Lalibela
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Lalibela

La madrugada del jueves día 5 de diciembre de dos mil trece, a los pocos minutos de volver de fiesta, salí literalmente huyendo de Gondar aunque apenas había dormido. Cogí un bus con dirección a Gashena, cruce caminos en el que debes apearte camino a Lalibela. El lugar no dejaba de ser un estercolero de miseria en el que la gente malvivía con las pocas migajas que los viajeros dejaban caer por allí.

Comienzo a charlar con un joven demacrado y algo cojo que se muestra muy amable conmigo. Me da la bienvenida  a su polvoriento pueblo y me indica la mejor opción para seguir camino. Con la interrupción de un enemigo (según dice el chaval) que intenta convencerme de que no le haga caso al cojo y tras echar un vistazo a la magnifica guía Bradt de Etiopía decido esperar al minibus. El minibusero «se sube a la parra» y me pide 250 birr. Le doy 110. Tras 5 minutos de calma chica, acepta la oferta.

Me meto en el minibus (que por supuesto va a tope) y el conductor me manda a la última fila). El camino de tierra es movidito y los 67 kms que separan Gashena de Lalibela se recorren en algo más de dos horas.

Desde un primer momento la chica que se sienta al fondo a mi lado, al lado de la ventanilla, empieza a coquetear descaradamente. Se choca, se roza, echa sonrisitas, y con su limitado ingles hace insinuaciones y me indica que en la tienda de su padre pueden mostrarme como se realiza la llamada ceremonia del café. Empieza a enseñarme fotos de su móvil en las que aparece sin el velo, con amigas…en fin, la chica no estaba mal a pesar de que poseía ciertos rasgos algo simiescos y era bastante cochina por ejemplo al sacarse los mocos y pegarlos por cualquier parte con total naturalidad.

La situación comienza a volverse por instantes más surrealista no sólo porque continúa con el manoseo sino porque empiezo a percibir como el resto del pasaje no nos quita ojo de encima. Sin duda el rollo turista despistao, putilla espabilada se lo saben ya de memoria.

De hecho cuando comienzo a prestar atención me doy cuenta de las risitas maliciosas, miradas de leve reproche de los señores mayores y un sinfín de pequeños detalles que hacen que comprenda que por mucho que se hagan los locos, no pierden detalle. Se comienzan a producir reacciones generalizadas a comentarios que hace la chica y está comienza a reaccionar en Amarico ante el resto del pasaje. Entre tanto, prolifera un ambiente de jolgorio que va más allá de lo lógico. Estoy desconcertado.

Le acabo de preguntar al señor que viaje a mi izquierda que qué cojones pasa, que por qué todo el autobús participa del enredo de esta señorita y si esto es lo habitual que hacen con todos los faranjis. El señor me dice que todos la conocen. Que la chica, al no hablar mucho ingles, aprovecha los baches de la carretera para entablar contacto con los faranjis que, para todos ellos son como billetes con patas.

Lo más curioso es que al parecer todos la conocen porque son familia y viajan todos juntos para celebrar el entierro de una sobrina adolescente del caballero y prima del putón, que había fallecido hace escasas horas.

De hecho, su cadáver viajaba en un ataud encima del vehículo. Joder!! me digo…y hasta hace un momento el ambiente era de lo más jovial!.Ni de coña un velatorio!..sin tiempo para reaccionar nos aproximamos a Lalibela y es entonces cuando, tras un breve silencio, comienzo a escuchar leves sollozos.

Los sollozos al poco se transforman en algunas lágrimas que mutan en berridos y luego en gritos de dolor y desesperación. ¡Que cojones es esto! a lo lejos veo como se aproxima a nuestro coche una masa de un centenar de personas corriendo, gritando, rasgándose las ropas y los cabellos. Todos llorando a moco tendido. De repente, comprendo que al vehículo lo estaban esperando en Lalibela para celebrar la misa por la niña difunta.

La masa empieza a golpear el vehículo y a zarandearlo. Éste se tambalea mientras la muchedumbre lo rodea. Los familiares comienzan a descender del mismo. En menos de cinco minutos se pasa del buen humor y el cachondeo al dolor y al llanto más desgarrado. El conductor no me permite salir hasta que todo ha pasado. Tampoco es que yo me atreviera a salir pues la peña estaba muy muy loca. Conclusión, me quedo yo solo en el coche con el ataud y ambos seguimos rodeados por la multitud que persiste durante varios minutos hasta que la turba enfervorecida se lleva el ataud y en procesión se dirigen a alguna parte a celebrar el entierro.

