Viaje mochilero Polonia. Por libre. En solitario. Relato de viaje Polonia.
Un viaje en tren por Polonia, un país a medio camino entre el comunismo y el capitalismo donde todo puede suceder. Además, por entonces, Dani y yo, estábamos locos.
Polonia, Varsovía, Slowinsky, Gdansk, Wielowieza, Cracovia
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POLONIA. RELATO COMPLETO

 

Escuchando paisajes y viendo a Keane, o tal vez todo lo contrario, comienzo este diario de viaje de Polonia. Harto del curro y sintiendo que mi culo de pasante empezaba a sobrar allí, me largué del despacho. Regalé a mis compis una botella de Rioja largo tiempo prometida. No de importación riojana (mi chica al final no las trajo de su tierra), sino adquiridas en el supermercado low cost de la esquina.

Viajar, moverme, olvidar mis problemas conyugales e incertidumbres laborales; el cercano CAP y una posible beca de prácticas en Bath dan el contrapunto a mi negro horizonte vital. Polonia es el destino elegido para ello. Junto a mi colega Dani viajó directo desde Málaga al norte de Alemania.

Primera noche; estamos de suerte. Al salir del avión un autobús con destino a Hamburgo nos espera. Lo cogemos justo después de interactuar con un par de alemanas, de inglés más bien escaso, que nos preguntan extrañadas que es eso de que queramos ir a Lubeck.

Ya en el autobús conocemos a un sevillano que curra allí y que está hasta tal punto harto de Alemania que llega a afirmar sin rubor que «en Alemania no tienen una cerveza tan rica como la Cruzcampo». Nos «echa un cable» con las  atracciones que debemos visitar en Hamburgo.

Llegamos pasada la medianoche. La estación de autobuses se me hace pequeña. Como «eyaculadores precoces» penetramos rápidamente en la estación de trenes a unos pocos de cientos de metros  de la de buses.  Una vez allí, intentamos ubicarnos mínimamente.

Nos comunicamos con un par de mendigos polacos aunque no llegamos a saber exactamente lo que pretenden. El sevillano nos da las últimas instrucciones y nos vamos al encuentro de la ciudad.

A Dani, arquitecto de profesión, le cautiva su arquitectura casi de inmediato. A mí, no tanto. Edificios medianos y mucha modernidad es lo primero que percibo. Cuando llegamos al canal mis sensaciones empiezan a mejorar. Para empezar, ignorante de mi, no sabía que Hamburgo tuviera tantos canales.

No orientamos como podemos hacia Ripper Street y tras pasar el ayuntamiento y por una iglesia de cuyo nombre no quiero acordarme (o tal vez no pueda) nos tomamos nuestra primera y última Currywurst (Salchichote) que no estuvo nada mal. Finalmente caímos exhaustos a las tres de la mañana en un parque vecino a la marchosa calle por la que habíamos transitado. Dormimos de maravilla pues la temperatura era excelente y el otoño no había llegado aún a Hamburgo.

Por la mañana visitamos Ripper Street y sus sex shops que no nos dejaron indiferentes. Charlamos sobre drogas y sobre el recurrente tema para mi en los últimos tiempos del descenso a los infiernos de Syd Barret. Paseamos por el enorme puerto de Hamburgo y recordamos la experiencia de los Beatles en esta ciudad alemana.

En una encantadora taberna probé el pescado típico de Hamburgo que se asemejaba en sabor a las anchoas*** (no claro en el original) pero con veinte veces su tamaño. Las salsas y verduras que le añadí me lo hicieron más digerible.

Fuimos más tarde tras recorrer el centro a un bonito parque con jardín botánico y maldije, como hago siempre, a los afortunados que gozan de auténticos parques en sus ciudades. Por desgracia en el desierto de Málaga solo hay sitio para los campos de golf que es lo más parecido que tenemos a un parque como este de Hamburgo.

Paseamos alrededor de los lagos y salimos para Lubeck no sin antes escuchar un par de veces eso de ..Lubeck? Why Lubeck?

Llegamos a Lubeck, una encantadora ciudad que es más un pueblo  que otras cosa (eso sí, un pueblo que se extiende muchos kilómetros). Nos tomamos un pésimo capuccino en la bonita plaza del pueblo y recorrimos las calles medievales de edificios, ya no tan altos como en Hamburgo, con deleite. Estuvimos Charlando con un grupo de chavales que organizaban circo y lectura de cuentos paran niños.

Sin darnos cuenta llegamos a un río donde inmediatamente vimos como un «carroza»(que me disculpe) nadaba aparentemente con gusto.

