Viaje mochilero USA de costa a costa. Estados Unidos por libre.
Cuatro locos al volante haciendo la ruta 66 recorriendo América del norte de costa a costa
California, Yellowstone, San Francisco, ruta en coche de costa a costa, ruta 66, Nueva York, Cañón del colorado, Yosemite
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ESTADOS UNIDOS DE COSTA A COSTA: USA

Viaje mochilero Usa

Verborrea. Un papel en blanco. USA de costa a costa. Otro día. Pero antes, otra noche. Miro hacia dentro, ¿siempre hacia dentro? Verborrea. Un papel en blanco. Esperando que pase algo. Suena una persiana. Elliot Smith, ¿se mató? ¿le mató su chica? Millones de libros. Palabras. Una arruga en la barriga. Pelo púbico. En mi balcón. Germán pagó veinte euros por la cena. Y mañana. Siempre hoy. Y mañana.

Un perro ladra. No quiero fumar pero lo hago. Hasta un ladrillo quiere ser algo. Pasos en la calle pozos dulces. Ni siquiera una sombra. Bolígrafo morado de CCOO. Enseñanza. Vuelvo a tropezar. Una rubia me mira en la terraza de un bar. ¿Podré saltar? Unas llaves abren una puerta en la esquina. Unas chicas juguetean a las 3 de la mañana.

Esbozos de nada. Seguir es un imperativo. ¿Es el vino? Como aquel día en la playa de Niza. Magia.

Suicidarse no es fácil. Mi peluda barriga sigue ahí. El bienaventurado sigue hablando con Arjuna pero ya no le escucho. Dos semanas para Noruega. Distancia, frío.

Llegamos a San Francisco. Kerouac, Burroughs y Ginsberg están allí. También Cassidy, no Cassady. El tabaco NO es marihuana.

Emily, Emily, Emily.

Niebla como siempre. Albergue de la miseria. Negros atrapados por el crack. Miseria abrazando la opulencia. No hace calor. Los recuerdos no me importan esta noche. Tampoco las palabras. Lucho contra nada.

Yo, Yo, Yo, mil veces Yo, siempre Yo. Se cierra una ventana en Pozos Dulces. Todo era vino.

Papel en blanco. Un bolígrafo Bic atrapado entre trencillas de color rojo. Siempre negras las plantas de los pies. Una cucaracha y una lagartija como única compañía.

Adoro a todos aquellos de los que nunca he escrito. Escribir para siempre, vomitar sobre el papel, sangrar en él, vivir en él. Me olvidé de mi tía. Otro borrón. Egoísmo. Yo, Yo, Yo.

La vida se pega a mi ventana. Tal vez alguien me esté observando desnudo esta noche en mi balcón. Sólo queda masturbación y vacío. Muchas personas sin opinión. Locura.

En caída libre. Otra vez esa guitarra. Nadie comprende nada. La bahía de San Francisco nunca podrá volver a ser como aquella noche aunque no recuerdo a los leones marinos. El café aguado puede ser maravilloso. Nadie comprendió que estaba loco. Jugando con fuego. Luego, o antes, aquella fiesta cerca de Chinatown. El mejor cuelgue de hierba que he tenido nunca.

Y luego, American Spirit para fumar. ¿Por qué todo el mundo pensaba que seguía siendo hierba? Libros en inglés que tal vez nunca lea. En la esquina del City Lights soñando con ser otro. El museo no estuvo mal. No compré aquella camiseta.

Y en el parque: «¡Medicine!, ¡medicine!». Sucios hippies y negros regalando tila. Kilos y kilos de tila. Silencio. Un parque abarrotado. Cinco escritores en una mesa de cuatro. El dealer es tu amigo.

Panes con forma de tortuga y salsa de cangrejo. Blanco ha desaparecido. Blanco ha aparecido. En el muelle. Treinta minutos después me he ido, aunque sigo allí.

Quise llorar. La esencia de la vida en un segundo. Y después, ya nada puede ser igual. Sin retorno. Solo vacío, destrucción y muerte. Exaltación de la belleza y luego, mortalidad. Las luces de San Francisco. Setas fumadas con forma de marihuana. Otra cuesta arriba. Incorpóreo. La esencia del recuerdo. Un abrazo en el muelle y mucha soledad.

