Me había sumergido en el desierto. Desde Mayapo partí con lágrimas en los ojos. Caminé lentamente desde la playa al pueblo acompañado del mesero venezolano y su linda hermanita. En el cruce me metí en una camioneta, mochila a cuestas y pelo al viento. Llegué a Cuatro Vías. Luego a Uribia en coche compartido. Una vez allí, en 4×4 hasta el Cabo de la Vela.
¿Lograré perder por fin aquí la noción del tiempo? ¿Olvidaré por fin el día, la semana, el mes y el año en el que vivo? ¿Podré distinguir si es de día o de noche?
El agua en el Cabo de la Vela es más fría que en Mayapo. Las playas son aún más infinitas. Por la noche ya puede pasarse hasta incluso algo de frío. Me alojé en el extremo del pueblo en lo que parecía ser un centro de Kite Surf. Reservé una hamaca. El sitio me lo recomendó un ruso que viajaba con un chihuaua al que conocí, de camino, mientras esperaba en Uribia.
Aún no he conocido a los perros del Cabo de la Vela. A la gente tampoco. El Cabo es un buen sitio para andar y ver pelícanos.
Antes de que acabe el año habré matado a un hombre.
Tengo que investigar la historia del cantante Diómedes y su hijo Martín Elías. Será la única forma de comprender por qué son dioses en Colombia.
El Cabo de la Vela son dos lineas de casas a orillas del mar, cerca de unas salinas en mitad del llano desierto que es la Guajira.
Tal vez hoy sea un buen día para emborracharse y perder la cabeza. O ahogarme en la playa aunque el agua nunca cubra por encima de la cintura. Hoy es un día verde. Y al bañarte te purificas el tiempo suficiente para poder volver a purificarte de nuevo.
De repente, aparece una manada de perros heridos e iracundos. Se mueren de hambre, lo notas. Andan los seis juntos viviendo su vida de perros. Vagan sin saber dónde ir y se bañan en el mar porque tampoco saben que otra cosa pueden hacer. Y luego siguen; vagando, peleando y sangrando. A esa perra la van a violar entre cinco, lo veo venir.
Las gaviotas se lanzan en picado al mar una tras otra. Las pequeñas barcas de pescadores siguen danzando suave en un mar que no se mueve.
Otro perro solitario que huye de la manada decide darse un baño refrescante y un pelícano le sobrevuela mientras tanto.
Sal en la boca de este humilde escribidor.
Porque toda la vida es sueño y los sueños, sueños son. Espero que de nuevo caiga la noche esta mañana, y por fin, pueda esconderme para que nadie me vea.
Se puede estar diez días con la misma camisa raída, mojada y sucia en una playa. Yo lo he hecho.
Chispazos de euforia nicotínica me lanzan hacía el cielo azul que me cobija. ¿Cómo será estar vivo? ¿Cómo será estar muerto?
Regresa la manada. Un perro blanco es el líder por tamaño y por mala ostia. Siguen sin saber dónde ir pero saben que deben ir juntos.
Hace más de dos horas que no pasa nadie por la orilla. Entonces se acerca una pareja wayú, madre e hija.
Marcho hacia el pilón de azúcar y siento que podría viajar durante otras diez vidas. Tengo miedo de que esto se acabe. No sé si podré ser el yo que quiero ser cuando regrese a Málaga. Una Málaga que resuena en mi interior. Y que esta noche de amor no acabe nunca.
Era un desconocido el que teníamos a nuestro lado.
Un sol que me calienta y acaricia. Las olas del mar. Repito, si es de verdad, es bueno. Azul celeste sobre arena dorada. Cigarrillos Rumba.
A veces puedo ser realmente encantador. Especialmente con los desconocidos. Una conversación terapéutica. Un dedo perdido en combate. Y todo el tiempo del mundo para abrazarte. Un fraude que no era tal.
En Colombia a los rubios les llaman monos y a los niños, pelaos.
¿Qué hora es? ¿Serán ya las cuatro? ¡Qué día tan maravilloso! ¿Siempre es así el pilón de azúcar? Y pensar que podría acabarse justo ahora…
Veinte cigarrilos clase A con doble filtro.
