Eterno retorno a Tbsili para coger un tren nocturno a Sugdidi. Teníamos ganas de coger un auténtico tren soviético. Viajamos en las dos camas laterales. Había otras cuatro en el interior del vagón, más amplias y también un poco más caras. Con nosotros viajaban una Lolita alemana de culo imposible y un clon del superheroe silencioso de la peli persiguiendo a Amy.
De Sugdidi fuimos en Marsrutka hasta Mestia. La mítica senda desde allí hasta Ushguli permanecía cerrada por la nieve. Como nos encanta luchar contra molinos de viento intentamos, mochila al hombro, recorrerla de todas maneras.
Mestia es un bello pueblo medieval de montaña que se emplaza en la cordillera de Svaneti. Con su mitológicas torres de piedra, recuerda al Gondor del señor de los anillos. Se encuentra en un valle rodeado de imponentes montañas de cinco mil metros, cuyos picos permanecen nevados durante, prácticamente, todo el año.
Lucía el sol en Mestia. Las vacas parecían contentas. Subí a la parte alta del pueblo y me tumbé en un prado. Corría el agua procedente del deshielo. Empezaban a brotar los árboles, todavía secos. El sonido de los pájaros y un gallo que cantaba a lo lejos. Después de varios días por debajo de los cero grados, había llegado por fin la primavera.
De repente noté un crack en mi mandíbula. Un trozo de muela salió disparada. Un torrente de sangre comenzó a manar, tiñendo el prado de rojo. Un perro con físico de león vino a ver que me pasaba. Intenté explicárselo pero, con la mandíbula ensangrentada, apenas podía articular palabra.
Una vieja con pañuelo y bastón, jersey colorido, sandalias rosas y calcetines blancos hasta las rodillas, tendía su ropa en su castillo de piedra. A su lado, unos establos de madera, donde ya no quedaban animales. Tres gallinas amarillentas jugaban al un dos tres, escondite inglés. La vieja, en la distancia, se pone las manos por detrás de las caderas y me hace gestos amables. Probablemente quiera sexo, pienso yo.
Sigue cayendo el agua por las montañas de Svaneti. Me enjuago la sangre, y sigo caminando. La mosntañas se van cubriendo de sombras. Un cazador dispara a lo lejos.
¿Dónde estás Chulín? Te deseo suerte. Me caías bien.
Un lagarto se cuela entre las piedras de las ruinas de Mestia. un burro tira de su arado. Un perro lobo negro me mira curioso cuando paso por su casa. Ante mis ojos, las veintisiete torres de Gondor. Un niño guía con su palito a una piara de cerdos por la calle de barro en la que me he sentado a escribir. A veces, no hay que hacer nada. Solo sentarse a esperar.
Ya había escupido media muela. Cada vez que tenía algún problema dental mi lengua se obsesionaba con la zona en cuestión hasta el punto de acabar por irritarse también ésta. Era horrible. Supongo que ya era tarde para beber Borjomi. Otra vez.
La cuenta atrás y adelante se mezclaba, curiosamente, en este viaje. El final no sería feliz. Nunca lo eran. El precio a pagar era una lucha constante contra el mundo. Una lucha hasta la extenuación. Estéril y sin sentido.
Un puñal atravesó repentinamente mi cerebro en Svaneti, tierra de los svanos.
A los georgianos les faltaba iniciativa, eso seguro. El comunismo había acabado con ella.
Nos lanzamos de cabeza hacia Ushguli, la tierra prometida. Eran cuarenta y seis kilómetros de senderos imposibles. A partir de los dos mil metros todo era pura nieve. Comenzamos a subir. Las vistas eran grandiosas. tras unos kilómetros de carretera nos desviamos hacia un camino de tierra, a la derecha que debía llevarnos a Tsivirmi. Una bella pradera donde, al parecer, construían un camping para turistas.
Pocos kilómetros más tarde, comenzó a hacerse presente la nieve. Luego, cada paso comenzó a hacerse más complicado. Seguimos. Llegado un punto solo podíamos avanzar a cuatro patas pues la nieve se hundía más de un metro de profundidad si caminabas. El ritmo se ralentizó en exceso, avanzábamos a un kilómetro la hora.
Si caía la noche antes de que hubiéramos abandonado las proximidades de la cima, situada a dos mil cuatrocientos metros, con temperaturas nocturnas de entre menos cinco y menos diez, nuestra propia supervivencia estaría en riesgo. Polansky, más fuerte físicamente que yo, tal vez pudiera haberlo logrado. Su paso era algo más rápido. Sin embargo,a pesar de lo que pueda parecer, no eramos conquistadores de lo inútil y llegamos a la sabia conclusión de que ésta no era la ocasión propicia para llegar hasta Ushguli. Si no llegábamos con nuestros propios pies, no llegaríamos. Quizá volveríamos algún día.