Incomprensión que solo permite recordar lo hermoso. No me arrepiento de vivir. Y mientras la sociedad dicta su enésima prohibición, yo me sigo colocando en San Francisco. Se escuchan de fondo los porno cure.

Comiendo sopa y carne en el matadero chino de Chinatown. No hay turistas, sólo unos viejos escandinavos la tarde anterior. Quinientos platos y no comprendo nada. La camarera no habla inglés. Nadie en San Francisco habla inglés. Torre de Babel.

Muere el abuelo de Sweet. Unas lágrimas caen sobre el teclado del ordenador. Nos comportamos como si no pasara nada. Al final no pasó nada. Sólo la muerte del abuelo.

Terror en el cuarto de baño. Voces amenazadoras en la habitación. No puedo salir. La eternidad. Intento pasar desapercibido pero está en el aire. Mirada al suelo. Subo a la litera. Finjo no estar allí. Digo unas palabras. Desaparezco.

Un treintañero con retraso mental besa en la mejilla a la vieja y gorda de su novia. Entran en el albergue Pozos Dulces. Enamorados.

Yosemite queda para los cuentos. En el arcoiris de la cascada veo a Dios. Húmedo de placer. Mierdas de burro tapizan el sendero. Desde un mirador natural contemplamos el esplendor de las montañas que gotean vida.

Una semana en un día. El Mercury nos espera en calma. Cogemos la carretera de montaña hacia Fresno.

Sigo pensando, como siempre, en el placer de los otros, aunque pronto dejaré de hacerlo. ¿Por qué Fresno? Igual habría dado Reno. ¿Quién podía imaginar que Fresno era español?

Vacío existencial en Fresno. Son las diez y media de la noche. Un Denny’s abierto. De repente me meto en Pulp Fiction o, tal vez, en Mulholland Drive. Incapacidad para hablar inglés esa noche. La camarera acaba por hablarnos en español. En la mesa de al lado unas jóvenes revejeñas se cuentan miserias cotidianas. Viven en Fresno, ¡joder! Unos baños inmensos en el extremo, al lado de la puerta principal. Más comida de mierda. Todavía tenía esperanza.

Una hora más tarde cogemos el Mercury y conducimos. A las dos de la mañana paramos en una estación de servicio. Cuando nadie puede conducir, conduzco yo. Cuando no puedo seguir, paramos. Me fumo con miedo un poco placentero porro de marihuana. Veo pasar los camiones hacia otro cementerio de asfalto. La ventana algo abierta. Dormimos hasta que los primeros rayos del sol nos despiertan.

Tomamos café en el bar de la gasolinera donde fotos del equipo femenino de baloncesto del instituto de la zona cubren por completo las paredes. Un grupo de camioneros nos acompaña.

Nos dirigimos a Frisco de nuevo. J nos espera en la puerta de salida de American Airlines. Malas vibraciones. Todos sobran. Intrusos, buenas personas, entran en mi vida. A veces puedo llegar a odiar a las personas que quiero. Debo preocuparme por ellos, gustarles, ser como ellos, y eso me cabrea. Requiere un esfuerzo que sé que haré. Solo quiero fumar esta maravillosa maría.

Por un instante me preocupo al no ver al hombre silencioso del perrito al que saludo cada día a las siete de la mañana. Cuanto mayor el placer peor el dolor que le persigue. Eso jode. Difícil de aceptar.

Ridículas manías que me tocan los cojones. Mi compañero tiene razón, son todas cosas muy lógicas, intachables, de puro sentido común pero claro… esas mierdas me las sé de memoria. No necesito un niñato imberbe que venga a recordarme toda esa mierda. Un llanto con el que no puedo empatizar, aunque lo hago.

Por la noche tengo la peor discusión del viaje con Sweet que se da cuenta de lo que pasa por mi cabeza. Ella siempre lo hace. La playa de Santa Cruz es el fondo del pozo. Un policía nos ilumina con el foco. No se puede permanecer en la playa por la noche. Fumar allí, impensable. ¡¡Prohibido fumar en la playa!! ¡¡¡Dónde hemos llegado!!!

