Cañón del Matka Viaje mochilero cañón del Matka. Por libre. En solitario
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Cañón del Matka

Viaje mochilero al cañón del Matka

Volvamos al autobús nº 60 con destino al cañón de Matka. Tan solo era nuestro segundo día de viaje. Llegamos a la estación como me gusta, a la carrera. Con el autobús en marcha casi me da un infarto cuando pensé que había perdido la cartera. Afortunadamente se había caído por el lateral del asiento.

Sentado en ese asiento del autobús comencé a contar esta historia, mi historia. La historia de un problema sin solución. Un problema que solo podría arreglarse viviendo dos vidas. Y tampoco, quizás, de esa forma podría arreglarlo. Me había clavado un pincho de un centímetro de largo en el dedo anular de mi mano izquierda. El otro, lo tenía clavado en el corazón.

En el bus hacia el cañón de Matka conocimos a Fabiola. Una fresa salvaje de 23 años pero también mucho más que eso. Tal vez lea estas líneas. Había buena química entre ella y Polanski. Andamos por el cañón del Matka algunos kilómetros hasta que una señal nos avisó de que no se podía pasar. Seguimos adelante a pesar de todo. Andábamos por andar porque el camino, aunque prohibido, seguía hasta el final del cañón. Al final andamos tanto que ya era demasiado tarde para volver. Huímos siempre hacia delante con la esperanza de que el puto cañón acabara antes de que anocheciera.

Cuando faltaba apenas medía hora para que cayera la noche, de repente, vimos una presa. La vereda que nos llevaba hasta ella se pegaba al acantilado amenazante. Luego, otra puerta nos impedía acceder a las instalaciones. En vaya un lío más tonto nos habíamos metido. Empezamos a escalar como monos y me temblaban las piernas. Mi anorak del Decathlon se acabó rompiendo en jirones. Las plumas caían hermosas por el cañón y luego navegaban río abajo. Ya sólo quería largarme de allí. Conseguimos entrar furtivamente en las instalaciones de la presa. Escapamos justitos y, ya de noche, comenzamos a subir por la carretera de montaña que, unos 20 kilómetros más tarde, nos dejaría en Skopje.

En lo alto de la montaña encontramos a un señor mayor que trabajaba como vigilante de la presa. Llamó a dos compañeros que llegaron prestos con su cascarria roja llena de leña y nos acercaron los kilómetros que faltaban hasta el pueblo más próximo. Hospitalidad macedonia. Desde allí no resultó complicado regresar esa misma noche hasta la capital.

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