Un trago de infusión de hierba luisa para mi enfermo estómago. Llegamos a Haugesund, Noruega. Gotea. Una gran maleta pesada llena de comida. Cada uno coge de un asa. El autobús cuesta setenta coronas hasta el centro. Un tímido conductor parlanchín no nos ahorra detalles en su descripción de lo que vemos. No hay forma de salir de Haugesund. La mujer del Seven-Eleven es bastante borde con nosotros. Nos cierran la estación a las ocho, tal vez las siete.

Dejamos las maletas en consigna. Me cambio de pantalones en el fotomatón. Cortos, ni de coña. Un trago de té. Andamos al muelle por una ciudad desierta. Un loco en su lancha amenaza a gritos al capitán del enorme crucero que parece le ha quitado su plaza. Luego se sube al muelle y se dirige caminando hacia el otro barco. No puede subir a bordo. Sigue gesticulando y gritando. Desiste. Se va y nos dedica un gesto de complicidad que no entendemos.

El tiempo todo lo borra. Primero, lo menos importante.

Cenamos algo en el muelle. Vamos a un pub de aspecto irlandés. Tiene dos plantas. La segunda de rollo  futbolero, la primera, más vikinga. Un motero con melenas rubias se toma algo rápido con su novia. Un grupo de marineros filipinos se alcoholiza durante horas. Yo, me tomo dos Guinnnes.

En la puerta de la iglesia nos resguardamos de la creciente lluvia que nos asalta al dejar el bar. La noche será larga pero ha empezado bien. Humedad por todas partes. Un banco al aire libre y un cigarro con restos de marihuana me acompañan hasta la mañana siguiente. Un vagabundo me despierta a las seis de la mañana. Me recuerda por un instante al traficante psicópata que se nos pegó la primera vez que visité Oslo y no dejó de robar en todos y cada uno de los comercios que visitamos.

Salimos hacia Bergen. Atravesamos el primer fiordo en barco. El autobús cuesta trescientas veinte coronas. Tres horas y pico más tarde estamos allí. Mapa de la ciudad y búsqueda de albergue. Todo lleno salvo dos. Casi trescientas coronas (cuarenta y tantos euros al cambio) por un puta litera en habitación compartida con muchos otros. La jodida maleta de la comida a cuestas. Exploro el centro mientras Merche espera cerca del muelle con las maletas. Tres camas libres. Decido cogerlas aunque somos cuatro personas. Una hora después dejamos las cosas en el hostal. La noche anterior pasa factura pero al menos dejamos atrás el coñazo de la dichosa maleta de comida.

Damos una vuelta por el Fish market. Un catalán que trabaja allí nos vende una cerveza a cinco euros y nos recomienda que aprovechemos el buen día para subir a la montaña a disfrutar de las mejores vistas de la ciudad. Lo hacemos tras fumar un par de cigarros en el muelle principal. Enciendo un petardo de marihuana, otra cerveza y subimos a la montaña. No estoy en forma, aún así, marcho en cabeza. La subida se hace dura.

Nos echamos una siesta en uno de los miradores. Me despierto con un perro gigantesco a mi lado que obedece sin dudar a la pareja que va con él. El sol nos alegra la tarde. En la cima contemplamos la grandeza del enclave y aprovechamos para tomar un enorme y adictivo helado de nata, el mío, sin chocolate.

Vinzo y Luigi no llegan hasta mañana. Por el momento solo estamos Merche y yo. Cuando hablamos por teléfono no se muestran partidarios de pagar la reserva de camas que habíamos hecho. Parecen obsesionados con los gastos y el dinero, lo cual no es descabellado teniendo en cuenta que con nuestro nivel económico españoles e italianos aquí somos prácticamente mendigos.

Noche de bares, callejas con casas de madera y rubias que por todas partes te dejan sin respiración. Pasamos un par de horas en un bar de parroquianos donde una rubia gorda madura se ríe compulsivamente atrayendo hacia ella todo el odio que le guardo al resto del mundo. Una joven morena con buen tipo y alcanzando la edad en la que el arroz se pasa, se postula a reina de la noche recibiendo el cariño melancólico de hombres y mujeres decadentes por todo el bar. Es el centro de atención en todo momento y le encanta. Un viejo Bogart entra en el bar con una gabardina inolvidable.