Dado que la temperatura no era demasiado baja pensamos en hacer lo propio. Sin embargo, una amable «puretilla» alemana (que me disculpe) nos recomendó no hacerlo allí pues podía haber cristales rotos. Le hicimos caso al tiempo que entablábamos conversación con ella. Con gran simpatía nos hizo de improvisada guía por la ciudad y nos comentó que la de Lubeck era la iglesia hecha de ladrillo más grande del mundo. Cruzamos por un bonito puente y bromeamos con saltar. Finalmente, cuando se nos unió otra mujer madura Dani y yo consideramos, sin mediar palabra, que podía ser buen momento para largarnos.

Pasamos al lado de un campo de fútbol con una hierba que haría las delicias de cualquier aficionado y , a los pocos metros, encontramos el río prometido. Ya era más tarde por lo que, lógicamente, hacía más frío y no nos apetecía tanto bañarnos. Fue entonces cuando empezamos con las coñas sobre si tendríamos el valor de cruzarlo de una orilla a la otra y cuanta pasta deberíamos aflojar para que el otro lo hiciera.

Tras consultar su ancho con un piraguista de la zona nos dijo que la distancia era de 300 metros pero que era posible cruzarlo a nado.

Para entonces era ya casi de noche. No obstante, en lo que no cabe describir más que como un intento de suicidio, me tiré al río y me dispuse a cruzarlo. En principio mi idea era cruzar a la otra orilla y descansar un rato. Después de los primeros cien metros me di cuenta de  que el mayor problema no era el frío, ni la distancia, sino el pánico que te entra cuando nadas en un río que no conoces, sin apenas luz, cerca del Báltico. Luchar contra ese miedo  es lo más complicado pues te puede llevar a nadar «como un hijo de puta a toda leche» sin pensar en absoluto en dosificar.

Después de doscientos metros ya empecé a notarme cansado (debo reconocer que soy un piltrafa) pero era demasiado tarde para echarme atrás. Al llegar al extremo, sin apenas fuerzas, me di cuenta que no había forma de llegar a la orilla sin hacer al menos 100 metros más para salir, y esto era algo que no me podía permitir, pues no se veía » ni un pijo».

A las palabras no se les debe dar demasiada importancia ni siquiera cuando hacen daño. Tal como vienen debemos dejarlas marchar.

La adrenalina subió un vez hube llegado al otro lado y era consciente que debía regresar sin interrupción y así lo hice. Empezaba a tener agujetas en los brazos e incluso se me pasaron por la cabeza pensamientos tan macabros como que pensarían antes de morir los ahogados.

Llegado este punto mi único deseo era pisar tierra firme. Tras un par de «esprines» que me ayudaron a avanzar un poco, empecé a vislumbrar a Dani como una tenue sombra en el horizonte. Mis miedos aumentaron y mis ansias por llegar a la orilla unido al chute permanente de adrenalina hacían que mi corazón latiera fuerte.

Al sacar la cabeza del agua me mareé por completo. Supongo que significaba que el esfuerzo me estaba llevando a empezar a tirar  de los restos del hachís acumulado en mi sangre, en fin, el típico «colocón del porreta» que viene cuando menos te lo esperas. Llegué a la orilla y salí ayudado por Dani. Me temblaban los brazos. Gané una apuesta, que por supuesto cobré, de 50 euros aunque,  al fin y al cabo, eso era lo de menos.

Salimos de Lubeck tras visitar un Dom que no cambió nuestras vidas. Sorprendentemente, si salíamos por la noche eran cinco horas más de trayecto. Cinco putas horas en una estación situada en el «archiconocido» pueblo de Bad Kleinen.

Cuando llegamos allí lo entendimos menos todavía. Eso era un pueblo fantasma. No había bares, no había luces, la estación se caía a pedazos y lo peor ¡había arañas por todas partes! ¡En cualquier dirección, pared o esquina! De autentica película de terror…la cabina de teléfonos estaba completamente llena de telas de araña. No parecía haber ningún ser vivo en kilómetros a la redonda.

Desesperados tras caminar un rato y con un frío que nos helaba los huesos, regresamos a la estación. Entonces nos encontramos a dos policías iluminando unas bicicletas y hablando por el walki-talki.

Les preguntamos con otras palabras que qué coño era aquello y que si había forma de seguir camino sin esperar allí cinco putas horas. Nos dijeron, con otras palabras que «a pelarla» y aprovecharon para proceder a identificarnos supongo que como presuntos autores del mediático » robo de las bicicletas».

Al final, tras algunas coñas sobre las arañas que los policías sorprendentemente no habían percibido hasta que se lo hicimos notar, nos llevaron a una esquina que no estaba tan mal como el resto de la tétrica estación aunque, por supuesto, estaba plagado de arañas.

