No podemos cambiar el mundo, solo podemos cambiarnos a nosotros mismos. Podría hablar de mis dos meses de infierno, del estrés del trabajo, de las incesantes discusiones de pareja, del cruce de caminos ineludible en el que me encontraba. Podría hablar de las tres semanas de ocupación en mi casa por parte de la simpatiquísima familia de Sweet. Podría hablar de cómo en veinticuatro horas me cancelaron el viaje de noviembre a la Patagonia por el repentino cierre de Alitalia y luego me dejaron en tierra camino de Islandia al entender que el tránsito que hacía en el aeropuerto de Luton no era un tránsito y por tanto el hecho de estar vacunado no era suficiente para los putos ingleses. Podría hablar de la sensación de colapso, del bloqueo mental, de la necesidad de escapar, de la falta de ilusiones y en definitiva, de la paliza que me estaba dando la vida a mediados del año 2021.

No me gustaba el mundo pre pandémico pero este engendro en el que vivíamos tras el esperpento de la COVID-19 no tenía nombre. El mundo entero se había convertido en China. Habíamos renunciado a nuestras vidas y a nuestra salud mental de manera indefinida por culpa de una pandemia algo confusa que a fin de cuentas mataba un 50% menos de los que cada año mataba el cáncer o una quinta parte de los que mataban diversas enfermedades cardiovasculares.

No podíamos cambiar el mundo, eso estaba claro, la pregunta era si tal vez podríamos cambiarnos nosotros mismos. Mi estado de confusión era tal tras la cancelación de mi vuelo a Islandia que cogí una mochila, una maleta de ruedecillas la tienda de campaña y el saco de dormir y como un zombie me monté en mi Opel Corsa blanco. La idea de huir monopolizaba mi cerebro. No sabía a dónde iría, pero sabía que iría solo. Ni siquiera valore a fondo lo que implicaría llevar a chipi conmigo. El día 18 de julio pude haber muerto en un accidente pues era incapaz de concentrarme en la carretera. Balbuceé algo al gasolinero, pues apenas era dueño de mis actos. Probablemente fue allí, tras comprar tres garrafas de agua, dónde dejé una de mis dos maletas. Hasta el día siguiente no me di cuenta de lo ocurrido. Me dirigí a San José en Almería y encontré por casualidad un cartel que indicaba sendero de la loma pelada. Tal vez fuera allí, sacando mis cosas, donde perdí realmente la maleta. Nunca lo sabremos.

El sendero de Loma pelada recorría la escarpada costa oriental del pueblo. Casi cuatro horas de caminata me devolvieron algo de vida. Por la noche me fui a dormir a la playa de Los Genoveses. Ya por la mañana, cuando aún no había nadie, salvo unas chicas cerca de la orilla, aún en sus sacos, me bañé desnudo en las aguas del mediterráneo, tibias y transparentes. Primero llegó un ciclista con una bici de rueda enorme, luego un abuelo nudista. Finalmente despertaron las dos chicas catalanas que, según me contaron luego, habían pasado una noche infernal debido al viento.

Puede resultar una obviedad, pero sigue llamándome la atención que cuando mejor está la playa, a primera hora de la mañana y a la última hora de la tarde, sea cuando menos personas la visitan.

Me sentía hiperconectado. Colonizado por el mundo tecnológico en que vivía. Me habían robado la ilusión de la libertad y la energía. Dejé de hacer planes sobre destinos y rutas. Necesitaba descansar viajando y que el viento me llevara donde quisiera. Necesitaba volverme a sentir vivo. No era el primer hombre que envejecía. A estas alturas ya sabía que el mundo estaba en mi cabeza. De repente, todos mis miedos e inseguridades regresaron. Me sentía como ese viejo que abandona la prisión tras años encarcelado y que se ha olvidado de vivir en libertad. No sabía que parte de la confusión procedía de la abstinencia de marihuana, que parte de ella era consecuencia de mi estrés laboral prolongado en el tiempo y que parte era resultado de mi crisis personal y de pareja.

