Viaje mochilero Bocas del Toro

Lo que no sale por televisión cuando te muestran las paradisiacas playas del Caribe es la permanente plaga de mosquitos  que te comerán vivo. Más te vale comprar el mejor repelente del mercado y aún así estarás jodido. Un picotazo fue lo segundo que sentí cuando llegué a la playa Estrella de Bocas de Toro. Lo primero fue una inmensa sensación de asombro por la belleza del entorno caribeño en el que me encontraba. Y además estaba solo GUAU, GUAU, GUAU, GUAU!!!! Volvía Robinson Crusoe!! Solo un velero en el horizonte rompía esta mágica sensación de soledad. Entonces, llegó la primera embarcación con algunos lugareños que se disponían a ocupar sus correspondientes cabañas. Uno de ellos me alertó del peligro que suponía situarse bajo el cocotero.

La noche anterior me la había pasado en un autobús que tomé en ciudad de Panama. Tras coger una lancha que me llevó a Bocas me subí en un autobús que iba directo hasta Bocas de Drago. Una vez allí, veinte minutos de caminata bastaron para llevarme hasta la playa Estrella.

Abruptamente mis traumas de la temporada que había pasado en la Sierra Nevada de Colombia reaparecieron. La puta plaga de insectos amenazaba mi día perfecto y mis planes de acampada. Mi repelente no era ni de lejos el mejor del mercado. ¿Creeis que exagero? ¡Jodeos! los mosquitos no picaban, mordían, eran vampiros sedientos de sangre.

Para empeorar las cosas los lugareños llegados de repente rompieron el maravilloso silencio con una atronadora música latina. El sonido de las olas había dejado de escucharse. Los diminutos mosquitos que estaban por todas partes seguían picando como «su puta madre». Entonces el cielo se encapotó y empezó a llover torrencialmente. Había comprado ron panameño el abuelo. Me emborracharía, no quedaba otra.

Los niños panameños eran un coñazo. Prefería a los chavales colombianos. Comenzó a invadirme un sueño irresistible tras otra noche de autobús. Los mosquitos, ahora que me conocían, ya no me picaban tanto. Al atardecer, de vuelta en playa Drago, solo quedábamos algunos panameños despistados y yo. Un perro enorme negro se había llevado dos de mis panes. Uno de ellos lo enterró bajo la arena para comerlo más adelante. Los niños rompían los cocos y luego los lavaban en agua salada.

Una señora gorda y su marido de sesenta años me propusieron hacer un trío y acepté.

La policía vino a llamarme la atención por acampar en la playa Drago. No eran muy inteligentes y pude engatusarles. Me emborraché a base de Ron abuelo y cené pringles. Alcancé el extasis etílico a eso de las ocho de la tarde. La noche era hermosa en playa Drago. Luego fue eterna. Llovió durante toda la madrugada.

Me levanté de un humor excelente. Lucía el sol pero seguía lloviendo. Todavía se escuchaba el mar. La vida seguía detenida. Un arcoiris en ciernes se avistaba en el horizonte. Arroje a la basura el bote de pringles en el cual había orinado durante la lluviosa noche. Poco después tuve que volver a guarecerme en la tienda pues la lluvia volvió con fuerza a azotarme.

A un ser humano dotado con la terrible maquina mental no se le da cuartel. Por insoportable que sea, éste seguirá galopando hasta los rincones más alejados del universo sin encontrar en ninguna parte paz, consuelo, ni descanso. Tampoco respuestas.

Pensaba que el agua tibia del Caribe me haría más propenso a bañarme pero no fue así.  En playa Drago había muchos menos mosquitos y por eso regresé allí. Temporalmente había sustituido el tabaco por alcohol.

¿Era el amor lo que me mantenía encadenado?

Panamá había sido un coitus interruptus entre Colombia y Cuba.

Detestaba el acento panameño.  Igual me ocurre con el sevillano o el cubano.

Mi último día en Panamá conocí a Fran justo después de saludar al sol bajo la intensa lluvia que caía a jarras sobre la playa Drago. Fran era un alemán amante de España como pocos. Los dos años que había vivido en Granada le habían permitido sumergirse a fondo en nuestra cultura. Se daba un aire a David Gilmore, el cantante de Pink Floyd. Melena vikinga y gafas de sol. Con Fran pasé gran parte del día. Un filólogo hispánico viajero que iba de camino a México. No bebía, no fumaba y hablaba compulsivamente de cuestiones no carentes de interés. Un tipo curioso que huía de los estereotipos que le perseguían como guiri. Su sueño era regresar  España y opositar para profe de secundaria.

Tras despedirnos en el muelle de Bocas de Toro ya avanzada la noche él se fue a su hostal y yo, como de costumbre, a acampar en la playa. Me alejé del pueblo buscando un lugar idoneo que parecía no encontrar. Me paré en seco al ver un grupo numeroso de personas y decidí dar media vuelta por la orilla del mar. Poco después me tope con una pareja. Ella, sentada en una barandilla, le estaba chupando la polla probablemente a algún cliente. Los evité como pude y unos doscientos metros más tarde, dado que amenazaba lluvia, decidí montar la tienda de campaña junto a una barca que se encontraba cerca de una caseta aparentemente abandonada. La arena estaba algo mojada.

