Viaje mochilero Colombia. En solitario. Por libre. Relato de viaje Colombia.
Viaje de aventura por Colombia. En dolitario. Relato de viaje con mi tienda de campaña. Selvas, playas, montañas y desiertos. Diario de viaje Colombia. Backpacker Colombia.
Sierra Nevada, Colombia, Cartagena, Coguis, Palomino, Mayapo, Cabo de la Vela, Punta Gallinas, Medellín, Valldupar
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COLOMBIA. RELATO COMPLETO

 

¡Guau! ¡Guau! ¡Guau!! gritaba en la noche de Santa Rosa. A lo lejos se veían las luces de Leticia al otro lado de la frontera colombiana. Todavía en Perú di al dolor todo lo que tenía, una lagrima. Y yací allí envuelto en la luz menguante del mundo. Un personaje solitario, condenado al caos, encadenado a un destino de ruina y de perdida. Un día comenzaría a oler mal. Tal vez entonces me encontrarían.

Pero en el fondo era como si hubiera muerto y renacido. Todo lo pasado vivía ahora en un mundo legendario. El propio mundo se había convertido en una fantasía. Por unos instantes nada parecía ya duro, ni violento, ni áspero, ni nuevo. Una vasta música etérea, para siempre débil y remota, interpretaba un mundo ya olvidado. Había conocido el nacimiento. Había conocido el dolor y el amor. El único sonido real en mi corazón, entre tanto ruido y música barata, era el de un mar eterno. El ballenato se mezclaba armónico con las olas del mar.

Oh mar!! pensaba. Soy el hijo de la montaña!! El preso, el fantasma, el extranjero…Oh mar!! Soy un solitario como tú. Soy extraño y remoto como tú. Estoy triste como tú; mi corazón, mi cerebro, mi vida, como los tuyos, han tocado playas extrañas. Oh mar!! ¿Por qué morimos tantas veces? ¿Cómo llegué aquí, junto al mar?

¿Quién sabe? Pensé, tal vez lograra explicarlo. Viajaba desde Iquitos (Perú) en una lancha ataud que cruzaba el amazonas a toda velocidad. La barcaza que tardaba tres días y dos noches la perdimos, una pena. Encontramos Santa Rosa por casualidad.

Desde Santa Rosa se podía llegar nadando a Leticia. Así lo hice, por eso no tengo sello de entrada en mi pasaporte. Clandestino, en un tuc tuc, llegué hasta el aeropuerto de Leticia. Sweet seguía conmigo. Juntos, huimos de la selva en busca de playas desiertas. Antes teníamos que pasar por Cartagena de Indias.

Nuestra primera noche allí discurrió escuchando música en la plaza de la vida. Comimos arepas hasta reventar mientras la muchedumbre nos deleitaba con su destreza para bailar salsa. Allí, algo bebidos, conocimos a María, una chica chilena que organizaba bodas de lujo para fresas; la última moda, al parecer, era desplazar a tus invitados al otro lado del mundo y en cuestión de bodas para millonarios Cartagena de Indias resultaba imbatible. Unas simpáticas ancianitas madrileñas pasaban sus eternas vacaciones en una urbanización en primera linea de playa. Gracias a una amiga colombiana, alardeaban.

Camino de playa Blanca, haciendo autostop, coincidimos con Manu y con Gema una joven y universitaria pareja castellano-catalana que viajaba con mucho amor y con poco dinero.

Nos alojamos en el barrio de Getsemaní, una de las zonas más pintorescas de la ciudad. Paseamos por el centro y disfrutamos de otro grupo de baile étnico callejero.Ya al día siguiente nadé en un putrefacto río lleno de aceite junto a los niños más pobres entre los pobres, chavales que jugaban en el agua a un pilla pilla infinito.

El tiempo parecía ralentizarse en Colombia. Había dejado de importar para mí. Para Sweet, sin embargo, ya había empezado la cuenta atrás. ¿Por qué no podíamos abrazarnos si ésta era su última noche? El dolor y la mentira me alejaban de ella. ¿Sería hoy, por fin, el día que pudiera entregarme a la eternidad?

¿Eres tú, Tucán, el que me canta?

Al anochecer, Sweet y yo hicimos equilibrismos sobre las murallas de la fortaleza de Cartagena de Indias. No sabíamos que lo mejor estaba aún por llegar.

Luego, o quizá antes, imaginé formas imposibles en las nubes una noche de luna llena en la playa de Castilletes. Mi soledad también era mi cárcel. Tal vez, vislumbré, algo de esto dejara una huella imborrable en mi y me transformara para siempre.

Mis musas estaban tristes, aunque sonreían. El hombre contra su destino. El mes y medio más largo de mi vida. La muerte era una trampa, una traición. Era injusta. Para evitarla, tendría que escribir para siempre.

En Colombia los autobuses no paraban, había que subirse en marcha. Y ya dentro siempre había un loco haciendo un espectáculo o peor, intentando venderte algo.

Al café cortado le decían perico y al solo, tinto.

Basura en la playa de Santa Marta. No había mosquitos. Buscaba marihuana a la una de la mañana. Mi barba crecía.

Llegamos a Taganga. Allí, finalmente, me vendieron una marihuana excelente. También me hicieron un regalo. El regalo se llamaba Calisto.

Calisto era un salvaje que vivía en un pueblo costero llamado Palomino. Era un tipo que se había criado en la Sierra Nevada. Vivió 20 años con la tribu kogui. Por eso tenía fuertes lazos con esta comunidad. De hecho, algunos de los indígenas que iban a Palomino utilizaban su casa cuando bajaban de la selva para hacer algún trueque. Aunque lo parezca, las palabras indigente e indígena no tienen raíces comunes.

La comunidad kogui habita en las orillas del río Palomino, en la vertiente norte de la Sierra Nevada. Es una etnia con idioma propio, espiritual y misteriosa que se dedica básicamente a la agricultura y el trueque. Su indumentaria resulta inolvidable; túnica blanca impoluta, pelo largo, botas de agua, cinturón con machete, bolso con asas, pulseras coloreadas y medias altas. Los kogui llevan siempre el toporo, una especie de vasija, en la que mezclan cal y hojas de coca. Sus dientes negros de mascar tanto tabaco. Están emparentados con los indios Tayrona, muchos de los cuales desaparecieron tras la colonización española. En Sierra Nevada también hay otras etnias como los malayos o los asarios. Todos ellos son pueblos de montaña en oposición a los Wayus o a los Guajiros, gente del desierto.

