Tiflis resulta ser una enorme sorpresa. Muy diferente a lo que me imaginaba. La zona vieja recuerda más a Alabama o Arkansas que a la URSS. Georgia tiene una cultura, arquitectura e identidad muy marcadas. Cuando estás allí entiendes la disputa a muerte constante que este país mantiene con su colonizador, Rusia. ¡Y eso que Stalin era georgiano! ¡Quién lo diría!
El barrio de Abanotubani es el más antiguo de Tiflis. Junto a los hamanes quedan aún un par de mezquitas que recuerdan la lejana influencia de árabes, persas o turcos. Cerca de este barrio se encuentra la ciudad vieja de Tiflis integrada por un puñado de callejuelas decrépitas y palpitantes. Casas ruinosas aún habitadas con pequeños patios e irrepetibles balcones de madera. Las mezquitas se convierten en hermosas iglesias georgianas. Una vez cruzamos la plaza de la libertad llegamos a la avenida Rustaveli, llamada así en honor del más famoso poeta georgiano.
Era el dos de octubre del año dos mil doce. En Georgia se celebraban las elecciones. Allí estábamos en un momento histórico del país. Se barruntaba que habría un cambio, el primero en la joven democracia georgiana. El presidente Saakashvili sería derrotado y nadie sabía si aceptaría el resultado. Se respiraba miedo en las calles. El conflicto con Rusia seguía en pleno apogeo, especialmente en Abjasia y Osetia del Sur.
Tomando cerveza, la noche de las elecciones, conocimos a una periodista alemana que cubría las mismas. Junto a ella, un eminente historiador georgiano que hacía las veces de analista para el mismo periódico. No nos quedaba otra que aprovechar la oportunidad y empaparnos de su profundo conocimiento. ¡Vaya lujo de noche! ¡ Me hubiera gustado tener una grabadora! Así hubiera podido transcribir, como hacía Tom Wolfe, la conversación que tuvimos hasta largas horas de la noche.
Años más tarde…
En Georgia a las seis de la mañana el vacío era aún más tangible. Me movía entre la necesidad de acción y el deseo, mucho más racional de no moverme de Tbsili. El pronóstico del tiempo decía que llovería sin interrupción durante las dos próximas semanas. Chubascos y un viento horrible no hacían especialmente apetecible una escapada campestre. Hacía un frío del carajo.
Amanecía en Tbisili. Viajaba a esta ciudad por segunda vez. Pateamos sin descanso. Siguiendo la arteria principal Rustaveli, con el río a la derecha, hicimos un recorrido elíptico que nos mostró una parte del street art georgiano, las llamativas construcciones de madera del centro histórico e imponentes edificios clásicos y soviéticos. Acabamos en la fortaleza de la ciudad y en la catedral de la santísima trinidad.
En mi anterior visita a la ciudad no pude disfrutar de estas maravillosas vistas en un lugar de tan privilegiado enclave. La guinda del pastel la puso un salto en tirolina desde la misma Mother of Georgia hasta el jardín botánico. Eso, el paseo posterior por los jardines y una cena, ya caída la noche, a base de quesos y vino locales sobre una Tbisili iluminada.
A veces es difícil darse cuenta de hasta que punto se adormecen nuestros sentidos en la ciudad. La rutina mata el espíritu, aletarga cuerpo y mente. Hasta que aterricé en Georgia no recibí ese electroshock que necesitaba para ponerme en marcha.
La Mother of Georgia tenía un culo impresionante. Era un MILF en toda regla.
Desde la colina de la fortaleza se ven unas casas que recuerdan a las de Cuenca.
«Todo premio novel se ha leído pero no todo libro tiene un premio novel», dijo Polanski. Mi colega, no el cineasta. Luego, retomó en silencio su libro, como si acabara de decir algo verdaderamente profundo. Estaba leyendo La guerra no tiene rostro de mujer de Svetlana Alexievich, premio novel rusa. Una de esas novelas que todo millenial que se considere feminista, debe leer.
Nuestra Marsrutka cortaba el viento. A derecha e izquierda inmensas praderas plagadas de vacas gordas marrones y negras. Con el cielo encapotado, Hobbytown, no parecía tan alegre.
El payaso de Heinrich Boll me mira fijamente sonriendo, sin entender nada. Aguas marrones fluyen furiosas todavía al sur de Georgia.
Un vino tinto de Kajeti. Una señora con pelo rizado nos mira con aire de reproche.
El ucraniano Polansky afirma que los caucásicos en Rusia tienen muy mala fama no solo por su histórica rebeldía a Moscú sino por su extremo nacionalismo (es habitual que los chechenos que salen de su país se lleven siempre un saquito con tierra). Tampoco ayuda su afición a funcionar en clanes mafiosos y delincuenciales.