Viaje mochilero Turquía
Llevaba años posponiendo por uno u otro motivo mi viaje a Turquía. Tras haber matado otros destinos que me obsesionaban con más fuerza, la ocasión de visitar Turquía parecía propicia la primavera de dos mil quince. Reservé con Alitalia lo que me permitió disfrutar de una interesante escala en Roma. Una larga tarde sin nada que hacer me dio la oportunidad de dejarme caer por Trastevere. Bueno, más bien fue el tren de cercanías el que eligió este barrio por mí y yo respeté su decisión. Espectáculo callejero, ambiente jovial, muchos españoles, Sprits del Venetto y un tiramisú mediocre amenizaron mi tarde. Luego, caminata por la ciudad de las siete colinas.
Me costó más de lo que hubiera sido de esperar encontrar un sitio decente para cenar. Roma estaba a rebosar y no había una terraza libre. Seguí andando hacia la estación de Termini lugar desde el que debía coger el autobús hacia el aeropuerto de Fiumicino. Me decidí por un restaurante muy de andar por casa de una callejuela cercana a la estación. Los camareros eran italianos algo que empezaba a ser una rareza en Roma. Una lasagna y un buen tinto terminaron de alegrarme la noche.
Cuando me las prometía muy felices me enteré de que no había bus al aeropuerto. Tampoco tren. Al parecer los buses los gestionaba una empresa privada y ni siquiera existía una parada como tal. No lo podía creer del todo. Me aferraba a la esperanza que me dictaba la lógica. Desde el centro de Roma debía de haber alguna manera de llegar alaeropuerto a las once de la noche. Pero no, no la hubo. Esa noche descubrí que Roma era África.
Un argelino se encontraba en mi misma situación. Esperamos juntos y empezaba a hacer frío. Entré en la estación de tren para resguardarme y reflexionar. Para mi sorpresa, la policía no tarda en desalojarme pues la estación de tren cierra por la noche. A la puta calle. El argelino y yo nos planteamos coger un taxi pero entre dos sigue saliendo muy caro. Media hora más tarde se nos une un joven regatista ruso que compite en Valencia y también va al aeropuerto. Hacemos una nueva oferta al taxista y finalmente, habemus papam. El chiflado y simpático taxista nos lo repite una y otra vez marcando cada silaba por si no lo teníamos claro: “ROMA ES AFRICA”.
Entonces comenzó el clásico bucle espacio-tiempo de cabezadas, prisas, caos, cansancio, clarividencia, narcolepsia por el que casi siempre comienzan mis viajes. Paso el trámite como si de una pequeña muerte se tratara, con la sumisión propia del soldado que ya ha estado en mil batallas. Mi vuelo a Estambul no sale hasta las diez de la mañana. Allí llegamos a eso de las tresde la tarde. Como no tengo el visado online me echan para atrás de malas maneras en la frontera. Cuando me quiero enterar son casi las cinco de la tarde. Estoy en Turquía.
Me quedo en el primer hotelito que encuentro en la zona del Bazar. Paseo por los alrededores de la mezquita azul. Se me acerca un niño sirio a pedirme dinero pero no le doy nada. Contrastes entre modernidad y tradición, entre riqueza y pobreza. Un perro labrador solitario juega como un loco en el parque, su casa. La felicidad con la que corre por el majestuoso, sucio y decadente parque me reconcilia con su penoso futuro. Los amantes de los perros siempre sufrimos en los países árabes. Eso sí, en Turquía no me ha dadola sensación de que los perros estén tan mal tratados como en otros lados.
Un restaurante indio que no pasará a la historia.
A las tres de la madrugada estoy otra vez en marcha. Mi avión hacia Kaiseri (Capadoccia) parte a primera hora dela mañana. Comienza el auténtico viaje, me digo.
Desde el aeropuerto no es fácil llegar a Goreme, puerta de entrada a la Capadoccia. Es necesario hacer varios cambios de bus. El primero en la propia estación de Kaiseri. El segundo en Avanos, a diez kilómetros de Goreme. Desde allí compartí un taxi con dos chicas rusas. A medio camino una de las chicas se dio cuenta que se había dejado el móvil en el autobús y tuvo que salir escopetada. Por una vez no fui yo quien la lió.
