Viaje mochilero Kirguistán
Casi por inercia viajé a Kirguistán en abril de dos mil dieciocho. Algún loco me lo propuso y no supe decir que no.
Por entonces pensaba que me habría ahorrado muchos sinsabores si desde pequeño me hubieran dicho la verdad. La culpa supongo que, como siempre, era de los otros. Mi carcel eran los demás. Ellos hacían de espejo de mis miserias. Había aprendido que la vida no tenía sentido.
Mis días en Kirguistán se volvieron una montaña rusa. En un mismo día pasaba de la euforia más irracional al desasosiego más profundo. Me costaba dormir. Necesitaba destruirme físicamente para que mi cerebro me diera una tregua. Eran noches largas en una yurta para turistas. Noches bajo pesadas mantas en las que volaba desde el cielo hasta el infierno. Ya no temía la muerte, temía a la vida.
Incomprensión y soledad mientras seguía rodeado de gente. Amigos que huían de todo aquello que no fuera banal y que preferían refugiarse en Netflix incluso durante las largas noches de acampada en Karakol. Una sociedad en la que mentar a Nietzche o Shopenhauer se había vuelto un síntoma de debilidad y pedantería. Era mejor ser como los demás, no salirse del rebaño, formar parte de la manada, respetar la verdad oficial y tomar partido. Un mundo de blancos y negros también en Bishkek (Kirguistán).
Ella ya no me importaba. El dolor que me causaba era demasiado intenso. Tampoco sabía siquiera de que «ella» hablaba. Era sólo una estupidez carente de contexto para todo aquel que no estuviera dentro de mi mente. Sin embargo, a lo largo de mis relatos había ido dejando pistas. Quizas un ávido lector pudiera llegar a encajar el puzzle, pero a nadie le importaba.
Yo seguía en mi catarsis, expulsando los demonios que se habían empeñado en colarse en mi cabeza y en mi corazón. Una etapa había terminado y no había tenido los cojones de aceptarlo. Ahora sufría las consecuencias de mi inacción y en el futuro me vería condenado a la melancolía. Nunca supe aceptar el fracaso. Era más de autoengañarme. Ruín y miserable, sólo fuera de mí lograba hallar un fugaz consuelo.
Amanecía en Kirguistán y ya no me quedaban lugares a donde ir ni razón para hacerlo. Sin embargo, por alguna razón, seguía viajando.
Y es que te querría decir tantas cosas…y supongo que lo haré, cuando llegue el momento. O tal vez no. Pensaba que me gustaría conocerte mejor, descubrir lo maravillosa que eres, aprender de ti, que me contaras hasta los más pequeños detalles que pasaran por tu cabeza. Explorar tu cuerpo, que me ayudaras a ser mejor, a salir de mi mismo, a volver a amar el mundo como lo hice una vez. Me gustaría conocer África contigo, leer juntos en Archidona al calor de la chimenea. Desearía que cambiáramos nuestro pequeño mundo una vez más, juntos. Pero me daba miedo que todo hubiera sido una ilusión.
Pequeños fragmentos inconexos para un corazón roto.
Viajábamos cuatro. Dos compañeros de trabajo; Jamal y Bouslam, luego Miguel Ángel, viajero al que conocí en Etiopía y este humilde escribidor. En el aeropuerto de Bishkek se nos unió Boabdil, un bizarro francés de origen argelino.
La entrada a Kirguistán fue apoteósica. Los caballos cruzaban las autovías como si tal cosa. Ellos, como yo, no estaban dispuestos a someterse al mundo que les había tocado vivir. Kirguistan era el país de los caballos, no el de los coches.
«No creo en la Nivea», le respondí a Boabdil en una de nuestras primeras y surrealistas conversaciones que se convirtieron en tónica habitual durante todo el viaje.
En Bishkek dormimos en el hostal Apel, refugio de excursionistas recién llegados al país. Viajar a cinco se me antojaba complicado. En la práctica, con las lógicas limitaciones, se nos dio bastante bien.
Boabdil se demostró un gran fichaje a pesar de que no podía evitar tirarse constantes pedos. Siempre de buen humor, Boabdil era un tipo interesante. Gran aficionado a Tinder era conocido en su barrio de Vichy en Francia con el pseudónimo de Next pues el muy incauto se había presentado a un programa de citas en televisión y la chica que pretendía conquistar no le dio la más mínima oportunidad pronunciando inmediatamente la palabra que daba nombre al programa y que luego se convertiría en su apodo.