Hasta que no ponga la manta amarilla sobre el balcón no podré empezar a escribir. La silla a punto de quebrar. Un ejecutivo con polo rosa pasa junto al hogar pozos dulces. Una pareja de gorditos simpáticos es seguida a escasa distancia por un niño y su padre calvo, este último con rostro serio. Un hasta luego viene de alguna parte.

Una bella mujer con gafas y vestido blanco alcanza a verme a través del balcón. Agitación y después vacío. Un viaje siempre en el horizonte. Perderse para encontrarse. Y otra vez un saxofón impregna el aire pero yo no siento nada. Entonces, una trompeta.

Dolor apagado por el agua. Ni siquiera puedo beber una cerveza. Un ejército preparado para ser odiado. Un nuevo fracaso. Una lucha, el olvido. Las palabras me utilizan, juegan conmigo, me enloquecen, me desgastan y me dan la vida. Una lápida y entonces no sabes que puede pasar la palabra siguiente. Pero no pasa nada. Solo ese saxofón febril de Coltrane. En ese instante crees que sabes algo.

Cuando se rompe algo suele ser difícil de arreglar. A partir de aquella tarde en el Pacífico, que no me gusta recordar, el entendimiento solo pudo mejorar. Todo pasa, aunque nada es nunca igual.

En un motel de Santa Cruz. Marisco que nunca vivirá en La Costa da Morte. Vimos leones marinos e hicimos noche en un camping cercano a Santa Bárbara. Solo había dos plazas para acampar y fueron nuestras.

A la mañana siguiente J se empeñó en lavar la ropa con Lagarto. Dos horas más tarde, pasado el medio día, conseguimos salir del camping. La ropa quedó bien limpia.

Tarde para Santa Barbara, a medio día los Ángeles. Recorrimos la costa, subimos Sunset Boulevard e hicimos una parada en Mulholland Drive. Nos paseamos por Bel Air y continuamos el eterno Boulevard hasta encontrar comida y techo en un mexicano del centro. No sólo Venice Beach era un zoo humano.

Muchos italianos en Sausalito.

Un par de mujeres con una pinta fabulosa toman alguna pijada en la terraza del restaurante. Aparca un deportivo en cualquier parte y se bajan dos aspirantes a playboy cuarentones que se nos sientan en la mesa de al lado. La del vestido rosa les echa miradas a todos, incluido este humilde escribidor. Sus piernas se adivinan bajo la mesa. La comida es pasable. La tensión en el grupo ha desaparecido. Sweet, omnipresente.

Nos encontramos en Hollywood Boulevard. Ruedan una película. Tom Cruise debe lanzarse desde un edificio hasta el otro a través de una cuerda.

Nos dirigimos al anochecer a Venice. Un representante de modelos nos enseña las fotos que tiene en su ordenador de chicas que quieren ser famosas. «Welcome to America«, nos dice con un acento puramente californiano justo antes de marcharse. Llegamos a la fiesta justo cuando había terminado.

Hermoso cruzar los Ángeles con nuestro Mercury a la medianoche. Un skyline que no deja indiferente. Frenazo. Discusión entre Blanco y J. Un hombre negro nos grita que vamos por el camino equivocado. Duermo.

Despierto en Mulholland Drive. Fumo marihuana mientras contemplo toda la ciudad. Nos iluminan con una linterna. Piensan que estamos sacando fotos de la propiedad. No son paparazzis, solo los tres pequeños japoneses que me acompañan haciendo de las suyas. Un poco acojonados ponemos rumbo al desierto.

Los recuerdos comienzan a enturbiarse en mi cabeza. Avanzamos e intentamos coger habitación en un motel de carretera en las puertas del desierto. 69 pavos la habitación doble. Demasiado cara. Dormimos en el coche. J, reticente, acepta su destino. Al final, no dormimos mal del todo.

Tres horas más tarde nos despiertan las primeras luces del día que apenas tardan instantes en calentar el Mercury. Estiro las piernas por unas polvorientas casuchas de la zona. Una familia con veintisiete hijos ameniza la mañana.

Compramos comida en un pueblo de mala muerte con encanto y tomamos algo ligeramente parecido al café en un bar guarro de carretera. Blanco se queja descaradamente de semejante bazofia justo al lado de la camarera hispana que se cosca de todo.

