Viaje mochilero Etiopía. Por libre. En solitario. Relato de viaje Etiopia.
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De sur a norte: ETIOPÍA. RELATO COMPLETO

Viaje mochilero Etiopía

Ahora que se acerca el final de mi viaje por Etiopia me dispongo a relatar el mismo desde el principio. Tal vez las semanas de retraso me impidan recordar con mayor frescura algunos pequeños detalles. Seguramente el relato perderá algo de la inmediatez que tanto me gusta. Por otro lado, es posible que me dé cierta perspectiva, me agarraré a esto último.

El bloc de notas al que me enfrento es minúsculo. Debo hacer un esfuerzo de síntesis si no quiero acabar, como otras veces, buscando “papelajos” por aquí y por allá donde garabatear mis tonterías.

En fin, Etiopía me había llamado la atención desde hace algunos años. Realmente empecé a contemplarlo como un destino viable a raíz de un accidentado viaje que hice a Omán en dos mil trece. Las circunstancias me llevaron a ver Etiopía como escapatoria a lo que parecía, por entonces, una encerrona en toda regla. Finalmente me quedé en Omán. Esa, es otra historia.

Vuelo Madrid-Estambul-Adis Abeba. Tras este viaje empiezo a replantearme seguir sacando vuelos desde Barajas pues, cuando partes desde el sur, añades un extra a la paliza. Supongo que mi vida de mochilero me ha llevado a ahorrar en todo aquello que puedo. En Barajas observo a una pareja española de cuarenta y pocos años que cogen mi mismo vuelo.

Tras una escala, sin mayor historia, paso un rato con un cura que iba a Burundi de misiones y con un chaval un tanto perdido que se marchaba una semana a la India. Llego a Adis Abeba.

En la cola de espera para la obtención del visado de entrada al país vuelvo a toparme con la pareja española. Me dirijo a ellos y de forma muy natural, a los pocos minutos, ya me están proponiendo que me una a ellos en su viaje por el sur del país.

Mi idea inicial era centrarme en el norte. Al viajar solo el transporte por el sur se hacía muy complicado al necesitar imperativamente vehículo propio. Cae la noche sobre Lalibela mientras escribo estas líneas. Desde el primer momento hay buen “feeling”. Es obvio que se trata de dos viajeros muy experimentados. Pato es bombera y tiene una flexibilidad laboral que le permite poder viajar gran parte del año. Miguel Ángel es biólogo y trabaja para el Cesic en Doñana.

Hacemos noche en el aeropuerto. A las cuatro y media, cansados del frío que hace en el aeropuerto, decidimos salir a buscar un taxi que nos lleve a la estación de autobuses de mercado.  Destino, Arba Minch. Se supone que desde esta estación el autobús es más económico que el que sale de la estación Stadium. Con el paso de los días comprendes que la diferencia de precio es despreciable cuando se viaja en autobuses de nivel uno, dos o tres y que, aunque mínimamente, la comodidad también difiere.

Fue una tortura de viaje al nivel de las peores rutas maratonianas de mi viaje por la India. Si bien es cierto que el pasillo del autobús no estaba completamente repleto, recuerdo que mi ancha y jorobada espalda volvió a ser un handicap y no cabía en mi asiento. Las primeras impresiones fueron las de un lugar que sigue viviendo en una situación de pobreza extrema. Hicimos infinitas paradas.

Recuerdo una en concreto donde la miseria era especialmente llamativa. La mayoría de personas llevaban las ropas raídas, los edificios destartalados, las calles como en la mayor parte de Etiopía, sin asfaltar. Adultos dementes y tullidos marchaban como zombis allí donde fueras, algunos de ellos completamente desnudos.

Llegamos a Arba Minch sobre las cinco de la tarde con tiempo solo de encontrar un hotel (tras varios intentos frustrados) y conocer a Mulu, un guía que se ofreció a facilitarnos la vida en general y, en particular, lo referente al vehículo que debíamos alquilar para visitar el Omo Valley.

Ya de noche, salimos por Arba Minch. Como Pato y Miguel Ángel se retiraron pronto y yo tenía ganas de más, me quedé con Mulu perorando en un bar de locales.

Se unió a nuestra tertulia un estudiante de ciencias políticas de la zona que, ya nos habíamos percatado, nos escuchaba con atención desde su mesa desde hacía media hora. Mi incendiario y populista discurso había llamado su atención. Nuestro nuevo invitado introdujo al debate temas como la relación de los locales con los viajeros. Mulu, de manera recurrente, desviaba la conversación hacia su “business”, algo más que comprensible.

