UYUNI Y PARQUE NACIONAL EDUARDO AVEROA

De San Pedro de Atacama huí hacia Uyuni ya en Bolivia. Nos sobró el último día en Chile. Un viento huracanado que no cesó ni un minuto nos obligó a refugiarnos en la tienda. Una jornada infernal respirando arena. En coche junto a tres franceses y una chica española. Entramos al parque Eduardo Averoa. Contemplamos un paraíso que parece la luna. Montañas imponentes, lagos de todos los colores y psicodélicos geíseres de barro. La boca abierta.

Envidiosos y admirados vimos como un grupo de cuatro ciclistas también franceses se disponían a cruzar el parque y pretendían llegar hasta el salar sobre dos ruedas. Diez días de ruta. El frío nocturno, el arenoso viento y la enorme distancia hacían de la tarea algo hercúleo. Supongo que lo lograron. ¡Buena suerte chicos!

La noche la pasamos con nuestros nuevos compis con los que siempre hubo buen rollo. Pillamos un par de litronas que acompañaron una escasa ración de espaguetis.

Paul, un joven aventurero francés, proseguía su viaje a dedo desde Perú hasta Uruguay. Quinoa, una chica valenciana, huía de un trabajo que odiaba y de una ruptura sentimental. Juliette, un francesa que era pura simpatía, consiguió descifrar con las escasas pistas que pude proporcionarle el nombre del autor de la canción l’agriculteur, una canción que me perseguía desde los tiempos en que viví en Francia y que creía nunca podría volver a escuchar. El autor era Radin. Había intentado sin éxito tantas veces dar con la canción que cuando mágicamente Juliette comenzó a cantarla casi se me saltan las lágrimas.

Hasta el salar de Uyuni hicimos la denominada ruta alternativa que recorría una serie de formaciones rocosas inclasificables de nombres tan surrealistas como la copa el mundo o la vieja Italia. Especialmente recomendable el sendero que te lleva hasta la laguna escondida también conocida como laguna misteriosa. Una laguna artificial atrapada entre enormes peñascos que fue creada por los propios pobladores tras el desvío de un río. Para terminar el día la curiosidad de un hotel de sal, cumbia y reggaeton. Un par de botellas de vino hicieron más llevadera la fría noche.

La mañana siguiente comenzaba el gran día para la mayoría, aunque no para mi. Estaban entusiasmados ante la idea de ver el amanecer en el salar junto a otros doscientos guiris. Luego vendría la»apasionante» e interminable sesión de fotos, dinosaurio incluido.

Pero antes de todo eso la lié parda. Eran las cinco y cuarto de la mañana, llevábamos ya quince minutos en el cuatro por cuatro. Entonces sufrí una cuchillada en el estómago. Me di cuenta de que no llevaba conmigo la riñonera con nuestros pasaportes. La tierra se abrió bajo mis pies. Si volvíamos al hotel de sal todo el grupo se perdería el ansiado amanecer. Les iba a joder uno de los momentos estelares de sus vidas. Sudor frío. Tampoco era posible volver más tarde pues el grupo debía seguir camino a Uyuni y desde el mirador había casi una hora de vuelta hasta el hotel de sal. Qué podía hacer…

Una vez solté la bomba el guía dejo clara la situación y, de inmediato, además del opresivo silencio, comencé a sentir el odio de todo un grupo que, comprensiblemente, no podía concebir la existencia de un tipo tan sumamente gilipollas. La hora que siguió fue terrorífica. Con temor miraba al cielo a cada instante rogándole que por favor no amaneciera todavía. Regresamos al hotel de sal. Como un rayo corrí hasta la habitación y localicé la puta riñonera. Hicimos un rally por el salar, corrimos cuesta arriba durante quince minutos y, casi milagrosamente, llegamos justo a tiempo para que mis japoneses compañeros pudieran sacar todas las fotos que quisieran del inminente amanecer sobre el imponente salar. Lo peor había pasado.