Me pasé el primer mes de viaje borracho de vino en Argentina. Desde Perú no he vuelto a probar una copa.
Padre de familia.
Durante los próximos años empezarán a morir mis seres queridos.
Llegaré a los cuarenta.
Un nativo con coleta y tanga aprehende los últimos rayos de sol en la orilla del mar.
Otro complejo de inferioridad.
Y no es que nada guarde relación con nada. Aunque todo sea lo mismo. Múltiples dimensiones que raras veces somos capaces de percibir. ¡Y cuántos no lo consiguieron por no intentarlo! ¡Y cuántos fueron destruidos en el intento!
¡Joder! ¡ni siquiera sé cuando volveré a ducharme! ¡Este Robinson Crusoe está perdiendo la cabeza! ¡Soy un monstruo al que por fin han liberado en medio de la naturaleza!. Y sigo riendo yo solo en esta playa, ya casi vacía. Y pienso que tal vez no esté mal colocarse un poquito más antes de andar una hora por el desierto de vuelta desde el pilón de azúcar hasta el Cabo de la Vela.
Dos guiris se comen un plátano maduro al lado de la pared de roca arenosa que me cobija.
Un sujetador azul.
Otro patético barrigón español con barbita chapotea en el agua. Está tan solo como yo. Y entonces pasa caminando un típico cachitas de playa.
Siempre me arrepentí de no haber llevado a la práctica el lúcido plan que perpetré con seis añitos. Consistía en sacarme una foto cada mañana hasta el día de mi muerte.
Más guiris putrefactas, yo diría que escocesas, llegan a mi esquinita del placer del pilón de azucar. Luego un canijo pelirrojo y pecoso. Un chaval que se gana la vida vendiendo cervezas en la playa. Ofrece cerveza a todos menos a mí.
Cuando las circunstancias me llevan a un sitio más turístico de lo habitual me cuesta retomar el contacto con el primer mundo. Relacionarse con la gente local implica estrategias que no tienen mucho que ver con las que utilizas para relacionarte con otros mochileros. Yo me relaciono mejor con los primeros.
Otro día nublado en el Cabo de la Vela. Otra excursión fumeta al ojo del agua en el otro extremo del cabo. Allí me bañaré desnudo ante los escandalizados bañistas. Será entonces cuando conoceré a una bella colombiana que se parezca a ti, mi amor imposible.
Un tipo extraño me observa detenidamente. No sé si será mi barba de cuatro meses, mi pelo alborotado o mi desaliñada vestimenta. Supongo que debo empezar a prestar algo de atención a mi apariencia física si quiero seguir relacionándome con otros mortales.
Horas y horas drogado en Colombia por playas desiertas. Noches eternas de cielos estrellados que no quiero que terminen. Me olvido de los techos, de los espacios cerrados. Mis paredes son ahora los vientos, mi tejado el cielo y mis ventanas, el horizonte. Tal vez me odiéis porque no me entendéis. Porque soy mejor que vosotros. Porque yo puedo volar y vuestras raíces no os permiten levantaros del suelo. Y, lo sepáis o no, solo existís en mi cabeza. Yo os he creado pequeños minigusanos. ¿Dónde está el mundo? pregunto a las estrellas. ¡El mundo eres tú! me grita Thomas Wolfe desde el fondo de un abismo.
Un niño wayú me mira fijamente hasta que no puede sostener por más tiempo mi penetrante mirada. Una chica alemana se extiende la crema por sus pequeños pechos blanquecinos apenas ocultos bajo un bañador amarillo. Las costras de mi piernas han empezado a supurar y probablemente habrá que amputar por debajo de las rodillas. El dedo meñique de mi mano derecha también ha quedado inservible tras fracturármelo en Perú. El viento en el Cabo de la Vela hace honor a su nombre.
Algún escritor de enjundia aún no se ha enterado de que los libros son para que los lea la gente.
Y yo sigo mordiendo un bolígrafo rojo buscando su destrucción que también es la mía. Suena un mensaje de wasap y eso que estoy en el fin del mundo.