Si podía evitar el contacto con otras personas, simplemente, lo hacía.

Tal vez simplemente necesitará desconectar. Paradójico, por cierto, que esta expresión se haya popularizado tanto en el siglo de la revolución digital. Una tecnología cada vez más venenosa que nos da mucho y nos quita mucho más.

En mi cabeza había vuelto a mi niñez. El mundo era un sitio desconocido y peligroso aunque cada vez, curiosamente, menos misterioso. La pereza del depresivo crónico hacía tiempo que se había apoderado de mi alma y solo me movía por cuestiones que, consciente o inconscientemente, entendía afectaban a mi supervivencia.  Desaparecida la ilusión de viajar a Islandia, ilusión en cualquier caso algo impostada, huir de casa resultaba más una necesidad biológica que un deseo como tal.

Sin duda, en mi estado, era un peligro para mí y para los demás. Mi memoria a corto plazo se encontraba realmente tocada. En Sagunto me dejé el coche con la puerta abierta, literalmente, durante las dos horas que estuve en la playa.  Poco después, en una estación de servicio, no eche el freno de mano y el coche empezó a desplazarse hacia adelante mientras yo me encontraba ya fuera del mismo. Tan inútil me sentía que empecé a tener miedo de no ser capaz de proteger a Chipi. En Altea la Vella encelada como estaba Chipi, la perdí de vista un par de traumáticos minutos en mitad de un campo de nísperos. Los traumas de Chulin y Nalita volvieron a atormentarme de golpe, mientras gritaba histérico.

Cada noche dormía en el coche. No me apetecía enfrentarme a la jungla de los camping actuales durante el mes de julio y me daba simplemente pereza buscar un lugar para montar mi tienda. Tal vez necesitaba sin más poner los cimientos de un nuevo mito o proeza personal. Autoengañarme de nuevo era sin duda la mejor y tal vez la única manera de seguir en ruta con esta chatarra a la que se le estaba gastando la gasolina.

Curiosamente escribir tenía algo de terapéutico. Por alguna extraña y estúpida razón tenía la sensación de volcar mi dolor en el papel y darle algo de sentido a la espiral de tormento en la que se había convertido la existencia.

La segunda noche dormí en el paraje natural los chorradores en Valencia y me bañé en el pantano completamente solo. A la mañana siguiente, llegamos a Sagunto. Gocé un par de horas de una agradable brisa mañanera en la esquina arbolada de la playa,  justo antes de nadar con Chipi en el sendero que llevaba el puerto.

Millones de hormigas me atacan en las praderas de Ordesa. De camino hacia allí crucé el desierto de los Monegros donde se alcanzaban los treinta y ocho grados y ni un solo árbol se atreve a vivir. Cuando llegué a Torla, en Huesca, cerca de la frontera francesa, la temperatura no rebasaba los veinte grados.

Era como si no pudiera ver. Las tareas más simples y rutinarias se volvían retos para mí. Si me iba de excursión al monte se me olvidaba el pan para el bocadillo. Cuando salía del coche siempre me dejaba algo en su interior. Vivía en un permanente estrés por la más que real posibilidad de perder las llaves del coche o el dinero. Además, llevaba dinero en exceso pues cuando se suponía que nos íbamos a Islandia Sweet escondió cuatrocientos euros dentro del pienso de Chipi y yo lo había cogido sin saber lo que contenía en su interior. Por suerte no tiré esa bolsa de pienso prácticamente vacía pues solo cuando Elena me avisó me di cuenta de que ahí estaba el dinero.

La belleza de Ordesa me cautivó desde el principio. Era sentir ese insoportable e íntimo dolor preámbulo perpetuo de la muerte. Mientras hubiera dolor, habría vida. Un dolor que, aunque no te matara, podía volverte loco. Yo era un ejemplo.