Los Kogui son muy bajitos y tienen rasgos profundamente indígenas. El español no lo hablan apenas, ni siquiera los niños. Son tímidos y huidizos aunque muy curiosos. Alguno que otro guarda contacto con el exterior y baja a comerciar a Palomino donde incluso tienen un edificio ceremonial.

Cuando llegamos a Palomino me dio por preguntar por el tal Calisto. No es que esperáramos encontrarle. Aun así, le encontramos.

Un trecho de marcha y la civilización parecía haber desaparecido. El primer pueblo que te encontrabas apenas a una hora de caminata desde Palomino se llamaba Seviacu. La noche la hicimos en Casacunaque en la casa de unos kogui que tenían siete u ocho hijos. Cruzamos miles de ríos y nos bañamos en todos ellos.

Nadie se acordaba de mí porque estaba muerto. Un tiempo infinito que se acaba.

A la Sierra, que era selva, me fui en sandalias. Es lo que te recomendaría que hicieras tú también. Me lo dijo Calisto. No hay botas que aguanten la Sierra Nevada. Barro por todas partes. Los insectos te picarán igual.

Tras el segundo día de marcha llegamos a otro pueblo cerca de un hermoso y caudaloso río. Nos bañamos desnudos en la naturaleza más intocada. No podíamos creer que existiera un lugar así. El joven que nos hizo el regalo en Taganga ya nos lo había avisado «Calisto os llevará donde no va nadie». Una aldea de cincuenta casas plena de vida en mitad de la Sierra. Todos koguis con su ropa tradicional. Ni se nos ocurrió hacer una foto.

Seguimos subiendo.

La sobrina de Calisto era su amante. Nos costó descubrirlo.

Al atardecer llegamos al corazón de la Sierra Nevada. La ciudad perdida no le importaba a nadie ahora que habíamos descubierto un mundo perdido. Un pequeñajo monito de melena indomable nos llevó a bañarnos a un laguito escondido. ¡Quién pudiera moverse en la selva como ese pequeño de siete años! Cenamos una apestosa carne seca y arroz. La noche la pasamos juntos la numerosa familia arahuca, sus decenas de hijos y nosotros en una choza de apenas diez metros cuadrados.

Cuando amaneció sudamos tinta para llegar a la impresionante cascada. Los insectos se habían cebado conmigo. Me había convertido, todo yo, en una enorme pústula sangrante. Tras cuatro días por la montaña era el momento de volver a Palomino. Palomino tenía una espectacular playa. No se nos ocurría mejor sitio para sanar nuestras heridas. Dormimos un par de noches en la casa de Calisto junto a algún kogui despistado que pasaba la noche allí.

Pensé que no me encontraba con fuerzas para cruzar a Venezuela y menos con la que había liada por aquellos lares. Picor en mis piernas y en mi cerebro. Tenía que reconstruirme. La pulsera que me dieron los Jalca en Bolivia me oprimía. Nada se borraba. El mundo a mis pies. Divagaciones de madrugada. Necesitaba un plan. Un plan para no volverme loco. Leería a Hegel, pensé.

Humedad y un ventilador de techo.

La noche siguiente tuvo lugar el diluvio universal en Palomino. En menos de una hora de chaparrón las calles se habían vuelto a convertir en auténticos ríos. Nos refugiamos bajo techo por unos minutos que se convirtieron en una hora. Una familia uruguaya nos invitó a entrar en su negocio mientras esperábamos a que todo acabara. Uno hora después seguía lloviendo como si no hubiera mañana.

Aprovechando que parecía que la intensidad de la lluvia había bajado comenzamos a subir por los canales de Venecia donde el agua nos llegaba por la cintura. Sweet empezaba a ponerse nerviosa. Yo avanzaba más rápido que ella que permanecía a una veintena de metros, por detrás. De repente, la perdí de vista. Nos tendríamos que haber quedado donde estábamos, pensé. La noche era oscura. De repente cayó un poste de la luz.Y si Sweet no podía aguantar la fuerza de la corriente…empecé a preocuparme. De repente, apareció Sweet a lo lejos completamente enajenada. Estaba enfadada conmigo por haberme alejado tanto. Al parecer cuando había caído el poste de luz un señor la había tenido que ayudar a salir por miedo a que se electrocutara. La corriente se había llevado sus chanclas y estaba completamente empapada. Se confirmaba, era el peor novio del mundo.

Esa noche pensé que no quería volver pero que tampoco quería estar allí. Ese era mi drama. El tiempo pasaba a pesar de todo. Más cuadernos manchados de tinta. Ojala pudiera apagar mi cerebro a voluntad. Tres errores que aún no confesaré. Autodestrucción, tormento y falta de conciencia de la propia mortalidad. Me gustaría comprender pero no comprendo. ¿A ti te pasa también?

Y sorprendentemente amanece.  Y descubro que solo hay una cosa que puedo hacer, aunque solo sea para vomitar después. Millones de ideas desbordaban mi subconsciente mientras yo me conformaba con aparentar que nada ocurría. Mi barba seguía creciendo.

El pueblo de indígenas arahucas cercano a Perico se llamaba Katansama. Allí escapé a una playa desierta del caribe colombiano donde apartada de todo vivía una comunidad indígena. Unos indígenas que hacían honor al dicho de hablar «como los indios» de las películas de cowboys.

Sentía que tenía que quitarme algo de encima, algo que olía mal, para poder pasar página. Necesitaba a Sweet a mi lado, pero ya no estaba. Me percibía pequeño e insignificante. Incapaz de dar un paso. Dormido plácidamente en el infierno. Todo había perdido su sentido con la partida de Sweet. Estaba inmerso en un camino sin retorno con dirección y final conocido. Se me había dormido la pierna izquierda. Al menos apenas sentía las picaduras de mosquito que en este punto ya me deformaban por completo la misma. Lo que escribía era mierda, pura mierda. Escribía por escribir, como un autómata. Temía a la vida. Era incapaz de afrontarla, me negaba a sufrir y si vivía, sufría.

Pero entonces me acordé de que acababa de llegar a una increíble playa del caribe donde posiblemente nunca antes hubiera llegado un hombre blanco. Miré a mi alrededor y vi un lago rodeado por selva y a menos de 200 metros un mar tricolor (marrón, verde y azul) que se perdía en el horizonte. Me di cuenta de que estaba haciendo noche en el patio de una escuela de los niños arahucas, ahora cerrada por vacaciones. Y no pude dejar de iluminar mi semblante cuando un niño curioso escondido comenzó a mirarme intrigado como diciendo… ¿Quién será ese barbudo?