Una vez instalado y siendo ya consciente de que la noche sería larga comencé a escuchar unos golpes. Luego una luz me alertó de que había alguien cerca. No pasó nada. Media hora más tarde escuché como una persona se acercaba con una linterna. De repente, de malos modos comenzó a gritarme recriminándome no haber pedido permiso para acampar allí. Le pedí disculpas, salí de la tienda y nos dimos la mano. Era un hombre negro de unos cuarenta años, delgado, cuerpo fibroso y cara enloquecida. Me aconsejó inmediatamente, ya algo más calmado, que me metiera en un porche contiguo a la caseta. La lluvía era intensa.

Antes de instalarme me pidió que le acompañara a un pequeño cuartucho de dos metros cuadrados que había cerca del porche del restaurante abandonado que era la caseta. Cuando me mostró el cuartucho me estremecí al ver la pocilga en la que vivía. Tan solo un colchón lleno de suciedad, y muchas drogas. Agujas, cucharillas..el colega era un yonki de primera. Consumía desde que tenía nueve años roca (crack), una droga muy potente, consistente en una pasta de clorhidrato de cocaina y bicarbonato sódico que el tipo fumaba.

Nos sentamos juntos. Le ofrecí cigarrillos y ron para relajar el ambiente. Le sugerí  que charlara un rato conmigo. Debía desmontar la carpa y organizar el caos que había dentro de la misma. La lluvia seguía arreciando. El comportamiento del colega era de lo más excéntrico. Mi instinto me gritaba que saliera de allí cuanto antes. El tipo cada vez estaba más colocado de roca. No había pegado ojo. Era la una de la mañana. Le dije que me apañaría con el saco en el porche y comencé a recoger la tienda. Ahora sí estaba claro, iba a ser una noche larga.

Reinaldo hablaba con la parsimonia del yonki, lenta y constantemente. Apenas escuchaba. Me contó que llevaba toda la vida consumiendo, que había estado encerrado en una carcel de una isla cercana por tráfico internacional de cocaina, que se había escapado de la prisión y había nadado toda una noche hasta refugiarse en otra isla cercana. Allí había sobrevivido cazando, había aprendido a hacer fuego golpeando cocos y había construido con ramas su propio refugio. Dieciocho meses más tarde, no viendo otra alternativa, había decidido entregarse a la policía y cumplir el resto de su condena.

Debajo de la coraza de hombre duro y de su físico imponente, solo había un cuerpo descompuesto por los abusos con las drogas y la mala vida. Su mente estaba, si cabe, aún más trastornada. El más inofensivo comentario podía despertar la ira de Dios. Sus reacciones eran cada vez más imprevisibles. Se levantaba alarmado por supuestos ruidos o imaginarios fogonazos de luz. En un momento dado me dijo que iba a por su pistola pues creía que alguien rondaba la casa. Me alertaba sobre como proceder si se presentaba la policía. Me contó multiples anecdotas sobre su época de traficante. También me relató como un toro le partió la pierna tras cornearlo y como tuvo que degollarlo con sus propias manos. Cada historia la vivía en su frenesí de drogas como si estuviera ocurriendo realmente.

Paradójicamente Reinaldo me insistía en que no me preocupara, con él, decía, estaba a salvo. Yo le decía que sí a todo, aparentemente tranquilo.

Sobre las tres de la mañana había logrado guardar la tienda de campaña aprovechando los escasos momentos en que se ausentaba y cada vez me quedaban menos pertenencias por guardar. Le agradecí su «hospitalidad» y le insinué que tal vez fuera buena idea que me marchara pues no quería tener problemas con la policía que él mismo me había reconocido, patrullaba la zona. No, insistía, quédate aquí esta noche. Ciertamente no solo temía que apareciera la policía y verme involucrado en un tema chungo de drogas. Lo que más me preocupaba era que a Reinaldo se le fuera más la cabeza y acabara tomándola conmigo. En su frenesí cada vez gesticulaba más fuerte, invadía más mi espacio vital y me intimidaba cada vez más con los movimientos del cuchillo que siempre llevaba en la mano y que utilizaba para cortar la roca.

En un par de ocasiones estuve tentado de aprovechar un descuido y salir corriendo. Sin embargo, aún no tenía recogidas todas mis cosas que seguían esparcidas por el oscuro porche. En la más absoluta oscuridad y con un dedo fracturado hace algunas semanas guardar todo aquello no era tarea fácil. Si me levantaba Reinaldo me instaba a tranquilizarme y a quedarme quieto donde estaba. Su paranoia era máxima y saltaba a la mínima por muy relajado que yo aparentara estar.

Cuando regresó con su pistola le pedí por favor que la dejara en su habitación. Le intenté explicar que en mi país no utilizábamos armas y que me daban pánico. Fue entonces cuando empezó a contarme como en ocasiones asustaba a las parejas que, sin saber de su presencia, utilizaban en ocasiones su porche para hacer el amor. En ocasiones, me decía: «están tan cerca de mi como lo estas tú ahora».

A las tres y media de la mañana ya tenía todo medio organizado y comencé a esperar la oportunidad para largarme por patas. En cuanto la ocasión se presentó cogí el petate y me largué a paso ligero rezando para que no apareciera. Salí de la playa ya a la carrera y regresé por la carretera hasta el pueblo. Veinte minutos más tarde, ya en el pueblo, me recompuse y acabé de organizar mis pertenencias. Comencé a planear como iba a pasar el resto de la larga noche que aún me esperaba por delante.

A las ocho de la mañana cogí un bote hasta almirante y desde allí un coche compartido hasta la frontera con Costa Rica.

 

Publicado por RASKOLNIKOV

Abogado especialista en asilo. Viajero, senderista y lector

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