Charlamos de lo divino y de lo humano y, modestamente, he de decir que arreglamos en un ratillo una gran parte de los problemas del mundo. Un par de chocolatinas de una destartalada máquina hicieron las veces de cena. La india en Alemania por una noche. La única diferencia es que estábamos solos y no en medio de una multitud y, como no, que las chocolatinas no estaban caducadas.

Tras horas y horas de interminable viaje en tren con trasbordo en la frontera de Polonia (Sckesin), llegamos a las dos y pico de la tarde a Gdansk sin otra cosa reseñable que las pésimas caricaturas de mi porcino nuestro porcino compañero de vagón y la complicidad de la peluda y doblemente porcina de su madre. Eran tal para cual. Autentico amor de madre a su pequeñín.

La primera impresión de Gdansk fue un «deja vu». Me recordaba a algunas ciudades nórdicas  que había visitado. ¿¿Oslo tal vez?? Sin pensarlo siquiera llegamos al camino real , antiguo camino por el cual desfilaban los reyes y actual calle principal de la ciudad. El sitio era imponente .

Tan hermoso que no pude más que venirme abajo cuando una vez dentro nos vimos repentinamente rodeados por una horda de turistas españoles que aparecieron a vabor y estribor, por el norte y por el sur, por cielo y por tierra. Creo no exagerar si digo que en el espacio de aproximadamente el kilómetro que separa las dos puertas pudimos cruzarnos  con unos quinientos españoles. Sorprendente, inaudito, como queráis. Aún hoy no le encuentro explicación, tal vez un “macrocrucero”, no se me ocurre otra cosa.

Terriblemente cansados nos dirigimos al albergue desorientados y bajos de animo. Tras muchas más vueltas de las lógicas conseguimos llegar y acabamos pagando los diecisiete euros que nos pidieron por una habitación compartida con otros diez. La chica de recepción intentó batir el record de antipatía un par de veces y finalmente lo logró cuando casi me saca ella misma los lotis de la cartera que me hacían falta para pagar.

Sólo nos quedaba una opción para soportar el resto de la tarde, ponernos hasta arriba de Vodka Vishnuka (sabor a cereza). Sus efectos fueron «mano de santo y en pocos minutos estábamos haciendo el idiota por toda la ciudad.

A Dani extrañamente le dio por querer comprar ambar como si fuera el fin del mundo y afortunadamente la cosa no fue a mayores gracias al empecinamiento de una poca avispada vendedora que se obcecó en no rebajarle un loti (unos treinta céntimos) a Dani que ya se había comprometido a pagar una cantidad bastante desproporcionada por uno de sus collares. El propio Dani dio un respiro de alivio al no llegar a un acuerdo.

Aquella noche hablamos con la mitad de la población de Gdansk y con la otra mitad no hablamos porque fueron lo suficientemente astutos como para no hacernos ni puto caso. Conocimos a tres polacas sedientas de sexo que me recordaron en su comportamiento a mis colegas masculinos de instituto durante los botellones. Estuvimos rodando de bar en bar.

SÁBADO, 13 DE SEPTIEMBRE

Madrugón vía Slowinsky National Park. Cabeceamos en el tren que nos llevaba a Leba y de allí, una vez comido un aceptable Goulash, andamos hacia el parque. Cinco kms que al final fueron diez. Tres horas de caminata más tarde descubrimos las Espectaculares dunas. Un  hermoso lago a la izquierda , otro a la derecha, la nieve al fondo y el desierto por todas partes. Unas gaviotas traviesas se divierten en la orilla jugueteando con las olas. Pequeñas foquitas duermen completamente ajenas al maravilloso mundo que las rodea. La puesta de sol pone su guinda a un momento que ya era perfecto.

No somos tan masocas como para bañarnos en un helado Báltico aunque la loca idea pasea libre por nuestro subconscientes. Tras tres horas de marcha por la oscuridad absoluta de los bosques de Slowinsky, casi milagrosamente, regresamos a Leba. Una carambola tras otra nos lleva a poder retornar a Gdansk esa misma noche con las piernas duras como robles y el espíritu henchido por un día pleno de emociones. Ya era tarde para que Dani se encontrara con las polacas.

Mañana intrascendente en Gdansk iluminada por la belleza más sublime que unas pupilas no drogadas puedan contemplar. Un auténtico espectáculo de veinteañera que fue razón suficiente para que comiéramos y desayunáramos en el mismo lugar. El sitio conservaba cierto encanto decadente y bohemio que combinado con la voluptuosidad de su camarera lo hacían irresistible.