El odio poco a poco se fue diluyendo. El humor y las bromas a raíz de lo ocurrido fueron ocupando su lugar. Luego comenzó una sesión de fotos que acabo siendo peor de lo que me temía. Que si ahora hacemos que salimos de una botella, que si ahora hacemos un vídeo donde nos come el dinosaurio, que si os sentáis como si estuvierais sobre la palma de mi mano, ahora sobre mi cabeza, túmbate ahí, ahora salta con una pierna, que parezca que estás cabeza abajo… en fin, todo parecía hacerles una gracia infinita. Yo, todavía con el susto en el cuerpo, disimulaba como podía con actitud sumisa.

Para cuando llegamos a la sesión de fotos con las banderitas en otra parte del salar mi paciencia había llegado al límite. Solo quería volver a viajar a mi aire, cuanto antes. Seguir perdiendo o ganando guerras. Para terminar paramos en el cementerio de trenes, una visita apocalíptica e interesante.

En Uyuni nos separamos de los maravillosos Paul y Juliette. El primero seguía camino hacia el sur, hacia la frontera de la Quiaca con Argentina. Juliette regresaba a Chile donde estudiaba.

POTOSÍ Y SUCRE

Los otros cuatro seguimos hacia Potosí en un bus vespertino. Estaba claro que no permaneceríamos demasiado tiempo juntos. La primera en huir fue Quinoa a quien la perspectiva de salir de cualquier ruta puramente turística le aterrorizaba. Su madre decía que era muy pija y joder!! qué razón tenía!! Esa misma noche cogió un autobús nocturno a la Paz con idea de estar la mañana siguiente en el lago Titicaca.

Olivia, Sweet y yo pasamos la noche en un tuburio de Potosí pero antes fuimos a conocer el centro de la ciudad. Potosí nos cautivó nada más llegar. Charlamos con toda la peña del microbús que iba hacia el centro. Estuvimos escuchando un rap improvisado en directo en la plaza veinticinco de noviembre.

Luego hicimos buenas migas con Dionisia una encantadora chica boliviana que trabajaba como pedagoga y trabajadora social para mujeres maltratadas. Pasamos la noche con ella. Nos relató en primera persona la dura realidad de Bolivia y su aterradora historia como persona que procedía de la clase más baja de la sociedad. Dionisia había podido estudiar gracias al apoyo de una hermana que había migrado a España. Su mejor amiga había estado a punto de morir de hambre pues había llegado un punto en que solo tenía pasta dental para comer.

En las estaciones de bus de Bolivia los horarios se gritan pues todavía son muchos los que no saben leer. Por las calles hay murales de colores y consignas políticas, generalmente, a favor de Evo. Sin embargo, el sur de Bolivia no es tan partidario de un Evo que tiene su principal caladero de votos en el indígena norte.

A la mañana siguiente volvimos al centro histórico de Potosí. Desayunamos unas deliciosas empanadillas tucumanas en el bar Chaplin. Bebimos leche con limón. Luego encontramos una exposición sobre el Che que, para el que no lo sepa, fue asesinado en Bolivia.

Me gusta más aprender que que me enseñen. Si algo no me interesa soy incapaz de aprenderlo. Soy extremadamente curioso pero igualmente un caso patológico de pereza mental.

El egocentrismo y el culto hacia tu persona son otros de tus grandes defectos, me dice Sweet irónicamente.

Antes de llegar a La Paz pasamos por la capital, por Sucre. Y antes, todavía en Potosí, estuvimos apoyando a las mamitas explotadas en la plaza veinticinco de noviembre.

Desde la plaza subimos a las alturas del cerro rico del cual los españoles extrajeron plata durante cientos de años. Una montaña herida de muerte. Una montaña endemoniada de la que sigue manando una leche que nunca beben los bolivianos.

El traqueteo del autobús me dificulta la escritura. Curioso que haya que bajar tanto para llegar a una de las ciudades más altas del mundo. Nubes negras sobre La Paz. Polvo cae del techo del autobús. También caen gotas de agua.