Goreme es un espectacular gueto-pueblo turístico bastante agradable. Que guste la Capadoccia es normal porque te entra por los ojos como si fuera una tarta de chocolate. No me extenderé sobre los paisajes que lo inundan todo porque son de sobra conocidos. Era uno de los puntos fuertes de mi viaje por Turquía.
Al principio me acojoné con el alojamiento. En los dos primeros hoteles cueva en los que pregunté se descolgaron con precios desorbitados. A la quinta o sexta fue la vencida. Me quedé en el “Diamond de Capadoccia” justo al lado del más conocido Archpalace. Veinticinco pavotes por un palacete con terraza y todo enterito para mi. Con vistas y cerca de todo.
Empecé por probar los ricos mezes con sus típicas salsitas.
Por la tarde decidí perderme y vaya si lo conseguí. Me dirigí al llamado valle del amor, perdí el sendero y me planté en una extraña zona de nadie que desembocaba en un desfiladero bastante empinado. Para colmo iba en sandalias. Una caída en estas condiciones implicaría como poco una lesión de tibia y peroné. Y como diría Vinzo, mi inseparable amigo italiano, una más que posible “rotura de huevos”.
La luz se iba apagando amenazadora. La lluvia, por improbable que parezca en el desierto, comenzó a descargar con fuerza y el frío se hizo notar. Nadie hubiera dicho que tres horas antes estábamos a cuarenta grados. Yo con pantalón corto y camiseta no era aún consciente de lo mucho que podían cambiar en cuestión de segundos las condiciones climáticas. En un día en la Capadoccia era habitual vivir las cuatro estaciones.
Me metí debajo de un árbol para guarecerme de la lluvia que me estaba calando hasta los huesos. Cuando conseguí salir finalmente, a lo Indiana Jones, de las profundidades del valle, me recibieron, como si de una aparición se tratara, unos pastores locales.
Poco antes de anochecer llegué a Uchisar pensando que estaba en Goreme. Para llegar hasta Uchisar no me quedó más remedio que atravesar clandestinamente los jardines de un hotel bastante lujoso, atravesar el comedor como “Pedro por su casa” y perderme por sus laberínticos pasillos en busca de una salida, aparentando ser un cliente un tanto excéntrico y desaliñado.
La ruta de apenas cinco horas desde Goreme me permitió perderme, literalmente, por caminos nada transitados por los turistas. Solo volví a la civilización cuando, por error, llegué a Uchisar.
Una vez abandoné el lujoso hotel en el que me había colado tuve que guarecerme de la lluvia que volvía a descargar con fuerza en el primer techo que me acogió. Parecía un bar aunque no tenía ni cartel ni nada. Me enteré luego que aún no había abierto al público y que, a todos los efectos, era el primer turista al que recibían. Un par de cafés turcos me devolvieron a la vida. Había sido una tarde emocionante.
Por mucho que alargué los cafés ahí fuera seguía diluviando. Y yo con mis sandalias, mi pantaloncito corto y mi camiseta, helado de frío. Ya era de noche. Me metí en una cueva abandonada a esperar que escampara. Fumé un cigarrillo. Todavía no sabía que me faltaban siete kilómetros para volver a Goreme que estaba bastante más abajo.
Avanzada la noche paré a comer Pide (Pizza turca) y una deliciosa ensalada en un restaurante de carretera. Seguí andando por la carretera hasta regresar a Goreme.
A la mañana siguiente recorrí el valle rojo y el rosa (Gollundere). Una caminata que implicaba dedicación a jornada completa. El nombre de los valles proviene del color que adquieren con la luz las formaciones rocosas al atardecer.
La primera parte de la ruta transcurre por paisajes menos abiertos. Se anda por zonas de cultivo, grutas imposibles y frondosa vegetación. La segunda parte comienza con una subida, el paisaje se vuelve repentinamente más árido y las vistas panorámicas comienzan a monopolizarlo todo. Abajo, las iglesias excavadas en la roca y la exuberante naturaleza de mayo. A lo largo de la mañana apenas me crucé con nadie. Luego, una caravana de abuelos y una excursión escolar que desaparecieron rápidamente como si nunca hubieran existido. Había llegado a la zona conocida como Gollundere II.
