Hoy tengo que decidir si merece la pena abandonar esta bonita y aséptica habitación en Medellín. Y cuando me pregunten por Medellín explicaré que me fui a la otra punta del mundo para encontrar mi isla, mi propio desierto civilizado, la isla de mí mismo en la que, por fin, he naufragado. No existe el paraíso. Ni siquiera una felicidad relativa. Por eso quiero volver sobre mis pasos y meterme en el útero de nuevo. Ya lo hicieron otros antes que yo.

Estoy irremediablemente enamorado de Sweet. La razón última de todos mis sufrimientos y de todos mis gozos. Tal vez ya sea incapaz de viajar sin ella. En mi camino al útero me volví un niño que se negaba a respirar. No podía mover un dedo sin ella.

Cigarros rotos y restos de marihuana serán mi veneno esta mañana. Sin darme cuenta me he convertido en un viejo niño.

Un bolígrafo rojo que escupió su sangre roja sobre mi infantil cuaderno. Otra princesa que mira por su telescopio la luna menguante y el brillante sol en mitad de un desierto.

Mi garra deforme, como una garra de cóndor, tal vez deba seguir entablillada hasta el final de los tiempos. A estas alturas, tampoco eso, creo que sirva ya para nada.

Estaba mejor en la naturaleza que ahora que he vuelto a la ciudad. La ciudad azuza siempre el fuego de mis deseos insatisfechos y mis fantasmas interiores. Huir al campo es volver a ese útero.

Y que nadie lo dude, soy la criatura más feliz del universo. Porque cada vez que estoy triste, estoy contento. En mi vejez rejuvenezco, el mundo recupera todo su color, la vida que se escapa entre mis dedos adquiere un nuevo valor. Nuevos proyectos en el horizonte se intuyen ilusionantes, mágicos y aterradores. La vida no da segundas oportunidades. Tampoco da opción a la tristeza ni al bucle infinito de mis miserias. Sólo queda dejar de pensar en uno mismo. Yo que lo soy todo y no soy nada. Una lucha perdida de antemano.

¡Quiero la verdad! Un minuto que en este laberinto puede convertirse en horas. ¡Y qué feliz soy cuando duermo! Por eso me niego a despertar y ya despierto, me veo obligado a seguir soñando.

Tal vez hoy compre una botella de vino y algo de queso en el supermercado Éxito. O vuelva a ir al barrio de las putas que tanto me repelen y me revuelque en mis felices miserias. O tal vez, como aquel cincuentón de Bucaramanga, me suba definitivamente a un puente y pida ayuda llorando, pidiendo que alguien me rescate. Y seguro que, como le ocurrió a él, entre la multitud que se concentre para ver el espectáculo, habrá una mente lúcida que me grite: ¡Tírate! y yo, como él, no podré hacerlo.

Escribir, en mi caso, más que una finalidad creadora, tiene fines terapéuticos. Es una droga. Un veneno que cura. Una cama que va llenándose de cenizas. «Muerto por los chinches», rezará mi epitafio. Cuando todo está perdido, el alma da un paso al frente.

La ciudad de Medellín es la ciudad de los yonkis, las putas y los locos. En Medellín las caras están llenas de hollín, los cuerpos son de una delgadez cadavérica, todo huele a carne frita y cuando llega la noche sólo los zombis salen a la calle. Medellín es tierra de campesinos, de narcotraficantes y de mendigos. Si te alejas del centro te das cuenta de que por alguna razón, la gente viene a morir aquí, como en Benarés.

Los parques son el feudo de prostitutas adolescentes que viven en taparrabos. De fantasmas de caras enloquecidas y pelo ralo. En Medellín se respira humo y la gente te sonríe sin motivo. Centenares, miles de personas, duermen por las calles durante el día y pecan durante la noche. Cada calle pertenece a un gremio diferente. Con los menús del día te ponen matamorra, pan ácimo y dulce de guayaba. Hay puestos de fruta que venden piña, mango y sandía. En Medellín cada mujer es una prostituta, los niños cagan libres por las calles y se vende droga a voces en el barrio de Veracruz.