El valle de la muerte hace honor a su nombre desde el primer instante. Conducir se convierte en un delicado placer. Le cedemos el volante a Sweet que aún no tiene carnet.

Carreteras de polvo a derecha e izquierda que van al fin del mundo. Seguimos en ruta. El calor aumenta. Paramos en mitad de la luna a fumar un porro. El coche no arranca. Falsa alarma, comenzamos a descender un profundo cráter. Paramos en la oficina del sheriff y pagamos veinte dólares. Pillamos un mapa.

A los pocos metros nos encontramos entre dunas. Bajamos del coche y nos espantamos por la terrible temperatura, con toda seguridad por encima de los cincuenta grados. Andamos con precaución hasta la duna más cercana. Lo de ir con chanclas no ha sido buena idea. Un poco de crema. Con sufrimiento llegamos a lo alto de la duna. Al mirar al horizonte ya me siento mareado. Los pies sin crema están colorados. De repente, regresar al coche se vuelve una auténtica odisea. Imposible aguantar con vida más de un par de horas en un sitio así.

Apenas mediamos palabra pues no hace falta. Llegamos al coche como podemos y me escapo a un pequeño aseo que no queda lejos del carro. Necesito sombra. Me siento en el gran agujero que es el váter y respiro con fuerza varias veces. No hay agua. Dos minutos más tarde el coche se acerca y salto en su interior.

Comemos algo más tarde en el primer sitio con algo de vida. Unas palmeras, una gasolinera de precios prohibitivos donde toca repostar y ¡joder! ¡un campo de golf! y un hotel de lujo.

Dejamos atrás ese engendro sin sentido  y la tierra comienza a sobrecogerme. Nunca soñé que existiera algo así realmente. Insignificante y afortunado. Contemplamos una panorámica de 360 grados sobre el valle de la muerte. Seguimos deleitándonos todo el día. ¡No hay nada como un buen paisaje desértico! Ponemos rumbo a Las Vegas.

Un par de discusiones insignificantes, una de ellas sobre la película Ojos de serpiente de Brian de Palma y entonces, por algún motivo, en ese instante, comprendo que la química ha desaparecido. El desencanto hacia mi compañero de viaje de siempre se ha consumado. Los mejores tiempos ya pasaron para nosotros, la década prodigiosa. Empieza a germinar en mí una idea a la que me resisto. Nunca volveremos a viajar juntos. Blanco, mi mejor compañero de viaje.

Las Vegas es aún peor de lo que imaginaba. El encanto de la excentricidad, el mal gusto, el exceso. La vergüenza del ser humano. La contradicción, las miserias, el capitalismo, la masa, el dinero, la amoralidad, el placer. Todo eso es Las Vegas.

Nos dirigimos a un hotel no demasiado lejos del centro. Al parecer, J había visto por Internet que no era tan caro. Solo el monstruoso parking ya era una experiencia. Nuestra pinta sucia y desaliñada contrastaba en el bullicio hortera seña de identidad de Las Vegas.

Hicimos un par de intentos desganados de encontrar cama en algún sitio más ajustado a nuestro presupuesto. Acabamos en el motelucho de al lado del lujoso hotel donde, milagrosamente, aún quedaba una habitación libre para cuatro.

Calor insoportable. Comprendes al instante la ”cafrada” que supone construir semejante barbaridad en pleno desierto. ¿Habrá algún chalado que viva aquí por gusto? Difícil de creer.

La noche fue curiosa. J, que se había pagado el viaje gracias al premio que obtuvo tras quedar quinto en un torneo de póquer por Internet, tenía ganas de probarse ante auténticos profesionales. A mí me apetecía mirar desde la barrera cómo le iba. Finalmente consiguió inscribirse en una mesa tras apoquinar sesenta pavos. Los nervios le jugaron una mala pasada y diez minutos más tarde estaba fuera de la mesa.

Las Vegas puede succionarte el dinero con mucha facilidad. De eso, y de los ludópatas, vive Las Vegas y no sé qué pensar al respecto. Tal vez esté bien. Para una noche. Bebimos como cubas, pateamos varios casinos de los legendarios. También el Tangiers, que no se llama así, sino de otra forma. Vimos a Elvis.

