VIAJE MOCHILERO PANAMÁ

No había llegado a Panamá y ya estaba deseando marcharme. A Panamá llegué por error. Meses atrás había sacado un billete de avión de Costa Rica a Cuba y no me quedaba más remedio que atravesar Panamá desde Colombia. Como en el fondo a nadie le amarga un dulce, decidí destinar unos días a tirarme en la playa en Bocas de Toro.

A Panamá city viajaba desde Bogotá y ya en el mismo aeropuerto empezaron a darme por culo «los panameños». Primero que si debía pagar extra por el equipaje, segundo que si tenía que probarles que tenía reserva de hotel, tercero que dónde estaba mi billete de salida del país… Para colmo pretendían cobrarme por llevar el billete en el móvil y no impreso en papel, en fin.. ¡Con lo bien que estaba yo en Colombia! ¡Quién me mandaría sacar el puto billete desde Costa Rica!

Reserva falsa de hotel, reserva falsa de coche dirección Costa Rica, billete impreso y en marcha!! Un avión vacío hacia Panamá ¡No me extraña! me dije, ¡aquí solo quieren a ejecutivos con maletines de dinero negro!

Pero claro, al final todo eran prejuicios.

¿De dónde nació esa noche el intenso amor que sentía por el  mundo?

En Panamá caían bombas de colores desde el cielo. Había vivido porque había sentido, me decía. La ceniza seguía volando al suelo del señorial hotel casco viejo. ¡Jodete Miller! ¡Tú estas muerto y yo estoy vivo! Y esa noche escribí una oda a la joven Lisset mientras me seguían quemando los pulmones hartos de tanto humo.

Un silencio atronador y un corte de pelo que no me queda nada mal. Un cuerpo fibroso, un badajo enorme y sin saber por qué no tuve otro remedio que cagar en aquella vajilla de porcelana china.

Decidí quedarme en la ciudad de Panamá. Por entonces, tras tres meses y medio viajando casi había olvidado el intenso dolor que experimentaba cada mañana al despertarme en España justo antes de ir a trabajar. ¡Qué maravilla eso de acostarse y levantarse sin importar el horario!

Un afortunado error me llevó hasta el Panamá viejo que no es lo mismo que el casco viejo de Panamá. El primero es tan solo un suburbio, un gueto, en plena ciudad. Allí no hay turistas, ni edificios que visitar pero, como me suele ocurrir, en el Panamá viejo es donde encontré a los auténticos panameños, a las mejores gentes que conocí en Panamá.

Cerca de las ruinas, cerca del mar, me adentré, sin saberlo, en una de las zonas más peligrosas de la ciudad. Un grupo de amigos que se emborrachaban a las once de la mañana me llamó extrañado y me pidió que me acercara. Me advirtieron de la peligrosidad del barrio, se interesaron por mi viaje y me emborracharon, a mi también, a base de cerveza. Gente caribeña, relajada y vacilona. Gente de la calle que lo da todo con la mayor normalidad sin esperar nada a cambio. Era el día de nochebuena y el grupo de colegas me invitó sin dudarlo a pasarla con ellos. Yo, claro, les dije que sí. Su calle era diferente, decían. No era peligrosa, allí se conocían todos. Eran gente sana.

Siguiendo su consejo, salí caminando del Panamá viejo y ya paralelo al mar me dirigí hasta un parque con varias ruinas que había allí mismo. Pasé el preceptivo control policial y llegué hasta la entrada a las ruinas. Como el precio era de quince dolares tuve que dar media vuelta. Cuando los jovenes policía me vieron volver se solidarizaron conmigo y me explicaron lo que tenía que hacer para colarme sin pagar. A continuación, apareció un señor mayor que me dejó su pulsera, ya usada, por si alguien me preguntaba por mi entrada. De esa forma, con la clara connivencia policial, pude ver las ruinas gratis.

Una vez en el parque conocí a un simpático Neandertal que solo me habló de putas y de cocaina. También me recomendó el hotel más barato de la ciudad. En Panamá los precios habían subido como la espuma en relación a Colombia.

La tarde la pasé paseando por el casco antiguo de Panamá (no confundir con el Panamá viejo) y de noche me dirigí de vuelta a la casa de mis nuevos amigos en los suburbios del Panamá viejo (no confundir con el casco antiguo). Junto a la gente del gueto disfruté de una de las mejores nochebuenas de mi vida.