La guinda del pastel la puso la caminata por el glaciar Choladi. para llegar hasta allí había que recorrer primero nueve kilómetros hasta llegar a un manantial situado en uno de los valles contiguos a Mestia. Una vez allí, te introducías en un bosque de abetos que transcurría paralelo a un río. Tres o cuatro kilómetros más tarde, llegamos al glaciar.
La panorámica del valle era espectacular. Más sobrecogedora aún por los constantes desprendimientos de tierra y pequeños aludes de nieve. Desde arriba, una pena, no se podía contemplar en plenitud, un glaciar, que se veía casi mejor, en la distancia. La subida, no obstante, valía mucho la pena. lo mejor fue que tras la subida nos deslizamos a toda velocidad colina abajo y pudimos desandar todo lo andado en apenas unos minutos.
Salir de Svaneti no resultó fácil. Como perdimos el bus de las ocho por parásitos, la cosa se complicó. Nuestros intentos de hacer autostop sin éxito durante horas acabaron cuando una providencial Marsrutka nos llevó hasta Sugdidi.
No era verdad que los verdaderos amigos lo fueran para siempre. Tan solo era otro de esos lugares comunes en los que refugiarse si querías encontrarle un sentido a una vida que, probablemente, no lo tenía. De repente, comenzó a sonar de fondo Jacques Brel.
La policía detuvo nuestra marsrutka. Pensaba que iban a multar a los taxistas piratas. El policía se sentó a nuestro lado y seguimos viaje. Quería vomitar con tanta curva. Me negaba a dejar de escribir.
A partir de ahora, pensé, solo daría consejo a aquelos que se comprometieran a seguirlos.
En Mestia había probado uno de los panes más exquisitos de toda mi vida. La comida georgiana, por lo demás, pasó con un aprobado raspado.
Polansky roncaba cada día más fuerte. Son extraños nuestros sueños. Tarde o temprano tenemos que matar al padre. Y después de un día, viene otro. Como si la realidad fuera también, un sueño.
La belleza de Georgia comenzaba a rozar la obscenidad. Y yo, con tanta curva, no quería acabar potando sobre tanta belleza. Quizá, la fealdad, estuviera infravalorada.
Más caballos salvajes.
Polansky decía que era complicado extraer información de los georgianos incluso en las cuestiones aparentemente más mundanas. Él lo atribuía no solo a la histórica desconfianza que subyacía en el inconsciente colectivo soviético sino a una falta de curiosidad generalizada. Según decía, había un viejo refrán ruso que dice que cuánto menos sabes, más profundo duermes. Una pequeña parte de esa filosofía, tal vez, sin darse cuenta, la tenía interiorizada el propio Polansky.
Polansky, como gran parte de sus coetáneos, era un adicto a las nuevas tecnologías. Para Polansky, como para muchos otros millenials, la vida virtual era tan importante como la real. Reconocía que pasaba entre ocho y diez horas delante de una pantallita. La adicción se reflejaba en las cuestiones más diversas. La vida real, para él, pasaba demasiado lenta. Le costaba mantener la atención. Hiciera lo que hiciera en su vida real, precisaba que quedara reflejado, inmediatamente, en su vida virtual. Amaba el postureo.
Una de las consecuencias más devastadoras que tenía la plaga tecnológica era la imposibilidad de disfrutar en plenitud de un viaje, un libro, un día en la playa o una charla con los amigos. Siempre teníamos a un intruso móvil que se colaba en los mejores momentos de nuestras vidas. Un impostor que nos separaba de nosotros mismos y de la gente que nos rodeaba.
La historia, que no la story, se complicaba, al regirse mucha de la gente a la que Polansky quería impresionar, por los mismos criterios. La superficialidad, la vanalización de las relaciones humanas, el egotismo, la dictadura de lo políticamente correcto o «el respeto» a una supuesta diversidad e igualdad, se habían convertido en dogmas para toda una generación.
No me quedaba otra que poner el dedo en la llaga, por muy odioso e injusto que ello me resultara.
La diferencia entre Polansky y muchos otros millenials era que él, al menos, ya estaba tomando conciencia. Afortunadamente, era un ser con gran apertura mental y capacidad de autocrítica. Como todo adicto, vivía en el autoengaño y sufría recaídas periódicas. La pregunta que nos hacíamos todos en el fondo era si de esta adicción colectiva, en el mundo en el que vivíamos, era posible salir.