Un precioso camino desde Potosí hasta Sucre. Mas polvo sobre mi cabeza.

Un teleférico que cruza imperial el centro de La Paz. Entonces, sale el sol y todo cambia. Hemos llegado.

Agarrarse a la próxima fantasía. La realidad no es suficiente. Sabor a plástico en la boca. Barro en las manos y en los pantalones.

Españoles que reconocen a españoles.

¡Qué día más largo! Mucho tiempo para aburrirse en Coroico.

Al Che lo mataron en Bolivia por capullo. Al parecer no sabía que los campesinos bolivianos, tras la reforma agraria del cincuenta y dos, ya eran dueños de sus tierras. «La tierra para el que la trabaja» leo en alguna parte. Se dice que fue uno de esos campesinos con tierra el que denunció al Che cuando éste pasó por sus tierras junto a sus hombres. Puede que gracias a este campesino, el Che, se librara de llegar a ser Fidel Castro.

Meses después, ya en Cuba, un orgulloso cubano me contó que el asesino del Che, por circunstancias del destino, acabó siendo trasladado a Cuba para operarse e intentar evitar una inminente ceguera. Según su versión de la historia en Cuba le operaron y lograron salvarle la vista. Toda una lección moral. Cuba, ya se sabe, tierra de leyendas.

Escritos de inmolación, visiones de Neal, Nexus, antes Plexus y Sexus, elegidos para la gloria de Tom Wolfe, un ensayo de Jim Morrison que no vale un pimiento, otro sobre LSD de Hoffman, la hermandad de la uva de John Fante y los viajes de Jupiter de Ted Simmons. Estas son mis lecturas en el primer mes y medio de viaje.

En Sucre conocí a un danés que tenía 21 años. Estaba tomándose su tercer año sabático viajero antes de ir a la universidad. Dinamarca, con dos cojones, eso es un país y lo demás son tonterías.

La tengo como una banana boliviana.

La plaza de Sucre es el lugar al que hay que ir si uno quiere conocer gente. El danés se despidió deseándome suerte en mi próxima expedición a la cordillera de los frailes. Espero que no salgáis en los periódicos, me dijo antes de marcharse.

Sweet se come una banana boliviana y se parte de risa.

CORDILLERA DE LOS FRAÍLES

Los Frailes no te los puedes perder si viajas a Bolivia. La ruta la iniciamos en la iglesia de Chataquila.

Antes de empezar todos te dirán que no lo puedes hacer sin guía, que estas loco, que es muy peligroso… En fin, hay tanta gente que vive del negocio del miedo ajeno que casi no puedes fiarte de nadie. Si me hubieran dado un euro por dada vez que alguien me dijo que algo no podía hacerse y acabé haciéndolo durante estos años viajeros a estas alturas ya sería millonario.

Para llegar a la iglesia de Chataquila tuvimos que coger el autobús doce amarillo desde el centro de Sucre y negociar un autostop hasta las afueras de la ciudad.

Vómitos tuttifruti, vómitos con regusto a papaya, frutilla y maracuyá. Luego, antes de volver a vomitar tienes que probar también el tambo y sobre todo el pepino de fruta que es una deliciosa mezcla entre pepino y melón.

Conocimos a una profe, llamada Betty, que trabajaba en Carabiri, un pequeño pueblo de la cordillera. Ésta nos dio unos valiosos consejos para no perdernos por la zona.

En la iglesia de Chataquila no hay nada. O más bien solo hay un pastorcillo llamado Lionel y con él, sus vacas.

¿Sabíais que la semilla de la enredadera común tiene efectos similares al LSD solo que menos lucidos y más depresivos? Lo dice Albert Hoffman, no yo.