Me cruzo con una pareja de chinos que por modernos parecían japoneses. Zumo de pomelo. El vendedor de frutas tira de todo su repertorio para engatusar a los raros turistas que aparecen. Entre otras argucias se dedica a desviarlos por la ruta más larga que hará que inevitablemente regresen por su puesto de frutas en un par de horas, probablemente sedientos.
Absorto en mis pensamientos, me desoriento y acabo por andar campo a través hasta que la arenosa bajada me hace descarrilar y caigo al estilo croqueta.
Ya de vuelta en Goreme me siento en un restaurante coreano lleno de asiáticos. Los camareros turcos se sienten intrigados por los mágicos efectos de mi tabaco de liar. Les invito a echar un piti.
Entre las compañías de buses en Turquía existen grandes diferencias. He tenido bastantes problemas con el servicio de la compañía Metro. Pareciera que sus azafatas (aquí siempre la hay) han sido elegidas por su mala educación. No hablan inglés y siempre parecen estar desbordadas de trabajo. Curiosamente, parecían estar siempre encima de lo que hacías con el estrés que eso te generaba. Especialmente lamentable era un azafato que fumaba compulsivamente en cada parada hasta el punto de retrasar la salida y cuando la gente se le quejaba les respondía de mala manera. Lo peor fue una vez que me derramé un café encima en el autobús que iba a Anatolia y me echaron un broncazo que pareciera había matado a alguien. Si por mí fuera prescindiría de tanta parafernalia. Mucho inútil suelto en los buses de Turquía.
El miércoles me lo tomé con calma. Me dirigí a la cueva de Durunkuye. A la vuelta fui conversando con una viajera de Seattle que destacaba las bondades de la cocina turca frente a otras como la italiana o la griega que le parecían menos sanas. Siempre resulta cómico escuchar a un norteamericano hacer de crítico de cocina. En cualquier caso le doy una nota alta a la gastronomía turca. Mucha ensalada, mucho kebab y mucha pizza turca. La variedad mengua para el turista cuando abandona las grandes ciudades.
Tras el regreso de la ciudad subterránea de Durunkuye alquilé una bicicleta por nueve euros y me dispuse a explorar los muchos caminos de tierra de Goreme. Tuve tiempo de perderme y encontrarme. Me encontré con quads, 4×4 y hasta turistas montando a caballo.Pasé también por Avanos y algún que otro pueblo cercano.
En esta ocasión me llevé el Ipad y empecé a disfrutar con moderación de las bondades del wifi. La parte negativa es que me he sentido demasiado conectado con el mundo del que huía. No tengo claro el papel que la tecnología tendrá en mis futuros viajes. No he llegado aún a conclusiones. Si que tengo claro que en este viaje me ha sobrado wasap, wifi y Ipad. He leído y escrito menos que de costumbre.
El jueves me dirigí al valle de Ilhara ya fuera de la Capadocia. Se trata de un precioso valle que surge de una falla que ha provocado un tajo espectacular en la zona de Aksaray. Dado que renuncio a unirme a una de esas excursiones grupales que te ofrecen por todos lados me veo obligado a buscarme la vida como siempre. Lo primero es llegar a Aksaray. A la una estoy allí.
Desde la estación nueva debo coger un autobús de línea hasta la estación vieja que es desde donde salen los autobuses para el valle. En la estación de ski (ski significa antiguo en turco) charlo animadamente con un grupo de trabajadores que chapurrean algo de inglés. Un chaval joven que trabaja en unos baños termales de la zona se ofrece a acompañarme. Está entusiasmado por el hecho de conocer a un extranjero. Al contrario que en la Capadocia aquí nos encontramos en una zona muy poco turística. Sobre las tres llego a Ilhara. Unas chicas del pueblo me miran con extrañeza y finalmente me ubican, aunque no demasiado.