En fin, una situación surrealista hasta el punto de que llegué a fantasear con que estaba soñando, con que yo era el muerto y con que la peña estaba allí por mí.

Abandoné el coche y me quedé allí, en mitad de ninguna parte. Interrogué a algunos lugareños sobre lo que allí había pasado (y cómo exteriorizan su dolor) y me dirigí al centro de la ciudad acompañado por un grupo de chicos jóvenes con los que estuve bromeando sobre lo que había ocurrido. Me llevaron al hostal Blulal donde pillé una habitación con vistas a la montaña.

Esa misma tarde me invitaron a tomar té unos vecinos del barrio que me contaron las bondades de las iglesias de Lalibela que, según ellos, no tenían igual en el mundo. Curiosamente, uno de los etíopes vivía en Valencia. Allí había llegado tras obtener una beca y no se que más. Al día siguiente otro del pueblo me dijo que de eso nada, que se había ligado a una turista española y que se había casado con ella. Charlamos sobre la polémica medida de hacer pagar cincuenta dólares a los turistas que entran en el recinto y que causaba división de opiniones. Esa noche comencé a escribir este relato y dormí mejor y más que ningún otro día.

El viernes día 6 me dirigí a primera hora al primer grupo de monasterios, el noroeste. Sin ánimo de entrar en demasiadas descripciones pues para eso ya tenemos google, la primera impresión he de decir que fue realmente impactante. Para el que no lo sepa se trata de iglesias excavadas directamente en la roca, en una sola roca. Tuve además la fortuna de que se celebrara allí la misa semanal y al ser muy temprano tampoco había ningún turista. La sensación de iglesia viva y tradición milenaria realzaba el ya de por si impresionante momento. Siguiendo el consejo de Pato conseguí entrar sin pagar al dejarme en un hotel cercano ella su ticket usado del miércoles.

Seguí mi visita henchido de gozo y con un puntito de placer culpable que daba un regusto especial a mi visita. Transcurrió sin mayores incidentes la mañana hasta que llegué a la más famosa de las iglesias, la de San Jorge. Algunos habréis visto esa maravillosa iglesia en forma de Cruz que se vislumbra en fotos desde el cielo. Pues allí se lió parda. Un vigilante algo más perspicaz que sus compis se coscó de que mi pasaporte no coincidía con el que aparecía en el ticket. Me dijo que era muy grave lo que estaba haciendo y que llamaría a la policía. Si se demostraba el fraude, me dijo, «acabarás en prisión».

Yo, por mi parte, intentaba mantener la calma, negaba cualquier engaño y afirmaba que mi amigo había comprado el billete para los dos, que todo era una infamia y que me dejaran tranquilo, que me iba a mi casa, que era intolerable…entonces llegó el policía con una metralleta y me escoltó hasta la oficina de las entradas.

Allí revisaron uno por uno los tickets (me sorprendió que en lo últimos días no llegaban a 50 las entradas vendidas) y, como era de esperar, no había ninguno a mi nombre. Tras un rollo poli bueno-poli malo y varias amenazas de enchironarme, me ofrecí gustoso a acudir al cajero más cercano y abonar lo que hiciera falta.

A partir de ese instante y como en los pueblos las noticias vuelan, fui testigo de como casi todo el pueblo se enteró del incidente sucedido al Faranji ladrón, el burlador burlado. Pero en fin, dado que la picaresca es el pan nuestro de cada día la guasa fue la tónica dominante con la mayoría de los parroquianos que me sacaron el tema.

Esa misma tarde hice una ruta de senderismo con uno de los muchachos que me llevaron al hotel el primer día. Un tipo moderno y espabilado que me llevó por las montañas que rodean Lalibela. Nos entendimos bastante bien. Hablamos de lo humano y lo divino y para culminar el viaje me invitó a quedar con sus amigos esa misma noche y probar la famoso raki (Vodka etíope) en un local de la zona. El sitio no podía ser más peculiar.

En realidad, no era más que un salón de casa campo de abuelos de hace 80 años en España. Frente a su tele de madera se juntaban los parroquianos que, sin tener que decir siquiera a que iban, se encontraban con un buen vaso de raki delante.

Al margen del típico incidente con el borrachín de turno, la noche transcurrió de maravilla. Charlamos de la muerte de Mandela, de la guerra con Eritrea con un excombatiente y en general de la Etiopía de ayer, de hoy y de mañana. Hablamos del país de los niños.

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