Tal vez fuera que el amor nos volvía personas irracionales. Hace menos de un día que escribí cosas que hoy día parecían el fruto de una mente perturbada. Pero claro, se me olvidaba, esto era corriente de conciencia y no podía ser responsable de todo aquello que escribía. No negaré que pensaba cosas diferentes cada cinco minutos.
Estaba desarrollando una técnica de asentimiento que en muchos casos me hacía parecer normal. Lamentablemente me encontraba dentro de un bucle del que no podía salir. Un bucle de infelicidad que rozaba la locura.
Cenamos en un restaurante tradicional kirgui a base de pinchitos de carne y costilla. Cerveza Bática y vodka tampoco faltaron a pesar de que la mitad de los comensales eran musulmanes.
Empecé a leer la niña perdida, última novela de la famosa tetralogía de Elena Ferrante, que recomiendo encarecidamente.
Jamal, mi compañero de viajes de Perú y Nepal seguía siendo, como siempre, un misterio para mí. Un tipo único e irrepetible, listo «de cojones», que se encerraba en su bunker protegido con una coraza que impedía cualquier intimidad real con él. Había que conformarse con lo jocoso y lo sexual, tampoco estaba mal. Jamaal!! cabróóón!! Saluda al campeón!!
Bouslam era un tipo serio y razonable. Adaptable aunque firme en sus convicciones. Otra persona a la que adoraba y que no conocía del todo. Tanto Jamal como Bouslam huían de las conversaciones estériles sobre todo si versaban de política o tocaban temas escabrosos. Una pena. La correción política había matado al Rock and Roll.
Comenzó a levantarse aire poco antes de la puesta de sol en las llanuras que rodeaban las montañas de Kochkar. Hacía frío aunque ya estábamos en mayo. Las montañas de más de tres mil metros seguían cubiertas de nieve. El paisaje era, como siempre, sobrecogedor.
Nos dirigimos a Karakol desde Bishkek por la parte norte del lago Issyk Kul. Aunque hicimos noche allí, seguimos camino, la mañana siguiente. Llegamos a Yirgalan. Allí los americanos de USAID habían iniciado un proyecto que pretendía poner las bases para un futuro de ecoturismo responsable en la zona.
Miguel Ángel, quince años mayor que el resto, aunque en una forma envidiable para su edad, demostraba estar un escalón físico por debajo del resto. Bouslam y Jamal estaban en otra galaxia y por supuesto, siempre iban en cabeza.
El primer día hicimos una ruta circular hasta un pequeño lago helado. La nieve se empeñaba en no dejarnos seguir hasta que finalmente se salió con la suya no sin antes provocar unas cuantas caidas cómicas y empaparnos completamente.
Volvimos a Yirgalan y seguimos el curso del río que cruzaba la localidad. Un par de kilómetros más tarde decidimos acampar. La tormenta se avecinaba. No pensábamos, sin embargo, que nos esperara la nevada madre de todas las nevadas. Las tiendas no resistieron y la noche se tornó infernal. El agua helada comenzó a entrar por todas partes. El problema se agravó como consecuencia de la presencia de Boabdil con el que, lógicamente, no contábamos. Al final tuvimos que meternos tres en una tienda de campaña pensada a duras penas para dos.
Todo pasa, y también pasó aquella noche. El trauma, sin embargo, en un grupo viajero, aunque no tanto, se hizo sentir. Desde ese día decidieron que no querían acampar más. Según ellos hacía demasiado frío y las casas de familia tan baratas, junto a la existencia de numerosas yurtas, lo hacían del todo innecesario. Por mi parte, ok a todo.
A veces pienso que podría ser ese uno entre un millón. Luego salgo de la ensoñaciòn y descubro que no lo soy. Imagino vivir esa maravillosa mentira que no vivo. Y luego recuerdo que como decía el uruguayo «para perder hay que ganar y para ganar hay que perder». Siempre me pudo el miedo. Bueno, casi siempre.
En mi relación, me daba cuenta, hacía tiempo que vivía una gran mentira. El oro se había convertido en mierda. Como en el resto de cosas importantes de mi vida, había decidido seguir adelante. Sin destino, sin objetivo, seguía por seguir.
El segundo día en Yirgalan subimos por uno de los valles que había detrás del pueblo hasta alcanzar unas estupendas vistas de toda la región.