Estaba claro que nada de lo que escribía tenía el menor sentido. Sin embargo no sabía que haría si paraba de escribir. Por entonces era una forma como otra cualquiera de mantener mi mente en blanco.

La autoridad de la tribu arahuca  de Katansama, tras mirar el cielo, me dijo que esa noche no llovería y así fue. Luego me contó, cuando atardecía, que junto a otros cinco o seis líderes tribales, a iniciativa del gobierno colombiano, le habían convocado a una reunión de chamanes de todo el mundo, primero en París y luego en Madrid. No le asustó el avión, me dijo. El cielo era diferente que en Colombia, afirmó.

Katansama no son más de treinta o cuarenta chozas donde viven el mismo número de familias, a media hora escasa de marcha desde Perico Aguado. Las mujeres y los niños se reúnen en la desembocadura del río donde está construida la escuela. La mañana siguiente me relajé en la playa y estuve charlando con un muchacho arahuca que trabajaba en labores de seguridad para la comunidad. Su familia era de Crespo. Entre sus funciones estaba la de cuidar la cárcel del pueblo donde encerraban a los delincuentes. Ahora habia uno encerrado durante un mes por haber preñado a una muchacha. Si los incidentes eran mayores ya debía intervenir el cabildo. El guardián de Katansama me invitó a visitar al reo.

En mi última etapa viajera estaba llegando a lugares impensables para mi cuando comencé a viajar hace más de veinte años. La experiencia era un grado. El esfuerzo siempre valió la pena por mucho que hasta yo a veces lo dudara. Viajar, ahora comprendía, no podía hacerlo cualquiera.Todo viajero se ha preguntado alguna vez eso de que hago yo aquí. Sin embargo, cuando la pregunta comienza a ser recurrente tal vez sea que ha llegado el momento de reflexionar. Cuanto más has viajado más inaccesibles, remotos y peligrosos se vuelven tus objetos de deseo. Siento que el acopio de energías que hice antes de partir empieza a agotarse.

Mi única experiencia negativa como viajero solitario tuvo lugar en Turquía. Me quedó claro que era imposible viajar contra uno mismo. Sin un estado de ánimo óptimo, sin un deseo irresistible de estar donde estás el viaje en solitario puede volverse una cárcel. El sentido de mi vida lo encontré en Sweet, no quiero olvidarme de eso, en viajar y en escribir también. Romper mis propios límites, conocer otra gente y encontrar un puñado de respuestas. Sin embargo, puede que que este modo de vida se haya estancado y yo con él. Es curioso como el final de la vida tiende a ser más triste que sus comienzos. Como en una mala película en la que falla la trama.

Tengo heridas, arañazos y cicatrices por todo el cuerpo tras casi cuatro meses viajando. ¿No se dan cuenta estos indígenas de que cuando alguien llega hasta aquí es porque está huyendo de la vida?

No hay sitio a donde ir.

Puroy se llama la sirena del lago wayú. A los abogados, como yo, los wayú les llaman palabreros. Al Chamán le dicen Abachi.

De Perico Aguado cogí un bus hasta el cruce con Mayapo, apenas media hora escasa después de Río Hacha. Allí, un coche nos llevo a un grupo de wayus y a mi hasta el centro del pueblo a tan solo quince minutos a pie de la playa de Mayapo.

La playa de Mayapo es una playa tranquila para locales y algún guiri despistado. Está algo sucia aunque no demasiado porque, como digo, va poca gente. En la playa hay algunas estructuras de madera y muchas barquitas de pescadores. Pedí acampar en las cercanías de uno de los escasos chiringos y me compremetí a comer su delicioso pescado a modo de alquiler del solar. Así fije mi campo base para la próxima semana.

La vida en Mayapo se planteaba sencilla. Leer, escribir, nadar y fumar porros. Sin horarios, sin reglas, sin planes. Más allá de los tres o cuatro chiringuitos que abrían para los pocos bañistas, no había nada. Salvo el paraíso. A tan solo diez minutos a pie se abría ante ti una infinita playa virgen. Al principio volvió a mi esa desagradable sensación de inmensidad temporal y de vacío. Poco a poco, un mar y un sol terapéuticos me hicieron entrar en la onda y disfrutar cada minuto que pasé allí. Los minutos se convirtieron en horas, las horas en días y así, día tras día, pasé una semana como un Robinson Crusoe cualquiera en la playa de Mayapo. Y entonces, solo entonces, volví a desear que el tiempo se detuviera.

En Mayapo acabé haciendo amistad con la mayoría de meseros. Conocí a muchos wayus y me convertí en el amo de una manada de perros divertidísimos que vivían en la playa.

Rambo era su líder natural, por edad y por malas pulgas. Era un macho dominante al que, si acariciabas la cabeza, se quedaba muy quieto como si entrara en trance. A veces se peleaba con otros machos si se acercaban mucho a mí. Siempre quería estar a mi lado.

Amelie era la madre de la familia. Una madre con tres cachorritos diferentes que sacar adelante. Uno gordito y trasto que se llamaba Rayo, otra una princesa negrita tipo Chipi que pecaba de empalagosa, el tercero un rebelde cachorrito blanco y negro que me tenía miedo y jugaba con los otros cachorros como si fuera el fin del mundo. Mayapita era una hembra joven que no paraba quieta y siempre estaba ansiosa buscando comida. Bilbo y Timbo eran los machos sumisos y faltos de cariño a los que Rambo ponía firmes. También rondaba la playa un perro esquivo y esquelético al que probablemente hubieran maltratado y una perra mayor que tenía problemas graves de bronquios.

En Mayapo no sólo los perros luchaban por la comida. Los niños esperaban ansiosos que un turista dejara su plato de pescado a medio terminar para hincarle el diente. Lo mejor que hice en mis cinco meses por latinoamérica fue jugar al ahorcado y al futbol con aquellos niños en la playa de Mayapo y compartir mi pescado. Me seguía costando ver sufrir a los niños y a los perros, en eso no había cambiado. Me encantaba jugar con ellos y verlos disfrutar.

Los meseros del chiringo donde me dejaron acampar merecen un recordatorio especial. La loca venezolana, el bromista porreta, el niño huérfano que trabajaba a destajo, los negros obesos hijos de la dueña, el venezolano curioso y su bella hermanita. Con todos ellos formé una familia durante una semana en la que jugué a ser un naufrago en la playa de Mayapo.