Sin embargo, la comida no llegaba y al final tuvimos que zamparnos lo que pudimos en dos minutos y salir  «por patas» corriendo sobresaltados y con ganas de vomitar la comida recién ingerida dirección al albergue para después volar hasta la estación de tren. En una proeza que nunca se nos reconocerá lo suficiente llegamos solo un  minuto tarde al tren y dado que éste salió con algo de retraso partimos dirección Varsovia.

Comenzamos charlar ya en el anden con un cincuentón americano al que pocos minutos antes, según nos contó, habían intentado robar la cartera. Como nunca había tenido la oportunidad de hablar con un republicano convencido acogí con curiosidad lo que tenía que decirnos.

Nos contó vida y milagros  que sirvieron durante un tiempo como terapia para el largo viaje que estábamos haciendo. Sumergidos en la conversación más como oyentes que como actores las olas de palabras nos llevaron a la costa de Varsovia.

Sin entrar en demasiados detalles el tipo se dedicaba a la importación-exportación de productos de decoración y era propietario de una empresa con presencia en Polonia y otros países de Europa. Había comprado a su esposa por encargo en Rusia, tenía una hija que se estaba haciendo un avión, celebraba mítines para grupos de hasta trescientas personas  (a nosotros nos dio uno privado) en favor del partido Republicano, odiaba a Obama, aunque más a Hilary y en su «background» tenía el haber saludado a Putin en un resort ruso. Al parecer  Putin directamente le preguntó que a quién había votado en las últimas elecciones; a lo cual, él, con gran orgullo, respondió: «He votado por Bush», «You are a good man», le respondió Putin. Memorable conversación, por cierto.

Dimos una vuelta por Varsovia con borrachera incluida a base de chupitazos de vodka incentivados por la simpatía de una enérgica y encantadora camarera. Especialmente memorable la concurrida caverna bar que encontramos en una plaza del casco histórico.

Personajes borrachos por doquier y sueñecito “de estrangis” en el andén mientras esperábamos el tren hacia Bielorrusia que cogeríamos a las seis de la mañana. Y es que, en un error incomprensible, nos fuimos del bar a las dos de la madrugada pensando que podríamos dormir un rato en la estación. Fue un infierno. El sitio era asqueroso y Dani descubrió a un mendigo agachándose a mi lado. Le gritó agresivamente y el mendigo dócilmente se levantó pidiendo paz y se recostó a un lado justo un segundo después de indicar con un leve gesto de su cabeza y entrecerrando sus ojos, que lo único que quería era dormir.

Seguimos durmiendo yo, completamente cao y Dani, con el ojillo abierto. Treinta  minutos después tuvimos que cambiarnos de lugar pues nos dimos cuenta de que nuevos mendigos se habían incorporado a nuestra pequeña fiesta de pijamas, sin pijamas. El pasillo si cabe más concurrido que elegimos después no fue más plácido pues un par de agresivos policías (del tipo medio en Polonia) nos levantaron literalmente a patadas.

Después de aquello nos fuimos para el andén y esperamos con ansias el momento de echarnos a dormir. Tres trenes más tarde llegamos a Hajnoka, en la frontera con Bielorrusia. En el último transbordo la revisora le pidió los billetes a Dani. Cuando ésta le preguntó por los otros que viajaban con él, me señaló al final del vagón y la simpática revisora, haciéndose entender como podía, le respondía que vale pero que dónde estaban los otros cuatro viajeros. ¡La hostia!, habíamos comprado 6 billetes.

En Polonia es jodido entenderse con la gente. Especialmente jodido en el caso de las estaciones de tren porque, como muy agudamente nos comentó el republicano Bill,  a las mujeres que trabajan en las taquillas de las estaciones les exigían tres requisitos imprescindibles para ser contratadas: ser gordas, feas y, por supuesto, no hablar inglés.

Al llegar a Hajnowka, la revisora, que había terminado por comprender, nos escribió algo en polaco detrás de los billetes y nos indicó que en Varsovia nos devolverían la “pasta”.

Aunque no podíamos intercambiar palabra, con gestos, un hombre que parecía el marido de la que vendía los tickets en la estación se ofreció para acercarnos al parque natural ya que, al ser domingo, aparentemente no había bus. Todo iba bien, e incluso llegamos a comprender algunas palabras que él decía en italiano. De repente, le dio una ventolera y comenzó a hacer el kamikaze como si quisiera probarnos lo potente que era su coche. Dani y yo nos mirábamos acojonados.