Boabdil y Jamal se rajaron el último día en Yirgalan y decidieron volver a dormir a Karakol a las once de la mañana. Miguel Ángel, Bouslam y yo nos la pasamos andando gran parte del día. Nos acompañaron dos perros del pueblo. De regreso, encontramos a un minero que, algo borracho, se prestó a enseñarnos la cercana mina de carbón. Luego volvió al camión abandonado en el que bebía junto a otros mineros.
El viento azota fuerte este cuaderno mientras escribo ya ahora en el Valle de Son Kol.
Una vez en Karakol, la encantadora recepcionista nos hizo una pequeña visita guiada por las zonas más emblemáticas del pueblo, mezquita incluida.
Ni cortos ni perezosos, a la mañana siguiente, iniciamos otra ruta de un par de días por el valle de Alty Arashan, a media hora escasa de Karakol. La misma resultó ser espectacular. Tras la subida, como guinda al pastel, nos refugiamos en uno de los numerosos baños termales. Cuatro supervivientes a remojo. Miguel Ángel había decidido quedarse a descansar en Karakol.
Este relato sería gris, estaba claro, pues de ese color era mi vida en ese momento.
El viento seguía azotando mi cuaderno en las alturas del valle de Son kol. Fue entoncés cuando llegó Boabdil. ¡No llores como mujer lo que no has sabido defender como hombre! le dije. No me saludó, se limitó a tirarse un sonoro «cuesco» al pasar a mi lado.
Y es que para ser desgraciado a veces solo bastaba con creer estar enamorado.
De la caminata de Alty Arashan nos fascinó especialmente la segunda etapa que compartimos con Hugo, el franchute de perilla imposible. Hugo también había caminado por Huayhuash (Perú), una mis pateadas favoritas.
Caía la nieve sobre el valle de Son Kol aunque aún no estábamos allí.
Todavía en Alty Arashan la nieve de principios de mayo nos impidió llegar hasta el gran lago. Es posible que de haber ido solo hubiera intentado llegar hasta él. El hecho de que hubiera tramos donde se decía que la nieve llegaba hasta las rodillas desanimó a mis compañeros de vocación algo menos masoquista que la mía. En cualquier caso, una vez aceptado un viaje a cinco, sabía de sobra que el margen de aventura sería entre limitado y nulo. No era una queja, muy al contrario, me sobraba tiempo para ser asocial y de hecho, en el fondo, no me vino nada mal en esta ocasión viajar en grupo para variar. Un perro verde también necesita de la manada.
Sigo escribiendo ahora desde una yurta superpoblada en las alturas el Valle de Son Kol. Habitualmente escribo en soledad por lo que se me hace raro escribir en una yurta atestada de gente. Escribo a oscuras mientras sigue cayendo la nieve.
Supongo que al final uno escribe para no olvidar. Para aferrarse al recuerdó de aquello que vivió y evitar que sus experiencias se acaben perdiendo en el vacío que acaba por envolverlo todo.
Una vez terminada la tetralogía de Elena Ferrante, la autobiografía de Patty Smith no se me antoja un sustitutivo suficiente para llenar las horas muertas que me quedan aún por delante en Kirguistán.
Decían de Henry Miller que, sobre todo, era un gran orador.
Para regresar a Karakol tuvimos que dejarnos la piel. Ese día recorrimos un total de 32 kilómetros primero hacia arriba y luego hacia abajo. Las marmotas huían despavoridas a nuestro paso.
Y por fin tocaba viajar de verdad hasta Son Kol, el paraiso de los caballos. Son Kol, nos dijeron, era como el resto de Kirguistán aunque más seco, más alto y más salvaje. Se encontraba a unas siete horas de Karakol, vía Bastycha y Korchor. En esta última localidad paramos a dormir.
Pocas veces había sentido tal confusión. Hacía tiempo que había iniciado un camino de no retorno. Aún así, como siempre, intenté fingir que no ocurría nada. No sabía sobrevivir de otra manera.
Salí a dar una vuelta por Kochkor. Estuve jugando con unos niños en la plaza del tanque ruso. Un chaval se empeñaba en recitar todas las capitales del mundo. Un borracho me pidió que le invitara a un helado. También invité a los niños. Me dirigí hacia las afueras donde las nuevas autoconstrucciones de adobe y ladrillo proliferaban como setas. Las montañas seguían presidiéndolo todo.
Debía recuperar el tiempo perdido aunque fuera demasiado tarde.
Fuimos a cenar Kurdak junto a Amat el jovial muchacho recien casado que nos gestionaría el alquiler de los caballos.