Al día siguiente salimos con el coche tras intentar infructuosamente rebajar los cien dólares diarios que nos pedían en todas partes. Logré sacar dinero de un cajero lo que, ciertamente, por entonces, se había convertido en una gran preocupación para mi.

Nuestro conductor se llamaba Abdou y era un comedor de Chat compulsivo, lo que no nos generaba ninguna seguridad, como es de entender. Además, tenía tendencia a pegarse a los animales y personas todo lo que podía. Era un sádico que disfrutaba enormemente de nuestra reacción de pánico ante el inminente peligro.

El camino desde Arba Minch hasta Jinko fue espectacular. La naturaleza desbordante se veía salpicada por pequeños núcleos rurales con cabañas hechas de barro y paja. Los niños tenían la costumbre de bailar en las cunetas para llamar la atención de los vehículos que pasaban con el fin, supongo, de que estos pararan y les dieran alguna moneda. Nosotros no paramos.

Especialmente interesante el valle que se forma un par de horas antes de llegar a Jinka. Las acacias empezaban a aparecer por todas partes.

En Jinka dormimos aquella noche tras dar una pequeña vuelta y empaparnos de lo lindo a causa de una tormenta tropical. Nuestro alojamiento fue una especie de campamento con pequeñas cabañas y un agradable patio exterior donde nos comimos la tercera injera en dos días. Empezábamos a parecer etíopes desayunando, almorzando y cenando injera . Tengo que reconocer que ni la injera ni el resto de gastronomía local me han aportado gran cosa. La impresión en este sentido ha sido muy pobre.

Aprovecho la noche para ponerme «hasta el culo» de Chat y me acabo quedando dormido con él en la boca (se mastica). Mi sueño me ataca antes que ningún otro efecto. Mareo, embotamiento, atontamiento y un leve cansancio son los efectos más pronunciados. El sueño es pesado e irregular. Me levanto con resaca.

Por la mañana del día veintiséis, tras tomar la omelette de rigor, nos asaltan los guías que se ofrecen para mostrarnos el valle del Omo y las aldeas Mursis. Nos imponen a un scout armado que se ofrece amablemente a no venir siempre que le adelantemos el importe debido por su jornada de no trabajo. Ante tal generosa oferta le decimos que mejor mueva el culo y se monte con su escopeta en el 4×4. El guía, por su parte, como era de esperar, deja bastante que desear.  Parece molestarse cuando se le hacen preguntas y da respuestas vagas, imprecisas, que seguramente sacó de un curso CCC.

Lo más interesante fue recorrer el valle y las montañas mientras observábamos como vivían en su día a día los Mursi. Lo menos llegar a Mursilandia y encontrarte un ejercito de mendicantes deformes y poco amigables implorando para que les hicieras una foto o les compraras un plato de barro que les permitiera sacarse unos birr.

Luego hicimos algunas paradas para visitar a varias familias Ari. Un cafetito que no estuvo mal. Nos encontramos con algunas personas que, con bastante razón, se negaban a ser fotografiados y lo expresaban vehementemente. No quisimos en Jinka y decidimos continuar camino hacia le región Hammer. Los Hammer tienen fama de ser muy hospitalarios. Tras varias horas de conducción kamikaze nos encontrábamos en Turmi.

Encontrar cama fue complicado pues aparentemente los cuatro alojamientos de la localidad se habían puesto de acuerdo para hinchar escandalosamente los precios. En favor de la teoría «conspiranoica» estaba el hecho de que un joven local nos seguía con su moto allá donde íbamos. Luego hablaba con el responsable del establecimiento y éste, automáticamente, nos cerraba las puertas o nos pedía una cantidad exorbitada.

Finalmente, hablamos con el propio joven en un tono bastante acalorado. Nos ofreció quedarnos en un hotelito de mala muerte pagando algo menos de cuatro euros. Eso sí, en condiciones muy básicas, sin cuarto de baño y sin luz a partir de las diez de la noche. En concreto el tema de la luz  se me hizo algo complicado de sobrellevar, soy ave nocturna. Al parecer, es bastante común en muchos países de África disponer de luz pocas horas al día y en Turmi, de hecho, ningún hotel de gama media disponía de luz las veinticuatro horas.

Por la noche, antes del gran apagón, disfruté con locura de unos maravillosos macarrones con tomate. La influencia italiana hace que la pasta sea la mejor alternativa a la sobredosis de la tradicional injera (una pasta a base de un cereal llamado Tekken con un sabor bastante agrio que en mi experiencia solo debe comerse en caso de vida o muerte).

