tranquilas aguas verdes que me despedirían, quién sabe hasta cuando, del mar Caribe.
Yo también soy Oscar Wao. Y si sigo haciendo el nerd esto va a ir de mal en peor. ¿Realmente era necesario coger el cuaderno de madrugada en playa blanca para esto? La tienda de campaña se transformó de repente, como ocurría a veces, en una cárcel, y el cielo estrellado de esta noche sin luna era mi libertad.
Y a veces pensaba, ¿cómo podría yo dejar de viajar? Yo, que echaba de menos ya esas playas de Cuba cuando todavía no me había marchado.
Por la mañana caminé pausadamente hasta el monumento conmemorativo del desembarco de Colón el veintiocho de octubre de 1492. Seguí la línea de la costa y empecé a encontrar pequeñas casas de pescadores de madera. La costa era preciosa, apacible. La naturaleza no era hostil, te abrazaba. Era un sitio en el que podías elegir pasar el resto de tus días. Caminar era plácido. Como casi toda cuba era un lugar poco montañoso. Muchas palmeras y otras muchas plantas que enraizaban en un mar que alternaba periodos de sequía con periodos de inundación.
Tras varias calitas íntimas comenzaba una zona de manglares infinitos. El sol lucía poderoso en el cielo. Había reclamado algo de sol y mi deseo había sido satisfecho.
Mi dieta mejoró mucho desde que llegué a playa Blanca. Incorporé el pargo, la lora y la lisa a mi monótona dieta.
Era evidente que la tienda de campaña apestaba. Un fuerte olor a orina seca me estaba empezando a colocar y me impedía conciliar el sueño. Peor que eso, orina, suciedad, sudor y fluidos corporales varios volvían la atmósfera irrespirable.
Tal vez fuera la falta de nicotina o el hecho de que la tienda de campaña empezara a hacer agua por todas partes. Supongo que influía el hecho de que en pocos días volvería a mi país, pero la realidad indiscutible era que empezaba a echar de menos España. Un país donde no corrías el riesgo de sufrir una inundación cada cinco minutos, donde los huracanes te dejaban tranquilo, donde la naturaleza te daba un respiro de vez en cuando.
La noche anterior me había bañado en el Caribe mirando extasiado un cielo limpio repleto de estrellas. Una noche más tarde luchaba por sobrevivir en una tienda inundada y lograba con esfuerzo sacar mi pene por la apertura lateral de la tienda para orinar en mitad del vendaval con la espalda llena de una arena que estaba ya por todas partes convertida en barro.
Me odié a mi mismo por intentar explicarme con hipérboles cuando la realidad que sólo yo había experimentado me golpeaba de nuevo. La otra cara del paraíso era el infierno.
Abandoné el infierno sin saber a dónde mi dirigía. Primero andé, luego monté en un carruaje en el que viajaban dos cubanos albinos. Me invitaron a su casa y me sirvieron un refresco. Seguí andando. Hice autostop. Me recogió un motorista. Luego continué caminando. Un loco llamado Popo me llevó a su casa a medio camino del Cayo Bariae. Un arcoíris bellísimo reinaba en el cielo. Proseguí tras despedirme de su ajada señora.
Entré en el parque nacional en el que se encuentra el Cayo. Giré a la izquierda hacia Ururo, un bello pueblo de pescadores en pleno Cayo a dónde me habían mandado para que preguntara por Alfredo un anciano que, al parecer, según los cubanos albinos, era chévere. Y fue chévere. Me invitó a cenar jamonada en su casa. Miramos juntos las estrellas y conversamos con el vigilante de los botes que también era amigo de Alfredo. Me fui a dormir justo cuando otra tormenta, la enésima, había estallado. La noche sería nuevamente eterna y esta vez, lo sabía, no podría dormir.
Y no dormí. La tienda seguía flaqueando. Hacía aguas por todas partes. Decidí salir de la tienda y echarme a dormir bajo el porche sobre las redes de pesca. Un chucho llamado Yeti vino a abrazarme y se echó a mi lado. Apestaba a pescado.
Por la mañana, dado que seguía lloviendo, me dirigí a Holguín. Fueron las mayores lluvias que Cuba registraba en veinte años.
Holguín era mi último destino, después no había nada, se me hacía extraño. Por primera vez en muchos años no tenía nuevos viajes en mi cabeza, no había planes ni proyectos en mente. Algo había aprendido, estaba claro.
Ahora, volvería a casa.
FIN
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Hola soy Daisel la hermana de Dariel el pescador al q te refieres en tu publcacion muy bonita. Cuentame de ti mi hermano me pidio que te buscara y te escribiera para ver como ivas con tus aventuras
Que bueno!No sabes la alegría que me hace leerte!! Espero que a Dariel y a ti os vaya muy bien. Por gente como vosotros es por la que merece la pena viajar. Dile a tu hermano que ya sabe donde me tiene, para lo que necesite. Le mandé algún email pero creo que no usa mucho internet. Me encantaría saber de él. Dale un abrazo muy fuerte!!