Cuando tenía 25 años le pedí a Sweet que nunca me dejara fumar tabaco pues sabía ya entonces que si empezaba a fumar mi personalidad adictiva me impediría dejarlo. ¡Qué sabio era entonces!

Una de las cosas que más he echado de menos durante mis meses de viaje por latinoamérica son los desayunos a base de molletes, aceite y tomate que disfruto en Málaga cada fin de semana.

Cuando llegué al gueto la noche del 24 encontré a Deli y a Rommel charlando plácidamente en sus sillas de plástico en plena calle. En el Panamá viejo todos los vecinos celebraban juntos en la calle la navidad. Al fondo de la calle una misa evangelista que se celebraba a cielo abierto. ¡No vayas!, me advirtieron, el fondo de la calle no es seguro.

Los niños corrían como niños en el Panamá viejo. Llegó Eduardo, el cabecilla vacilón que al parecer había jugado un mundial con la subveinte de Panamá. Rommel era un abogado chanchullero de los que ayudan a blanquear capitales. Deli instalaba aires acondicionados y estaba casado con una dominicana que al parecer, no se entendía con los panameños. Más tarde apareció Miguel, un policía a punto de jubilarse tras treinta años de servicio que era el dueño de la casa donde celebrábamos y que reconocía abiertamente que en la mayoría de ocasiones lo mejor en su trabajo era hacer la vista gorda. También deambulaban por allí el yerno y la hija de Miguel. La esposa de Miguel nos sacaba a cada rato deliciosos platos de arroz con pollo que disfrutábamos en la misma calle.

A las doce, justo cuando empezaron los fuegos artificiales, empezamos a ir de casa en casa por el vecindario felicitándonos mutuamente la navidad. Los evangelistas levantaban sus velas y rezaban con los ojos cerrados bajo una luz tenue. Los niños iban a recoger sus regalos de Santa Claus. No todos, claro. Algunos niños esperaban resignados porque, según decían, en su casa no había «money».

En Panamá existe una mezcla curiosa entre la cultura tradicional, en vías de extinción y la cultura siempre emergente norteamericana. En una ciudad ya poblada de rascacielos el Panamá viejo era una rareza anacrónica en un enclave privilegiado. Los especuladores no tardarían en comprar las viviendas para construir nuevos rascacielos. Los vecinos lo sabían y se resignaban a ello.

Ten cuidado, me dijeron otra vez cuando me vieron alejarme, este barrio es peligroso.

Esa noche bailé salsa a mi manera, enseñe a una niña a montar en bicicleta y conversé con mi tocayo Antonio, una enorme bestia de dos metros de altura que paseaba desnudo dando golpes con su cuchillo jamonero y sonriendo a todo el mundo. Seguimos bebiendo cerveza hasta que, entrada la madrugada, me acompañaron atentos hasta que se aseguraron de que cogía un taxi hacia el casco antiguo. Seguía haciendo un calor pegajoso.

Si alguna vez pensé que no podría aguantar viajando toda la vida, he cambiado de idea. Y eso que te sientes morir cada vez que dejas un lugar. Y eso que cada día empiezas literalmente de cero.

Una maquina de escribir antigua en un escritorio viejo. Una soleada terraza con vistas al canal de Panamá a mi derecha e inmensos rascacielos a mi izquierda. La ciudad duerme la mañana del 25 de diciembre. El cerro Ancón, la isla de San Blas y el Cosguey del Amador. Coca Cola caliente bebida a pequeños sorbos.

En la tercera planta de la casa colonial en la que me hospedaba no había nunca nadie. Era como estar en una mansión fantasma. A veces aparecía una bella camarera mulata y jugábamos a las cartas.

«El país se está vendiendo al mejor postor» se podía leer en la pared junto a la fonda El Paraiso. En la puerta del Casacasco, justo al lado, había una chica de belleza imposible vestida de rojo. Cruzaba la calle un negro esquelético cojeando que se rascaba aquejado de Sarna. Se sentó a mi espalda. El día estaba nublado. ¡Hay refrescos! ¡Hay raspaos! gritaba un vendedor ambulante.

El olor a orina era tan penetrante en aquel baño de Panamá que solo podía respirar con la boca mientras me sujetaba el pene. El capitalismo yanquí atacaba con fuerza. Comida basura por todas partes en un país que no tiene clara su identidad. La gente está confusa. No entienden el mundo que les rodea.