La experiencia de montar a caballo en Son Kol fue dolorosa y apasionante a partes iguales. Mi caballo, Toro, era un vago redomado y hasta que no aprendí que sólo me entendería a palos el muy cabrón se dedicó a holgazanear y a zampar sin parar. Tras un par de días comencé a manejarme correctamente sobre el caballo e incluso protagonice un par de cabalgadas eufóricas que a punto estuvieron de costarme una caída. Mi rabadilla no volvería a ser lo que era. Las rodillas sufrientes por unas bridas demasiado cortas me obligaron a poner pie a tierra y tuve continuar la marcha a pie durante algunos kilómetros.
Hicimos una ruta de un par de días hasta el lago grande que en mayo seguía aún helado. Vistas espectaculares. Dormimos en una yurta.
En mitad de otra ensoñación me preguntaba, ¿Sería posible que aquella diosa que idolatraba en ese lugar clandestino se hubiera convertido ahora en mortal? ¿Seguro que era la misma que se empeñaba en ligar conmigo algunos años más tarde? ¿Cometería un sacrilegio con esa divinidad? ¿O es que ni siquiera me interesaban ya las diosas?
En Son Kol había manadas con cientos, tal vez miles de caballos. Corrían libres por las verdes praderas. Un entorno virgen aún, duro y hostil.
Antes nos llevabamos bien. Ahora, no lo sé. ¿Qué dices tú? Tal vez lo dioses se han vuelto terrenales para ti también. ¿Los prefieres así?
Cuando cayó la noche en Son Kol comenzó a nevar. Los campos se cubrieron de un blanco irreal.
A la mañana siguiente trotamos sobre la nieve y ascendimos montañas que no llevaban a ninguna parte. Sobre un caballo siempre era mejor subir que bajar. Al menos eso opinaba mi culo.
Estos cuadernos se han vuelto mis únicos confidentes ahora que he perdido la fe en la raza humana.
La vida solo se puede vivir hacia adelante.
Siempre supe que acabaría mal. Me sigo sintiendo diferente y en el fondo aislado del resto de personas que me rodean. No logro alejarme de una autodestrucción que está en mi ADN. ¿Será esto al final tan solo una profecía autocumplida?
No estamos siempre igual me dijo una persona a la que ya no importo. Y tú, te pregunto, ¿eres más de Shopenhauer o de Nietzche?
Al final de la jornada, de vuelta al pueblo, comimos un rico arroz con verduras y carne que sabía a campo en la casita de nuestro guía. La pequeña de la familia miraba curiosa a los hombres y les servía té. Su madre permanecía en la cocina. Un bebé rodaba por el suelo. Una hermosa familia que parecía feliz.
Nuestro guía adoraba jugar al piedra, papel o tijera. Le encantaba apostar. El que perdía recibía un golpecito en la oreja. Ya decía Galeano que tenemos que aprender a ganar y a perder. Tal vez tenga que trabajar en esto. Y, claro, no me refiero ahora al juego de nuestro simpático guía.
En coche regresamos al atardecer hacia Bishkek. La mayoría prefería viajar en avión desde allí hasta Osh, al sur del país. Llegamos a Bishkek cuando ya había anochecido.
Osh ha sido mi ciudad favorita de este viaje. Con un ambiente islamista más marcado y tradicional en Osh abundaban los parques y las mezquitas. La atmosfera relajada, casi perezosa, invitaba a abandonarse a los placeres más mundanos. Así pues, tirarse en un parque, beber una cerveza, disfrutar de un helado o comer un pinchito fue todo lo que hice. Aproveché para desmarcarme del grupo durante unas horas. Necesitaba andar a mi aire.
La carne, el pan y la cerveza son excelentes en Kirguistán. Esa misma mañana habíamos desayunado unas empanadas de carne y patata deliciosas aderezadas con una salsa de tomate picante y un kefir exquisito.
A la gente de Kirguistán le encantan los turistas pues no están acostumbrados a ellos y son de naturaleza hospitalaria. Los kirguis son tranquilos, divertidos y silenciosos. La música no es tan detestable como en otros países y aún conserva ciertos rasgos étnicos y tradicionales que la hacen más que soportable.
En Kirguistán todos los niños, sin excepción, tienen cara de pan. Se dice que en el sur los rasgos asiáticos son menos marcados aunque no ha sido esa mi impresión. Sin embargo, la presencia uzbeca se hace notar siendo estos casi el cincuenta por ciento de la población. Los Kirguis prefieren, claro, a los kazajos, aliados históricos de estos frente a los uzbecos.