El valle responde sobradamente a mis expectativas. Me equivoco y durante cinco kilómetros ando en sentido contrario. Tengo que desandar los cinco kilómetros y hacer lo catorce inicialmente previstos, siete a Belirsima y otros siete hasta Selimi. Aunque al principio dudo que consiga llegar a Selimi, según voy cogiendo ritmo tomo conciencia de que es viable llegar antes del anochecer. Hasta Belirsima hay bastante movimiento de turistas nacionales. A partir de allí, hasta Selimi, casi nadie. Ésta última parte es la que más me gustó. Impresionante fue también la vista del monte Hassan.
Y hablando de Hassan, así curiosamente se llamaba también el muchacho que conocí en la última parte del trekking. Según me contó, había quedado con un amigo de la zona (él era de Konya) para ir a cazar. La falta de cobertura les había jugado una mala pasada y al final no habían podido encontrarse. Este turco, para variar, hablaba un inglés correcto. Trabajaba a la vez que finalizaba sus estudios de perito agrícola.
Antes de desplazarme al valle de Ilhara ya sabía que tendría un problema gordo a la hora de volver. Decidí pensar que, como tantas veces, la solución aparecería sola. Hassan fue mi solución. No tuve ni que hacer autostop pues él iba hacia Aksaray en su camino a Konya. Otro ejemplo de mi legendaria buena suerte.
Le invité con mucho gusto a cenar en un night club un poco putero que encontramos a las afueras del valle. La comida y el par de pitillos que me fume me sentaron de maravilla.
Montamos en su viejo coche que, según me contó, había comprado de segunda mano hace escasamente un par de meses. Hablamos en el viaje de vuelta de lo divino y de lo humano. Era un chaval de espiritualidad especialmente arraigada. La charla me sirvió para seguir componiendo el complejo puzzle del Islam y sus diversas corrientes. Creo que era votante de Erdogan aunque no lo dijo claramente.
Llegué muy bien de tiempo para montarme en el bus nocturno que iba a la sagrada ciudad de Urfa. El viaje no fue en absoluto agradable. El autobús iba a tope de gente de lo más ruidosa. Tampoco es que fuera especialmente cómodo y la azafata se comportaba como nazi a la caza de judío.
Tuve un momento de pánico cuando tras echar una cabezadita me palpé el bolsillo (algo que hago unas trecientas veces por día) y me di cuenta que no tenía mi ipod. Dado que es la mayor pijada que tengo en esta vida (realmente es de Sweet) me entraron sudores fríos. Me tiré al suelo del autobús y tras diez minutos de búsqueda en la oscuridad en los que tuve que levantar a la mitad del pasaje acabé dando casi milagrosamente con el aparatejo.
Cuando empezaba a cantar el gallo llegué a Urfa o Sanurfa como se llama oficialmente. El san se le añadió, al parecer, tras un pique con sus vecinos de Gizantep ( la gloriosa Antep, antes llamada Antep a secas). Todo ello tras el papel de ambas en la reconquista de Ataturk.
Las resacas de las noches sin dormir se hacen más pesadas con los años. Entro en la primera pensión que se me pone a tiro a un precio módico. No me dejan entrar en la habitación porque aún es pronto. Aprovecho para desayunar un rico burek de queso. Resisto el sueño como puedo dando vueltas por el barrio hasta que me dejan entrar en mi habitación. Tumbado en la piltra un olor nauseabundo lo invade todo. No me había dado cuenta de que la pensión estaba al lado de un estercolero. Insectos por todos partes.
Llegar hasta Urfa era una locura. Veinte horas extras de autobús. La curiosidad mató al gato. Urfa no era solo un referente espiritual turco, también era un punto caliente junto a la frontera siria. Mi trabajo con los refugiados despertó mis deseos de visitarla. Allí había gran cantidad de exiliados, muchos de ellos niños que se buscaban la vida.
Por Sanurfa vagabundeé como un fantasma. Visité la hermosa piscina de Abraham y busqué una vista panorámica que disfrutar al anochecer contemplando la ciudad. Grupos de desocupados me miraban moderadamente curiosos. Más niños abandonados a su suerte. Me invadió una tristeza profunda.