Miramos culos e incluso contemplamos el campeonato de mundo de póquer en otro casino algo más alejado del centro. Todo muy deprimente dentro de su grandeza. Una inmensa sala de lunáticos de todas las especies, incluidos monos del espacio y algunos nativos de Mercurio y Venus se jugaban los cuartos en una guerra disparatada perfectamente organizada. No se puede prescindir de las Vegas en un viaje a USA. El sumun de la locura en un  país de locos.

Al día siguiente nos dirigimos a Arizona. Antes nos bañamos en la playa de Las Vegas. Un pantano en mitad del desierto que es Nevada.

Justo antes de cruzar la frontera estatal que marca la presa Hubbert tuve que tirar, con todo el dolor de mi corazón, la mágica tila que llevaba encima. El riesgo de un control en una zona especialmente sensible a los atentados como era la presa y la dureza de la política antidrogas de Arizona hicieron que con lágrimas en los ojos tuviera que decirle adiós a mi amante María.

La carretera madre nos daba la bienvenida. Aparcamos justo cuando el mítico y eterno tren de mercancías que acompaña tantas millas a la carretera 66 pasaba por Flagstaff. Eran las 6 y estábamos hambrientos. Paramos en una hamburguesería al estilo de los cincuenta. Nada mal. La camarera era un bombón. Hablaba como uno espera que lo haga una chica de pueblo de una zona rural de Arizona. Bebida a rellenar, rica hamburguesa y patatas sin demasiado interés.

Conduje como en un sueño por la ruta 66 y cuando nos sobrecogía el atardecer llegamos a Williams. Un eterno retorno de esos que describe Kundera.

Suena el candado. Otra tarde en soledad amenazada por el amor. Miedo sin razón. El aislamiento de las drogas, como alimento, necesidad de soledad enfermiza. El mundo exterior como amenaza. Incapacidad de afrontarlo. Hace tiempo que he perdido el control. ¿Qué control? Tal vez no sea tan malo. Autoengaño como mecanismo de supervivencia. Sin embargo, me siento  bien así. El mejor momento del día. El instante que hace que el resto sea soportable.

La conversación no me estimula en absoluto. Un eterno retorno como digo, sin sentido, inútil. Las palabras solo son palabras. Apatía del drogota. Entonces cambia la luz y no sientes la necesidad de cambiar nada.

Dormimos en un camping libre cerca de un lago a pocos kilómetros de Williams. Tuvimos suerte con el sitio. Paz. Noche estrellada. Luna decreciente. Manu y yo concluimos que no tenía sentido que las tiendas descapotables no estuvieran inventadas. Tal vez lo estén.

Al alba el viejo guardabosques nos explicó que la mejor forma de ver el cañón era coger el tren que lo cruzaba. 16 dólares en total por la noche. En el coche nos dirigimos hacia la zona oeste del Cañón del Colorado. Los indios tenían un chiringuito montado de mucho cuidado. Debías pagar cada vez que te latía el corazón.

En Williams a desayunar. Recorremos un sinfín de carreteras pintorescas que nos dejan sin respiración. Viajar por Usa sin coche es absurdo. Nos bañamos en cañones trepidantes, paramos para comer en el pueblo donde los hippies se reunían a tomar los famosos orgones mágicos de William Burroughs. Fue entonces cuando contemplamos la cara oculta de la luna.

Objetivo Oatman, pequeño pueblo de cincuenta habitantes al límite con la frontera estatal de Arizona. La vegetación había cambiado y los coyotes aullaban desde el horizonte. Oatman huele a oeste americano. Pequeñas excentricidades. Polvo por todas partes. Logos en los que los amantes de armas se mofan de los pacifistas. Nadie en la calle.

Buscamos un bar y encontramos uno. Menuda suerte. Como extraterrestres recién llegados a la tierra descubrimos el sabor de la cerveza y comenzamos la cháchara con la camarera y un jubilado del pueblo. Más tarde aparecieron otro par de colgados y así, la noche se fue animando mientras la encantadora hija pequeña de la camarera correteaba y hacía las delicias de todos.