En el parque principal de Osh montan ferias donde predominan los cacharritos y los tenderetes para disparar con escopeta de plomos. Fuera del meollo está el bosque. Nadie cuida los parques y la naturaleza, simplemente, se abre camino. Allí, las parejas tienen infinitas posibilidades de esconderse para achucharse un poco. A mí me encantan los parques así, salvajes.
Menos de cinco euros un alojamiento compartido, algo menos de un euro un rico desayuno, helados a veinte céntimos, Kirguistán es un país realmente barato para viajar. Ni siquiera se ha inventado aún el concepto «precio para turista».
La gente por aquí admira a Putin. Eso sí, afirman, los rusos a lo suyo.
Ojala pudiera volver a empezar… ¿Seguro?
Un pastor grita a sus ovejas en mitad de las montañas del Pamir.
Doy una vuelta por el Bazar de Osh. Luego quedamos con unos chavales para jugar al futbol. Mi instinto goleador sigue intacto. Todo lo demás ha desaparecido. Acabo lesionado. Al final sólo deseo que llegue la paz de la noche e irme de este mundo.
Más pinchitos de carne. Más kefir. Probamos una especie de horchata de color marrón con algo de alcohol que sabe a rayos. Es el nueve de mayo y se celebra la victoria de los rusos frente a los nazis. En la plaza Lenina se representan los combates por todo lo alto. Danzas populares, gorros uzbecos, disparos, gritos, música y algunos discursos patrióticos. Muchas fotografías, niños y familias. Una larga conversación con Bouslam en la que concluimos que pensar demasiado puede volverte loco.
El pastor de las montañas baja para cuidar de su rebaño… ¿Será Zaratustra?
Por la noche nos vamos de discoteca. Hasta empiezan a gustarnos las kirguis. Boabdil es el rey de la pista.
En el Osh football Club juegan dos negros.. Uno de Ghana y otro de Nigeria.
Miguel Ángel lo tiene claro. Kirguistán es una gran llanura rodeada de tremendas montañas. Aquí no hay lugar para las colinas. A las grandes montañas nos dirigimos.
Llegar hasta Sary Tash no resulta sencillo. Acabamos recurriendo a una marshrutka que nos lleva hasta las faldas del pico Lenin por apenas seis euros y dos horas y media de viaje. Más marmotas y prados infinitos.
Mi cabeza empieza poco a poco a regresar a España. Volver para partir de nuevo. O, quién sabe, tal vez, esta vez sea diferente.
Follar en un autobús es muy complicado, lo digo por experiencia.
Jamal es como mi caballo de Son Kol, Toro. O le das fuerte y estás siempre encima o se niega en rotundo a seguir hacia delante. Este viaje está remolón. Ahora ha decidido quedarse en el hotel viendo sus programas favoritos de Netflix. Eso, o es que piensa irse de putas a la chita callando.
Boabdil nos abandona. Volverá a Bishkek por carretera. Nosotros lo haremos en avión.
Escuchar. Silenciar mis incendiarias opiniones. Aprender a formar parte de la manada.
El viento sopla fuerte en el Pamir. El cielo azul, la tierra verde, las montañas blancas. Un tiempo detenido. La noche está cerca. La dulce muerte que todo lo cura.
Ser tu amigo y borrarte de mi cabeza.
¿Podemos cambiar? ¿Podemos vivir la vida de otra manera?
Esta escapada al Pamir nos ha servido más bien para abrir boca. Ya empiezo a soñar con un viaje en bicicleta por la Pamir road. Las aguas verdosas de un riachuelo procedente del norte desembocan en el más caudaloso Gudnak de aguas marrones que baila tranquilo a las faldas de pico Lenin. Unas construcciones esféricas se sitúan al otro lado del río aún más cerca del pico. Aguas congeladas que siguen esperando el deshielo. El viento levanta olas de polvo. El sol comienza a ponerse. Unos Yacks regresan tranquilos al pueblo. Las nubes humean sobre las cumbres del Pamir. Enormes boñigas de vaca. Matorrales secos recuerdan con tristeza el final de un largo invierno. Cuatro ciclistas suben la penúltima carretera hacia el cielo.
¿Y si esto fuera todo lo que hay entre el horror y yo?
Aplasto un minúsculo mosquito sobre mi cuaderno sufriente que todo lo aguanta.