Concierto privado en el muelle. El cantante se refiere amargamente a nosotros como el mejor público que tiene en mucho tiempo. Sólo aguanto yo despierto. Volvemos aún borrachos al albergue. Duermo en una litera alta que da a una ventana a través de la cual se ve la luna.

Sin saber la hora me despierto, salgo al pasillo y me encuentro a Vinzo y su colega buscándome. Llevan un par de horas dando vueltas. Les digo dónde pueden dormir un rato. Vinzo se ducha. Yo salgo a tomar algo. Una terraza agradable me da los buenos días y me ofrecen un aceptable chai por treinta coronas. Un par de señoras hablan media hora de reloj sobre café. Unos gorditos disfrutan de un desayuno rico en grasas.

Desde por la mañana le damos a la cerveza. Se ha convertido en tradición cada vez que viajo con Vinzo. Pasamos las maletas a otro albergue que milagrosamente tenía tres plazas libres. Somos 4 pero ya nos apañaremos. Deambulamos borrachos por parques, calles, plazas, jardines y muelles durante todo el día con paradas periódicas en el supermercado para «recargar las pilas».

Subimos entrada la noche la colina oculta al otro lado del muelle. Fiestas universitarias por todas partes. Se abre el año escolar. Un par de bares que no están mal. Cogemos sitio en la terraza trasera. Peña joven y borracha. A Vinzo se le acerca una chavala con claras intenciones, se debate consigo mismo pero claro, deber obliga y se esfuerza en hablarle.

Luigi, al que no conocía, me cae bien desde el principio y, lo mejor, no toca demasiado los huevos. Demasiada cerveza. Ponemos otro bote para alcohol. Cenamos en un jardín viendo el anochecer de la ciudad. Un par de conversaciones interesantes. Echamos a suerte la cama que falta. Les toca compartir a los dos italianos. Agradable paseo por el castillo de Bergen donde presenciamos una simulación de un combate de espadas.

Muero de risa al contemplar, ya en el albergue, la escena cómica con tintes de peli de terror que protagonizan los italianos que al principio comparten cama y luego se deciden a meterse en una cama que todavía permanecía desocupada. Debo taparme la cara para no despertar al resto de huéspedes con mis risas cada vez que suena la puerta exterior y Vinzo sale disparado como un poseso hacia a cama de Luigi. Al final duermo y, curiosamente, la cama libre se acaba por quedar vacía.

Nos cuesta la vida levantarnos y llegar hasta el rent a car. De hecho, llegamos tarde y nos dicen que ya no hay coches y que la cosa puede ir para largo. Como en el Toyota Yaris que nos ofrecen no cabemos ni de coña, nos toca esperar hasta casi las cinco cuando liberan otro carro. Mientras, nos ofrecen llevarnos al hostal y poder recoger así maletas y sacos de dormir. Vinzo y yo volvemos y, de memoria, recogemos todo lo que aún quedaba en el albergue. Luego, esperamos en la puerta de Hertz en mitad del ojo del culo de ninguna parte. Horas más tarde, pero todavía de un humor aceptable, nos entregan un Golf grande y salimos pitando.

Norte, norte, norte y luego norte, y un poquito más de norte. El coche lo conduce Luigi.

(Mientras escribo) Hoy no doy pie con bola. Supongo que la María ha hecho rehén mi última neurona. La falta de café, el trabajo y la puta hernia de hiato acaban conmigo ¿q puedo hacer? Por fin sé lo que me pasa. Confusión, caos, no más lógica cartesiana. En la locura, cerca de la locura, más golpes de batería.

Trescientos o tal vez cuatrocientos kms al norte de Bergen el atardecer nos asalta cuando llegamos a un fiordo. La imagen majestuosa. Para entonces el viaje había empezado a mostrar su cara más amarga. Me he vuelto viejo y siento lejano ese impulso interior que siempre me ha guiado.