Lo he decidido hoy. Creo que es coherente. Voy a inmolarme desde el pilón de azúcar como acto de protesta contra los abusos que sufre en Colombia el pueblo wayú. Saltaré desde la cima de la enorme roca y desapareceré para siempre en las profundidades del mar caribe. Y entonces, si tengo suerte, me rescatará una sirena de esas que aparecen en las leyendas, me dará su corazón y si me lo curro un poquito, tal vez, su mitológico sexo.
Además de al ruso que viaja con el chihuahua, he conocido a una pareja mixta (colombiano-estadounidense) que viaja desde hace un par de años en bicicleta. También me he encontrado con una quebecoise muy simpática que lee a García Márquez sin entenderlo, adora la astronomía y que, pasados los meses, pasará un verano en mi casa de Archidona. Así de pequeño es el mundo.
¿Por qué no he bebido agua en todo el día? ¿De verdad pasarán el resto de días que me quedan en la tierra tan rápido como lo ha hecho éste? ¿Será por eso que no he meado en todo el día? ¿Si no se bebe no se mea? ¿Será que estoy soñando? ¿Acaso soy un árbol? ¿Será que no necesito comer, beber o cagar? ¿Dónde está mi cuerpo ahora que todo está en mi cabeza?
Y de repente, un aire violento que procede del centro de la tierra amenaza con arruinar mi día de playa.
¿Por qué en el Cabo de la Vela hay enormes agujeros negros, triángulos de las Bermudas, que se tragan a la gente? ¿No me crees?
Y entonces aparece Ronald, el pequeño niño Wayú que me miraba fijamente. Se lo había tragado la tierra. Y se lanza, el también, como si leyera mi mente, a cantar ¡Oh Mar! y luego, apenas unos segundos más tarde, me deja solo cantando y se aleja, mirándome a los ojos, mientras camina de espaldas e imagino que entonces piensa que estoy loco de remate, el pobre Ronald.
El mundo sigue estando, a pesar del horror, lleno de lugares increíbles. De lugares por descubrir. ¡Que no os engañen! ¡Aún hay lugares donde nadie ha estado nunca! Sólo hay que estar lo bastante loco como para encontrarlos. Y cuando encuentras un lugar así, abandonas tu cuerpo. Y flotando, vas dando saltitos y silbando canciones de amor. Hasta que, por fin, vuelvan las lágrimas.
Ella no quiere ayudarme. O no puede. Pasan los días y luego los años. Yo soy débil, frágil. Y en el fondo un leve soplo de aire puede acabar conmigo. Por eso huyo de un dolor cada vez más intenso con el paso del tiempo. Mis cartas son también cada vez peores. Tal vez haya pasado ya la mejor parte de mi vida.
Un helicóptero suena de fondo en un campamento de Punta Gallinas. Una ninfa se balancea en su hamaca justo delante de mí. Todos esperamos que pase algo. La ninfa sigue leyendo a Dostoyeski. Alguien me regala una cerveza Polar. La ninfa comienza a juguetear con una amiga rubia que le da golpecitos con el pie. Ellas también toman una Polar.
Aparece Rafael, el francés que conocí camino de Punta Gallina, y me cuenta que la auténtica cerveza Polar colombiana, al contrario que la Polar venezolana que encontrarás en Colombia por todas partes, toma su imagen de una heroína histórica que se hizo muy popular.
Vuelvo a observar a la ninfa. Luego miro mi reloj. Faltan exactamente cinco minutos para la eternidad. Y siento miedo porque tocan a su fin mis días de playa por el norte de Colombia. Unas playas que ya son mi casa. Aquí me siento muy bien. Pero, afortunadamente, la vida sigue.
Un día antes de llegar a Punta Gallinas conocí a Dirk, el alemán menos alemán del mundo. Lo vi a lo lejos, en la playa de la aguja de agua del Cabo de la Vela. Allí bailaba solo, en la arena,mientras yo charlaba con una belleza colombiana que trabajaba para la empresa Sol Tour. Una cosa llevó a la otra y Dirk y yo acabamos por pasar el día juntos.