El aire cada vez más frío por encima de los tres mil metros.
Y entre tanta mentira…¿Dónde está la verdad?
Me dirijo solo de vuelta a Sary Tash. Paso cansado. Sin explicación me decido a besar a una chica en la boca. Seguimos luego ambos nuestro camino, como si nada.
El arte se había convertido, de repente, en un concurso de popularidad. Un culto a la personalidad. Pero la realidad era que el arte eran pocos los que lo comprendían. Eso, si es que había algo que entender.
Mi vida era una sucesión de fracasos. El nihilismo era también una forma de suicidio. Me había convencido a seguir intentando lo que fuera, menos el suicidio. Eso, e intentar superar mis miedos.
Escribir sin ningún filtro. Eyacular palabrar sobre un cuaderno en blanco.
¿Que tenía que ver el erotismo con el amor?
En el arte uno debía matar a su padre.
Me preguntaba si por fin se irían esos hijos de puta. Si me dejarían solo estos bastardos. Su patetismo me deprimía. No era un caballero. Estaba lleno de rabia y agonía.
Una mujer niña.
Era necesario destrozar la realidad.
No podía soportar su mediocridad pero que fuera talentosa, eso, sería aún peor.
Un día que pases sin reir es un día perdido.
Cada frase categórica es una razón para vomitar.
Picasso nunca criticó ni denunció a Stalin. Incluso realizo un dibujo homenajeándolo cuando falleció. Picasso fue, sencillamente, indiferente al terror del gobierno de Stalin.
Crear era una forma de luchar contra la vejez.
Un complejo de superioridad dentro de un complejo de inferioridad. Un enorme ego que no me permitía rendirme ante nada ni ante nadie. Un ego que me servía para vivir sufriendo y que me había ayudado a lograr las pocas cosas que había conseguido. En el fondo era un triunfador y lo sabía. Y es que todos aquellos a los que admiraba habían luchado contra la muerte y, como yo, habían perdido.
Mi último día en Osh decidí ir a la piscina.
Una lucha constante entre lo hermoso y lo horrible. Una decisión que ya no puedo aplazar. Lo secundario se ha convertido en lo principal y se abre paso la locura. La contradicción de la vida moderna en un cuaderno sufriente que, comono digo, todo lo aguanta.
¿Quién no tiene razones de sobra para quitarse la vida?
Harto de tanta racionalidad.
Las cosas están bien hechas solo si las hago yo.
Ya no tenía nada más que contar, el viaje ya había acabado. Tampoco tenía nada mejor para ocupar mi tiempo. Siempre me decía lo mismo. Quién sabe, tal vez, si seguía escribiendo, sin saber cómo, llegara a alguna parte. Quizá, pensaba, se me ocurriera algo interesante. Ya se sabe, la inspiración debe pillarte trabajando.
En el fondo, intuía, era más una terapia que otra cosa. Una forma de seguir un minuto más con vida, que diría Kapucinskiy. Hacia fuera y hacía dentro, mediocridad era lo que encontraba. Seguro que la gente brillante existía aunque yo no la conociera.
Una hamburguesa difícil de clasificar en el restaurante Borzok de Osh. Pensaba que al menos la carne sería buena. Le pusieron una salsa rosa que nunca supe que diablos era.
Definitivamente había llegado el momento de parar de viajar por un tiempo. Viajar se había convertido en una forma de huir, en un automatismo y eso hacía que mi pasión perdiera por completo su sentido. Pero, sin mi pasión…¿A qué podría agarrarme? ¿Me vería obligado entonces a huir, a vagar para siempre?
La propaganda es a la democracia lo que la porra es al estado totalitario.
Por azar me encontré con Jamal y Bouslam en el Mausoleo de Osh. Hacía un calor terrible. La impresionante panorámica de la ciudad me dejó indiferente. A cada linea reescribía la realidad.
Al final me decidí a ir con ellos a la mezquita. Allí, Bouslam me enseño todo el ritual de purificación de los musulmanes. Lavado de cara (tres veces), manos y brazos (tres veces), nariz (tres veces), orejas (una vez) y cabeza (una vez). Luego nos lavamos los pies. No recordaba lo agradables que eran las mezquitas. Tirado en la moqueta escribí estas lineas. Tal vez en mi vida faltaba algo de espiritualidad.
Allí, en la mezquita, por alguna extraña razón, me sentí reconfortado. Estaba claro que necesitaba cambiar algo para poder seguir adelante.
FIN
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