El trance nos lo jodieron los guardias de fronteras de ambos lados y tampoco ayudó el revisor que nuevamente volvió a requerirnos el billete una vez pasamos la frontera Serbia. Esto de las fronteras no es nada práctico, que diría John Lennon. Seguimos camino a Belgrado.
A las siete y veinte de la mañana llegamos a la capital. Diego parecía cansado. Nos fuimos a una cafetería en la cercana estación de autobuses y nos tomamos un café turco, como se conoce por aquí, al café que yo conocía como griego. Se trata de un café oscuro, cremoso, que deja un sabor bastante peculiar en la boca y que no debe removerse pues tiene mucho polvo en el fondo.
Compramos cuatro billetes para Sarajevo. Los otros dos eran para Helio y su novia que se unían a nuestra ruta esa misma mañana. Nos fuimos al Kalejmedan o, más bien, a los jardines aledaños a la fortaleza. Nos sentamos en un banco y contemplamos el Sava pero no su intersección con el Danubio. El Duma (no claro en el original) se llama aquí.
Estuve charlando con dos chavales que hacían piarda del instituto. Uno de ellos no paraba de parlotear. El otro se avergonzaba de él aunque estaba acostumbrado a su excéntrico comportamiento. Hablamos de deportes, del colegio, de drogas, de política y sobretodo de los Serrano que, al parecer, era una serie de culto en Serbia.
LLegamos tarde a la puerta de la estación donde a las once habíamos quedado con Helio y compañía. No estaban. Esperamos media hora. ¿Se habían largado? no parecía probable. Habíamos fijado dos citas alternativas precisamente por si había problemas. La segunda era a las cinco de la tarde. Dejamos las mochilas en la estación y nos fuimos a un locutorio a revisar los emails por si acaso.
Helio me había escrito informándome de que había perdido el avión. En aquella época no conocía todavía a la nueva novia de Helio, ni sabía que era una tía de puta madre. Me invadió una gran sensación de frustración pues llevaba tiempo queriendo viajar con Helio pero también, he de reconocer, de alivio pues el prejuicio absurdo de que Jane fuera una petarda viajando, por entonces, me preocupaba un poco.
Nos dirigimos al centro. A pocos metros de la estación preguntamos a un hombre pues nuestro cirílico aún no estaba a la altura y en tales circunstancias el callejero nos valía para poco. El hombre se llamaba Darko.
Darko es profesor de historia en un instituto. Se ofreció a acompañarnos pues afirmaba que le cogía de camino. Sin embargo, cambió su camino ciento ochenta grados. Hablaba sin parar como si tuviera necesidad de aliviar la gran cantidad de datos de todo tipo que almacenaba en su privilegiada memoria. La cantidad de información era tan inmensa que por momentos nos saturaba. Era el mejor guía de la ciudad, de eso estoy seguro, y según avanzaba la conversación parecía entusiasmarse por momentos.
En nuestras desconfiadas mentes capitaloindividualistas buscábamos una explicación para tanta generosidad. Acabamos tomando una cerveza y nos comentó que se iba a inventar una excusa para no haberse presentado al claustro de profesores a la hora prevista. Políticamente era un hombre bastante centrado. El nacionalismo, también para él, era el principal culpable de lo sucedido en los Balcanes. y eso, era especialmente aplicable a su país, Serbia.
Según nos contó, en Serbia apenas habían sentido la guerra salvo durante los dos meses en los que intervino la ONU. Los efectos de los ataques eran, sin embargo, evidentes, en los aledaños del palacio de gobierno que, años después del conflicto, seguía sin haber sido reconstruido. Por lo demás, la capital Serbia podría pasar perfectamente por otra capital europea cualquiera.
Buscamos un sitio para quedarnos. Había un hostal en pleno centro que nos habían recomendado en el que podías pasar la noche por entre cuatro y doce euros la noche. Caí inconsciente en el sofá. El subidón de alcohol, el cansancio acumulado y la falta de comida me golpearon fuerte y diez minutos de sueño más tarde me había quedado grogui para todo el día.