En la calle 61 hay unos bancos justo al lado del punto de encuentro, donde da la sombra a partir de las tres de la tarde. Ese es el lugar que debes elegir tú también si quieres escribir. Desde allí podrás contemplar como los viandantes hablan solos y los paisas te miran extrañados. A partir de la calle sesenta y uno Medellín se vuelve menos tétrico y más humano.

Los chavales juegan al baloncesto en los parques mientras fuman porros y venden golosinas y pulseritas de colores. Los parques en Colombia no son como el Retiro. En cada uno hay una patrulla de policía con metralleta. Por muy grandes y bonitos que los paisas te digan que son siempre te resultarán pequeños y sucios.

Medellín es una ciudad plana rodeada de imponentes montañas. La ciudad más verde del mundo. La ciudad de la eterna primavera. Aquí puedes perderte y nunca querer encontrarte. Desaparecer de la mano de chicas con síndrome de Down que en sus sillas de ruedas lamen piruletas de colores.

En la calle 62 ya todo ha cambiado. Puedes sentarte en el parque de la vida y respirar aire fresco. Las bicicletas pasean por su carril casi olvidando que el infierno queda a dos cuadras. Aquí los hombres persiguen pajarillos para acariciarlos y, si prestas atención, verás crecer rosas entre los adoquines de la carrera 52.

Al lado del centro comercial hay bellas lolitas que venden golosinas en los semáforos y pasan así la resaca de drogas buscando para el próximo pico. Son hermosas, sucias y melancólicas.

Fue justo allí, mientras escribía, cuando conocí a Pierre. Era un joven francés enganchado a las drogas y atrapado en América Latina. Llevaba viajando siete años, los últimos meses en Medellín. Simplemente, no tenía dinero para pagarse el billete de vuelta. El consulado no le ayudaba a escapar, aunque le había dado cien euros y malvivía en un cuartucho por trece mil la noche. Daba clases de inglés por cinco mil la hora. Se había casado y divorciado. Su físico demacrado de drogota megatatuado tampoco le ayudaba a levantar cabeza. Sólo tenía 34 años.

Dos hiphoperos bailan en el semáforo de la carrera 52.

Una chica me mira interesada desde la ventanilla del autobús.

No quiero mentir. Medellín también es una ciudad amigable, familiar y divertida. Cambiar de barrio es cambiar de mundo.

La calle 70 está muy animada y más si tienes la suerte de salir de fiesta con Berna y Alexia. En Medellín tuve la fortuna de reencontrarme con la chica canadiense que conocí en el Cabo de la Vela y con su amigo colombiano. Berna era un músico polifacético y genial que transmitía bonhomía. Berna nos llevó a un lugar de salsa de esos que no se olvidan. Aunque claro, no bailé.

A pesar de la chapa que les di a Berna y Alexia, me invitaron al día siguiente a unirme a ellos en su excursión a Santa Fe de Antioquía. Horas y horas de buena conversación me reconciliaron con el mundo. Alexia y Berna eran una fuente inagotable de sorpresas y conocimiento. Personajes únicos a los que adoro. Una personalidad única e irrepetible que encaja con el carácter de Medellín. Tal vez por eso, el destino nos juntó aquí.

Medellín, como La Paz, la debes visitar en telecable, es la mejor manera de tomar conciencia del maravilloso enclave montañoso en el que te encuentras. Si puedes hacerlo al atardecer, cuando la ciudad comienza a iluminarse, mejor que mejor.

Visto en retrospectiva, me habría quedado más tiempo en Antioquía con los paisa. A esta zona del planeta estoy seguro de que volveré en breve. Cinco semanas en Colombia se quedan muy cortas. ¡Colombia es una berraquería! Pero me tuve que marchar. ¡Pailas!, que dirían por aquí.

Colombia me robó el corazón y me despidió con el mejor regalo que podía hacerme. Pocas veces me ha dado tanta pena abandonar un país. Con lágrimas en los ojos, ya en Bogotá, tras una excitante noche de autobús, tuve que decirle adiós.

¡Viva Colombia! ¡Gracias por devolverme la vida! ¡Hasta pronto!

Publicado por RASKOLNIKOV

Abogado especialista en asilo. Viajero, senderista y lector

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