Panamá es una larga carretera hacia el norte. Al sur no hay carreteras, no interesa. El contraste con mi anterior destino, Colombia, es evidente. Aquí las personas parecen tristes, han perdido el «ángel», mantienen las distancias con los desconocidos. Se alejan del mundo como hacen los yanquis. El capitalismo ha ganado de nuevo. Ha separado a las personas. Vuelvo a sentirme un consumidor y no un ciudadano.

La mayoría de panameños con los que he hablado detesta al presidente Varela al que muchos tildan de dictador.

El canal a Panamá puede merecer una visita. La visita sin embargo no vale los quince dolares que te piden por entrar.

En Panamá las madres apenas hablan con sus hijos. Son relaciones silenciosas y bastante frías. La gente no es demasiado ruidosa ni habladora salvo cuando se emborracha, baila o se enfada. Por regla general los panameños son orgullosos latinos al estilo yanki. Y Panamá, no nos engañemos, no es más que un invento aunque nadie quiera reconocerlo. Un invento que hasta escasamente un siglo formaba parte de la gran Colombia.

Nada más llegar al país unos venezolanos me advirtieron de la xenofobia latente en el ambiente. No tardé en comprobar que era cierto.

El mundo es un lugar curioso. Y el sistema crea monstruos que debe mantener bien alimentados. Se trata de apoyar al amigo y destruir al enemigo. Tendemos a asociar el éxito o fracaso de un modelo de sociedad con su bienestar económico. A veces el sistema te da un plato de lentejas y una palmadita en la espalda y te quita todo lo demás. El problema es que ese plato de lentejas lo es todo y si te lo quitan no tienes nada. En Venezuela, por ejemplo, es lo que ha ocurrido. Panamá y USA son un matrimonio que no se aguanta pero que llevan tanto tiempo juntos que a estas alturas tampoco tienen mucha alternativa. ¿No sería hermoso que el ser humano reclamara educación además de Pan?

Los panameños suelen ser simplones, como los yankis. La educación primaria en ninguno de los dos países interesa a nadie. En Panamá los niños ven dibujos animados que hubieran sido tildados de machistas en España durante la dictadura de Franco.

Lo que no sale por televisión cuando te muestran las paradisiacas playas del Caribe es la permanente plaga de mosquitos  que te comerán vivo. Más te vale comprar el mejor repelente del mercado y aún así estarás jodido. Un picotazo fue lo segundo que sentí cuando llegué a la playa Estrella de Bocas de Toro. Lo primero fue una inmensa sensación de asombro por la belleza del entorno caribeño en el que me encontraba. Y además estaba solo GUAU, GUAU, GUAU, GUAU!!!! Volvía Robinson Crusoe!! Solo un velero en el horizonte rompía esta mágica sensación de soledad. Entonces, llegó la primera embarcación con algunos lugareños que se disponían a ocupar sus correspondientes cabañas. Uno de ellos me alertó del peligro que suponía situarse bajo el cocotero.

La noche anterior me la había pasado en un autobús que tomé en ciudad de Panama. Tras coger una lancha que me llevó a Bocas me subí en un autobús que iba directo hasta Bocas de Drago. Una vez allí, veinte minutos de caminata bastaron para llevarme hasta la playa Estrella.

Abruptamente mis traumas de la temporada que había pasado en la Sierra Nevada de Colombia reaparecieron. La puta plaga de insectos amenazaba mi día perfecto y mis planes de acampada. Mi repelente no era ni de lejos el mejor del mercado. ¿Creeis que exagero? ¡Jodeos! los mosquitos no picaban, mordían, eran vampiros sedientos de sangre.

Para empeorar las cosas los lugareños llegados de repente rompieron el maravilloso silencio con una atronadora música latina. El sonido de las olas había dejado de escucharse. Los diminutos mosquitos que estaban por todas partes seguían picando como «su puta madre». Entonces el cielo se encapotó y empezó a llover torrencialmente. Había comprado Ron panameño el abuelo. Me emborracharía, no quedaba otra.

Los niños panameños eran un coñazo. Prefería a los chavales colombianos. Comenzó a invadirme un sueño irresistible tras otra noche de autobús. Los mosquitos, ahora que me conocían, ya no me picaban tanto. Al atardecer, de vuelta en playa Drago, solo quedábamos algunos panameños despistados y yo. Un perro enorme negro se había llevado dos de mis panes. Uno de ellos lo enterró bajo la arena para comerlo más adelante. Los niños rompían los cocos y luego los lavaban en agua salada.