Me da miedo. Tengo miedo también de olvidar lo vivido, y es aún peor si fue mágico. Como cuando experimentas con drogas. Al final, con el paso del tiempo, solo un resplandor en el fondo de ti te recuerda que aquello pasó realmente. El olvido te amenaza cada día que pasa y ese olvido te aniquila. Los detalles lo son todo. La experiencia, sin matices. Una lástima. Y claro, la añoranza. En fin, ser como siempre insignificante sabiendo que fuiste Dios.

Decidimos acampar en la colina, en un campo cerca de un montón de leña cortada. En el país de los ciegos el tuerto es el rey y Vinzo (una de las pocas personas cercanas a mi nivel de torpeza) se maravilla por mi destreza montando la tienda de campaña. Luego, encendemos una hoguera.

Pasamos una noche hipnótica, casi mágica. Largas conversaciones seguidas de silencios interminables. Energía positiva tomando rienda suelta después de algunos contratiempos y otras tantas contradicciones. Más confusión. Tres lenguaraces y un prudente escuchador. Para ser alguien al que no gusta la sociedad ni siquiera a pequeña escala lo iba sobrellevando bastante bien.

Sin embargo, esa noche tuve el primer aviso. Tal vez fuera la hoguera, pensé con el tiempo. La cuestión es que me desperté en mitad de la noche ahogado, muerto de miedo. Aterrorizado ante la muerte sin comprender que me pasaba. Fue como si apagaran las luces. Como si la muerte me acariciara. Fue una mala noche que se hizo larga a pesar del temprano amanecer.

Sería incapaz de desechar una sola página de las que escribo pues en todas ellas soy yo mismo aunque en ellas no haga otra cosa que plasmar mis miserias.

Carretera, siempre la carretera. Barcos, muchos barcos. Las coronas se disparan. Es de locos. diez euros por dos barras de pan, una garrafa de agua y un paquete de pasta. Demasiada cerveza en Bergen.

Tardamos doce horas en hacer cuatrocientos kms. Al final del día estamos hasta “la polla”. Mal rollo y muchas dudas. Sigo alimentando al demonio que llevo en mi interior. Escogemos el peor sitio posible para acampar después de dar vueltas durante una puta hora. Malcomemos y nos vamos a dormir. Mi primera noche en el coche durante este viaje. Me redime la conversación con mi alter ego italiano. Pero ¡¡¡que diferentes somos!! Duermo de puta madre.

Objetivo Trondheim. Como cada día una ligera lluvia humedece los campos. Nos dirigimos a la carretera del Atlántico. Una vía imposible nos aleja de los últimos fiordos. Mientras los otros tres se lavan la cabeza, me relajo contemplando un paisaje imposible.

Y luego vamos a la cima del mundo hasta que la carretera comienza a descender de nuevo. Cada vez las resacas son más largas y peores. Y entonces comenzamos a cantar joder ¡cómo cantamos!! y reímos felices durante unos minutos. Jaja era imposible parar. Estos cabrones italianos no podían parar de cantar. tres horas estuvimos fuera de este mundo hasta que, de repente, tras Kristiansund, llegamos a Trondheim.

Llovía. Aparcamos al lado del museo y pagamos por dejar el coche en la calle. Ya tarde, un transeunte nos informa de que como era sábado no hacía falta pagar. Más coronas ¡mierda! Con el cuerpo mojado y cortado hicimos una inversión en chocolate caliente. El frío comenzaba a hacerse sentir.

La ciudad me ganó de entrada. Las casas apoyadas en enormes pilotes de madera justificaban la típica imagen de postal. El mal humor se hace dueño de la situación. Cansancio y frío, mala combinación. Pizzas y salchichas del Seven Eleven. También unos panzerotti que intentaban parecerse a los italianos. Vomitivo. El segundo trozo de pizza acaba conmigo. Renuncio al suicidio del tercero pues mi estomago me ha dicho basta y lo entrego a un perro hambriento. Con el estómago lleno el mundo se ve de otra manera.

Los italianos se quedan atrapados en un tren camino de Riga y otro camino de Oslo. Los dejamos intentando reservar algo. Siguen dudando y la duda mata. Yo me largo por mi cuenta y llamo a Sweet. Para entonces las malas vibraciones se convierten en certeza de que la cosa no marcha bien. La energía no fluye como de costumbre o al menos en ese instante, lo siento así. Un deseo oculto de la catarsis propia del fracaso, del desencanto. Olvidarse del ideal perseguido y meter los pies en el barro. Malas vibraciones con Merche que es un espejo de mi mismo.