Tras pasar por la reserva donde exponía algunos animales salvajes y souvenirs, llegamos a la entrada de Wielowiezka. Entonces vimos lo que aparentemente eran unos turistas. Les preguntamos si hablaban alemán y nos dijeron que sí. Les pedimos que pararan un poco sus bicis y nos hicieran de intérpretes con el simpático conductor. Así lo hicieron y más o menos nos aclaramos.

Estábamos reventaos y como nunca respetábamos horario alguno y teníamos un “boquete” en el estómago, nos fuimos a comer a las diez y media de la mañana. Pierogi, una especie de Fasolka, fue nuestro primer almuerzo (supongo que os habéis quedado igual).

A las once y cuarto recogimos al guía que tenía pinta de poderoso vikingo con melena al viento. Nos llevó al bellísimo bosque primigenio de esta zona. Aparentemente, la práctica totalidad de los bosques en Europa fue así un día hasta que el hombre, de una forma u otra, acabó por modificarlos. Sin duda fue una suerte contar con un guía tan bueno, pues nos explicó hasta el más mínimo detalle de lo que veíamos e hizo que pudiéramos apreciar cosas que hubiera sido imposible preciar de haber ido solos.

La muerte y la vida de los árboles; sus tipos; sus alturas; las enormes setas; los ciervos que se retaban en la época de apareamiento… Sin embargo, y tal vez debido a nuestra natural ignorancia, el famoso parque nacional no nos impactó ni de lejos como lo había hecho, un par de días antes, el Slowinski National Park.

Volvimos en bici a la reserva donde vimos bisontes europeos que pasaban de los mil kgs. También había unas extrañas criaturas de movilidad reducida y sin nombre conocido, producto de la mezcla entre bisonte y vaca que llegaban a los mil doscientos kgs. Según el guía, pura genética sin viabilidad alguna para sobrevivir en la vida salvaje.

Tras un homenaje a base de filetes de ciervo realmente exquisitos, nos dimos cuenta de que nos habíamos pulido la guita que nos quedaba. No había cajero ni forma de conseguir dinero así que tuvimos que recurrir al autostop. Tras 10 minutos de intentar que nos recogieran sin éxito, justo cuando estaba meando plácidamente, nos cogieron. Fue una bióloga quien se ofreció a llevarnos y nos estuvo contando un poco sobre su vida e incluso nos explicó que había estado en Sevilla estudiando. Trabajaba en un parque nacional vecino más enfocado a la ornitología.

Ya en Hajnowka sacamos «pasta» y nos dirigimos a la estación. Entonces vimos el antro más “friki” que he visto en mi vida. Una enorme cabeza de Lenin, o tal vez fuera de Stalin (ya no recuerdo) sobresalía por encima del tejado de lo que parecía un bar. Todo el establecimiento estaba decorado con motivos comunistas tanto en el exterior como en el interior. Ya dentro había ocho o diez locos vestidos con trajes militares de la segunda guerra mundial. Chaquetas, cascos, uniformes, gorras y todo tipo de accesorios conferían a la escena un toque de realismo sorprendente y parecían transportarte en el tiempo.

Rápidamente hicimos «buenas migas» con la peña, sobretodo cuando nos enteramos de que por surrealista que parezca había allí una chica de Elche  y que aquello, al parecer, era una celebración de boda «friki«. Nos emborrachamos, hicimos fotos y nos descojonamos. La situación no era para menos. El borracho del dueño nos comenzó a mostrar fotos y artículos suyos en diferentes periódicos. Al parecer, su bar había sido objeto de numerosos reportajes como último reducto de lo que aquello fue tiempo atrás.

Una vez fuera, nos dirigimos hacia la estación a base de hacer el sonido del tren a «todo bicho viviente». Un niño gordo se nos pegó como una lapa y sacó de su chistera todos los trucos imaginables para sacarnos los “cuartos”. No nos gusta dar dinero a los niños pues se les acostumbra a pedir cuando encuentran a un viajero. Al final el niño desistió. Fue entonces cuando comprendimos que los hombres que nos seguían desde hacía un buen rato no tenían nada que ver con el muchacho.

La cosa se puso chunga cuando tras girar una esquina y ver que nos habíamos parado, los treintañeros de aspecto marginal se nos aproximaron en su delirio de vodka a la caza de «pichones» a los que desplumar. Ya a dos metros de ellos y forzando el buen rollo, pues nos olíamos lo peor, decidimos tomar la iniciativa y preguntarles por la estación de trenes. Automáticamente empezaron a vacilarnos mientras de forma amenazante nos incitaban a acercarnos más a ellos.

