Batumi. Playas de Georgia. Por libre. En solitario. Diario de viaje Batumi.
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Batumi

Eran las siete de la mañana y hacía tiempo que había amanecido en Batumi. Todo seguía dormido, cerrado.

A Batumi llegamos desde Sugdidi la tarde anterior. La primera impresión fue positiva. Para llegar a Batumi atravesamos una impactante lengua de tierra a la altura de Poti y disfrutamos de una verde y arbolada costa que potenciaba la idea de que Georgia, más que un país, era un gran parque natural.

Caminamos por el paseo marítimo durante kilómetros. Un inmenso parque al borde de una playa de piedras. Unos pescadores que pescan con hilo y una extraña técnica que soy incapaz de describir. Turistas rusos que beben vino rosado tapados bajo una manta, tras la puesta de sol. Unos cachorritos que intentan seguir mamando de las tetas de una madre, que ya no dan más leche.

Al final de paseo marítimo de Batumi, encuentras la ciudad nueva. Rascacielos monstruosos y coloridos. Diseños futuristas hijos de una época. Batumi siempre ocupó, junto a Sujumi, un lugar importante en el imaginario colectivo soviético. No parecía dispuesta a perder su estatus.

Nos fuimos a comer a un Macdonalds. La noche la pasamos en un hotelito del casco histórico.

Cuando me desperté, de madrugada, no pude resistir la tentación de pasear a solas. A las seis de la mañana, era un fantasma que vagaba por las calles de Batumi. Los coches habían desaparecido y las cafetería estaban aún lejos de abrir.

Esa mañana comencé a amar Batumi. Me senté en las escaleras de un portal cualquiera y me puse a observar. Se me acercó un pequeño cachorro de husky siberiano. Al parecer, lo había adoptado una vieja señora que regenta el hotel Batumi Home. Justo enfrente, contemplaba unos graffity maravillosos.

En Kutanisi street busqué una terraza soleada donde tomar café. En una esquina, charlé con unos chavales que regresaban de fiesta. Sus mandíbulas no podían ocultar el consumo de cocaína. Me dijeron nerviosos que los sábados, en Batumi, los cafés abren a las nueve.

No me quedó otra que meterme en una misa ortodoxa que se celebraba en el patio de la iglesia justo enfrente del número veintitrés de la calle Gamsakhurda. Se escuchaba a través de un altavoz situado en el mismo patio. Eran rezos rápidos y constantes, sin interrupciones, que te metían fácilmente en trance hasta que por fin, llegaba el silencio. Muchos de los presentes portaban túnicas rojas. Iban con barba y pelo largo.

Una voz de mujer irrumpió en la oración. Me introduje dentro del templo. Los fieles permanecían de pie moviendo sus labios a gran velocidad. Me presigné como era de rigor. Las señoras lucían pañuelos coloridos en sus cabezas y se arrodillaban ante el altar. La velocidad de los rezos no dejaba de aumentar. Repetición y más repetición. Era imposible no contagiarse de la atmósfera.

Bellos murales en excelente estado de conservación. Una bella georgiana se puso en cuclillas en actitud de recogimiento.

La escritura georgiana era la más hermosa del mundo.

Entró un monaguillo con túnica azul. Detrás de él, los dos adolescentes encocados. Y entonces, ya todos en pie, empezamos a cantar con todas nuestras fuerzas. No dejaba de sorprenderme, pensé, la ilimitada capacidad del ser humano de organizarse en torno a mitos.

Una bella puesta de sol en Batumi. Eso era, para mí, la vida.

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