Viaje mochilero Fortaleza, Belén, Lencois Maranhenses
Escribiré sobre mi viaje mochilero a Brasil antes de que sea demasiado tarde. No me quedó un buen regusto, tengo que reconocerlo. Tal vez por eso no escribiera entonces. Siempre he dado más valor a los relatos realizados sobre el terreno. Sin embargo, me pesa no tener nada negro sobre blanco de aquella experiencia que el tiempo va endulzando. Voy a ponerle remedio.
A nadie se le escapa que Brasil es un destino impresionante. Por eso fuimos. El principal problema es que fuimos demasiados. En mi opinión, más de tres personas son multitud en un viaje. A Brasil fuimos cinco. Todo se ralentizaba, todo se debatía, nada se hacía al gusto de todo el mundo. El flujo de energía, vitalidad y buen rollo, inevitablemente, se resentía. Nunca he vuelto a viajar con tanta gente y estoy seguro de que no lo volveré a hacer.
Llegamos desde Madrid a Fortaleza. Poco que comentar más allá de sus bellas e infinitas playas comerciales. Como íbamos en temporada de lluvias no pudimos disfrutar plenamente de las playas ni en fortaleza ni en ninguna otra parte del país. Tampoco recuerdo estar en ninguna playa realmente impresionante.
Lo segundo que recuerdo de Brasil es San Luis con sus imponentes casas coloniales de colores, un paseo en barco por la pintoresca isla de Alcántara, recuerdo como tuvimos que tirarnos al agua para sacar el barco que había encallado, lo decadente de San Luis y lo peligrosa que todo el mundo nos decía que era. En San Luis, y en otras muchas partes del país, era habitual que desde el otro lado de la calle la gente te hiciera gestos histéricos y te gritaran que por allí no, que dieras media vuelta, que no salieras del casco histórico, que por tu bien volvieras al sitio que te correspondía como turista. En Brasil no logré sentirme libre.
Recuerdo también que en San Luis dormimos en una vieja casa colonial de techos altísimos regentada por una señora negra salida de raíces y emparentada con la criada de la señorita Escarlata. Un ventilador de techo movía algo el cálido aire. La humedad, el olor pesado a historia y las desconchadas paredes, por algún extraño motivo, me hacían sentir bien.
Cuando fuimos a Belén nos robaron unos trileros en el mercado y horas más tarde nos agredió un borracho demente. Los cuervos se ponían las botas en un puerto que era de su propiedad y que más bien parecía un estercolero. Aún no sé muy bien como logramos que un pirado nos llevara en su coche hasta el fin del mundo que, para quien no lo sepa, se llama Lencois Maranhenses. Un desierto imposible que cada año se inunda formando lagos de mentira de todos los colores del arcoiris. Uno de los enclaves más impresionantes del mundo.
De las veinte horas por carretera que dedicamos los seis chalados para llegar a Lencois recuerdo solo un par de detalles. El primero que, llegado un punto de cansancio extremo, el conductor comenzó a dar salvajes cabezadas y tuvimos que empezar a cantarle villancicos para evitar que nos matara y lograr que espabilara un poco. El segundo recuerdo terrible fue el atropello de un pobre perro que imagino acabo hecho pedazos.