Nos dimos la vuelta para escapar mientras le susurraba aterrorizado a Dani que, era oficial, esa gente nos iba a robar todo. Los primeros metros parecían seguirnos pues sus voces no sonaban lejos, luego comenzamos a distanciarnos en la dirección  que en ese momento de paranoia consideramos que tenía más  posibilidades de llevarnos a encontrar algún sitio donde refugiarnos.

Paralizados por el miedo pedimos un taxi en la gasolinera que encontramos. Todo el mundo se daba cuenta de que estábamos acojonados o al menos, eso nos parecía. Intercambiamos por cortesía un par de frases con un listillo que andaba por allí que nos instaba, sin hacer grandes esfuerzos, a dormir en algún hotel de la zona. Las risitas que intercambió éste con el taxista cuando le dijimos que queríamos ir a la estación no ayudaron a restablecer nuestra tranquilidad. Un minuto de taxi después estábamos allí. El taxista nos dejó en la vacía estación  como si tal cosa, a pesar de que estaba cerrada a cal y canto.

Cuando nos dimos la vuelta el taxista presto, ya había abandonado la escena del crimen. Solos, en la puta estación, a las siete de la tarde, lejos de todo pero cerca  de donde los psicópatas borrachos nos habían metido miedo, la situación se tornó en autentica película de terror. Para colmo, un muchacho de pie a cincuenta metros de nosotros parecía vigilar nuestros movimientos. Tan solo queríamos salir de allí. La forma y el destino eran lo de menos.

Por entonces nuestros sobreexcitados cerebros ya estaban convencidos de que una mafia local estaba al acecho y de que todos estaban confabulados contra nosotros. El pánico y un pequeño grupito de personas que hablaban por teléfono y nos miraban extrañados, nos llevaron a pegarnos como lapas a tres ancianos que casualmente pasaban por allí. Con gestos intentamos hacernos entender sin conseguirlo. Los tres ancianos se movían entre el deseo de ayudarnos, su impotencia para entendernos, el miedo que les provocábamos nosotros a ellos por la abrupta aproximación y la extraña situación en la que nos habíamos visto envueltos que nos hacía transpirar miedo.

Cómo por casualidad,  tras una breve marcha, pasamos al lado de una parada de taxi y los abuelos, que tenían unas ganas tremendas de librarse de nosotros, le preguntaron al taxista por un hotel. Pero, ¡joder! era otra vez el mismo taxista con su inconfundible risilla maliciosa. Les dijimos a los abuelos que con él no nos montábamos «ni de coña» y nos fuimos a hablar con el segundo y último taxista de la parada. Justo antes de poder intercambiar palabra le sonó el teléfono y nos acojonamos por enésima vez. Repitió cuatro veces NIET (no) y cortó el teléfono.

Le pedimos que buscará un hotel y aparentemente solo había dos en el pueblo. Nos montamos y al poco tiempo llegamos a uno. Dani negoció el precio mientras yo esperaba en el taxi. Diez minutos más tarde dormíamos plácidamente en la simple pero muy confortable cama del hotel.

Doce horas después eran las nueve de la mañana y estábamos en la estación de trenes. El siguiente tren para Varsovia era a la una, así que a las diez preferimos coger un autobús para Bialiskok. La gente corriente, los paisajes y un par de chicas espectaculares, nos hicieron más llevadero el viaje.

Bialyskok es una ciudad soviética en Polonia. Triste, gris, pobre y fría de cojones. La iglesia ortodoxa que coronaba la ciudad no tenía mal aspecto. Cruzamos la ciudad en autobús y , aunque a mi no me hubiera importado darme una vuelta, Dani insistió en que cogiéramos cuanto antes el tren para Varsovia.

Un kebab de carne de cerdo recalentada fue nuestro almuerzo. Cogimos el tren como siempre, por los pelos, sin tener que esperar ni un minuto. Nos fuimos al fondo y nos tumbamos en el compartimento de las bicis. En ese momento nos sentimos los reyes de la creación. Dani me dejó sus cascos y estuve escuchando la única música que se había acordado de traer, Keane. Estuvo bien. Buena mezcla de música y paisajes. Sin duda, uno de los momentos más placenteros del viaje.

En Varsovia intentamos recuperar el importe de los billetes comprados por error. Una guerra que no mereció la pena en absoluto. Una hora después habíamos conseguido treinta lotis y la promesa de una respuesta sobre el resto por email.

La segunda oportunidad a Varsovia se saldó con una merecida revancha por parte de la urbe que se reivindicó como una ciudad vibrante, viva y muy bonita. Merecedora, sin duda, de ser incluida por la Unesco como patrimonio de la humanidad. Vimos fotos del estado en que quedó la ciudad tras la segunda guerra mundial y nos quedamos aún más maravillados con la ciudad que había resultado de aquella escombrera.