La ruta desde la iglesia de Chataquila comienza por un espectacular camino Inca de cinco kilómetros que baja de golpe mil quinientos metros. Acampamos pasado Chaunaca en unas antiguas ruinas con vistas imponentes de la cordillera. Hacemos un fuego y comemos bocadillos de palta (aguacate), la base de nuestra alimentación en Sudamérica.

Habíamos dejado atrás un primer puente que, atención, no hay que cruzar. A la mañana siguiente seguimos el cauce del río aproximadamente una hora y nos bañamos en unas pozas de agua cercanas al segundo puente que sí hay que cruzar. Para entonces se nos había unido un perro cojito llamado Chipi.

Tras el puente comienza la subida por el sendero de la garganta del Diablo que paso a paso nos lleva tras pasar por varias aldeas hasta Marawa. Nos encontramos con una pequeña Jalqa y su abuelo, con un agricultor, su hija y su toro.

Por  la tarde llegamos a Marawa que se asienta sobre un profundo crater. Allí en pleno corazón de los Jalqa pasamos plácidamente el resto del día. Visitamos la boca del diablo, nos metimos entre sus dientes y dejamos que nos devorara.

La leyenda dice que Chataquila y el resto de la cordillera están malditas. Al parecer un demonio que anda suelto por la zona tienda a comerse a los extraños. ¡Ni se os ocurra acampar por libre! Al parecer, aviso para navegantes, el demonio tiene predilección por los senos de las mujeres. Los condenados también vagan atormentados por estas tierras.

Aquella noche en Marawa ayudo a una anciana a acostarse en su cama en una humilde casita de piedra y cuando está dentro le apago la luz. Su nieto había construido otra bastante más confortable justo al lado en donde por un módico precio se podía pasar la noche.

A la mañana siguiente, al amanecer, tenemos la enorme fortuna de coger sobre la marcha el autobús escolar que acababa de traer al cole a algunos chavales. Nos evitamos así 4 o 5 kilómetros de dura subida hasta Niño Mayu. Ya a patita visitamos las huellas de dinosaurio. Más interesante que las mismas fue la visita a las casitas dispersas de Humaca. Allí conocimos a Francisco y Ciriaco.

Francisco estaba loco y enfermo. Solo en mitad de ninguna parte se dedicaba a llorar la muerte de su esposa y a mascar coca mientras esperaba la muerte. Ciriaco, por su parte, vendía los boletos para ver las huellas de los dinosaurios. Algunos días llegaban viajeros y otros no.

Desde las huellas, campo a través, se sube una montaña interminable. Una vez en la cima no es difícil orientarse y coger el sendero ya marcado que te lleva hasta el pueblo de Topolo. Durante el camino los colores de las montañas se vuelven psicodélicos y uno siente que por fin ha encontrado lo que andaba buscando. Primero se pasa por Chullpass y así, siempre bajando, tres horas más tarde, se llega hasta Topolo.

En Topolo vuelve la civilización y con ella el trufi que nos transporta hasta Sucre. Trece bolivianos.

En Sucre recogemos algunas de nuestras pertenencias y nos montamos en un autobús que viaja a La Paz.

Tras tres días de pura caminata estamos muertos pero decidimos posponer el descanso y continuar el senderismo empalmando la ruta de los Jalcas con la ruta del Choro por los Yungas. Una ruta que permite unir a pie La Paz con Coroico. Para ello, desde La Paz tenemos que coger otro trufi que nos lleva desde la estación de Fátima hasta La Cumbre a 4600 metros de altura.

Las apariencias engañan. Tom Wolfe solía llevar siempre una grabadora con él y muchos de los pasajes que aparecen en sus libros son transcritos literalmente de estas grabaciones. Fue también un pionero del denominado nuevo periodismo.

Llevo una semana hecho una piltrafa. Mi estómago que tan bien me había tratado durante mi primer mes y medio de viaje se ha rebelado contra el vino, el tabaco y tantísima comida de mercado.