A la mañana siguiente, como siempre, nos levantamos con el sol y la cosa empezó a complicarse. No hubo forma de localizar ni al conductor (probablemente drogado perdido) ni al supuesto guía (el chico que nos seguía a todas partes e iba enredando). La cuestión era que nos habían organizado una especie de ceremonia tradicional en aquella zona,  para la que teóricamente debíamos desplazarnos a una aldea no demasiado lejana, en la cual muchachos debían saltar por encima de toros como prueba de hombría en su paso a la edad adulta. Posteriormente habría unos bailes tradicionales.

Como el tema nos olía a “turistada” y no nos apetecía demasiado que nos montaran un circo así, en el fondo nos vino hasta bien la desaparición de los susodichos y tanto Miguel Ángel como yo nos descolgamos y aprovechamos para perdernos un poco por la aldea Hamer.

La experiencia fue inmejorable. Entramos en las viviendas de varias familias y acabamos de emborracharnos con honey wine (amarillo) junto a unos jóvenes del pueblo. La juventud estaba bastante más maleada y pendiente de hacer negocio. La borrachera empezó a degenerar. Para entonces ya me había reencontrado con Pato y decidimos que era un momento óptimo para «pirarse» pues la situación amenazaba con descontrolarse tras la cuarta botella ( tres pagadas por nosotros) .

Decidimos comentarle a uno de los chavales más tímidos del grupo,  y el que más a disgusto parecía estar con la actitud de sus colegas y su insistencia en ser invitados, si nos podría acompañar a alguna de las aldeas cercanas al pueblo que podían visitarse. Nos dijo que sí aunque no parecía muy convencido.

Llegada la hora del senderismo, tras otro par de cervezas en la terracita del tourist hotel, apareció el chaval que nos dijo que finalmente nos acompañaría otra persona, que visitaríamos dos aldeas, la primera a tres kms del pueblo y la segunda a dos kms de la primera.

El camino nos resultó agradable y tranquilo. La visita mereció la pena. Pudimos incluso visitar una pequeña aldea con su escuela de primaria. El sitio era auténtico y primitivo.  Previamente, en coche, ya percibimos que la vestimenta tradicional era la norma entre las diferentes tribus.

Atención especial merece el mercado de Kako, un autentico zoológico marciano, donde en perfecta armonía con miles de animales se mezclaban Hamer, con Mursis, Bannas, Aris o Caros.

Sin embargo, de repente, de la nada, cuando empezábamos a creernos auténticos exploradores, aparecieron millones de turistas americanos en sus 4×4 en plan «hombre blanco saluda a hombre negro» y luego hombre blanco le acribilla a fotos que son sólo trofeos de caza.

El guía sustituto nos dijo que teníamos que pagar dos veces por la entrada puesto que esa aldea incluía las dos que nos había mencionado anteriormente. Un timo en toda regla. El jefe de la tribu sacó entonces su teléfono móvil  mientras se dirigía despreciativamente a sus súbditos y contactaba con Turmi a la espera del próximo grupo de turistas.

Lo paradójico es que comprendimos que siendo la aldea totalmente real, el capo mafioso del jefe tribal se lo había montado para meterse la pasta en el bolsillo. La pobre gente que controlaba no tenía más remedio que soportar la situación y conformarse con la migajas.

Esa noche, ya en Turmi, recuerdo que tuvimos una conversación muy interesante sobre lo humano y lo divino, la vida en pareja y  lo abiertas que pueden ser la relaciones monógamas..

Ya el jueves emprendimos la vuelta a Arba Minch e hicimos una parada en el muy recomendado pero menos interesante mercado de Key Afar. Allí encontramos más turistas que en todo el viaje junto. Unas chicas que habían terminado un voluntariado en Burkina Fasso y Burundi, unos fotógrafos de fauna españoles y un japonés despistado, entre otros.

Esa misma tarde llegamos a Arba Minch y nos dimos el lujo de quedarnos en el agradable Tourist hotel. Bellos jardines y habitaciones muy confortables por quince euros. Al poco rato de estar allí solo bebiendo algo, apareció Mula, como si de una casualidad se tratara. Pidió un par de cervezas sin alcohol que, como era previsible, acabé pagando yo. Nos despedimos cuando llegaron para cenar Miguel Ángel y Pato. Una vez se marcharon estos busqué un lugar algo más ambientado dentro del propio recinto que era bastante amplio.