Recuerdo que una de las noches vinieron tres de los niños que paseaban por allí muy apenados, casi hundidos. Al parecer, me contaba compungido el más pequeño, su hermano mayor lo había dejado solo y no tenía forma de volver a su casa. Me pedía que le ayudara a volver a casa y me decía que para ello solo necesitaba una moneda. Estaba claro que el enano y sus dos compinches me montaron un teatrillo de lo más creible si no fuera porque ya me conozco de sobra a estos simpáticos picaruelos.

Al día siguiente estuve bromeando de lo ocurrido con uno de los meseros que no podía contener las carcajadas. Al parecer no es raro que los niños cuenten que sus padres han muerto o que inclusp uno de ellos se haga pasar por discapacitado para dar pena a los raros turistas que llegan y así sacarles algo de pasta.

En un viaje cada día empiezas de cero. Otro cuaderno en blanco que te asusta. Nunca llegas a poder acomodarte del todo pues siempre hay un nuevo destino aguardándote. La vida cambia. Un días estás perfectamente integrado, tienes cantidad de amigos y cosas para hacer y al siguiente no te conoce nadie, eres de nuevo un paria. Entonces, llegas al Cabo de la Vela.

Me había sumergido en el desierto. Desde Mayapo partí con lágrimas en los ojos. Caminé lentamente desde la playa al pueblo acompañado del mesero venezolano y su linda hermanita. En el cruce me metí en una camioneta, mochila a cuestas y pelo al viento. Llegué a Cuatro Vías. Luego a Uribia en coche compartido. Una vez allí, en 4×4 hasta el Cabo de la Vela.

¿Lograré perder por fin aquí la noción del tiempo? ¿Olvidaré por fin el día, la semana, el mes y el año en el que vivo? ¿Podré distinguir si es de día o de noche?

El agua en el Cabo de la Vela es más fría que en Mayapo. Las playas son aún más infinitas. Por la noche ya puede pasarse hasta incluso algo de frío. Me alojé en el extremo del pueblo en lo que parecía ser un centro de Kite Surf. Reservé una hamaca. El sitio me lo recomendó un ruso que viajaba con un chihuaua al que conocí, de camino, mientras esperaba en Uribia.

Aún no he conocido a los perros del Cabo de la Vela. A la gente tampoco. El Cabo es un buen sitio para andar y ver pelícanos.

Antes de que acabe el año habré matado a un hombre.

Tengo que investigar la historia del cantante Diómedes y su hijo Martín Elías. Será la única forma de comprender por qué son dioses en Colombia.

El Cabo de la Vela son dos lineas de casas a orillas del mar, cerca de unas salinas en mitad del llano desierto que es la Guajira.

Tal vez hoy sea un buen día para emborracharse y perder la cabeza. O ahogarme en la playa aunque el agua nunca cubra por encima de la cintura. Hoy es un día verde. Y al bañarte te purificas el tiempo suficiente para poder volver a purificarte de nuevo.

De repente, aparece una manada de perros heridos e iracundos. Se mueren de hambre, lo notas. Andan los seis juntos viviendo su vida de perros. Vagan sin saber dónde ir y se bañan en el mar porque tampoco saben que otra cosa pueden hacer. Y luego siguen; vagando, peleando y sangrando. A esa perra la van a violar entre cinco, lo veo venir.

Las gaviotas se lanzan en picado al mar una tras otra. Las pequeñas barcas de pescadores siguen danzando suave en un mar que no se mueve.

Otro perro solitario que huye de la manada decide darse un baño refrescante y un pelícano le sobrevuela mientras tanto.

Sal en la boca de este humilde escribidor.

Porque toda la vida es sueño y los sueños, sueños son. Espero que de nuevo caiga la noche esta mañana, y por fin, pueda esconderme para que nadie me vea.

Se puede estar diez días con la misma camisa raída, mojada y sucia en una playa. Yo lo he hecho.

Chispazos de euforia nicotínica me lanzan hacía el cielo azul que me cobija. ¿Cómo será estar vivo? ¿Cómo será estar muerto?

Regresa la manada. Un perro blanco es el lider por tamaño y por mala ostia. Siguen sin saber dónde ir pero saben que deben ir juntos.

Hace más de dos horas que no pasa nadie por la orilla. Entonces se acerca una pareja wayú, madre e hija.

Marcho hacia el pilón de azucar y siento que podría viajar durante otras diez vidas. Tengo miedo de que esto se acabe. No sé si podré ser el yo que quiero ser cuando regrese a Málaga. Una Málaga que resuena en mi interior. Y que esta noche de amor no acabe nunca.

Era un desconocido el que teníamos a nuestro lado.

Un sol que me calienta y acaricia. Las olas del mar. Repito, si es de verdad, es bueno. Azul celeste sobre arena dorada. Cigarrillos Rumba.

A veces puedo ser realmente encantador. Especialmente con los desconocidos. Una conversación terapéutica. Un dedo perdido en combate. Y todo el tiempo del mundo para abrazarte. Un fraude que no era tal.

En Colombia a los rubios les llaman monos y a los niños, pelaos.

¿Qué hora es? ¿Serán ya las cuatro? ¡Qué día tan maravilloso! ¿Siempre es así el pilón de azúcar? Y pensar que podría acabarse justo ahora…

Veinte cigarrilos clase A con doble filtro.

Me pasé el primer mes de viaje borracho de vino en Argentina. Desde Perú no he vuelto a probar una copa.

Padre de familia.

Durante los próximos años empezarán a morir mis seres queridos.

Llegaré a los cuarenta.

Un nativo con coleta y tanga aprehende los últimos rayos de sol en la orilla del mar.

Otro complejo de inferioridad.

Y no es que nada guarde relación con nada. Aunque todo sea lo mismo. Múltiples dimensiones que raras veces somos capaces de percibir. ¡Y cuántos no lo consiguieron por no intentarlo! ¡Y cuántos fueron destruidos en el intento!

¡Joder! ¡ni siquiera sé cuando volveré a ducharme! ¡Este Robinson Crusoe está perdiendo la cabeza! ¡Soy un monstruo al que por fin han liberado en medio de la naturaleza!. Y sigo riendo yo solo en esta playa, ya casi vacía. Y pienso que tal vez no esté mal colocarse un poquito más antes de andar una hora por el desierto de vuelta desde el pilón de azúcar hasta el Cabo de la Vela.

Dos guiris se comen un plátano maduro al lado de la pared de roca arenosa que me cobija.