En Sucre conocí a un inglés clavadito a Hunter S. Thompson que tenía un lío con una cholita del hostal en nos hospedamos. También recuerdo que estuve fumando una muy buena marihuana con su colega australiano, un Dostoyeski moderno que había vendido todas sus propiedades y se había puesto a viajar.

Olivia, la chica francesa, última superviviente de Uyuni, se había marchado a Cochabamba.

En Sucre hay una calle asfaltada sobre huesos humanos.

LA RUTA DEL CHORO. COROICO

A 4600 metros de altura iniciamos la ruta del Choro. Iba a ser nuestra particular ración de Yungas. El sendero se inicia con una criminal subida de trescientos y pico metros que nos pone en el límite de los cinco mil. Con un frío de cojones iniciamos el descenso. El horrible tic de mi mandíbula no hace otra cosa que empeorar. En un par de horas bajamos unos mil metros de altura y el clima mejora un poco. Empieza a aparecer la vegetación.

En ese primer tramo del Choro nos cruzamos con una francesa y una hungara que van como un avión. Media hora después atrapamos a un grupo integrado por dos argentinos, un chileno y un loco alemán. Con ellos pasamos el resto de la jornada marchando a ritmo caribeño.

Acampamos donde podemos dado que ni siquiera alcanzamos el primer campamento. Nos entretenemos cocinando y fumando porros hasta que una tormenta nos azota de manera inmisericorde. La lluvia nos da la bienvenida a los autenticos Yungas que propiamente comienza un poco antes de llegar al campamento de Challapampa. Los Yungas son una especie de selva montañosa. El eslavón perdido entre la alta montaña y la selva pura y dura. Ya por debajo de los tres mil metros el paisaje cambia radicalmente.

El segundo día es de pateo intenso. Cruzamos los campamentos de  Challapampa, Buenavista, el Choro y sobre las cuatro de la tarde llegamos al campamento de San Francisco. En este último, ya solos Sweet y yo, con nuestro proyecto de fogata, proseguimos con nuestro poco exitoso esfuerzo de asar salchichas.

En general la ruta es de claro descenso aunque tanto la subida a Buenavista como la ascensión a Bellavista (La cuesta del diablo) y luego la subida a Sandillani del último día nos dejan sin aliento. Vamos muy cargados de peso.

El último día de la ruta del Choro hasta el pueblo del Chairo lo hicimos en unas seis horas de pateada. En Sandillani, campamento de un japonés que escapó de la segunda guerra mundial y con dieciséis años se instaló en estos picos, podemos comer un rico sandwich de huevo que nos viene de perlas pues los viveres ya escasean. También podemos conocer la leyenda de este personaje japonés que falleció en dos mil catorce. Tras la muerte de nuestro protagonista el campamento fue ocupado por un par de parejas del Chairo que habían visto una magnífica oportunidad de ganarse la vida y de paso mantener el legado del solitario abuelo.

De Sandillani al pueblo del Chairo hay tres horas de caminata. Allí tienes dos opciones; o te dejas clavar los 160 bolivianos que te piden por levarte en cuatro por cuatro a Yolosita o te pateas los quince kilómetros de feo camino hasta allí. Nosotros tenemos la suerte de que un vecino nos acerca con su vehículo por tan solo cincuenta bolivianos. Una vez en Yolosita hay transporte público hasta Coroico.

Una vez en Coroico, tras seis días perdidos por el monte, era hora de morir en la cama.

Por una razón o por otra, al día siguiente, me intoxiqué con algo. Ciertamente había comido todas las guarradas que pude encontrar en los puestos callejeros. No exagero si digo que bebí un par de litros de los zumos más diversos.

Entre pitos y flautas llevo casi una semana hecho mierda. Diarrea, vómitos y, lo peor, un perpetuo reflujo que me quema las entrañas. ¿Me he hecho definitivamente viejo para todo esto?

A continuación, dos semanas sin respiro. Un perro enorme, gordo, del tamaño de un elefante. Una pausa en mitad de una interminable sesión de Reggaeton o de Cumbia. Dos semanas de maratón físico. Escribir, inconcebible.