Fumamos como carreteros. Más tarde apareció una inmensa bola de sebo con un vehículo de 3 ruedas enorme y extrañísimo. Desde que entró supimos quién mandaba allí. Se pasó bromeando toda la noche. Buena gente en Oatman. Dignos representantes de la América profunda. Todos ellos votantes de Bush y partidarios de las armas pero también mucho más que eso. Gente simple, sabia e ignorante.

Conversamos apaciblemente y escuchamos el silencio sólo interrumpido por el aullido de los coyotes. Uno de los ancianos era panadero, el otro había estado en el ejército, luego una gordita “cachondona”, un obeso bromista y, por supuesto, una camarera anodina y su hija rubita.

Tras recibir cientos de consejos contradictorios sobre el camino a tomar, la opinión mayoritaria era que más valía recorrer los veinte kilómetros de riscos y curvas imposibles si queríamos regresar dónde quiera que fuéramos. Al fin y al cabo, que más daba, había luna llena.

La reserva india del Cañón del Colorado nos recibió de madrugada. Bajamos del coche y nos estremecimos al tomar conciencia de haber llegado al fin del mundo. La nada, la luna llena, los coyotes y un instante de paz en la entrada oeste del parque.

Otra noche en el coche y poca fe en el futuro. Sin embargo, de repente, incomprensiblemente, una cómoda habitación nos da la bienvenida al fin del mundo. Una señora agradable de pelo blanco sale de su cabaña, nos da la bienvenida, nos acoge y nos da la vida.

Grand Canyon es una tarta que se tienen repartida entre varias tribus indias. La del oeste la tienen convertida en un parque de atracciones. Se paga hasta por respirar y han hecho todo lo posible para que el lugar pierda todo su encanto. Deben ganar pasta a espuertas. De helicóptero nada, demasiado caro.

Nos meten en un bus lleno de japoneses como si fuéramos ganado. Los japoneses exclaman y hacen los ruiditos absurdos que les son propios. Comida incluida te pasean por tres puntos de interés. La zona impresiona pero pierde mucho con tanta mierda.

Solo quiero papel, bolígrafo y algo de comer de vez en cuando. Y sentirme miserable si ese es mi destino. Horas, días, semanas en la carretera y que siga el sueño.

Porque soy una sombra. Tan solo un cadáver. Un autómata. Y la apatía puede acabar conmigo. Ese vacío, otra vez. Sin el deseo que hace posible sobrevivir. Tal vez mañana haya olvidado la verdad que, de nuevo hoy, me ha sido revelada. Y es que Aliena, feliz un día, tal vez a mi lado esté condenada a la infelicidad. Dormir como evasión. Como las drogas. Y después de un minuto viene otro. Como con los días y los años.

Un perro ladra en el inmenso y opresivo silencio de la calle pozos dulces. Vegetable Man de Syd Barret se cuela en mi  cabeza. Y después de una página viene otra. Sin embargo, hoy la escritura no es una vía de escape. Ya he vivido demasiado. Demasiado para una vida.

Y es que algún día estas líneas manipularán mi memoria mentirosa. Para mejor, eso espero.

El gordo retrasado mental espera tirado en la acera frente al hogar pozos dulces. Hoy no tiene dinero para invitar a su novia, una rusa madura que también arrastra algún tipo de retraso. Sale la rusa y también el canijo calvo al que le encanta Hemingway. El subnormal le pregunta a su novia si está bien, si le pasa algo y si se ha tomado la pastilla. Entonces se marchan.

Una chica que apura su juventud tira distraídamente de la correa de su perro mientras pulsa con la otra el teclado de su móvil. Tres sudamericanas. Sale el portero y se apoya en la puerta del Hogar Pozos Dulces. Tres hombres, uno a uno, que no llaman mi atención. Un coche azul atraviesa la zona peatonal. Tres turistas francesas toman la decisión de girar a la derecha cuando llegan a casa de Pepi, la diminuta limpiadora ladrona que robó en mi casa.

El coche azul entra en el edificio azul recién reformado que hace esquina. Un perrito mueve las patitas con garbo. El portero parece esperar algo, ¿qué pasa por su cabeza? Una mujer rebusca las llaves y entra en el portal. Alguien dice mi nombre en algún lugar de la calle pozos dulces. Suenan las campanas de la catedral de Málaga. Parece que, por fin, todos somos felices.