Cuando me disponía a regresar a mi habitación me encontré con dos etíopes que amablemente me invitaron a tomar unas cervezas. Su perfil era radicalmente diferente al encontrado hasta el momento. Con un nivel cultural alto,  resultaron ser políticos profesionales. Uno militaba en el partido del gobierno y el otro en el partido de la oposición. Uno vivía en Adis Abeba y el otro, al que el primero había venido a visitar en sus vacaciones, en su ciudad natal, Arba Minch.

Ambos concluían que persistían importantes déficits democráticos en su país, a pesar de lo cual se mejoraba poco a poco. En determinados momentos bajaban la voz y se cuidaban mucho de que nadie les escuchara hablar de política y eso que estábamos solos en una zona ajardinada, muy oscura e íntima, en la que nadie podría habernos escuchado ni en un millón de años. Prueba todo ello, de la falta de libertad de expresión que todavía sufre este país .

Breve cabezada y antes de las cinco de la mañana comienza la interminable paliza que debe llevarnos al norte, a Bahar Dir, la ciudad del lago y del nacimiento del Nilo azul. El viaje hasta Adis siempre lo recordaremos Miguel Ángel y yo  por la increíble belleza que se nos sentó al lado en el autobús. Viajaba con su niña pequeña. También lo recordaremos por el hecho de que fuimos todo el tiempo en la parte delantera al lado del conductor departiendo con muchos de los pasajeros que derrochaban amabilidad y hablaban muy buen inglés.

Al llegar a ADIS ABEBA, el resto de pasajeros nos buscaron un taxi y fuimos directos a Piazza. Perdición y putrefacción. Tras numerosos intentos de encontrar alojamiento, acabamos en una especie de casa de huéspedes que hacía las veces de prostíbulo.

La escena más lamentable fue la que presencié cuando un cincuentón preguntó al recepcionista «si era ÉL o ELLA» y una vez averiguado el sexo de su víctima, consultó por la edad  de la niña en cuestión. El recepcionista, sin pudor, afirmó que la niña tenía doce años. La sucesión de entradas y salidas de parejas de cópula fue interminable. El chulo de estas no daba a basto  con tanto trabajo.

La escena más surrealista se produjo cuando  un gigoló del tipo M. A Barracus, entró en escena. Buscaba a su cliente en una de las habitaciones y no daba con él. Su cliente, un negro asiático de mediana edad acabó por abrir la puerta con aparentes signos de ir de drogas hasta arriba. No quiero imaginar la tunda que se debió llevar, eso sí, con mucho gusto.

Serían las once de la noche cuando Miguel Ángel y yo nos fuimos a cenar al histórico hotel Taitu. Pato seguía invariablemente el ritmo del sol y prefirió quedarse a dormir.

Tras varios intentos infructuosos de encontrar un vuelo hacia Bahar Dir, la única solución era coger otro autobús a las cinco de la mañana y tiro porque me toca. Otras doce horas.

En la estación de buses nos recibió el relaciones públicas de rigor que nos ofreció su hotel. Aceptamos su oferta. De paso nos organizó la vida para las próximas veinticuatro horas. No quedamos insatisfechos.

Esa noche tras una buena cena en un restaurante del barrio donde degustamos el pescado local y algún otro plato, propuse a Miguel Ángel que nos tomáramos algo en un bar. El concepto de bar en Bahar Dir y en gran parte de Etiopía está aún por inventar y los que existen son realmente puticlubs donde te puedes tomar una copa. Tomamos un gin tonic local y charlamos con una puta que se nos sentó en la mesa. La señora llevaba, como todas sus compañeras, un crucifijo colgado en sus pechos.

Ese día, al volver al hotel, sufrí el ataque de los mosquitos asesinos.

El domingo uno de diciembre fuimos a Emirates Airlines donde pude reservar un vuelo interno entre Lalibela y Adis Abeba que garantizó, en gran medida, la viabilidad del resto del viaje. No tuvieron la misma suerte Miki y Pato, que lo necesitaban un día antes y que al final se pegaron una «panzada» excesiva de autobús.

Luego hicimos una excursión por el lago. Allí coincidimos con un solitario experimentado viajero polaco de mediana edad que me ilumino sobre la visita a las montañas Simiens al tiempo que me abría los ojos sobre la importancia de salir para allá lo antes posible.

Conocimos un excéntrico y amanerado alemán que luego resultó ser polaco de Gdansk cuando apareció un compatriota. También vinieron con nosotros en el bote una pareja etíope de lo más peculiar en la que destacaba el inolvidable corte de pelo de la dama al estilo «se me ha agarrado un mandril en la cabeza pero que guapa estoy y cuanto me miran ahora que lo pienso».