Un sujetador azul.

Otro patético barrigón español con barbita chapotea en el agua. Está tan solo como yo. Y entonces pasa caminando un típico cachitas de playa.

Siempre me arrepentí de no haber llevado a la práctica el lúcido plan que perpetré con seis añitos. Consistía en sacarme una foto cada mañana hasta el día de mi muerte.

Más guiris putrefactas, yo diría que escocesas, llegan a mi esquinita del placer del pilón de azucar. Luego un canijo pelirrojo y pecoso. Un chaval que se gana la vida vendiendo cervezas en la playa. Ofrece cerveza a todos menos a mí.

Cuando las circunstancias me llevan a un sitio más turístico de lo habitual me cuesta retomar el contacto con el primer mundo. Relacionarse con la gente local implica estrategias que no tienen mucho que ver con las que utilizas para relacionarte con otros mochileros. Yo me relaciono mejor con los primeros.

Otro día nublado en el Cabo de la Vela. Otra excursión fumeta al ojo del agua en el otro extremo del cabo. Allí me bañaré desnudo ante los escandalizados bañistas. Será entonces cuando conoceré a una bella colombiana que se parezca a ti, mi amor imposible.

Un tipo extraño me observa detenidamente. No sé si será mi barba de cuatro meses, mi pelo alborotado o mi desaliñada vestimenta. Supongo que debo empezar a prestar algo de atención a mi apariencia física si quiero seguir relacionándome con otros mortales.

Horas y horas drogado en Colombia por playas desiertas. Noches eternas de cielos estrellados que no quiero que terminen. Me olvido de los techos, de los espacios cerrados. Mis paredes son ahora los vientos, mi tejado el cielo y mis ventanas, el horizonte. Tal vez me odiéis porque no me entendéis. Porque soy mejor que vosotros. Porque yo puedo volar y vuestras raíces no os permiten levantaros del suelo. Y, lo sepáis o no, solo existís en mi cabeza. Yo os he creado pequeños minigusanos. ¿Dónde está el mundo? pregunto a las estrellas. ¡El mundo eres tú! me grita Thomas Wolfe desde el fondo de un abismo.

Un niño wayú me mira fijamente hasta que no puede sostener por más tiempo mi penetrante mirada. Una chica alemana se extiende la crema por sus pequeños pechos blanquecinos apenas ocultos bajo un bañador amarillo. Las costras de mi piernas han empezado a supurar y probablemente habrá que amputar por debajo de las rodillas. El dedo meñique de mi mano derecha también ha quedado inservible tras fracturármelo en Perú. El viento en el Cabo de la Vela hace honor a su nombre.

Algún escritor de enjundia aún no se ha enterado de que los libros son para que los lea la gente.

Y yo sigo mordiendo un bolígrafo rojo buscando su destrucción que también es la mía. Suena un mensaje de wasap y eso que estoy en el fin del mundo.

Lo he decidido hoy. Creo que es coherente. Voy a inmolarme desde el pilón de azúcar como acto de protesta contra los abusos que sufre en Colombia el pueblo wayú. Saltaré desde la cima de la enorme roca y desapareceré para siempre en las profundidades del mar caribe. Y entonces, si tengo suerte, me rescatará una sirena de esas que aparecen en las leyendas, me dará su corazón y si me lo curro un poquito, tal vez, su mitológico sexo.

Además de al ruso que viaja con el chihuahua, he conocido a una pareja mixta (colombiano-estadounidense) que viaja desde hace un par de años en bicicleta. También me he encontrado con una quebecoise muy simpática que lee a García Márquez sin entenderlo, adora la astronomía y que, pasados los meses, pasará un verano en mi casa de Archidona. Así de pequeño es el mundo.

¿Por qué no he bebido agua en todo el día? ¿De verdad pasarán el resto de días que me quedan en la tierra tan rápido como lo ha hecho éste? ¿Será por eso que no he meado en todo el día? ¿Si no se bebe no se mea? ¿Será que estoy soñando? ¿Acaso soy un árbol? ¿Será que no necesito comer, beber o cagar? ¿Dónde está mi cuerpo ahora que todo está en mi cabeza?

Y de repente, un aire violento que procede del centro de la tierra amenaza con arruinar mi día de playa.

¿Por qué en el Cabo de la Vela hay enormes agujeros negros, triángulos de las Bermudas, que se tragan a la gente? ¿No me crees?

Y entonces aparece Ronald, el pequeño niño Wayú que me miraba fijamente. Se lo había tragado la tierra. Y se lanza, el también, como si leyera mi mente, a cantar ¡Oh Mar! y luego, apenas unos segundos más tarde, me deja solo cantando y se aleja, mirándome a los ojos, mientras camina de espaldas e imagino que entonces piensa que estoy loco de remate, el pobre Ronald.

El mundo sigue estando, a pesar del horror, lleno de lugares increíbles. De lugares por descubrir. ¡Que no os engañen! ¡Aún hay lugares donde nadie ha estado nunca! Sólo hay que estar lo bastante loco como para encontrarlos. Y cuando encuentras un lugar así, abandonas tu cuerpo. Y flotando, vas dando saltitos y silbando canciones de amor. Hasta que, por fin, vuelvan las lágrimas.

Ella no quiere ayudarme. O no puede. Pasan los días y luego los años. Yo soy débil, frágil. Y en el fondo un leve soplo de aire puede acabar conmigo. Por eso huyo de un dolor cada vez más intenso con el paso del tiempo. Mis cartas son también cada vez peores. Tal vez haya pasado ya la mejor parte de mi vida.

Un helicóptero suena de fondo en un campamento de Punta Gallinas. Una ninfa se balancea en su hamaca justo delante de mí. Todos esperamos que pase algo. La ninfa sigue leyendo a Dostoyeski. Alguien me regala una cerveza Polar. La ninfa comienza a juguetear con una amiga rubia que le da golpecitos con el pie. Ellas también toman una Polar.

Aparece Rafael, el francés que conocí camino de Punta Gallina, y me cuenta que la auténtica cerveza Polar colombiana, al contrario que la Polar venezolana que encontrarás en Colombia por todas partes, toma su imagen de una heroína histórica que se hizo muy popular.

Vuelvo a observar a la ninfa. Luego miro mi reloj. Faltan exactamente cinco minutos para la eternidad. Y siento miedo porque tocan a su fin mis días de playa por el norte de Colombia. Unas playas que ya son mi casa. Aquí me siento muy bien. Pero, afortunadamente, la vida sigue.