Cenamos en un americano en el que, como en todas partes, no hablaban inglés. Los simpáticos y novatos camareros nos trajeron un plato hasta tres veces por error y en el otro plato que pedimos también se equivocaron. Era el cumpleaños de Dani y aunque acabaron por tocarnos las bolas, se salvaron por su simpatía. Al final, el plato que por su error se quedó sin comer lo tuvo que pagar el propio camarero, según nos dijo, no sé si para darnos pena.

Salimos a las once de la noche «reventaos» aunque con ganas de cachondeo. Buscamos camarotes en los vagones desesperadamente a ver si pillábamos alguno vacío. Al final no había tantos pasajeros en el tren. Minutos después, tras hacerle un casting a un gordo que se sentó con nosotros, decidimos que éste no era lo suficientemente delgado como para dejar el mínimo espacio necesario a dos tíos que ansiaban tumbarse a toda costa.

Diez minutos después y algunos vagones más tarde nos decidimos por un vagón en el que había una lolita muy mona. El cansancio hizo que saliéramos nuevamente de ese vagón buscando uno libre, sin embargo, pronto nos dimos cuenta de que era nuestra obligación regresar allí con el bonito especimen. La chica hablaba un buen inglés y era muy simpática. La conversación y las bromas fluyeron como un río hasta el punto de que solo dormimos tres horas, la mitad de las cuales, las pasamos tirados en el pasillo que separaba los asientos.

Al llegar, la chica nos acompañó hasta el centro. Hacía un frío de cojones y yo seguía con mi sudadera roja, la única prenda de abrigo que me llevé a Polonia, pues a mediados de septiembre, cazurro de mí, no se me pasó por la cabeza que pudiera hacer tanto frío.

En Wroclaw estaba todo cerrado. Esperamos a que dieran las siete de la mañana y que abrieran un Mcdonalds donde estar calentitos hasta las nueve. Varios mendigos tuvieron la misma idea que nosotros. La táctica consistía en esperar que algún cliente se marchara y hacer como si hubieran consumido los restos del otro. De paso cogían el periódico gratuito que daban en el restaurante y se disponían a leerlo tranquilamente.

Tras darnos una vueltecita por el casco histórico buscando sin éxito porque eran carísimos, algún sitio para tomar el segundo café, llegamos sin darnos cuenta al barrio universitario. Un par de “baretos” nos llamaron la atención  pero aún no estaban abiertos. El ambiente en pocos metros cambió por completo y se volvió muchos más juvenil. Una auténtica ciudad universitaria que, como debe ser, se sitúa en pleno centro urbano y lo impregna del colorido que sólo tiene la juventud.

Andamos, andamos y andamos. La ciudad, bastante decadente, me gustó mucho. Durante horas no vimos los canales que hacían de ella «la Venecia polaca». Al final aparecieron todos de golpe hasta que el agua acabó rodeándonos por completo.

Estuvimos en el Panorama, una especie de miniplaza de toros cubierta y pintada en un único mural que cubría toda la pared y que creaba en el espectador la impresión de situarse en mitad de una mítica batalla en la que los polacos, para variar, vencieron a los rusos. En realidad, más que una autentica guerra, aquello parecía una pequeña escaramuza militar mitificada hasta el extremo. Propaganda nacionalista contra el invasor ruso que, por otro lado, los aplastó una vez tras otra durante años.

Polonia ha sido ocupada constantemente a lo largo de la historia. Tal vez ahí este una de las razones de ese nacionalismo incipiente que se percibe por todas partes. Supongo que el hecho de ser un país donde la democracia solo tiene veinte años también tiene su importancia sobre todo porque mínimamente democrática lo es desde hace todavía menos tiempo.

Una buena conversación sobre cine monopolizó gran parte de la mañana. Y luego me llamaron de un número inglés y se me vino todo encima. El no dormir, las horas y horas de tren y la interminable caminata me pasaron factura. Por un momento pensé que me iba a desmayar. La llamada era en relación  una beca en Bath (UK) para lo cual me habían preseleccionado. De repente, un nerviosismo casi inaudito se apoderó de mí como si por primera vez me enfrentara a la idea de irme para allá. Hasta Dani se sorprendió por la desmedida reacción en forma de nervios que tuve en cuanto vi la llamada. Sin duda, perdí la cabeza.