Pitando fuimos a ver las cataratas del Nilo azul. Previamente, parada de infarto para recoger los billetes de avión. El resto del grupo que nos acompañaba se impacientaba por minutos. Las cataratas, con menos caudal de lo que hubiera sido óptimo (al parecer una hidroeléctrica tiene la culpa), tenían bastante que ofrecer. La ruta de senderismo previa fue agradable e intercambiamos con algún parroquiano. Me hicieron una foto bastante divertida en plan turista que se cae a la cascada.

Repetimos restaurante para cenar. Me las arreglé para pagarles el billete de bus a unos pocos etíopes y convencerles de que salieran a las cuatro y media de la mañana en lugar de a las seis en el minibús que iba hacía las Simiens. Era vital llegar a una hora que me permitiera aprovechar el siguiente día y cubrir a pie los veinticuatro kilómetros que unían Denbark con Sankaber. El plan salió redondo a pesar de que fallaron los frenos del minibús que nos llevaba desde Gondar a Debark  (pero en África todo tiene solución salvo los auténticos problemas).

Ya en Debark acudí  a las oficinas de entrada en el parque. Convencí a todo el mundo de que aquel tirillas era capaz de cubrir con dos cojones la distancia en cuestión a pesar de que ya eran cerca de las doce de la mañana. Más por pesado que por otra cosa accedieron a proporcionarme scout, mula y mulero y, tras comprar lo básico para pasar tres días «into the wild», me puse en marcha. ¡Guía no, gracias!

Estaba bastante “reventao” por el madrugón pero, tras haberme despedido de mis compis, sentía que era uno de esos días en que, pasara lo que pasara, no me fallarían las fuerzas. Nos pusimos en marcha. Salí de Debark, como es habitual en Etiopía, con la impresión de arrastrar las miradas de todo el mundo. Paramos primero en casa de Dyo, el scout, que cogió linterna y fusil.

A las afueras del pueblo paramos en casa del mulero. Bebieron algo y retomamos camino. El primer tramo era rocoso y verde. Todavía resuena en mi cabeza el llanto de aquella niña que sintió el fin del mundo. Su llanto duró siglos. Probablemente no fuera nada. Las rabietas de los niños etiopes son legendarias.

Empezó un fuerte repecho y tras la primera larga subida caí tan exhausto que incluso llegué a dormir un par de minutos. Seguimos hasta un llano desde el que se empezaba a intuir la magnitud de la cordillera montañosa. Un campesino me ofreció unas judías raras que me ayudaron a reponer fuerzas.

Atravesamos un terreno arbolado en el que nos encontramos una colonia con varios centenares de simios. Seguimos subiendo y un grupo de ocho o diez niños se lo pasaron en grande viendo mi sufrimiento. La cabeza me iba a estallar. Dividí un regaliz de los que me había dado pato entre todos ellos con la condición de que se largaran y me dejaran tranquilo.

Funcionó, empezamos a movernos por la arista de la montaña. Las vistas comenzaban a ser grandiosas. Majestuosos acantilados hacían que me temblaran las piernas. Cerca del anochecer llegamos al campo base de Sankaber. Justo a tiempo para montar la tienda y organizar algo el material. Cenamos atún, pan, plátanos y piña enlatada.

La noche fue infernal. El frío que hacía superó con mucho mis expectativas. Por momentos sentí que se me congelaban los dedos.  Una de las noches más largas de mi vida, apenas pegue ojo. El amanecer fue una bendición. Los primeros rayos de sol que comenzaron a calentar mis extremidades, me alimentaron. Toda la hierba que nos rodeaba se había congelado. Así fue como comenzó el martes día 3 de diciembre.

Decidí saltarme la etapa de Gich y llegar directamente hasta Dekken. De esta forma tras realizar la primera parte de la etapa a Gich, tome como objetivo el destino que habitualmente se alcanza la tercera etapa. Sin duda este primer tramo fue el más interesante pues pude seguir disfrutando de unas increíbles vistas.

Llegado un punto, mi palpable inseguridad consecuencia del vértigo,  hizo que Dyo tomara la sabia decisión de cambiar la ruta inicialmente prevista, moviéndonos hacia el interior y perdiendo, lógicamente, gran parte de las vistas. A partir de ese instante fuimos andando por caminos de tierra.