Un sociólogo de lo más extraño. Un encuentro en los confines del mundo de los que nunca se olvidan. Acabamos borrachos de madrugada cuando la vida en el Cabo de la Vela hacía siglos que se había acabado. Riendo y filosofando. Compartiendo alegrías, miserias e intimidades como si nos conociéramos de toda la vida. Recuerdo que en un momento dado le dije:»ni te conozco, ni tú a mi. Mañana no volveremos a vernos más. Creo que podemos hablar libremente».
Dirk estaba casado con un refugiado ugandés solo para darle los papeles. Le encantaba decir «mi marido», aunque no era gay. Afirmaba que a menudo cambiaba de identidad durante el viaje. Unos días se hacía pasar por un tipo muy religioso. Otros cambiaba de nacionalidad. Decía que era un experimento que todo viajero debía llevar a cabo por aquello de meterse en la piel de otro.
Estuvimos hablando de lo increíble que era Cuba, donde él ya había estado. Otro mundo, según dijo. Hace unos años cuando, siendo él aún estudiante, visitó el país y dijo que venía de la universidad de Berlín, le ofrecieron acudir a dar algunas charlas a los estudiantes cubanos. Al parecer la situación fue tomando tintes de lo más surrealistas e incluso llegó a conocer a alguna que otra personalidad. También se relacionó con los grupos estudiantiles revolucionarios a los que, por surrealista que parezca, se dirigía en alemán pues, salvo algunas palabras, aún no hablaba español. La revolución enseñó, me recordaba Dirk, a leer a todos los cubanos. Una vez que sabían leer, les obligaron a leer Granma.
Me despedí de Dirk. Esa noche, de manera inesperada, apenas pude dormir. Un dolor intenso se apoderó de mi presente. Me puse triste porque comprendí que no podría cambiar nunca, ni podría cambiar nunca el mundo que me rodeaba. Peor aún, todo acabaría más pronto de lo que pensaba y el final sería espantoso.
Cuando amaneció, salí junto a Alexia, la chica canadiense y la pareja canadiense hasta Punta Gallinas en un 4×4. En Punta Gallinas sólo había tres alojamientos donde metían al turista como ganado. Fuimos en barca a ver flamencos pero antes paramos en una pequeña isla desierta desde la que había una panorámica espectacular. Al bajar del mirador, camino de nuevo a la barquita, contemplamos incrédulos como ésta se había soltado y bailaba a su suerte empujada por las olas ya lejos de la orilla. Pocos segundo más tarde, la barca comenzó a chocar inmisericorde contra las rocas ya a varios centenares de metros en la orilla opuesta.
El barquero palideció. Tras unos segundos de duda se lanzó al agua y comenzó a nadar en busca de la barca. Hubo momentos en que parecía que se iba a ahogar. Media hora más tarde, tras una lucha titánica, regresó sonriente con la barca. Uno de los motores se había destrozado por completo.
Volvimos a Punta Gallinas, visitamos su espectacular playa, llegamos hasta el faro y contemplamos la puesta de sol. No pudimos visitar la gran duna pues al parecer, había una guerra abierta dentro de la familia heredera de los terrenos. Padre e hijo andaban a la gresca. El hijo era el propietario del campamento Alexandra que le estaba arrebatando la clientela. El padre, ni corto ni perezoso, había contratado a un grupo de sicarios venezolanos a los que había armado hasta los dientes y había colocado en mitad de la carretera impidiendo el acceso a la gran duna. Los propios militares se habían visto obligados a recular ante la ferocidad de la pseudo guerrilla.
Llegada la noche, los turistas se amotinaron en el campamento pues no estaban satisfechos con el servicio recibido por la agencia. Como suele acudir en estos casos, el motín de los niñatos se acabó disolviendo como un azucarillo en cuanto el cacique local comenzó a utilizar el primer par de artimañas de intimidación.
Recomendaría venir a Punta Gallinas en bicicleta si se tiene tiempo y espíritu. De camino, eso sí, habrá que pagar el impuesto revolucionario de los pelaos que consiste en darle una galleta a todo niño que se sitúe en la carretera con una cuerda para cortarte el paso. Una tradición de lo más divertida.