Escuchamos música en directo mientras nos fumamos otro cigarrillo en el río-fiordo que penetra en Trondheim. La ciudad luce ahora todavía más. Apenas llueve. Seguimos a la multitud como si del flautista de Hamelin se tratase hasta que nos cortan el paso dos abuelos que nos explican que hay que pagar para entrar al festival. Somos pobres.

Mientras damos un rodeo que nos acerque a la música, cruzamos los jardines que anteceden al cementerio de al lado de la catedral de Trondheim. Encontramos a Vinzo y Luigi que siguen dándole vuelta a los putos billetes de tren. Andamos un poco y, para nuestra sorpresa, al final del cementerio hay un lugar desde el que se alcanza a ver perfectamente el escenario.

Una voz como instrumento. Más palabras en busca de nuevas palabras. El motor comienza a carburar. Un plato de melón inalcanzable. Una luz al fondo de un túnel que no significa nada. Música de fondo. Un concierto a punto de terminar. Un bolígrafo imparable. Silencio incómodo. Una cara que me mira fijamente. Un par de libros en mi maravilloso sofá. Una pierna encogida, otra extendida. Una nueva página, destellos de la Niza vieja. Una calle de colores con un mercado lleno de vida. Sólo sonido hasta que estallan los MGMT. Alcanzo lo inalcanzable mientras calibro la siguiente calada. Mi obra literaria y filosófica como testigo moral y lúcido observador de mi tiempo espero sirva de orientación ética y de estímulo intelectual a la generación europea llegada a la madurez tras la consolidación de la era cibernética, marcada por la falta de sufrimiento y lucha. Sigo leyendo el extranjero de Camus.

Tras catorce minutos en otro mundo la vida acaba de empezar. El bolígrafo escribe en inercia esquizofrénica sin que nadie marque su rumbo. Un cerebro que se rebela a la mentira. Sólo quedan tres trozos de melón.

Ninguna generación ha tenido el acceso que la mía a la cultura. El potencial es abrumador. Si no fuera por otras cuestiones el caldo de cultivo para que el arte emergiera sería idóneo. Llevamos en la sangre lo que otros aprendieron durante años. Sin embargo, somos una generación en transición, la generación dormida, en coma, idiotizada, castrada. Somos los tontos felices.

Regreso al tiempo. Aún quedan seis minutos para que acabe el tema de Pink Floyd. Vacío y reflexión, quedan cuatro minutos. Volcando en papel mi viscoso interior como un secreto que nadie puede conocer. She’s lost control aparece en el momento oportuno. La voz hipnótica de Ian Curtis nos engaña. Era imposible que tuviera 20 años. Esperando que me alcance la ola de locura, viviendo con medio cerebro. Medio para la vida y el otro medio donado a la psicodelia.

El concierto de Trondheim alegra nuestro espíritu, bailamos como posesos alejados de la multitud. Sin embargo, en Trondheim el viaje no va como esperaba. El impulso vital que hace de mi un viajero impenitente comienza a fallarme. La edad y el estómago me pasan factura. Sin embargo, la buena tarde que hemos pasado hace que me sienta bien y de la bienvenida con ganas a la noche de carretera que tenemos por delante.

Rumbo al norte, dejamos atrás los fiordos y , por un tiempo, la costa. Durante toda la tarde y la noche no para de llover. Nos dirigimos a Bodo o Buda, como dicen los noruegos. En el camino un parque nacional. Por la noche conduzco yo. La lluvia complica la cosa. A las dos de la madrugada nos echamos a un lado y dormimos un rato. Fumamos sin parar. Es oficial, el fumador de porros es también fumador de tabaco. Cuatro horas y es de día. Las noches no son tan cortas como cabría pensar a finales de agosto.