Lo mejor, sin duda, me aguardaba al final cuando llegamos a uno de los lugares más impresionantes que he visto en mi vida. Un lugar privilegiado para el avistamiento de aves, monos babuínos y una plataforma natural con una panorámica de 360 º sobre las Simiens Mountains.

Con mi recién adquirido conocimiento del uso de prismáticos, que mis profes Miguel Angel y Pato me habían proporcionado, disfrutaba como un niño con zapatos nuevos y durante el día que pasé en Dekken pude ver quebrantahuesos, halcones e innumerables aves como nunca antes lo hubiera imaginado. Ver la puesta de sol y el amanecer en un lugar como ese fue una inmensa fortuna.

Tras comprar una injera al scout y al mulero y comer yo lo poco que quedaba, les insistí en que durmieran en la tienda conmigo. Tras el rechazo de la noche anterior, esta vez sí, aceptaron.  Si un día antes hubiera sabido «el pelete» que iba a hacer, no les hubiera dejado quedarse fuera enrollados en su manta. Además, la tienda de campaña que alquilamos en Debark era lo suficientemente amplia como para que entráramos los tres sin problema.

Otra noche eterna, aunque algo menos, pues me abrigué a conciencia poniéndome encima toda la ropa que había llevado conmigo para el viaje. ·3 pantalones, 4 jerseys y dos pares de calcetines, aparte de todas las camisetas. La puerta de la tienda seguía sin cerrar correctamente.

El miércoles día cuatro de diciembre fue uno de esos días de los que cuesta escribir pues te sientes incapaz de plasmar lo que viviste. Tras levantarme aún de noche, pues el amanecer no llegaba nunca. me fui al punto panorámico y contemplé el amanecer. Estuve avistando aves y siguiendo a babuínos durantes varias horas.

La idea era emprender el camino de vuelta utilizando alguno de los camiones que transitan por el parque llevando a lugareños y que están terminantemente vedados para los turistas. Para lograrlo debías hacer autostop, ponerte de acuerdo sobre el precio con el conductor y pasar varios controles hasta Debark sin ser descubierto.

Lo que no me explicó el Scout es el astronómico (entiéndaseme la exageración, sigo en Etiopia) precio de 400 birr que me pedirían los camioneros. El caso es que mi imprevisión habitual hacía que me encontrara muy escaso de efectivo y en caso de que fracasaran las negociaciones no me quedaría otra que patear los 50 kms de vuelta en los próximos días. Por no hablar de la falta de alimentos y la imposibilidad de adquirirlos en el camino. La situación era pues, desesperada.

Con un tanto de fortuna conseguí que me cambiaran 10 euros que conservaba para este tipo de situaciones desesperadas y ajustando la negociación al límite de lo imposible, pudimos montarnos en el camión. En cuanto estuve arriba el grupo de 20 o 25 etíopes que viajaban en él me cubrieron totalmente con una manta lo que, teóricamente, me ayudaría a pasar desapercibido en el interior de la divertida marabunta que contemplaba con extrañeza la inexplicable situación provocada por este Faranji. El camino se hizo bastante interminable. 50 km por carreteras de montaña, pasando controles policiales y escondido debajo de una manta, no es poca cosa.

Como si estuviera todo programado, en cuanto llegué a Debark empalmé con un minibús al que pagué mis últimos 50 birr. Los 4 euros y pico restantes fueron para nuestro Scout en concepto de propina aunque se habría merecido mucho más. Sin un céntimo, tome camino a Gondar, ciudad histórica etíope.

Al llegar al hotel, y una vez retirado algo de efectivo de un cajero, me dispuse a lo que teóricamente iba a ser una tarde de placeres ofertados por el hotel. El masajista nunca llegó. Aburrido de esperar me fui a tomar algo e hice «migas» con un chaval que se presentó como músico y con el que fui a tomar algo de pasta. Luego fuimos a ver el partido Arsenal Hull City con sus amigos en un chamizo muy humilde que estaba algo más allá de la boca del lobo. Estuvimos bebiendo y mascando Chat hasta pillarnos un cebollón importante.

Teníamos ganas de fiesta y proseguimos la ruta en un garito de música tradicional etíope donde presenciamos el curioso reto hombre-mujer, un rollo en plan pimpinela rapero con sus danzas tradicionales correspondientes. Luego fuimos a una discoteca rollo nightclub etíope pero más modernito de lo habitual. Ya habíamos bebido demasiadas cervezas y aunque el tío se había enrollado de lo lindo el tema de tener que pagar yo siempre me empezaba a mosquear. La cosa se estaba yendo de madre, putis por doquier, en fin, no quise perder la cabeza más de lo que ya la había perdido.