Aprovechamos la tarde para acercarnos al barrio bohemio y comer algo. Luego fuimos a visitar la fortaleza y pasamos gran parte de la tarde disfrutando del lugar. Aquí teníamos una panorámica espléndida de la ciudad y la convergencia de los ríos. La puesta de sol coincidió con la entrada de un fuerte viento como es tradición cuando cae la noche.
Diego estaba muerto. Para entonces ya habíamos conocido a Alexandra, la recepcionista del hostal. Un encanto de niña que nos cautivó desde que la conocimos. Aki era nuestro compañero de habitación. Un japonés de lo más enrollado que no hablaba demasiado inglés y respondía a todo lo que le decíamos, como es tradición en el país nipón, con un gran Ohhhhhhh! de asombro.
Fuimos aconsejados por la dulce Alexandra que nos recomendó que fuéramos a un club de Jazz. Cómo no había música en directo ese día tras el gin tonic de rigor Aki y yo nos largamos del garito a otro, un tanto fashion, que tenía una barra hasta los topes de bebida colocada en forma de extraña pirámide. Entonces creí hablar español, pero me equivocaba.
Aki me contó que iba a Amsterdam y, como hay un profe frustrado en mí, aproveché para darle un curso acelerado sobre drogas (blandas y duras). La educación ante todo. Aki se fue a dormir y yo me quedé fumeteando solo en la noche de Belgrado.
Me desperté temprano. La calle principal de Belgrado estaba todavía tranquila. Di una vuelta por los alrededores y paré en un sitio llamado la tortufa negra a tomarme un café. Estuve leyendo un rato Go de John Clellon Holmes. Me pusieron una tortilla y no me va mucho ese rollo.
Al final me compré una camiseta por siete euros porque las que tenía empezaban a oler a pescado. Volví al hostal. Diego seguía durmiendo. Así pues, seguí caminando detrás de alguna belleza que ya no recuerdo hacia la catedral que según nos había dicho el pimpoyo del día anterior era la más grande del mundo tras la de San Pablo. O estoy muy ciego, o de eso nada.
Tras varios intentos fallidos y un paquete de palomitas dulces, conseguí encontrarme con Diego sobre las nueve y media. Para entonces concretamos la quedada e la noche con Alexandra. Aki se largo a Montenegro.
Por la tarde nos acercamos a nuevo Belgrado, cruzamos el puente, andamos un par de horas y nos perdimos por sus calles. Sin la majestuosidad del viejo, el nuevo Belgrado sin embargo no tenía nada que envidiarle en cuanto a Belleza y vitalidad.
Como no era plan de pegarse otra caminata de vuelta antes de salir de marcha nos pillamos el bus y recogimos a la dulce Alexandra que nos llevó a otro mundo. Ni puta idea donde. Eso si, era un barco que se llamaba el pequeño bote. Tampoco importaba el sitio pues la magnífica compañía lo acaparó todo.
Alexandra tenía tan solo 22 años pero una madurez y un saber estar impropios de su edad. En cada palabra, en cada gesto, irradiaba calidez, ternura, picardía y sentido del humor. Tampoco puede negarse que el alcohol nos sentó muy bien.
La aparición de Carmen remató la noche. Estudiante de traducción de ruso a español criada en Sevilla nos enamoró con su adorable embriaguez. Decía buscar y no encontrar «el extasis». Sin embargo, eso mismo, fue lo que estos dos españolitos encontramos esa noche en el pequeño bote, en algún lugar, en Belgrado.
A Alexandra le había gustado mi sudadera de Page (EEUU). Antes de marcharme se la dejé colgada en el sofá del albergue donde esa misma mañana empezaría otra larga jornada de trabajo. Todavía borrachos, salimos al alba hacia la estación de tren.
De buen humor aunque con mal cuerpo andamos tranquilamente hacia la estación. Paramos a comprar manzanas. Nos perdimos. Preguntamos. Nos volvimos a perder. Según nos acercábamos a la estación vimos como lentamente partía nuestro tren de las ocho y cuarto hacia Sarajevo.
Por fortuna había otro tren un par de horas más tarde, aunque no era directo. Tampoco era tan pintoresca la ruta como la que habíamos previsto. Primero subía hacia el norte para luego bajar hasta Sarajevo.