Una señora gorda y su marido de sesenta años me propusieron hacer un trio y acepté.

La policía vino a llamarme la atención por acampar en la playa Drago. No eran muy inteligentes y pude engatusarles. Me emborraché a base de Ron abuelo y cené pringles. Alcancé el extasis etílico a eso de las ocho de la tarde. La noche era hermosa en playa Drago. Luego fue eterna. Llovió durante toda la madrugada.

Me levanté de un humor excelente. Lucía el sol pero seguía lloviendo. Todavía se escuchaba el mar. La vida seguía detenida. Un arcoiris en ciernes se avistaba en el horizonte. Arroje a la basura el bote de pringles en el cual había orinado durante la lluviosa noche. Poco después tuve que volver a guarecerme en la tienda pues la lluvia volvió con fuerza a azotarme.

A un ser humano dotado con la terrible maquina mental no se le da cuartel. Por insoportable que sea, éste seguirá galopando hasta los rincones más alejados del universo sin encontrar en ninguna parte paz, consuelo, ni descanso. Tampoco respuestas.

Pensaba que el agua tibia del Caribe me haría más propenso a bañarme pero no fue así.  En playa Drago había muchos menos mosquitos y por eso regresé allí. Temporalmente había sustituido el tabaco por alcohol.

¿Era el amor lo que me mantenía encadenado?

Panamá había sido un coitus interruptus entre Colombia y Cuba.

Detestaba el acento panameño.  Igual me ocurre con el sevillano o el cubano.

Mi último día en Panamá conocí a Fran justo después de saludar al sol bajo la intensa lluvia que caía a jarras sobre la playa Drago. Fran era un alemán amante de España como pocos. Los dos años que había vivido en Granada le habían permitido sumergirse a fondo en nuestra cultura. Se daba un aire a David Gilmore, el cantante de Pink Floyd. Melena vikinga y gafas de sol. Con Fran pasé gran parte del día. Un filólogo hispánico viajero que iba de camino a México. No bebía, no fumaba y hablaba compulsivamente de cuestiones no carentes de interés. Un tipo curioso que huía de los estereotipos que le perseguían como guiri. Su sueño era regresar  España y opositar para profe de secundaria.

Tras despedirnos en el muelle de Bocas de Toro ya avanzada la noche él se fue a su hostal y yo, como de costumbre, a acampar en la playa. Me alejé del pueblo buscando un lugar idoneo que parecía no encontrar. Me paré en seco al ver un grupo numeroso de personas y decidí dar media vuelta por la orilla del mar. Poco después me tope con una pareja. Ella, sentada en una barandilla, le estaba chupando la polla probablemente a algún cliente. Los evité como pude y unos doscientos metros más tarde, dado que amenazaba lluvia, decidí montar la tienda de campaña junto a una barca que se encontraba cerca de una caseta aparentemente abandonada. La arena estaba algo mojada.

Una vez instalado y siendo ya consciente de que la noche sería larga comencé a escuchar unos golpes. Luego una luz me alertó de que había alguien cerca. No pasó nada. Media hora más tarde escuché como una persona se acercaba con una linterna. De repente, de malos modos comenzó a gritarme recriminándome no haber pedido permiso para acampar allí. Le pedí disculpas, salí de la tienda y nos dimos la mano. Era un hombre negro de unos cuarenta años, delgado, cuerpo fibroso y cara enloquecida. Me aconsejó inmediatamente, ya algo más calmado, que me metiera en un porche contiguo a la caseta. La lluvía era intensa.

Antes de instalarme me pidió que le acompañara a un pequeño cuartucho de dos metros cuadrados que había cerca del porche del restaurante abandonado que era la caseta. Cuando me mostró el cuartucho me estremecí al ver la pocilga en la que vivía. Tan solo un colchón lleno de suciedad, y muchas drogas. Agujas, cucharillas..el colega era un yonki de primera. Consumía desde que tenía nueve años roca (crack), una droga muy potente, consistente en una pasta de clorhidrato de cocaina y bicarbonato sódico que el tipo fumaba.