La madrugada del jueves día 5 de diciembre de dos mil trece, a los pocos minutos de volver de fiesta, salí literalmente huyendo de Gondar aunque apenas había dormido. Cogí un bus con dirección a Gashena, cruce caminos en el que debes apearte camino a Lalibela. El lugar no dejaba de ser un estercolero de miseria en el que la gente malvivía con las pocas migajas que los viajeros dejaban caer por allí.

Comienzo a charlar con un joven demacrado y algo cojo que se muestra muy amable conmigo. Me da la bienvenida  a su polvoriento pueblo y me indica la mejor opción para seguir camino. Con la interrupción de un enemigo (según dice el chaval) que intenta convencerme de que no le haga caso al cojo y tras echar un vistazo a la magnifica guía Bradt de Etiopía decido esperar al minibus. El minibusero «se sube a la parra» y me pide 250 birr. Le doy 110. Tras 5 minutos de calma chica, acepta la oferta.

Me meto en el minibus (que por supuesto va a tope) y el conductor me manda a la última fila). El camino de tierra es movidito y los 67 kms que separan Gashena de Lalibela se recorren en algo más de dos horas.

Desde un primer momento la chica que se sienta al fondo a mi lado, al lado de la ventanilla, empieza a coquetear descaradamente. Se choca, se roza, echa sonrisitas, y con su limitado ingles hace insinuaciones y me indica que en la tienda de su padre pueden mostrarme como se realiza la llamada ceremonia del café. Empieza a enseñarme fotos de su móvil en las que aparece sin el velo, con amigas…en fin, la chica no estaba mal a pesar de que poseía ciertos rasgos algo simiescos y era bastante cochina por ejemplo al sacarse los mocos y pegarlos por cualquier parte con total naturalidad.

La situación comienza a volverse por instantes más surrealista no sólo porque continúa con el manoseo sino porque empiezo a percibir como el resto del pasaje no nos quita ojo de encima. Sin duda el rollo turista despistao, putilla espabilada se lo saben ya de memoria.

De hecho cuando comienzo a prestar atención me doy cuenta de las risitas maliciosas, miradas de leve reproche de los señores mayores y un sinfín de pequeños detalles que hacen que comprenda que por mucho que se hagan los locos, no pierden detalle. Se comienzan a producir reacciones generalizadas a comentarios que hace la chica y está comienza a reaccionar en Amarico ante el resto del pasaje. Entre tanto, prolifera un ambiente de jolgorio que va más allá de lo lógico. Estoy desconcertado.

Le acabo de preguntar al señor que viaje a mi izquierda que qué cojones pasa, que por qué todo el autobús participa del enredo de esta señorita y si esto es lo habitual que hacen con todos los faranjis. El señor me dice que todos la conocen. Que la chica, al no hablar mucho ingles, aprovecha los baches de la carretera para entablar contacto con los faranjis que, para todos ellos son como billetes con patas.

Lo más curioso es que al parecer todos la conocen porque son familia y viajan todos juntos para celebrar el entierro de una sobrina adolescente del caballero y prima del putón, que había fallecido hace escasas horas.

De hecho, su cadáver viajaba en un ataud encima del vehículo. Joder!! me digo…y hasta hace un momento el ambiente era de lo más jovial!.Ni de coña un velatorio!..sin tiempo para reaccionar nos aproximamos a Lalibela y es entonces cuando, tras un breve silencio, comienzo a escuchar leves sollozos.

Los sollozos al poco se transforman en algunas lágrimas que mutan en berridos y luego en gritos de dolor y desesperación. ¡Que cojones es esto! a lo lejos veo como se aproxima a nuestro coche una masa de un centenar de personas corriendo, gritando, rasgándose las ropas y los cabellos. Todos llorando a moco tendido. De repente, comprendo que al vehículo lo estaban esperando en Lalibela para celebrar la misa por la niña difunta.

La masa empieza a golpear el vehículo y a zarandearlo. Éste se tambalea mientras la muchedumbre lo rodea. Los familiares comienzan a descender del mismo. En menos de cinco minutos se pasa del buen humor y el cachondeo al dolor y al llanto más desgarrado. El conductor no me permite salir hasta que todo ha pasado. Tampoco es que yo me atreviera a salir pues la peña estaba muy muy loca. Conclusión, me quedo yo solo en el coche con el ataud y ambos seguimos rodeados por la multitud que persiste durante varios minutos hasta que la turba enfervorecida se lleva el ataud y en procesión se dirigen a alguna parte a celebrar el entierro.

