Nos dirigimos a Karakol desde Bishkek por la parte norte del lago Issyk Kul. Aunque hicimos noche allí seguimos camino la mañana siguiente. Llegamos a Yirgalan. Allí los americanos de USAID habían iniciado un proyecto que pretendía poner las bases para un futuro de ecoturismo responsable en la zona.

Miguel Ángel, 15 años mayor que el resto, aunque en una forma enviadiable para su edad, demostraba estar un escalón físico por debajo del resto. Bouslam y Jamal estaban en otra galaxia y por supuesto siempre iban en cabeza. El primer día hicimos una ruta circular hasta un pequeño lago helado. La nieve se empeñaba en no dejarnos seguir hasta que finalmente se salió con la suya no sin antes provocar unas cuantas caidas cómicas y empaparnos completamente.

Volvimos a Yirgalan y seguimos el curso del río que cruzaba la localidad. Un par de kilómetros más tarde decidimos acampar. La tormenta se avecinaba. No pensábamos, sin embargo, que nos esperara la nevada madre de todas las nevadas. Las tiendas no resistieron y la noche se tornó infernal. El agua helada comenzó a entrar por todas partes. El problema se agravó gracias a la presencia de Boabdil con el que lógicamente no contábamos. Al final tuvimos que meternos tres en una tienda de campaña pensada a duras penas para dos.

Todo pasa, y también pasó aquella noche. El trauma, sin embargo, en un grupo viajero, aunque no tanto, se hizo sentir. Desde ese día decidieron que no querían acampar más. Según ellos hacía demasiado frío y las casas de familia tan baratas junto a la existencia de numerosas yurtas lo hacían del todo innecesario. Por mi parte, ok a todo.

A veces pienso que podría ser ese uno entre un millón. Luego salgo de la ensoñaciòn y descubro que no lo soy. Imagino vivir esa maravillosa mentira que no vivo. Y luego recuerdo que como decía el uruguayo «para perder hay que ganar y para ganar hay que perder». Siempre me pudo el miedo. Bueno, casi siempre.

En mi relación, me daba cuenta, hacía tiempo que vivía una gran mentira. El oro se había convertido en mierda. Como en el resto de cosas importantes de mi vida, había decidido seguir adelante. Sin destino, sin objetivo, seguía por seguir.

El segundo día en Yirgalan subimos por uno de los valles que había detrás del pueblo hasta alcanzar unas estupendas vistas de toda la región.

Boabdil y Jamal se rajaron el último día en Yirgalan y decidieron volver a dormir a Karakol a las once de la mañana. Miguel Ángel, Bouslam y yo nos la pasamos andando gran parte del día. Nos acompañaron dos perros del pueblo. De regreso, encontramos a un minero que, algo borracho, se prestó a enseñarnos la cercana mina de carbón. Luego volvió al camión abandonado en el que bebía junto a otros mineros.

El viento azota fuerte este cuaderno mientras escribo ya ahora en el Valle de Son Kol.

Una vez en Karakol, la encantadora recepcionista nos hizo una pequeña visita guiada por las zonas más emblemáticas del pueblo, mezquita incluida.

Ni cortos ni perezosos, a la mañana siguiente, iniciamos otra ruta de un par de días por el valle de Alty Arashan,  a media hora escasa de Karakol. La misma resultó ser espectacular. Tras la subida, como guinda al pastel, nos refugiamos en uno de los numerosos baños termales. Cuatro supervivientes a remojo. Miguel Ángel había decidido quedarse a descansar en Karakol.

Este relato sería gris, estaba claro, pues de ese color era mi vida en ese momento.

El viento seguía azotando mi cuaderno en las alturas del valle de Son kol. Fue entoncés cuando llegó Boabdil. ¡No llores como mujer lo que no has sabido defender como hombre! le dije. No me saludó, se limitó a tirarse un sonoro «cuesco» al pasar a mi lado.

Y es que para ser desgraciado a veces solo bastaba con creer estar enamorado.

De la caminata de Alty Arashan nos fascinó especialmente la segunda etapa que compartimos con Hugo, el franchute de perilla imposible. Hugo también había caminado por Huayhuash (Perú), una mis pateadas favoritas.

Caía la nieve sobre el valle de Son Kol aunque aún no estábamos allí.

Todavía en Alty Arashan la nieve de principios de mayo nos impidió llegar hasta el gran lago. Es posible que de haber ido solo hubiera intentado llegar hasta él pero el hecho de que hubiera tramos donde se decía que la nieve llegaba hasta las rodillas desanimó a mis compañeros de vocación algo menos masoquista que la mía. En cualquier caso, una vez aceptado un viaje a cinco, sabía de sobra que el margen de aventura sería entre limitado y nulo. No era una queja, muy al contrario, me sobraba tiempo para ser asocial y de hecho, en el fondo, no me vino nada mal en esta ocasión viajar en grupo para variar. Un perro verde también necesita de la manada.

Sigo escribiendo ahora desde una yurta superpoblada en las alturas el Valle de Son Kol. Habitualmente escribo en soledad por lo que se me hace raro escribir en una yurta atestada de gente. Escribo a oscuras, mientras sigue cayendo la nieve.

Supongo que al final uno escribe para no olvidar. Para aferrarse al recuerdó de aquello que viviste y evitar que tus experiencias se acaben perdiendo en el vacío que acaba por envolverlo todo.

Una vez terminada la tetralogía de Elena Ferrante, la autobiografía de Patty Smith no se me antoja un sustitutivo suficiente para llenar las horas muertas que me quedan aún por delante en Kirguistán.

Decían de Henry Miller que, sobre todo, era un gran orador.

Para regresar a Karakol tuvimos que dejarnos  la piel. Ese día recorrimos un total de 32 kilómetros primero hacia arriba y luego hacia abajo. Las marmotas huían despavoridas a nuestro paso.

Publicado por RASKOLNIKOV

Abogado especialista en asilo. Viajero, senderista y lector

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