Soy abogado especialista en extranjería y trabajo en centros de refugiados. Mi trabajo me apasiona, aunque gano poco dinero, no puedo negar que la experiencia de trabajar en este ámbito me ha aportado grandes cosas y soy muy afortunado. Sin embargo, muy a menudo, cuando acabo mi jornada, me encuentro vacío el resto del día. No puedo entender como muchas otras personas, con trabajos infinitamente peores sobreviven en esta rutina infernal de días iguales sin pensar que su tiempo se agota y que pronto será demasiado tarde.

Una leve y artificial sensación de euforia recorre mi garganta y mi cerebro con la primera nicotina que penetra en mi cuerpo en cinco horas. Así vivo, de chute en chute. La casa, los viajes, la nómina de final de mes, el sexo, los libros, un bucle infernal de chutes que me dejan vacío a los pocos segundos y me devuelven inmisericordes con mi dolor. Y yo, porque estoy vivo, me resigno a pensar que mi único consuelo es la muerte. No estoy hecho para la vida y siempre lo he sabido y lo he negado.

Paradójicamente, paso gran parte de mi vida buscando, para otros, las razones de vivir. Sigo porque estoy vivo y tengo que seguir. Sigo también porque en el fondo no me arrepiento de la forma en que he vivido a pesar de tener la certeza de haber desperdiciado mi vida. Por eso y por otras razones que se me escapan, me pondré de nuevo las botas y seguiré camino buscando tal vez otro chute que me aleje transitoriamente de mi dolor. Bendito sueño. Benditos sueños.

Apenas quince minutos después me tiro en un río inimaginable de agua helada y obtengo mi chute. Así purifico mis pecados. Chipi se lanza al agua a salvarme. Poco a poco recobro parte de mis sentidos. Vuelvo a escuchar cantar a los pájaros, correr al río y murmurar al bosque. Parece que me estoy perdiendo de nuevo para volver a encontrarme. ¡Qué bello es Ordesa! ¿Me encontraré a mí mismo? ¿Encontraré mi viaje?

Empecemos. Anhelaba un rayo de sol. Hoy era el día que supuestamente cogía el avión para dirigirme a los confines de Islandia. Yo caminaba esa tarde hacia Broto, otro pueblo perdido de Huesca.

Por la mañana decido volver a Andalucía. Me sentía incapaz de seguir adelante. Había planeado una ruta circular de varios días por la montaña pasando por las praderas de Ordesa, monte perdido y la brecha de Rolando pero no era siquiera capaz de colocar las cosas dentro de la mochila. Me daba miedo que le ocurriera algo a Chipi. La ruta era de unos sesenta kilómetros. Había vuelto la confusión mental.

Ayer cuando fui a comprar al supermercado me fui de allí sin reparar que había dejado a mi perra atada en la puerta. Tardé diez minutos en darme cuenta de que me la había olvidado allí. Era incapaz de concentrarme en nada. El sol comenzaba a acariciar mis piernas.

¿Qué haría si volvía a casa? Me pregunté. Decidí centrarme y hacer la ruta circular desde Torla, pasando por la pradera de Ordesa, la cola de caballo y llegada al refugio de Goritz, la primera noche. Ni siquiera sabía si sería viable hacer el recorrido con perro. Ese primer día conocí a una simpática pareja de aragoneses y a un senderista madurito madrileño. No me vino mal hablar un rato.

Cuando finalmente llego al refugio, me da la noche un enorme perro follador que se obsesiona con Chipi, que sigue en celo. El perro amenaza con hacer la estancia en Goritz un auténtico infierno y eso que acampo lo más lejos que puedo del refugio. Chipi también está agitada e intenta escapar para reunirse con su Casanova. La situación se vuelve muy estresante y me enmalrrolla pues sigo, anímicamente, muy vulnerable y lo último que me apetece es tener a un perro enorme rondando y zarandeando mi tienda y a Chipi sin pegar ojo.