Nos sentamos juntos. Le ofrecí cigarrillos y ron para relajar el ambiente. Le sugerí  que charlara un rato conmigo. Debía desmontar la carpa y organizar el caos que había dentro de la misma. La lluvia seguía arreciando. El comportamiento del colega era de lo más excéntrico. Mi instinto me gritaba que saliera de allí cuanto antes. El tipo cada vez estaba más colocado de roca. No había pegado ojo. Era la una de la mañana. Le dije que me apañaría con el saco en el porche y comencé a recoger la tienda. Ahora sí estaba claro, iba a ser una noche larga.

Reinaldo hablaba con la parsimonia del yonki, lenta y constantemente. Apenas escuchaba. Me contó que llevaba toda la vida consumiendo, que había estado encerrado en una carcel de una isla cercana por tráfico internacional de cocaina, que se había escapado de la prisión y había nadado toda una noche hasta refugiarse en otra isla cercana. Allí había sobrevivido cazando, había aprendido a hacer fuego golpeando cocos y había construido con ramas su propio refugio. Dieciocho meses más tarde, no viendo otra alternativa, había decidido entregarse a la policía y cumplir el resto de su condena.

Debajo de la coraza de hombre duro y de su físico imponente, solo había un cuerpo descompuesto por los abusos con las drogas y la mala vida. Su mente estaba, si cabe, aún más trastornada. El más inofensivo comentario podía despertar la ira de Dios. Sus reacciones eran cada vez más imprevisibles. Se levantaba alarmado por supuestos ruidos o imaginarios fogonazos de luz. En un momento dado me dijo que iba a por su pistola pues creía que alguien rondaba la casa. Me alertaba sobre como proceder si se presentaba la policía. Me contó multiples anecdotas sobre su época de traficante. También me relató como un toro le partió la pierna tras cornearlo y como tuvo que degollarlo con sus propias manos. Cada historia la vivía en su frenesí de drogas como si estuviera ocurriendo realmente.

Paradójicamente Reinaldo me insistía en que no me preocupara, con él, decía, estaba a salvo. Yo le decía que sí a todo, aparentemente tranquilo.

Sobre las tres de la mañana había logrado guardar la tienda de campaña aprovechando los escasos momentos en que se ausentaba y cada vez me quedaban menos pertenencias por guardar. Le agradecí su «hospitalidad» y le insinué que tal vez fuera buena idea que me marchara pues no quería tener problemas con la policía que él mismo me había reconocido, patrullaba la zona. No, insistía, quédate aquí esta noche. Ciertamente no solo temía que apareciera la policía y verme involucrado en un tema chungo de drogas. Lo que más me preocupaba era que a Reinaldo se le fuera más la cabeza y acabara tomándola conmigo. En su frenesí cada vez gesticulaba más fuerte, invadía más mi espacio vital y me intimidaba cada vez más con los movimientos del cuchillo que siempre llevaba en la mano y que utilizaba para cortar la roca.

En un par de ocasiones estuve tentado de aprovechar un descuido y salir corriendo. Sin embargo, aún no tenía recogidas todas mis cosas que seguían esparcidas por el oscuro porche. En la más absoluta oscuridad y con un dedo fracturado hace algunas semanas guardar todo aquello no era tarea fácil. Si me levantaba Reinaldo me instaba a tranquilizarme y a quedarme quieto donde estaba. Su paranoia era máxima y saltaba a la mínima por muy relajado que yo aparentara estar.

Cuando regresó con su pistola le pedí por favor que la dejara en su habitación. Le intenté explicar que en mi país no utilizábamos armas y que me daban pánico. Fue entonces cuando empezó a contarme como en ocasiones asustaba a las parejas que, sin saber de su presencia, utilizaban en ocasiones su porche para hacer el amor. En ocasiones, me decía: «están tan cerca de mi como lo estas tú ahora».

A las tres y media de la mañana ya tenía todo medio organizado y comencé a esperar la oportunidad para largarme por patas. En cuanto la ocasión se presentó cogí el petate y me largué a paso ligero rezando para que no apareciera. Salí de la playa ya a la carrera y regresé por la carretera hasta el pueblo. Veinte minutos más tarde, ya en el pueblo, me recompuse y acabé de organizar mis pertenencias. Comencé a planear como iba a pasar el resto de la larga noche que aún me esperaba por delante.

A las ocho de la mañana cogí un bote hasta almirante y desde allí un coche compartido hasta la frontera con Costa Rica.

 

 

FIN

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Publicado por RASKOLNIKOV

Abogado especialista en asilo. Viajero, senderista y lector

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