Un día antes de llegar a Punta Gallinas conocí a Dirk, el alemán menos alemán del mundo. Lo vi a lo lejos, en la playa de la aguja de agua del Cabo de la Vela. Allí bailaba solo, en la arena,mientras yo charlaba con una belleza colombiana que trabajaba para la empresa Sol Tour. Una cosa llevó a la otra y Dirk y yo acabamos por pasar el día juntos.

Un sociólogo de lo más extraño. Un encuentro en los confines del mundo de los que nunca se olvidan. Acabamos borrachos de madrugada cuando la vida en el Cabo de la Vela hacía siglos que se había acabado. Riendo y filosofando. Compartiendo alegrías, miserias e intimidades como si nos conociéramos de toda la vida. Recuerdo que en un momento dado le dije: «ni te conozco, ni tú a mi. Mañana no volveremos a vernos más. Creo que podemos hablar libremente».

Dirk estaba casado con un refugiado ugandés solo para darle los papeles. Le encantaba decir «mi marido», aunque no era gay. Afirmaba que a menudo cambiaba de identidad durante el viaje. Unos días se hacía pasar por un tipo muy religioso. Otros cambiaba de nacionalidad. Decía que era un experimento que todo viajero debía llevar a cabo por aquello de meterse en la piel de otro.

Estuvimos hablando de lo increíble que era Cuba, donde él ya había estado. Otro mundo, según dijo. Hace unos años cuando, siendo él aún estudiante, visitó el país y dijo que venía de la universidad de Berlín, le ofrecieron acudir a dar algunas charlas a los estudiantes cubanos. Al parecer la situación fue tomando tintes de lo más surrealistas e incluso llegó a conocer a alguna que otra personalidad. También se relacionó con los grupos estudiantiles revolucionarios a los que, por surrealista que parezca, se dirigía en alemán pues, salvo algunas palabras, aún no hablaba español. La revolución enseñó, me recordaba Dirk, a leer a todos los cubanos. Una vez que sabían leer, les obligaron a leer Granma.

Me despedí de Dirk. Esa noche, de manera inesperada, apenas pude dormir. Un dolor intenso se apoderó de mi presente. Me puse triste porque comprendí que no podría cambiar nunca, ni podría cambiar nunca el mundo que me rodeaba. Peor aún, todo acabaría más pronto de lo que pensaba y el final sería espantoso.

Cuando amaneció, salí junto a Alexia, la chica canadiense y la pareja canadiense hasta Punta Gallinas en un 4×4. En Punta Gallinas sólo había tres alojamientos donde metían al turista como ganado. Fuimos en barca a ver flamencos pero antes paramos en una pequeña isla desierta desde la que había una panorámica espectacular. Al bajar del mirador, camino de nuevo a la barquita, contemplamos incrédulos como ésta se había soltado y bailaba a su suerte empujada por las olas ya lejos de la orilla. Pocos segundo más tarde, la barca comenzó a chocar inmisericorde contra las rocas ya a varios centenares de metros en la orilla opuesta.

El barquero palideció. Tras unos segundos de duda se lanzó al agua y comenzó a nadar en busca de la barca. Hubo momentos en que parecía que se iba a ahogar. Media hora más tarde, tras una lucha titánica, regresó sonriente con la barca. Uno de los motores se había destrozado por completo.

Volvimos a Punta Gallinas, visitamos su espectacular playa, llegamos hasta el faro y contemplamos la puesta de sol. No pudimos visitar la gran duna pues al parecer, había una guerra abierta dentro de la familia heredera de los terrenos. Padre e hijo andaban a la gresca. El hijo era el propietario del campamento Alexandra que le estaba arrebatando la clientela. El padre, ni corto ni perezoso, había contratado a un grupo de sicarios venezolanos a los que había armado hasta los dientes y había colocado en mitad de la carretera impidiendo el acceso a la gran duna. Los propios militares se habían visto obligados a recular ante la ferocidad de la pseudo guerrilla.

Llegada la noche, los turistas se amotinaron en el campamento pues no estaban satisfechos con el servicio recibido por la agencia. Como suele ocurrir en estos casos, el motín de los niñatos se acabó disolviendo como un azucarillo en cuanto el cacique local comenzó a utilizar el primer par de artimañas de intimidación.

Recomendaría venir a Punta Gallinas en bicicleta si se tiene tiempo y espíritu. De camino, eso sí, habrá que pagar el impuesto revolucionario de los pelaos que consiste en darle una galleta a todo niño que se sitúe en la carretera con una cuerda para cortarte el paso. Una tradición de lo más divertida.

Decía Henry Miller que tenemos que actuar como si el pasado estuviera muerto y el futuro fuera irrealizable. Debemos actuar como si el próximo paso fuera el último, porque realmente lo es. Y con cada paso muere el mundo. Cada momento vivido abre un horizonte mayor y más amplio para el cual no hay escape. Salvo vivir. El mundo es el espejo de nuestra muerte.

Y de repente, el río de Valledupar se queda completamente vacío. Al fondo se oye vagamente una champeta. Se parte una rama, luego el viento y un breve rumor de motor perdido a lo lejos.

Me niego a que esto me amargue la vida. No tengo esa opción. La vida es demasiado corta.

Escribir para mi se ha convertido en algo tan necesario como respirar.

La mujer de verde se ha vuelto a poner el traje.

Ponte ahí que te hago una foto.

Siempre este voluntarismo. Esta necesidad de pensar que tus sueños, solo los tuyos, deben hacerse realidad.

Alejarse de la gente es alejarse de la vida.

Hoy pienso que ya he viajado mucho más de lo que me falta por viajar. Viajar es un refugio, eso es indudable.

Agua fresca de río.El cánnabis en mi cabeza y el tabaco en mi cuerpo. Un viaje al centro de mi mismo.

Cada cierto tiempo necesitamos un empujoncito. Lo tuve cuando conocí a Sweet. Después cuando me largué a a vivir a Francia. Más tarde con mi viaje de dos meses por la India. También cuando me incorporé como abogado de un centro de refugiados. Espero que estos cinco meses por Latinoamérica también sean otro salto adelante. Pero…¿Cuál será mi próxima agarradera? ¿La paternidad, tal vez?

Se escucha de nuevo fuerte el viento en el bosque junto al río de Valledupar. ¿Que se acabará antes, mi historia, el papel o la tinta roja con la que escribo? ¿Son las visceras de la historia lo más importante?