No mentiré. No me siento parte de ellos ni parte de nada. Hasta la monja decide pasar de largo. Vaya panorama. Un sillón marrón de cuero en la puerta de alcohólicos anónimos. Tres tertulianos obviamente alcohólicos miran hacia mi balcón y la luz se vuelve triste, como yo.

Sweet me pregunta por la palabra sumisión. “Minigusanos” bajo mi balcón. Un chino descamisado en chanclas viene en sentido contrario. Cualquier cosa es buena si me aparta de mi ego, si me provoca una ensoñación transitoria. Fuera de lo racional me siento a salvo aunque al final, todo acabe en tragedia.

Una pareja de italianos comenta entusiasmada la frase escrita en la fachada de mi casa pero no se dan cuenta de que estoy allí. Ser, nada más y basta. Suena un avión que no llego a localizar en el cielo.

El tiempo pasa, la noche se acerca. La vida vuelve, se detuvo un instante. También volverá ese pellizco en el estómago. Sentir la necesidad de escribir no te hace especial. La monja ha regresado, coge sus llaves y entra en el hogar pozos dulces.

Una vía secundaria que parece no tener fin pone al Mercury al límite. Cogemos la 66 hasta Williams camino de la entrada sur de Grand Canyon. Puesta de sol en el vacío del gran Cañón del Colorado. Éxtasis perseguido. Búsqueda absurda. Hay que permanecer buscando, o tal vez no.

Topamos con un guarda forestal que explica en un aulario las particularidades del Río Colorado. Nos cuenta cosas interesantes que no recuerdo ya. Sí recuerdo que nos contó que el color del río había cambiado y que ya no era rojo. También recuerdo que nos habló de la expedición que montaron para cartografiar toda la zona que hasta hace un par de siglos era totalmente desconocida y virgen. A uno de los integrantes de la expedición lo raptaron los indios tras rendirse y regresar a casa. Los que se quedaron sobrevivieron y lograron su propósito.

“Encipote” para abandonar el parque. Un camping hasta los topes que descartamos. Avanzamos hasta encontrar otro ya de madrugada en el lago Mead en las afueras de la ciudad india de Page. Pieles rojas por todas partes. Vino en cantidad y calidad como preludio de una agradable noche en el silencio más absoluto. De nuevo lo habíamos logrado.

Baño al amanecer en el lago que nos esperaba sólo a nosotros, a un abuelo y a su nieto. Agua muy dulce.

Ya han pasado cinco meses desde que regresé de EE. UU. Cada vez son menos los detalles que recuerdo de aquello que pasó tras abandonar el pueblo indio de Page. Recuerdo una carretera que seccionaba como un bisturí Monument Valley. Recuerdo un niño apuntándome con una pistola en mitad del desierto. La inmensidad que es América. Recuerdo también la montaña que unía y separaba Arizona de Utah. No puedo olvidar el verde que te noqueaba al llegar a lo más alto.

Todo era sin embargo un espejismo cuando cruzabas el Río Colorado y el rocoso desierto volvía con toda su intensidad durante horas y más horas. En Page perdimos el contacto con la civilización. Ocho horas sin ver una sola casa. Un vacío en mitad del vacío. Una gasolinera salvadora en mitad de ninguna parte.

Breves segundos de beatitud, de falsa lucidez que preceden la vuelta a un estado vegetativo e infinito. De repente, una frase, el hombre isla. No hay tiempo que perder en pensamientos negativos. Veo el milagro que es la vida ante mis ojos.

Y se me ocurre que qué pensaría Sweet si leyera estos diarios. Me cuesta hablar de ella tal vez porque lo nuestro sea algo demasiado hermoso para ser descrito con palabras. Supongo que algunas de las cartas que le escribí desde mi corazón antes sangrante y ahora helado, describirían mejor que ninguna otra cosa que pudiera escribir ahora lo que sentía por este increíble ejemplar de ser humano.

Dormimos a un par de horas de Yellowstone en un parking de tierra de un motel de carretera donde no había habitación. La noche en el coche no fue mala e incluso creo que pude dormir cuatro o cinco horas del tirón. Polvo por todas partes.  Tres estados en una hora. El escudo de Wyoming con su caballo presidiéndolo todo.