Esa misma noche cogí otro autobús con la intención de alejarme lo máximo que pudiera de un dolor que llevaba dentro. Así fue como llegué a Mercin tras dos días en los que apenas había dormido. Luego una sucesión de dolmus me llevaron hasta Kizkalesi, primer destino de playa de mi itnerario. Necesitaba dormir.
Nunca había visto tanto palo selfi como aquí en Turquía. Una guía acompaña a dos turistas americanos en Kizkalesi. Suelta una retahila sin descanso que en esos momentos me parece puede durar horas. Afortunadamente me dejan por fin tranquilo. No sé como alguien puede disfrutar de una visita en esas condiciones.
En Kizkalesi me dediqué a tumbarme a la bartola y disfrutar de mi gustosa habitación playera. Ni la playa era demasiado memorable, ni había lugares de especial interés por la zona. Uno de los días que perdí allí, en retrospectiva, habría sido prescindible. En cualquier caso, no puedo negar que la inactividad me hizo bien y estuve de lo más a gusto.
Durante horas me dediqué apresenciar un torneo de full contact que celebraban en la playa. Otro día lo empleé en una ruta que supuestamente debía llevarme a unas ruinas y que acabó por no llevarme a ninguna parte. Acabé patéticamente con mi Ipad, en la habitación de hotel, fumando cigarrillos sin parar y siguiendo por Internet las elecciones autonómicas y municipales del año dos mil quince. El minibar casi lo vacié por completo.
Al alba, con bastante resaca, salí pitando en el primer bus mañanero hacia Antalya. A las tres de la tarde había llegado a mi destino.
Los vendedores en Turquía, especialmente en la capital, se te acercan por donde quiera que vayas. Calcetines, relojes y hasta peonzas. El vendedor de estas últimas ha venido un par de ellas en el ratito en el que he estado pendiente. La baila de maravilla. Colonia para un chino dubitativo. No reacciona. El turco encabronado le persigue y me da la sensación de que el chino tiene miedo. Le acaba comprando y ahí se acaba la historia.
Seis días sin fumar nada de nada. El mono físico aún no ha remitido. Reaparece después de comer y antes de dormir. Es solo un parón, pienso. Duermo un sueño purificador en un banco de las cercanías del barrio de las mezquitas. Un par de cabezadas y vuelvo a escribir.
Una belleza rusa acompañada de un maromo tipo armario empotrado. Un par de chinos suben y bajan la calle del Mcdonalds, donde los encontré antes. Parecen, como yo, dejar pasar el tiempo.
Antalya es una ciudad de obligada visita en Turquía. Su casco histórico y su entorno natural justifican sobradamente una visita.
Disfruté de un hamman con toda suparafernalia. En primer lugar pasas por una sala caliente. Luego te quitan la piel muerta y, ya enjabonado, te masajean. Lo hacen con bastante fuerza. Prácticamente te machacan.Tras un rato de masaje el masajista me pidió más dinero para continuar un rato más. Me dijo que no podía enterarse su jefe. No quise enrarecer la situación y accedí aunque no me pareció bien. Al fin y al cabo era poco dinero y venía a relajarme. La última parte del tratamiento la hace un compi de curro del primero. Consistía en un masaje con aceite. El segundo chaval era pésimo haciendo masajes.
En cualquier caso, y esto no sé que parte de verdad tiene, percibí un cierto tufillo gay. El rollo homo del que tienen fama los hammanes probablemente tenga su parte de verdad.
Acerté de pleno con la elección de la noche. Se trataba de una tasca tradicional repleta de parroquianos bigotudos. La cena a base de mezes varios y barbacoa, acompañada de música en vivo y un par de tuborgs me dejó tan buen recuerdo que a punto estuve de volver al día siguiente.
Cuando uno viaja sólo, al menos en mi caso, es interesante adaptar el viaje a dicha circunstancia. No me gusta alargar demasiado mis estancias en ciudades grandes, introduzco más actividades deportivas y de naturaleza e intento economizar al máximo tanto el tema de alojamiento como el de transporte. Para viajar sólo debes disfrutar de tu soledad. La lectura, escritura y la música resultan imprescindibles.