Un perro marrón, enano, corre con gracia con su vestidito azul por las calles de aguas calientes, ya en Perú. Pero antes de eso, todavía toca escribir sobre Bolivia. Una mañana para, por fin, no hacer nada más que comer, beber, fumar y escribir.

En coroico, antes de enfermar, charlamos con las cholitas en el mercado de abastos, comemos de menú del día y nos atiborramos con más zumos del paraiso. Encontramos al argentino Gastón con su nueva chica francesa y a Julieta, la otra argentina, camino de su ganapán en el único antro de perdición de Coroico.

Sigue lloviendo cada día pero la falta de infraestructuras hace que haya constantes cortes del suministro. Uno de los lugares más lluviosos del mundo y la gente no tiene agua, vaya paradoja.

LA PAZ

La Paz  al amanecer en el autobús parece gris y triste pero entonces, algo ocurre. La ciudad desde los cielos me sobrecoge. Contaminada, deforme, monstruosa, mitológica.

Por si no lo sabías, imbécil, La Paz no es la capital de Bolivia.

Contemplo el monstruo desde arriba, a 3500 metros de altura. Muchas casas en Bolivia no están pintadas. Una amiga chilena nos explicó que mientras las dejen sin pintar se entiende que no están terminadas y no les obligan a pagar impuestos. La Paz es, pues, color ladrillo aunque por aquí y por allá, algunas fachadas verdes, rojas, blancas y hasta amarillas se empeñan en colorearla.

Niebla, polvo, humo y contaminación en la tétrica La Paz un martes cualquiera a las seis de la mañana.

Pollo Spiedo o a la Broaster en casa de otra cholita. El cholitas Wrestling es una turistada que tal vez deberíamos denunciar por machista. Yo, lógicamente, no voy.

La mejor manera de conocer La Paz es en teleférico. Cuando la lluvia te da una tregua. Un enclave que trae a tu recuerdo ciudades elegidas como Río o Jerusalén. Caos en la noche de la Paz. Un restaurante Chifa cualquiera donde, sin darme cuenta, pido por tres euros comida para un regimiento.

Pan dulce para desayunar.

Mi favorita es la linea naranja del teleférico inaugurada por el propio Evo hace escasos meses.

Son las nueve y cuarenta y ocho minutos, la hora en que Valentina debería estar en el cole.

Unos huevos bien fritos.

Más consignas a favor de Evo en cada rincón de La Paz. Evo, líder indígena, que más se puede decir.

Cenamos en un restaurante de encanto decadente cerca de la plaza San Francisco. Allí, una secta de cholitas y cholitos cantaban a Dios con ciega fe.

Días más tarde, salíamos de La Paz en bus cuando, tras una hora de viaje, ya en la parte alta de la ciudad de La Paz, Sweet se dio cuenta de que su lector se había quedado en el hostal. Nos apeamos del bus en cuanto pudimos y desde el culo del mundo buscamos la forma de llegar al teleférico más cercano. Cogemos la linea azul, luego la roja y por último la naranja que nos lleva hasta el hostal. Recuperado el lector, con la lengua fuera, tras renegociar el precio del billete, logramos salir de La Paz a la una y media de la tarde.

Sorprende la influencia de la música española, especialmente de la mala, en latinoamérica.

Guairo se llama el pan de Perú.

COPACABANA. EL LAGO TITICACA

Copacabana no está en Brasil. Cuando vas hacia allí, en el lago Titicaca, tienes que bajarte del bus, meterte en una barcaza y ver como, ya sin pasajeros, se llevan tu bus en una extraña plataforma de madera que va a la deriva quién sabe hacia donde.