Nos instalamos en un camping de la zona sur. Barbacoa nocturna que no quedó nada mal. Un par de días en Yellowstone que es mucho más que géiseres y bisontes. Pero ¡¡joder con los géiseres y los bisontes!! Bichos enormes paseando por verdes praderas que lloran y purgan a través de los grandiosos géiseres las penas y pecados del mundo. El paraíso en la luna.

Descendemos siguiendo los pasos de John Muir hasta una bonita cascada. La naturaleza desbocada de América se quita la careta una vez más. La desmesura, la grandeza, la psicodelia sin necesidad de drogas en América, tierra india.

Un par de caminatas memorables en las que estuvimos a punto de perdernos nos dieron el punto de ejercicio físico perfecto en este road trip. La barbacoa de J fue un broche de oro a la jornada.

Un ranger de madrugada buscando a una niñita desaparecida. Niñita devorada por un oso. Tal vez no. Grizzlies por todas partes y algún oso negro. Un grupo de personas cabales gesticula a un imprudente malagueño que se había acercado a tan «sólo» trescientos metros de un oso. El atractivo malagueño apenas sí veía al puto oso de lo lejos que estaba  y la gente sin embargo, tal vez por un efecto óptico, parecía víctima de una paranoia colectiva. Vamos, ni soy Aaron Ralston, ni ganas que tengo.

Los rangers nos dan un warning por conducción errática. Estaba anocheciendo y toda la fauna tiene la manía de salir a saludarnos a la carretera. Imposible concentrarse en la conducción así. Salir del parque nos costó dos o tres horas. Algún tiempo después llegamos a un pueblo fantasma donde pudimos repostar pues nos estábamos quedando secos.

Fue en un mítico Denny’s cuando Blanco y J se dieron por fin cuenta de que teníamos por delante dos mil doscientas millas que hacer en las próximas cuarenta y ocho horas para llegar a Nueva York. «Es imposible», concluyeron. Más que nunca fue entonces cuando tomaron conciencia del lunático maníaco que llevaban de guía y llegaron a la conclusión de que este humilde narrador les había metido en un buen lío y que podían incluso perder el avión de vuelta a España.

Condujimos. Llegamos a Kansas City esa misma noche y nos fuimos de fiesta. Justo cuando entrábamos a un bar vimos como Villa  marcaba su increíble gol a Paraguay tras rebotes y más rebotes en los palos de todas las porterías del mundo. España iba a ser campeona. Fue una noche genial. Conocimos gente diversa pero sobre todo hicimos migas con varias estrellas de instituto y algunos proyectos de universitarios. Estereotipos encantadores de chico blanco americano medio de interior. Uno de ellos se unió a nosotros durante toda la noche e incluso tuvo la gentileza de acompañarnos al hotel.

En este viaje estuve enfrascado con la relectura de On The Road de Kerouac, Flashbacks de Timothy Leary y Camino a Eleusis de Hoffman. No hablaré aquí de Sacramento aunque debería hacerlo. Tampoco mencionaré, salvo que me lo suplique el mundo entero de rodillas, lo que ocurrió en Memphis, Nashville, las Smokey Mountains o el río Missisipi.

Como demonios seguimos conduciendo durante las siguientes treinta y seis horas sin parar salvo para comer en un bar plagado de camareras calentonas vestidas de animadoras en la ciudad de San Louis. Era cuatro de julio y las calles de San Louis estaban en ebullición. Unas horas más tarde volvimos a la carretera. Esa mágica carretera que me llevará a Oregon, Washington, Vancouver y quién sabe qué otros destinos en dos mil dieciséis, destinos de los que juro no pienso hablar salvo que el mundo entero me lo pida de rodillas.

Porque estoy loco, porque estábamos locos y «la única gente que me interesa es la que está loca, la gente que está loca por vivir, loca por hablar, loca por salvarse, con ganas de todo al mismo tiempo, la gente que nunca bosteza ni habla de lugares comunes, sino que arde, arde como fabulosos cohetes amarillos explotando igual que arañas entre las estrellas».

FIN

 

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