En mitad del bosque la paranoia del porreta me está jugando una mala pasada.

Es curioso como la memoria, que todo lo cura, transmuta alguno de los acontecimientos ocurridos en el pasado. Supongo que es parte del mecanismo de autoengaño que nos protege.

En Riohacha me quedé en una habitación un poco más cara de lo habitual. Pagué 40 mil en un hotel familiar que se llamaba la casa de mama, no lejos de la calle ancha. Allí lavé mi ropa.

Ya me había despedido de Alexia, la chica quebecoise, y de Rafael y Marie, la pareja franco canadiense. Poco después conocí a un vendedor de arepas venezolano y a uno de sus clientes, un joven estudiante de turismo, en el malecón.

Tanto en Riohacha como luego en Valledupar, la gente vivía en la calle, sobre todo al atardecer.

Los rayos de sol atravesaban a duras penas las hojas de los árboles del bosque de Valledupar que me daba sombra.

Una familia colombiana bajaba las escaleras de piedra hacia la orilla del río. Ya allí, un perro enorme achuchaba a su novia mulata de 150 kilos. Un grupo de hombre maduros llegaron con bolsas negras y comenzaron a reconstruir el pequeño dique casero que dividía en dos el cauce del río. Retiran enormes pedruscos del lecho del río y los colocan unos encima de otros siguiendo la línea del dique. No sé por qué lo hacen o si alguien les paga por ello.

En la plaza se celebraba la novena por navidad y los niños lo monopolizaban todo. Estuve viendo la final del campeonato colombiano de fútbol en un bar muy decadente con algunas mujeres extrañas que no llegué a averiguar si eran prostitutas.

Mucho me temo que la vida va a tomar por mí decisiones que yo no soy capaz de tomar.

Y aprendí que a las personas buenas se les da valor.

¡Hipócrita! ¡Jacobo Peña!

En Valledupar hay lagunas por todas partes. También mucha basura. Valledupar no es de las ciudades más bonitas de Colombia. Al menos la parte que yo he visto. El río no está mal. El centro no está bien conservado y es demasiado comercial, sucio y ruidoso. Se puede pasear a gusto por la zona residencial cercana al rió, el auténtico corazón de la ciudad. Mientras andaba por allí tuve un repentino «deja vu» y me vi de nuevo perdido por las calles de Santiago de Chile. De eso hacía ya casi cuatro meses. Continué paseando por verdes avenidas de inmensos palacetes. Vi a niños abandonados en el confort de sus mansiones A mulatas de piernas infinitas montando en motos con tipos malvados. A viejas estiradas que me miraban nerviosas y desconfiadas.

Cuando llegué a Colombia mi desconocimiento del Vallenato era tal que ni siquiera sabía si se escribía con b o con v. Tampoco sabía que Alejo Durán había sido el primer rey que el vallenato había tenido.

Sin dedo meñique era difícil escribir. Y tampoco sé lo que escribiré pues aún no he dado el siguiente paso.

Mi impresión de Valledupar, con este agradable paseo, ha ido paulatinamente mejorando.

Más inmigrantes venezolanos.

El problema del cambio de los pesos colombianos es endémico en todo el país. Si no tienes las monedas justas en muchos lugares no podrán cambiarte.

Últimamente estoy muy desinformado. Me muevo a impulsos sin estudiar apenas a dónde voy. Como si me dejara arrastrar por el caos. Mañana sé que no estaré en Valledupar pero no sé dónde estaré. Y cada día es igual.

En el hostal La Sexta de Valledupar se alquilan habitaciones muy buenas por tan solo 18 mil pesos la noche. Tienes ventilador y tv por cable. Yo nunca la encendí, claro. El hostal está en un barrio muy animado donde cada casa parece una peña donde de reúne la gente.

Esa noche la plaza no parecía la misma. Mucho menos abarrotada que el día anterior, los niños aún seguían siendo los principales protagonistas.

Cuando uno escribe siguiendo su instinto muchas cosas ocurren según la voluntad de Dios. Quiza exista una razón desconocida por la cual escribes tal o cual cosa. Tal vez incluso la razón por la cual emprendí este viaje se encuentre igualmente oculta en estos cuadernos.

La indiferencia que mis escritos provocan me ha devuelto la libertad. Es mejor así.

Hoy tengo que decidir si merece la pena abandonar esta bonita y aséptica habitación en Medellín. Y cuando me pregunten por Medellín explicaré que me fui a la otra punta del mundo para encontrar mi isla, mi propio desierto civilizado, la isla de mi mismo en la que, por fin, he naufragado. No existe el paraíso. Ni siquiera una felicidad relativa. Por eso quiero volver sobre mis pasos y meterme en el útero de nuevo. Ya lo hicieron otros antes que yo.

Estoy irremediablemente enamorado de Sweet. La razón última de todos mis sufrimientos y de todos mis gozos. Tal vez ya sea incapaz de viajar sin ella. En mi camino al útero me volví un niño que se negaba a respirar. No podía mover un dedo sin ella.

Cigarros rotos y restos de marihuana serán mi veneno esta mañana. Sin darme cuenta me he convertido en un viejo niño.

Un bolígrafo rojo que escupió su sangre roja sobre mi infantil cuaderno. Otra princesa que mira por su telescopio la luna menguante y el brillante sol en mitad de un desierto.

Mi garra deforme, como una garra de cóndor, tal vez deba seguir entablillada hasta el final de los tiempos. A estas alturas, tampoco eso, creo que sirva ya para nada.

Estaba mejor en la naturaleza que ahora que he vuelto a la ciudad. La ciudad azuza siempre el fuego de mis deseos insatisfechos y mis fantasmas interiores. Huir al campo es volver a ese útero.

Y que nadie lo dude, soy la criatura más feliz del universo. Porque cada vez que estoy triste, estoy contento. En mi vejez rejuvenezco, el mundo recupera todo su color, la vida que se escapa entre mis dedos adquiere un nuevo valor. Nuevos proyectos en el horizonte se intuyen ilusionantes, mágicos y aterradores. La vida no da segundas oportunidades. Tampoco da opción a la tristeza ni al bucle infinito de mis miserias. Sólo queda dejar de pensar en uno mismo. Yo que lo soy todo y no soy nada. Una lucha perdida de antemano.

¡Quiero la verdad! Un minuto que en este laberinto puede convertirse en horas. ¡Y qué feliz soy cuando duermo! Por eso me niego a despertar y ya despierto, me veo obligado a seguir soñando.