Zumo de papaya. Más zumo de papaya. Noche de tormenta en Copacabana. Una chica asiática habla con su gato en la mesa de al lado del restaurante en el que nos refugiamos. Menú completo, cerveza pequeña incluida, veinte bolivianos. La lluvia comienza a caer a cántaros. El agua poco a poco comienza a filtrarse por el techo hasta convertirse en torrente. Movemos las mesas cuando comenzamos a empaparnos. A nadie la importa, estamos demasiado cautivados por el sonido de la lluvia.

A la mañana siguiente subimos a la punta de la mona para ver una panorámica completa del lugar. Peldaño a peldaño llegamos al final de la escalera y hacemos una ofrenda en el alta aimara justo en la mitad del camino hasta la cima. Arriba el lago Titicaca se nos muestra en toda su divinidad.

Ir al parque temático Uru no me motiva en absoluto.

La isla del sol solo me interesa si me dejan perderme en ella. En una barquita para guiris llegamos al gueto en que se ha convertido el sur de la isla ahora que la parte norte ha sido cerrada.

Una cholita bebe incakola.

Me traicioné mil veces y volveré a hacerlo otras mil.

Dejar de viajar un tiempo y tomar perspectiva… ¿Tiene eso sentido? Y si el barco deja de navegar… ¿Se hundirá?

La cholita de la Incakola lleva calcetines naranjas y mocasines. Sombrero redondo y marrón. Una rebeca azul clarita. Leotardos grises bajo la falda.

Justo antes de partir hacia la isla del sol encontramos al chileno del Choro al que había regalado la biografía de Ian Curtis. Venía de acampar en la isla del sol y nos recomendó hacer como él y acampar en el bosque en lo alto de la colina según llegas a la isla.

No le hacemos caso. Preferimos seguir andando algunas horas más y alejarnos todo lo que podemos de la turistada. Con sangre, sudor, lagrimas y alguna que otra discusión llegamos a una cala perdida en mitad de Eleusis. Finalmente acampamos a escasos metros de la playa que solo tiene como testigos una pequeña casa de pescadores.

El anochecer es una delicia. Degustamos una botella de vino de Arequipa que sabiamente habíamos adquirido en Copacabana. Una noche mágica, dramática en la que Sweet comprende por unos instantes que ni yo estoy tan loco ni ella tan cuerda. Damos el paso que marca la diferencia, el que te hace llegar a lugares imposibles. Prescindimos de la razón y nos dejamos llevar por nuestro instinto.

Tanto placer no podía ser bueno y ya de madrugada, bajo la intensa lluvia que amenazaba con inundar la tienda, mi lisiado estómago comenzó a resentirse tras la noche de borrachera. No estaba aún recuperado del todo de la intoxicación de Coroico. Me pasé vomitando casi toda la noche.

Más debil de cuerpo pero más fuerte de espíritu que nunca me levanté a las cinco de la mañana. Nos recreamos en un amanecer imponente que visto desde la playa te permitía contemplar gran parte de la isla.

Antes el dueño de la casita de pescadores intentó sacarnos la pasta por acampar cerca de su casa.

Fantaseamos con dirigirnos a un sur de la isla que había sido cerrado por una trifulca tribal interna fruto de la destrucción de unas habitaciones para turistas que pretendían construir los del norte junto a las ruinas de la parte sur. Pasamos gran parte del día recorriendo la vertiente sureste. Jugué al fútbol con unos chavales estupendos.

Charlé en silencio con una abuelita indigena que hacía artesanía. Me enseño la Ley del Boliviano : «No mentir, no robar y no ser flojo».

De vuelta a Copacabana, pasamos la tarde con unos vagabundos dealers argentinos. Los ojos azul intenso del líder de la manada me inquietaron. Tal vez no se diera cuenta de que esos ojos ya no eran más de este mundo. ¿Por qué siempre acabamos con este tipo de gente? me preguntó Sweet.

Drogado de opio y marihuana, casi zombi, me dispuse a cruzar la frontera con Perú.

 

FIN

 

 

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Publicado por RASKOLNIKOV

Abogado especialista en asilo. Viajero, senderista y lector

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