Y por fin tocaba viajar de verdad hasta Son Kol, el paraiso de los caballos. Son Kol, nos dijeron, era como el resto de Kirguistán aunque más seco, más alto y más salvaje. Se encontraba a unas siete horas de Karakol, vía Bastycha y Korchor. En esta última localidad paramos a dormir.
Pocas veces había sentido tal confusión. Hacía tiempo que había iniciado un camino de no retorno. Aún así, como siempre, intenté fingir que no ocurría nada. No sabía sobrevivir de otra manera.
Salí a dar una vuelta por Kochkor. Estuve jugando con unos niños en la plaza del tanque ruso. Un chaval se empeñaba en recitar todas las capitales del mundo. Un borracho me pidió que le invitara a un helado. También invité a los niños. Me dirigí hacia las afueras donde las nuevas autoconstrucciones de adobe y ladrillo proliferaban como setas. Las montañas seguían presidiéndolo todo.
Debía recuperar el tiempo perdido aunque fuera demasiado tarde.
Fuimos a cenar Kurdak junto a Amat el jovial muchacho recien casado que nos gestionaría el alquiler de los caballos.
La experiencia de montar a caballo en Son Kol fue dolorosa y apasionante a partes iguales. Mi caballo, Toro, era un vago redomado y hasta que no aprendí que sólo me entendería a palos el muy cabrón se dedicó a holgazanear y a zampar sin parar. Tras un par de días comencé a manejarme correctamente sobre el caballo e incluso protagonice un par de cabalgadas eufóricas que a punto estuvieron de costarme una caida. Mi rabadilla no volvería a ser lo que era. Las rodillas sufrientes por unas bridas demasiado cortas me obligaron a poner pie a tierra y tuve continuar la marcha a pie durante algunos kilómetros.
Hicimos una ruta de un par de días hasta el lago grande que en mayo seguía aún helado. Vistas espectaculares. Dormimos en una yurta.
En mitad de otra ensoñación me preguntaba, ¿Sería posible que aquella diosa que idolatraba en ese lugar clandestino se hubiera convertido ahora en mortal? ¿Seguro que era la misma que se empeñaba en ligar conmigo algunos años más tarde? ¿Cometería un sacrilegio con esa divinidad? ¿O es que ni siquiera me interesaban ya las diosas?
En Son Kol había manadas con cientos, tal vez miles de caballos. Corrían libres por las verdes praderas. Un entorno virgen aún, duro y hostil.
Antes nos llevabamos bien. Ahora, no lo sé. ¿Qué dices tú? Tal vez lo dioses se han vuelto terrenales para ti también. ¿Los prefieres así?
Cuando cayó la noche en Son Kol comenzó a nevar. Los campos se cubrieron de un blanco irreal.
A la mañana siguiente trotamos sobre la nieve y ascendimos montañas que no llevaban a ninguna parte. Sobre un caballo siempre era mejor subir que bajar. Al menos eso opinaba mi culo.
Estos cuadernos se han vuelto mis únicos confidentes ahora que he perdido la fe en la raza humana.
La vida solo se puede vivir hacia adelante.
Siempre supe que acabaría mal. Me sigo sintiendo diferente y en el fondo aislado del resto de personas que me rodean. No logro alejarme de una autodestrucción que está en mi ADN. ¿Será esto al final tan solo una profecía autocumplida?
No estamos siempre igual me dijo una persona a la que ya no importo. Y tú, te pregunto, ¿eres más de Shopenhauer o de Nietzche?
Al final de la jornada, de vuelta al pueblo, comimos un rico arroz con verduras y carne que sabía a campo en la casita de nuestro guía. La pequeña de la familia miraba curiosa a los hombres y les servía té. Su madre permanecía en la cocina. Un bebé rodaba por el suelo. Una hermosa familia que parecía feliz.
Nuestro guía adoraba jugar al piedra, papel o tijera. Le encantaba apostar. El que perdía recibía un golpecito en la oreja. Ya decía Galeano que tenemos que aprender a ganar y a perder. Tal vez tenga que trabajar en esto. Y, claro, no me refiero ahora al juego de nuestro simpático guía.
En coche regresamos al atardecer hacia Bishkek. La mayoría prefería viajar en avión desde allí hasta Osh al sur del país. Llegamos a Bishkek cuando ya había anochecido.