Tal vez hoy compre una botella de vino y algo de queso en el supermercado Éxito. O vuelva a ir al barrio de las putas que tanto me repelen y me revuelque en mis felices miserias. O tal vez, como aquel cincuentón de Bucaramanga, me suba definitivamente a un puente y pida ayuda llorando, pidiendo que alguien me rescate. Y seguro que, como le ocurrió a él, entre la multitud que se concentre para ver el espectáculo, habrá una mente lúcida que me grite: ¡Tírate! y yo, como él, no podré hacerlo.

Escribir, en mi caso, más que una finalidad creadora, tiene fines terapéuticos. Es una droga. Un veneno que cura. Una cama que va llenándose de cenizas. Muerto por los chinches, rezará mi epitafio. Cuando todo está perdido, el alma da un paso al frente.

La ciudad de Medellín es la ciudad de los yonkis, las putas y los locos. En Medellín las caras están llenas de hollín, los cuerpos son de una delgadez cadavérica, todo huele a carne frita y cuando llega la noche sólo los zombis salen a la calle. Medellín es tierra de campesinos, de narcotraficantes y de mendigos. Si te alejas del centro te das cuenta de que por alguna razón, la gente viene a morir aquí, como en Benarés.

Los parques son el feudo de prostitutas adolescentes que viven en taparrabos. De fantasmas de caras enloquecidas y pelo ralo. En Medellín se respira humo y la gente te sonríe sin motivo. Centenares, miles de personas, duermen por las calles durante el día y pecan durante la noche. Cada calle pertenece a un gremio diferente. Con los menús del día te ponen matamorra, pan ácimo y dulce de guayaba. Hay puestos de fruta que venden piña, mango y sandía. En Medellín cada mujer es una prostituta, los niños cagan libres por las calles y se vende droga a voces en el barrio de Veracruz.

En la calle 61 hay unos bancos justo al lado del punto de encuentro, donde da la sombra a partir de las tres de la tarde. Ese es el lugar que debes elegir tú también si quieres escribir. Desde allí podrás contemplar como los viandantes hablan solos y los paisas te miran extrañados. A partir de la calle sesenta y uno Medellín se vuelve menos tétrico y más humano.

Los chavales juegan al baloncesto en los parques mientras fuman porros y venden golosinas y pulseritas de colores. Los parques en Colombia no son como el Retiro. En cada uno hay una patrulla de policía con metralleta. Por muy grandes y bonitos que los paisas te digan que son siempre te resultaran pequeños y sucios.

Medellín es una ciudad plana rodeada de imponentes montañas. La ciudad más verde del mundo. La ciudad de la eterna primavera. Aquí puedes perderte y nunca querer encontrarte. Desaparecer de la mano de chicas con sindrome de Down que en sus sillas de ruedas lamen piruletas de colores.

En la calle 62 ya todo ha cambiado. Puedes sentarte en el parque de la vida y respirar aire fresco. Las bicicletas pasean por su carril casi olvidando que el infierno queda a dos cuadras. Aquí los hombres persiguen pajarillos para acariciarles y, si prestas atención, verás crecer rosas entre los adoquines de la carrera 52.

Al lado del centro comercial hay bellas lolitas que venden golosinas en los semáforos y pasan así la resaca de drogas buscando para el próximo pico. Son hermosas, sucias y melancólicas.

Fue justo allí, mientras escribía, cuando conocí a Pierre. Era un joven francés enganchado a las drogas y atrapado en América Latina. Llevaba viajando siete años, los últimos meses en Medellín. Simplemente, no tenía dinero para pagarse el billete de vuelta. El consulado no le ayudaba a escapar, aunque le había dado cien euros y malvivía en un cuartucho por trece mil la noche. Daba clases de inglés por cinco mil la hora. Se había casado y divorciado. Su físico demacrado de drogota megatatuado tampoco le ayudaba a levantar cabeza. Sólo tenía 34 años.

Dos hiphoperos bailan en el semáforo de la carrera 52.

Una chica me mira interesada desde la ventanilla del autobús.

No quiero mentir. Medellín también es una ciudad amigable, familiar y divertida. Cambiar de barrio es cambiar de mundo.

La calle 70 está muy animada y más si tienes la suerte de salir de fiesta con Berna y Alexia. En Medellín tuve la fortuna de reencontrarme con la chica canadiense que conocí en el Cabo de la Vela y con su amigo colombiano. Berna era un músico polifacético y genial que transmitía Bonhomia. Berna nos llevó a un lugar de salsa de esos que no se olvidan. Aunque claro, no bailé.

A pesar de la chapa que les di a Berna y Alexia, me invitaron al día siguiente a unirme a ellos en su excursión a Santa Fe de Antioquía. Horas y horas de buena conversación me reconciliaron con el mundo. Alexia y Berna eran una fuente inagotable de sorpresas y conocimiento. Personajes únicos a los que adoro. Una personalidad única e irrepetible que encaja con el carácter de Medellín. Tal vez por eso, el destino nos juntó aquí.

Medellín, como La Paz, la debes visitar en telecable, es la mejor manera de tomar conciencia del maravilloso enclave montañoso en el que te encuentras. Si puedes hacerlo al atardecer, cuando la ciudad comienza a iluminarse, mejor que mejor.

Visto en retrospectiva, me habría quedado más tiempo en Antioquía con los paisa. A esta zona del planeta estoy seguro de que volveré en breve. Cinco semanas en Colombia se quedan muy cortas. ¡Colombia es una berraquería! Pero me tuve que marchar. ¡Pailas! que dirían por aquí.

Colombia me robó el corazón y me despidió con el mejor regalo que podía hacerme. Pocas veces me ha dado tanta pena abandonar un país. Con lágrimas en los ojos, ya en Bogotá, tras una excitante noche de autobús, tuve que decirle adiós.

¡Viva Colombia! ¡Gracias por devolverme la vida! ¡Hasta pronto!

FIN

 

2 Comentarios
  • Virginia Mariezcurrena
    Publicado a las 05:18h, 04 julio Responder

    Cada noche o en plena madrugada despierto con nesecidad de leer tus relatos cada uno me confunde más que el siguiente…. inspiración para una escritora oprimida …estoy dentro de una coraza que no me deja comenzar mi propio relato ….y tengo tanto que contar…..

    • RASKOLNIKOV
      Publicado a las 11:37h, 04 julio Responder

      Me alegro de que te gusten. De dónde eres Virginia? Cómo has llegado a mi blog?

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