La lluvia de la mañana echa por tierra la visita al parque. Me resisto a rendirme y andamos de mala gana esperando que el aguacero nos de una tregua. Merche está de mal humor. Nos tomamos un café y repetimos de extranjis cuando la camarera se mete un segundo para dentro. Varias decisiones equivocadas y más lluvia. Mi persistencia no se ve recompensada y mi obstinación no ayuda a crear buen rollo. Ni siquiera encontramos el camino que buscábamos y eso que al final descubrimos que habíamos estado cerca todo el tiempo. La lluvia cesa justo cuando ya es demasiado tarde y nos alejamos con el coche, como siempre, hacia el norte. Los ánimos y el humor están por los suelos. Las cabezas tampoco están lúcidas.

De repente cambia el paisaje de manera drástica. Estamos en el círculo polar ártico. Durante cinco o diez kilómetros pareces encontrarte en la luna. Nevado debe de ser espectacular. Se trata del centro geográfico del círculo polar Artico. Probamos por primera vez la carne de reno. No está mal aunque la que probaremos más adelante estará aún mejor. Aprovecho para enviar una postal a Sweet. Qué mejor lugar para recordar la película de Médem. Compro un par de souvenirs y coloco mi totem en medio de la luna. El frío es sobrecogedor y solo es la una de la tarde. Ni un solo árbol. Inhóspito es la palabra.

Pocos kms más tarde vuelven los árboles en mitad de la tundra. Echamos “gasota” por segunda vez. Por suerte el tanque nos aguanta novecientos kms sin repostar. A las tres de la tarde llegamos a Buda tras desviarnos de la carretera nº 1 que se dirige imparable al norte. Los italianos siguen con su historia interminable para comprar el puto billete. Tres o cuatro horas más tarde salen deprimidos de Buda pero con el billete comprado. Yo disfruto lo mío dando una vuelta y contemplando el mar desde el muelle con las islas Lofoten en el infinito y el abrupto paisaje de los islotes desérticos de la ciudad de Buda. Lo pasó en grande con Merche con la que, sin duda, tengo una química especial.

Paramos en una playa en mitad de un fiordo con suficiente tiempo para disfrutar del bello anochecer y hacer una hoguera. La noche es perfecta. Disfrutamos de unas salchichas noruegas con puré y conversamos en plena armonía de lo humano y lo divino hasta que casi nos sorprende el amanecer que se adelanta a pasos agigantados.

Estamos muy al norte y amanece sobre las tres aunque, más bien, pareciera que no acabara de anochecer del todo. Me toca coche pa dormir. Un día coche, otro tienda, ese es el apaño. Cuando estoy a punto de conciliar uno de los más plácido sueños del viaje me da un tabardillo considerable en el pecho y la cabeza que me hace despertarme gritando. Esto empieza a ser preocupante. Pasó una mala noche y me levanto cansado pero sobretodo, preocupado. Hay que tomar medidas radicales si no quiero que me acaben ingresando en un hospital.

Paso el día jodido en el coche. No toca avanzar. Cogemos a un beatnik alemán que hace autostop por el país antes de comenzar a estudiar en Haugesund. Dejó a su padre y hermano hace unos días y tomó dirección norte. Muy seguro de si mismo, casi con aura, este joven de veinticuatro años personifica la libertad. Quiere ser marinero y luego capitán, o tal vez lo contrario.

Yo por mi parte, me pasé el día forzando eructos para reducir los gases que me iban a hacer reventar. Ante la hilaridad general por los constantes ruidos, en mi interior, dudo sobre la conveniencia de irme directo a un hospital, aunque me resisto. Temo morir en cualquier momento de un infarto. Los ataques han sido tan fuertes que me asustan pues no comprendo que me pasa.

Llegamos a Alta tras desechar la opción de Tromso (La Venecia Noruega), pues el objetivo era Laponia. Nos la sudaba llegar al cabo norte. Nos adentramos en la tundra donde paramos varias veces para observar renos. Finalmente pasó una manada bastante numerosa para nuestro disfrute. La tundra nos fascinó como el último tono de una ilimitada gama de colores. En busca de lo salvaje, la naturaleza era, al fin y al cabo, lo que buscábamos.

Kautekeino no eran más que 20 o 30 casas, Tampoco es que esperáramos nada en concreto. El camino era lo importante. Dimos una vuelta por el único supermercado de la localidad antes de que anocheciera. Buscamos un bar y, ya lo creo, lo encontramos.