A las cinco de la mañana me entra una diarrea incontrolable que me obliga a salir de la tienda. Chipi aprovecha que me limpio el culo para salir corriendo hacia el refugio. ¡No me jodas! Me digo. De vuelvo vuelven mis traumas caninos. Tengo un auténtico ataque de pánico cuando la pierdo de vista. Me pongo las botas como puedo y corro con el cuerpo cortado y los pantalones medio bajado en busca de Chipi. Es aún noche cerrada. Afortunadamente acabo por encontrarla.

Mi confusión mental, el mono de tabaco y porros, el estrés laboral acumulado, mi pseudo ruptura con Sweet, el cansancio de la enorme subida, la noche de perros que he pasado, el puto chuleta vasco dueño del perro casanova…demasiado. Debí ser el primero en emprender la marcha desde el refugio ese día.

Como cada mañana, me planteaba la utilidad de seguir. Finalmente emprendí la marcha. Me dirigí a la brecha de Rolando y al poco me crucé con dos chavales riojanos. Como siempre, era más lento que mis acompañantes. Una vez me dejaron atrás tuve dificultades en encontrar el camino hacia la brecha de Rolando. Chipi entró en pánico y decidí que era demasiado peligroso seguir por esos riscos. Como no encontraba la solución y mi GPS se había vuelto loco, decidí echarme una siesta. A veces ocurre que las soluciones vienen solas con la mente más clara después de una cabezadita.

Al final, di con el camino hacia la brecha de Rolando, una particular formación rocosa que sirve también de frontera entre España y Francia y hace de mirador hacia ambos lados. Cuando llegué reventado arriba, no tenía ni idea de que la otra cara estaba completamente Nevada ni de que por la zona había, de hecho, varios glaciares. Con el cansancio que llevaba y la nieve que había, sin crampones, estuve a punto de partirme la crisma. Chipi parecía defenderse bastante bien en la nieve. Cuando llegué a la plataforma trescientos metros más abajo, estaba tan sumamente destruido física y anímicamente, que además de beberme de un trago un litro de agua, tuve que fumarme un cigarrillo de supervivencia.

Sentado allí, en la plataforma, unos educados franceses que había visto en mi memorable bajada culo a tierra sin crampones ni bastones, vinieron a avisarme de que en la zona francesa no se permitían perros, ¡joder! lo que me faltaba. ¡Estaba en Francia!

La primera misión era no ser visto por los guardas del refugio y posteriormente recorrer los apenas 10 km que me separaban de la ahora, más que nunca, amada patria.

El bolígrafo BIC azul con tanto cambio de altura había acabado por explotar y me había guarreado la mochila. Decidí contener la hemorragia metiéndolo en una de las botellas de plástico sobrantes. Pese a la abundante tinta el agua no se teñía de azul, desconozco el motivo. Pocos minutos después, extraje el bolígrafo de la botella y mágicamente, volvió a escribir perfectamente. Decidí beberme el agua que quedaba al fondo de la botella para convencerme de que, tal y como pensaba, se trataba de un fenómeno paranormal. Efectivamente, estaba rica.

Del lado francés de la brecha de Roland se encontraba, sin duda, la zona más turística que se encontraba muy concurrida. Mi perrita chipi hacía las delicias de la multitud e incluso algún guasón me soltó en francés que era el primer perro que cruzaba la frontera. Atravesando un glaciar, una hora más fue necesaria para abandonar la montonera de piedras que precedía a la senda. Con chipi atada, la bajada fue aún más complicada.

Pocos sitios debía de haber más agradables que un río en el Valle de Bujaruelo cerca de Torla para pasar una soleada tarde de finales de julio. Necesitaba un proyecto, algo en lo que centrarme. Chipi se había acostumbrado a las mil maravillas a la vida salvaje, ahora echada en la orilla de piedras. Yo, a la sombra, escuchando el relajante agua, me dije que no tenía prisa por volver a Málaga.

