La primera impresión no hizo honor a la ciudad. Ruido, obras, tubos de escape. Tras diez minutos de andar y desandar, cogimos el bus. El hostal estaba en un edificio de piedra negra de esos que abundan por allí. Antes de dejar las maletas ya teníamos plan para la noche. Compartíamos habitación con dos franceses que también viajaban a su rollo.
Sandrine, canadiense de adopción, trabajaba en Quebec como ingeniera biomédica. Era todo chispa. Parloteaba sin parar y era obvio que su universo lo conformaban ella y sus mismedades. Estar con una persona así te libera de responsabilidades pues puedes estar seguro de que ella se encargará de llevar siempre las riendas de la conversación. Salvo por varios comentarios «imperdonables» me pareció una persona a la que merecía la pena dedicarle un rato.
El colega que iba con ella estaba demasiado encerrado en si mismo. Era un Juan Nadie con mas miedos de los que demostraba a simple vista y que socializaba lo imprescindible como para volver, a la menor oportunidad, a su anhelada soledad.
La cena en un restaurante tradicional húngaro, se salvo con buena nota. Llevábamos dos horas con los franchutes y un error de cálculo hizo que tuviéramos que pedir dinero prestado para poder pagar la cena. La solidaridad del viajero, ya se sabe. Más tarde fuimos a un bar inglés sin sustancia y sin gente que, al menos a mi,me pedía a gritos huir de allí cuanto antes. Volver a las doce al hostal me dejó con ganas de más.
A las ocho menos diez estábamos en pie. Tras llenarme el estómago con una mantequilla y una mermelada lamentables, me di una vuelta solo por el barrio. La cosa terminó con un café en una pastelería donde servía una jovencita camarera de lo más apetecible. Estuve escribiendo un rato y avancé algo con sueños de Bunker Hill. Al parecer, había un concierto de Mozart en una iglesia cercana. Un americano gay muy despistado y bastante cómico entró en el bar. La camarera se rió de él abiertamente. Ni se enteró.
Despedida fría de los franceses. Estuvo bien mientras duró. Tampoco éramos tan amigos.
Pateada de campeonato por Budapest. Buenas vistas de la ciudad. Paramos en un restaurante situado a la espalda del parlamento. Muy escondido, era un sitio de parroquianos que aprovechaban para acercarse y comer buena comida local.
La noche anterior comimos Gulash, carne con Gnochis y paprika y unos rollitos deliciosos de carne. Esta vez nos zampamos una sopa de menestra parecida al Gulash pero menos picante, algo parecido al Kefta con una rica salsa que lo bañaba y una cosa rara similar a un cordon bleu. Mi nota para la guía Michelin sería de un siete. No comimos nada mal en Hungria.
Fue por entonces cuando empecé a obsesionarme con el balneario Schenji. Consciente de mi propensión a hacer planes imposibles intenté camuflar mi creciente ansiedad. Todo fue como la seda y sobre las cinco llegamos a los baños. Nos sentimos epicureos por unas horas y terminamos con un masaje tailandés que amenazó con ponérmela morcillona si bien no llegó la sangre al río.
Nos quedaban pocos florines y los empleamos en fruta. La cena fue maravillosa, recuerdo especialmente las uvas pequeñitas y jugosas. Kilos y kilos de fruta por tres euros. Intentamos buscar un bar para matar el poco tiempo que nos quedaba en Budapest.
Como apenas nos quedaban florines tuvimos que hacer varios intentos. En el primer bar que entramos un macarra amargado no me escuchó saludarle y empezó a leerme su libro en plan » lo primero salúdame colega» y mierdas por el estilo. A mitad de la cantinela ya nos había tocado los huevos más de la cuenta y nos largamos. En el segundo bar no entendían ingles y nos indicaron la salida con la mano en cuanto les preguntamos si podíamos pagar con euros. En el tercero hubo más suerte. Era un pub irlandés regentado por un mafioso italiano. Inmediatamente cambió el canal de la tele y nos puso la liga española. Gin Tonic más cerveza, total, 3 euros.
Larga espera en la estación de trenes que no se nos hizo muy larga. Aséptico Diego, ni frío ni calor, ni siente ni padece, sin sangre en las venas, un tempano de hielo.. Tengo que reconocer que me encanta este tío. Mahatma Diego!!
Fuimos cuatro en un vagón de ocho. De puta madre. Luego se piró uno y quedamos tres. A mitad de la noche el gordo simpático que nos acompañaba se largó tb. Cómo reyes de la creación nos tumbamos en los asiento y con el traqueteo dulce del tren y la media luna que brillaba en el cielo, entramos en trance.