Un tanto desangelado, con un camarero en estado de congelación y carta de cadena de mal restaurante de comida rápida, se observaban de inmediato las pequeñas diferencias raciales de los lapones. Una mesa de billar en la estancia interior que estaba más oscura llamó nuestra atención. Luigi estaba desparecido en Laponia. Mientras, algún borrachín lapón se nos acercó para conversar. La gente, al menos la borracha, resultaba mucho más abierta que en otras partes del país. Nada de trajes típicos. Los lapones solo son algo más humildes y desarreglados que el resto de los noruegos. Más bajitos y más morenos también.

Varias expediciones poco exitosas y un tanto desganadas no acabaron de localizar a Luigi. Un frío de cojones. Finalmente Vinzo le trajo de vuelta. Comimos una aceptable hamburguesa de reno y charlamos en el hogareño bar muy a gusto.

Uno de los excéntricos lapones con los que charlamos regresó tras haberse marchado abruptamente una hora antes y retomó la conversación con nosotros en el mismo punto en que la habíamos dejado cuando ya nos disponíamos a marcharnos. Luego nos preguntó si tomábamos alcohol. El alemán tomando la iniciativa le dijo que NO. Luego nos explicó que era recomendable decir que no pues ellos pecaban de lo contrario. Nunca entendí el razonamiento.

Salimos a la calle a buscar nuestro coche porque el lapón comentó que le siguiéramos, que tal vez podría encontrarnos un sitio. El cansancio ya se hacía notar. Nos dirigimos a la ermita que coronaba la pequeña población cerca de la cual aparcamos el coche.

Seguimos al excéntrico lapón bajito y moreno, de mediana edad y paramos en casa de sus padres donde entró y bajó a una especie de sótano. No necesitaba llaves pues todas las puertas estaban abiertas. En dos minutos montamos de nuevo en los coches y retomamos camino. El lapón con su coche iba primero y nosotros con nuestro Golf, después. Acabamos por comprender que nos llevaba a una casa perdida en la tundra a veinte kilometross al sur de Kautekeino.

Oscuridad en Laponia. No hay luna. Es medianoche, amanecerá pronto. Nos metemos hacia la derecha por un abrupto camino de tierra. El lapón maneja una especie de cuatro por cuatro. Nos indica que no avancemos más. Nuestro coche, como la mayoría en Laponia, es muy bajito y no soporta bien los baches. Ya hemos tenido varios incidentes por lo mismo.

En mitad de la tundra un caserón antiguo, un perro y un hombre. No hay luz. Una casa de aperos llena de todo lo imaginable a escasos metros de la vivienda principal. Un cerebro muerto, un cuerpo decadente. Pasamos dentro, más que un perro aquello era un lobo. El excéntrico lapón nos muestra un periódico de Oslo donde se alertaba de la presencia de un lobo en la ciudad. En la portada salía la foto de su perro. Entre el placer y el dolor pasamos aquella noche en su cabaña tomando té y charlando. Ya no es noche ni día. Es hermoso. Lástima no ver la aurora boreal. Es agosto.

El lapón nos cuenta que trabaja en Oslo seis meses al año y los otros seis vive en su pueblo (Kautekeino). Tiene hijos y una ex mujer. Disfruta de su soledad más que de ninguna otra cosa aunque, esta noche, agradece la compañía. Empezamos a creer que hemos tenido muy buena suerte. Cambiamos de estancia y saciamos nuestra curiosidad con algunas preguntas. El lapón habla muy reposado. La calma se respira en el ambiente. No es un sabio, solo un hombre del terreno acostumbrado a la soledad.

Al amanecer nos lleva al río con su caña de pescar, nos insta a sacar una foto y mientras lo hacemos, con toda la normalidad del mundo, le toca el culo a Merche.

Y eso fue todo. Dejamos al hipster alemán y al solitario lapón. Cogemos de nuevo el coche y conducimos de vuelta a casa.

FIN

 

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Publicado por RASKOLNIKOV

Abogado especialista en asilo. Viajero, senderista y lector

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