Wikiloc me indicaba que ya estaba en España, respiré aliviado. Una ráfaga de viento se llevó una de mis botellas de plástico vacías hasta el fondo de un agujero cercano. La correa de Chipi apareció y desapareció en varias ocasiones. Seguía sin entender qué le estaba pasando a mi cerebro. Llegué al puerto de Bujaruelo y durante dos largas horas descendí su imponente valle.

Cerca del refugio y del camping del mismo nombre intercambié con una risueña pareja riojana que había subido al lago Ibón. Hice noche en el camping de Bujaruelo, un camping que recomendaría sin dudar en un enclave ideal para montar algo así. Al contrario que en muchos otros campings, a pesar de haber gente, te sentirás en plena comunión con la naturaleza, rodeado de bosques e imponentes montañas.

Tuve que robar una mascarilla en el baño pues no encontraba la mía.

A la mañana siguiente, ya convertido en Basajaun, con toda la parsimonia que pude, recorrí los escasos kilómetros que me separaban de torla y del final de mi ruta.

En mi trocito de río perdido recuperé una pequeña parte de mi libertad perdida. Por unas horas me sentí el Robinson que campaba desnudo por remotas playas de Colombia y Cuba. Sin excepción, cada noche pasaban rebaños de vacas y ovejas reconocibles cada cual por sus inconfundibles campanitas.

El enemigo es poderoso pero yo también lo soy, pues me gusta el calor fuerte de Archidona, la nieve de Rolando, la lluvia de Escocia y el viento de Tarifa. Quiero ser mejor persona. Nunca había estado tan cerca de la locura. Ninguna persona puede vivir en el infierno para siempre.

Había luchado una batalla contra mi mente y la había perdido. La guerra continuaba esta noche, conduciendo toda la madrugada de vuelta desde el norte. Pude haberme matado.

Ni sabía lo que pensaba en ese instante ni tenía certeza sobre lo que pensaría transcurridos diez días ¿era yo un estoico? ¿era sufrir el menor dolor posible un objetivo en sí mismo? ¿por qué era tan terrorífico el vacío?

Desde San Nicolás de Bujaruelo cogí la senda hacia el puente de los navarros. A medio camino me detuve a charlar treinta minutos con un valenciano que, al parecer, también tenía necesidad de hacerlo.

He cometido tantos errores que no me quedará más remedio que aprender a convivir con ellos y aceptar las consecuencias de mis actos. El principal damnificado he sido siempre yo.

Los Pirineos tampoco existían fuera de mí.

Chipi estaba viva y eso era lo único que importaba realmente.

La lengua rota del viejo. Nadie puede abrir semillas en el corazón del sueño.

Algo de alcohol me vendría bien en el café. Reservaría molletes de Archidona, pensé.

Tras cuarenta y ocho horas sin fumar las sensaciones eran siempre las mismas. En un ambiente relajado y beatífico podría incluso llegar a disfrutar de mi mono. Algo de actividad física no venía mal nada mal. Si te concentrabas en tu ansiedad localizada en algún punto entre la garganta y la parte inferior de la nuca y cerrabas los ojos mientras respirabas hondo por tu limpia y recuperada nariz, podrías incluso llegar a quedarte completamente dormido. Pequeñas siestas reparadoras que en el mundo real no se demoraban nunca más de diez minutos. El nivel de mono tras el sueño bajaba drásticamente durante aproximadamente unos 15 minutos. Otra micro siesta y eran las seis de la tarde, hora de andar entre olivos.

Cuando llegamos a Archidona chipi estaba extenuada. Al cabo de unas horas, con la subida radical de temperaturas, se puso a fornicar con la almohada durante casi toda la tarde.

 

FIN

Publicado por RASKOLNIKOV

Abogado especialista en asilo. Viajero, senderista y lector

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