En Turquía, a pesar de que he tenido la suerte de relacionarme con lugareños, la barrera idiomática ha resultado complicada de superar. Como tampoco he estado demasiado vivaracho, el viaje ha acabado por ser casi más interior que exterior. Cuando uno está solo todo tiende a magnificarse. Tienes que estar preparado para dejar de verle el sentido a las cosas o para preguntarte qué cojones hago yo aquí. Horas después tal vez estés en el séptimo cielo.
Los contrastes en Turquía tienen difícil parangón. Una civilización totalmente moderna y cosmopolita convive con otra más tradicional y claramente rural. Estos contrastes se manifiestan especialmente en la vestimenta de las mujeres y tienen su principal crisol en Estambul.
Tras la ciudad de Antalya me dirigí al oeste de Anatolia. En concreto a los valles de Egirdir. Mi intención era cubrir varias etapas del camino de San Pablo. Tras mucho meditarlo había prescindido de hacer la ruta Licia que transcurría por la costa. El camino desde Antalya hasta Egirdir me reconfortó en mi decisión. Me bajé del bus y me puse a andar por el paseo una vez llegué. Tras andar hora y media me di cuenta de que iba en el sentido contrario al que pretendía. Pillé un dolmus y volví al punto de partida.
En Egirdir descubrí que todos los alojamientos eran propiedad del mismo tipo, el dueño de la pensión Charly. El monopolio no funcionaba mal.
Siguiendo los consejos de uno de los empleados decidí realizar una ruta que empezaba en el vecino pueblo de Bedre. Desde allí fui andando hasta Bagoyen y luego a Barla para, al día siguiente, llegar hasta Direwan.
Una ruta más que recomendable donde se trata de evitar a los perros asesinos en la medida de lo posible. Yo las pasé canutas con uno en concreto que me estuvo siguiendo durante casi una hora a la vez que protegía un rebaño que yo no conseguía rebasar del todo por lo escarpado y estrecho del terreno. En un sendero apenas marcado, especialmente desde Bedre, perderse era más que posible. Sin embargo, al no desaparecer completamente la visión del lago no terminabas de desorientarte del todo.
Por esta zona también es posible realizar interesantes rutas en bicicleta. La exuberante y cambiante naturaleza se combina con pueblos atrapados en el tiempo donde las construcciones en madera son la norma. El problema fundamental es encontrar alojamiento si no tienes tienda de campaña. Yo solo tuve la opción de alojarme en Barla. La segunda dificultad reside en el transporte puesto que, salvo que hagas autostop como yo, solo te queda la opción de pagar un taxi a la ida y otro a la vuelta. A mi me recogió una pareja joven, ella embarazada. Estuvimos charlando durante los 20/25 kilómetros de vuelta a Egirdir.
Para cenar degusté una botellita de vino tinto de la zona, una pizza turca y bastante frutita en la habitación de una pensión que, tras un par de días de caminata, me pareció un palacio.
La mañana siguiente amaneció diluviando en Egirdir. Sólo quedaba seguir camino hacia Pammukale y Afrodisias.
En Pammukale el día se presentaba intenso. Japoneses y chinos por todas partes.La proporción asiático no asiático allí era aproximadamente de diez a uno. Todo está pensado para los asiáticos, hasta la gastronomía está adaptada a ellos. En definitiva, un paraje único y muy fotogénico un tanto arrasado por el turismo. No lo recuerdo como algo especialmente memorable aunque sí bastante llamativo dado que a todo el mundo le gusta andar por las nubes.
Los pensamientos parecen no materializarse hasta que los expresas por escrito. Luego desaparecen igualmente. Unos pocos, tal vez, revivan pasado un tiempo. Algunos lo harán por tu simple voluntad, otros lo harán por mucho que no quieras y, esos, mucho me temo, los cargarás contigo toda la vida.
Me gusta tener un horizonte. Tal vez por eso viajo. Me siento vacío si no tengo un proyecto al que agarrarme. También me siento vacío cuando no tengo a nadie con quién compartir mi pasión. Y es que no se trata tanto de compartir viaje como de compartir una pasión. Una pasión que tiende a crecer entre viajeros auténticos y se vuelve estéril cuando no puedes compartirla. Supongo que me gustaría encontrar un auténtico compañero de viaje.