En fin, una situación surrealista hasta el punto de que llegué a fantasear con que estaba soñando, con que yo era el muerto y con que la peña estaba allí por mí.

Abandoné el coche y me quedé allí, en mitad de ninguna parte. Interrogué a algunos lugareños sobre lo que allí había pasado (y cómo exteriorizan su dolor) y me dirigí al centro de la ciudad acompañado por un grupo de chicos jóvenes con los que estuve bromeando sobre lo que había ocurrido. Me llevaron al hostal Blulal donde pillé una habitación con vistas a la montaña.

Esa misma tarde me invitaron a tomar té unos vecinos del barrio que me contaron las bondades de las iglesias de Lalibela que, según ellos, no tenían igual en el mundo. Curiosamente, uno de los etíopes vivía en Valencia. Allí había llegado tras obtener una beca y no se que más. Al día siguiente otro del pueblo me dijo que de eso nada, que se había ligado a una turista española y que se había casado con ella. Charlamos sobre la polémica medida de hacer pagar cincuenta dólares a los turistas que entran en el recinto y que causaba división de opiniones. Esa noche comencé a escribir este relato y dormí mejor y más que ningún otro día.

El viernes día 6 me dirigí a primera hora al primer grupo de monasterios, el noroeste. Sin ánimo de entrar en demasiadas descripciones pues para eso ya tenemos google, la primera impresión he de decir que fue realmente impactante. Para el que no lo sepa se trata de iglesias excavadas directamente en la roca, en una sola roca. Tuve además la fortuna de que se celebrara allí la misa semanal y al ser muy temprano tampoco había ningún turista. La sensación de iglesia viva y tradición milenaria realzaba el ya de por si impresionante momento. Siguiendo el consejo de Pato conseguí entrar sin pagar al dejarme en un hotel cercano ella su ticket usado del miércoles.

Seguí mi visita henchido de gozo y con un puntito de placer culpable que daba un regusto especial a mi visita. Transcurrió sin mayores incidentes la mañana hasta que llegué a la más famosa de las iglesias, la de San Jorge. Algunos habréis visto esa maravillosa iglesia en forma de Cruz que se vislumbra en fotos desde el cielo. Pues allí se lió parda. Un vigilante algo más perspicaz que sus compis se coscó de que mi pasaporte no coincidía con el que aparecía en el ticket. Me dijo que era muy grave lo que estaba haciendo y que llamaría a la policía. Si se demostraba el fraude, me dijo, «acabarás en prisión».

Yo, por mi parte, intentaba mantener la calma, negaba cualquier engaño y afirmaba que mi amigo había comprado el billete para los dos, que todo era una infamia y que me dejaran tranquilo, que me iba a mi casa, que era intolerable…entonces llegó el policía con una metralleta y me escoltó hasta la oficina de las entradas.

Allí revisaron uno por uno los tickets (me sorprendió que en lo últimos días no llegaban a 50 las entradas vendidas) y, como era de esperar, no había ninguno a mi nombre. Tras un rollo poli bueno-poli malo y varias amenazas de enchironarme, me ofrecí gustoso a acudir al cajero más cercano y abonar lo que hiciera falta.

A partir de ese instante y como en los pueblos las noticias vuelan, fui testigo de como casi todo el pueblo se enteró del incidente sucedido al Faranji ladrón, el burlador burlado. Pero en fin, dado que la picaresca es el pan nuestro de cada día la guasa fue la tónica dominante con la mayoría de los parroquianos que me sacaron el tema.

Esa misma tarde hice una ruta de senderismo con uno de los muchachos que me llevaron al hotel el primer día. Un tipo moderno y espabilado que me llevó por las montañas que rodean Lalibela. Nos entendimos bastante bien. Hablamos de lo humano y lo divino y para culminar el viaje me invitó a quedar con sus amigos esa misma noche y probar la famoso raki (Vodka etíope) en un local de la zona. El sitio no podía ser más peculiar.

En realidad, no era más que un salón de casa campo de abuelos de hace 80 años en España. Frente a su tele de madera se juntaban los parroquianos que, sin tener que decir siquiera a que iban, se encontraban con un buen vaso de raki delante.

Al margen del típico incidente con el borrachín de turno, la noche transcurrió de maravilla. Charlamos de la muerte de Mandela, de la guerra con Eritrea con un excombatiente y en general de la Etiopía de ayer, de hoy y de mañana. Hablamos del país de los niños.

FIN

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