Decidimos viajar a Wroclaw un poco antes de lo previsto y llegar a Cracovia esa misma noche. En el tren entramos por los pelos y sin billete. La consecuencia fue inmediata. Unos extranjeros sin billete era algo demasiado goloso para que los mafiosos revisores no le sacaran partido. De entrada nos pidieron una «pasta” con la excusa de que era un tren rápido o no sé qué. Luego, como eran muy «simpáticos» y en realidad solo querían sacarnos los cuartos, nos hicieron un descuento «fantástico» sin darnos ningún billete a cambio, por supuesto. Al final, nos cobraron el precio de un billete normal y se marcharon muy orgullosos añadiendo un «esta es la hospitalidad polaca» que no había por donde coger.

El resto del viaje fue insoportable y estuve tentado de putear a ese cabronazo que viajaba conmigo y que era capaz de dormir horas y horas en las posiciones más asombrosas para despertarse milagrosamente segundos antes de llegar a nuestro destino. Un auténtico hijo de puta que merecía ser pateado sin compasión. No me atreví a hacerlo aunque sí le tapé la nariz un par de veces lo que provocaba que abriera la boca haciendo una mueca muy cómica.

Un taxista nos “tangó” cobrándonos seis euros por un minuto de taxi. Hasta él pareció algo avergonzado cuando se lo recriminamos, pero bueno, cogió el dinero de todas formas.

El albergue en Cracovia estaba genial, era enorme y se distribuía de una manera caótica entre dos antiguos edificios cercanos a la estación de tren. Habitaciones comunitarias, ducha revitalizadora y a redactar una puta carta de presentación para la dichosa editorial de Bath. Me acosté a las cuatro.

El jueves por la mañana visitamos el casco histórico de la ciudad que dadas las altas expectativas que traíamos nos decepcionó un tanto.  Fuimos al castillo de Babel que tenía unas vistas soberbias e la ciudad. La imagen del río contribuía a dar un majestuoso aspecto a Cracovia desde allí.

Hacía un día muy feo y tras el trasnoche del día anterior se acusaba el cansancio. Nos metimos en el primer bar que vimos porque la lluvia arreciaba con fuerza. No sabíamos que pedir y elegimos un poco al azar. Al final descubrimos que se trataba de algo así como una crepería y comimos con más pena que gloria aunque, eso sí, por tan solo siete lotis (algo menos de tres euros).

Casi con el tiempo justo cogimos un tren para Auswitch. Fuimos a Auswitch I, no a Birkenau. Hablé con Elena que estaba atacada a causa de que le había encasquetado la traducción de mi carta de presentación para la beca de Bath.

Al principio me costó un poco tomar conciencia de donde estaba y creo que en cualquier caso era difícil llegar a hacerse una idea. El bullicio de los turistas a nuestra entrada a Auswich impregnaba de un tufillo a parque de atracciones al recinto que «echaba para atrás».

De repente, a las seis y media, hubo toque de queda para los grupos y de un minuto al siguiente la «marabunta» desapareció transformando el campo de concentración en lo que realmente era, un monumento al horror como posiblemente no haya otro. Sobrecogedor. Solo, junto a la doble valla electrificada rodeada de un muro de aproximadamente dos metros, tuve por primera vez la impresión de como debió de ser la soledad de Auswitch. El silencio de la muerte. El vacío de las ausencias. El rojo sangre del sufrimiento. Sobre mí las torres de vigilancia donde gente normal daba cara al horror tal vez, únicamente, obedeciendo ordenes.

Entonces pasé por la puerta trasera del muro de ejecuciones  y al fondo, las cámaras de gas. A la entrada un cartel pedía silencio por respeto a los cientos de miles de personas que allí habían perecido. ¿Era necesario pedir silencio? Alguno incluso podría soltar bromitas al pasar al lado del horno que quemaba a los gaseados. No me extrañaría que la inconsciencia pudiera llegar a esas cotas. El tiempo acaba por causar ese efecto. Nos cuesta comprender lo que allí pasó. Parece no pertenecer a nuestro mundo. Somos incapaces de empatizar con la gente que allí sufrió. Triste, pero cierto.

Las cámaras eran muy simples, un par de salas contiguas conformaban la mansión de la muerte. Tan fácil como unas pocas duchas de gas y una caldera para quemar los restos. Tan fácil. Al principio los presos no sabían lo que pasaba allí, con el tiempo dejaría de ser un secreto para nadie.

Fuimos a los Cárpatos y estuvimos en clubes de Jazz, de eso me acuerdo. No recuerdo mucho más de aquel viaje a Polonia en dos mil ocho. Puede que volviéramos por Bolonia, no lo afirmo, y creo que fue entonces cuando se rompió el motor derecho del avión y tuvimos que aterrizar de emergencia. En fin, al parecer, seguimos vivos. Hoy en día Dani vive en Australia, se casó y tiene dos hijos. Tal vez lea este relato algún día.

FIN

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