Mi experiencia me dice que a la mayoría de gente no le interesa aquello que se sale de su cotidiano. Al menos, a la mayoría de gente que he conocido. Muchos aparentan que no es así, tal vez incluso lo crean. Como todo lo fingido, no se tarda mucho en descubrir al impostor.
Tras el madrugón en Pammukale, el objetivo para mi último día de viaje era llegar hasta la inaccesible Afrodisias. Si anteriormente con cierto estoicismo pude librarme de diversas excursiones organizadas, en el caso de Afrodisias la visita por libre rozaba el masoquismo. Si te decides a echarle valor quedarás expuesto a lo que te depare la diosa fortuna para poder volver a Denizle, el pueblo clave sobre el que basculan las escasas comunicaciones de la zona.
A las 11.30 había cogido un dolmus desde Pammukale a Denizle. Luego empalmé con otro a Nazilli, otro a Karucako y por fin, otro hasta Afrodisias. Una odisea que con suerte se puede hacer en tres horas. Afrodisias está bastante fuera de las rutas turísticas lo cual me permitió perder de vista a tanto asiático y relacionarme de nuevo con la gente local durante el trayecto. Gran parte del mismo me lo pasé, de hecho, jugando con unos zagales de lo más divertidos.
Afrodisias es imprescindible. Mágica. Las ruinas de Afrodisias traspiran historia. Salvando la distancia son las Pompeya/ Herculano de Turquía. Más modestas, tal vez, pero más autenticas de experimentar para el viajero independiente. Sin ser ruinas, supongo, tan ricas para los especialistas o puristas en arqueología, afirmo que cuentan con construcciones apasionantes para un neófito. Y, como digo, más importante, poseen la magia capaz de transportarte miles de años al pasado.
El estadio de Afrodisias me impactó sobremanera. El hecho de poder disfrutar de un estadio de la antiguedad con capacidad para treinta mil personas en absoluta soledad hizo del momento algo realmente especial. El foro, el Hamman o la inmensa piscina de doscientos metros de longitud hacen de Afrodisias un lugar irrepetible. Las dificultades de acceso para el turista allí, no sólo protegen a Afrodisias de las masas sedientas de selfies, sino que permiten que los edificios sigan allí, como animales salvajes en mitad de una naturaleza que rivaliza en belleza con la propia arquitectura.
Como os podéis imaginar, escapar de allí, volver a Denizle y coger mi autobús de vuelta a Estambul fue otra odisea. Para empezar no había dolmus de vuelta. Taxi tampoco. No me quedó otra pues que hacer autostop de nuevo. Me cogió una motillo y durante media hora fui de lo más a gusto disfrutando de unos paisajes que ganaban en belleza al atardecer. Le solté diez liras por las molestias. Luego dolmus fue y dolmus vino. Como casi siempre, con la lengua fuera y gracias a que las sucesivas combinaciones fueron como la seda, llegué justo a tiempo de pillar un último autobús que me llevaría a Izmir, luego avión de vuelta a Estambul, final de mi viaje por Turquía.
Durante estas semanas he leído vagabundo en París y Londres de Orwell y la intervención de la soledad deAuster.
FIN
Viaje mochilero Turquía Viaje mochilero Turquía Viaje mochilero Turquía Viaje mochilero Turquía Viaje mochilero Turquía Viaje mochilero Turquía Viaje mochilero Turquía Viaje mochilero Turquía Viaje mochilero Turquía Viaje mochilero Turquía Viaje mochilero Turquía Viaje mochilero Turquía Viaje mochilero Turquía Viaje mochilero Turquía Viaje mochilero Turquía Viaje mochilero Turquía Viaje mochilero Turquía Viaje mochilero Turquía Viaje mochilero Turquía Viaje mochilero Turquía Viaje mochilero Turquía Viaje mochilero Turquía Viaje mochilero Turquía Viaje mochilero Turquía Viaje mochilero Turquía Viaje mochilero Turquía Viaje mochilero Turquía