Volvemos al tren. Amplias colinas de vegetación exuberante y arrozales infinitos esperando la inminente lluvia. Elefantes blancos con trompas hacia arriba. El silbato del tren penetrando en los valles. Helechos, papayas, maíz, palmeras y plataneros. Olor a verde.
Unos perros rabiosos peleándose a muerte. La tierra viva color fuego. Una minúscula pista de volley ball junto a la parada de tren en Sakhanta. Una fruta enorme que huele fatal y que aquí venden por todas partes. Un tren que se abre paso entre la vegetación. Nidos de pájaro que cuelgan entre los postes de luz creando formas imposibles y maravillosas.
Una discusión a muerte con Sweet cada dos o tres días. ¡Patito feo!, ¡Patito feo!
Ventiladores en el techo de un vagón también verde. ¡No te das cuenta! ¡Eres estéril!
Un frescor que se apodera de la noche en un tren que viaja desde Mandalay hasta Hsipaw. Un puente que cruza el vacío de nuestras vidas.
Pero antes, calor, mucho calor en Mandalay. Cincuenta y seis grados al sol, casi cincuenta a la sombra. Por puro masoquismo fuimos a visitar el palacio real. Nos montamos casi por inercia en una furgoneta con otros quince o veinte lugareños. No sabíamos a dónde se dirigía. Nos esperaban casas de bambú. La furgoneta se dirigía a Sagains, al parecer, era la fiesta de la luna.
Sagains es la ciudad de los templos. Sus colinas están inundadas de monasterios donde los jóvenes sin futuro van al encuentro de uno. Allí conocimos al monje Joselito. Con apenas trece años, rapado al cero y con túnica marrón, Joselito y sus dos pequeños compañeros, formaban un trío de lo más cómico. Con sus vestimentas religiosas se dispusieron a hacernos de cicerones por templos y más templos. Estaban a rebosar. Entrabas descalzo y con las piernas cubiertas. Una vez dentro, se acababan las prohibiciones y todo estaba permitido. Se comía, se bebía, se ensuciaba, se cantaba, se fumaba y también, se rezaba.
A media tarde, perdidos como siempre, encontramos un templo muy simple, hecho de madera. Dentro, sentados, un grupo de profesores del colegio local. Como nos vieron al borde de la inanición, deshidratados y desorientados, no tuvieron mejor idea que avisar a unas motos para que nos llevaran a nuestro próximo destino, Amaracura. Estuvimos charlando con algunos de ellos que hablaban algo de inglés. Mientras esperábamos las motos, nos mostraron, también ellos, alguno de los templos cercanos.
Dos euros la moto por quince kilómetros de trayecto. El transporte, y todo lo demás, era excepcionalmente barato en Myanmar.
Sweet y yo necesitábamos traspasar nuevas fronteras cada vez que discutíamos. Nos sentíamos en la obligación de destruir el mundo que nos rodeaba. Y, dentro de él, como otra parte más, nuestra relación. Una vez todo había sido destruido el brutal sexo se encargaba de volver a levantar los puentes entre nosotros. El calor contribuía a cabrearse y erotizarse a partes iguales. A veces me preguntaba…Si Sweet era Jane Bowles…¿Quién era yo?
Graneros de madera con chapas metálicas perforaban la tierra. Una sucesión interminable de sueño y vigilia en el corazón de las tinieblas. El motor de un tren que seguía tocando su sinfonía.
Me ha llevado mucho tiempo concluir que al final, las ideologías no son más que otra manifestación del fenómeno religioso. Y a mí, las religiones nunca me han gustado.
Miradas indiscretas a través de la verja metálica desde dentro de un templo a una bella birmana que sentada fuera mira, como no, su móvil.
En moto, camino a Amaracura, un joven le regala, en plena circulación, un ramo de flores a Sweet. Una vez llegamos, cruzamos de punta a punta el famoso puente de teka. Es una enorme pasarela abarrotada donde todos quieren hacerse fotos con nosotros. Los más descarados te la piden abiertamente. Los más tímidos te la hacen sin más o te graban directamente con su móvil. Así de raro sigue siendo para algunos ver a un blanquito en Myanmar.
Ya de vuelta en Mandalay, nos despedimos con una memorable barbacoa en Dad’s BBQ. Si podéis, no os la perdáis.