Ya en la frontera me tuvieron diez minutos esperando. Me impidieron que me metiera en un coche que se había ofrecido a llevarme. La crucé a pie. Cruzada la tierra de nadie no me quedó otra que ponerme a hacer auto stop. Poco después me recogió un sacerdote Kosovar que, al parecer, vivía en Montenegro y estaba allí de visita familiar.
En el corto trayecto hasta Prizreni acribillé al padre a preguntas. Me confesó que solía recoger a españoles e italianos porque le garantizaban una buena conversación. ¿Y el encuentro del Papa en Madrid? me preguntó. No, no pude ir, respondí. Hasta entonces no me había informado de que era cura. Me orientó sobre las principales atracciones del lugar y me dejo amablemente en el centro de Prizreni.
La primera impresión ya fue muy favorable. Sin duda, como poco, era el hermano rico de Albania. Nadie hubiera dicho que allí habían estado en guerra hasta hacía bien poco. La parte céntrica estaba muy arreglada y solo un ojo atento e informado podría reparar en lo que se escondía tras las apariencias. En cualquier caso, nada comparable, por ejemplo, al desastre visto en los suburbios de Sarajevo.
Asís se llamaba el cura que ya me dejó claro que para los kosovares la independencia solo era el primer paso de su futura anexión a Albania. ¿Los kosovares somos albaneses, lo sabías, no? Me preguntó. Este mismo sentimiento me fue corroborado por muchas otras personas en Prizreni. La gente de Kósovo fue la más encantadora de las que conocí durante mi viaje por los Balcanes.
Curiosamente, en un lugar donde el coste de la vida no superaba los cuatro euros diarios no había forma de encontrar un alojamiento a un precio razonable. Acabé pagando veinte euros esa noche en lo que fue con diferencia el hostal más caro del viaje.
Aparentemente los kosovares vivían en una exaltación cotidiana de la nación. Banderas de Albania y la nueva de Kósovo (más por protocolo que por otra cosa), bailes populares, trajes típicos, degustaciones gastronómicas de productos locales y unas elecciones de fondo con discursos y mítines políticos por todas partes.
La ciudad estaba dividida por un pequeño río y a sus espaldas se alzaban majestuosas e imponentes las montañas. Cruce el río y salí del casco histórico de aspecto medieval. Cruce la mezquita y por azar pasé al lado de la casa de la alianza, emblema de la antigua Albania.
Como iba teniendo ganas de papear me metí en un bar de parroquianos. Afortunadamente quedaba una mesa libre. Pedí lo único que servían, un pollo asado que se dejaba comer bastante bien con algo de patata cocida. Un gesto a través de la ventana le servía a DEMIR para que inmediatamente el del asador de al lado se lo preparara en seguida. El menda ponía el sitio y el alcohol. Pedí una cerveza y el colega me invitó a la segunda.
Así fue como conocí a DEMIR, el dueño del chiringuito., un treintañero divertido y bromista que se encontraba en su salsa rodeado de una turba de obreros curtidos en mil batallas, polvorientos después de una interminable mañana de trabajo.
En el rato que estuve en su bar, Demir, y todos los demás, debieron de beberse al menos cuatro birras por cabeza. Acompañaban cada cerveza con un licor local y, como niños pequeños, se lo pasaban en grande con sus bromas adolescentes, golpes y putadas varias.
Entre broma y broma, Demir me dio una lección magistral de historia albanesa, aunque no pudo evitar que un abuelillo sin dientes le interrumpiera constantemente, para indicarme que ni caso, que estaba «como una cabra». American boy, le llamaba de cachondeo. Y es que el local estaba presidido por una bandera de EEUU con su aguila y todo.
Un poco perjudicado tras mi primer litro de cerveza , me despedí de los parroquianos agradeciéndoles su calurosa acogida. Mi borrachera y yo nos dirigimos a la estación de autobuses donde descubrimos que Skopje era Shkup en albanés y que el último bus hacia allí salía a las nueve de la mañana. La otra opción era liar de nuevo la intemerata entre autostop y taxis.
Lo que estaba claro, por entonces, era que una Coca Cola no se disfrutaba igual cuando tenías que eruptar tres veces por minuto.
¿Dónde coño estarán los escritos de mi primera juventud?, ¿En que armario, de qué casa, de qué ciudad?
De camino a ninguna parte compré dos camisetas de dos euros. Una tenía dibujos de coches que disminuían en tamaño y la otra ponía algo de Lemonhead y un tipo con una cara extraña. Sí, lo sé, no puedo evitar que todo esto tenga un ligero regusto a ravioli a la Bergamasca.
Fuí subiendo por las faldas de la montaña y jugué al futbol en un callejón con un grupo de niños que se emocionaron de lo lindo cuando supieron que era español, ¡Pau Gasol! decían. Los niños juegan como niños en Kosovo, una cosa buena de la guerra, supongo.
Luego estuve fumando un cigarro a medias con un abuelo que no hablaba apenas nada de inglés. En Albania poca gente lo hablaba.
Ya caída la noche me crucé con más grupos de niños, charlé con el Iman de la Mezquita que me invitó a visitarla al día siguiente. No soy musulmán, le dije. Conocía Andalucía, el añorado tesoro del Islam.
Por casualidad me encontré a Demir que se había arreglado para salir e iba de camino hacia la zona de «marcha». Me ofreció ir con él. Dije que sí. Descubrí que en Kosovo «los pelotazos» se los toman separados, en un vaso ponen el whiskey y en el otro, la Coca Cola. Toda la peña con dos vasos. Me tome un Gin tonic. Fumamos como carreteros.
Me propuso llevarme a un club. Accedí. Era un afortunado, me insistía él. Demir era alguien muy importante en Prizreni, decía. Todo el mundo le conocía. Nos entendíamos a pesar de su inglés macarrónico. El alcohol hizo el resto. Pasé a recoger unos pantalones largos al hotel y salimos por ahí en su coche, como se sale en Kósovo, a liarla.
Pásamos por su restaurante donde justo entonces llegaba su novia. No le hizo demasiado caso, era un gallito el tío. Nos largamos sin dar demasiadas explicaciones. Tenía un Megane blanco. Su hermano se quedó currando en el negocio familiar. Paramos finalmente en un antro de las afueras. Demir aparco su carro encima de la acera justo delante de la misma puerta de un restaurante de comida rápida. Nadie pareció sorprenderse.
Demir condujo, a pesar de lo que cabía esperar, bastante tranquilo. Era, lo que él denominaba, saber beber. A esas alturas calculo que habría bebido un mínimo de seis o siete cervezas y unos cinco whiskies. Eso sin contar lo que había bebido por la tarde. Sien embargo, no se le notaba en absoluto, era su día a día. En Albania decía:»Police no problem, alcohol».
Los kosovares son musulmanes sobre el papel pero sus costumbres son muy relajadas. Nada tienen que ver con otros países musulmanes. Es, sin embargo, una sociedad profundamente machista donde sólo los hombres acuden a los bares y salen de noche. De costumbres muy primitivas y hábitos salvajes (por ejemplo liquidar al vecino si descubres que te han puesto los cuernos) conviven plenamente con las nuevas tecnologías y lo que ello conlleva.
Nos comimos una pizza que Demir roció antes de ketchup, mayonesa y otras guarradas, hasta destrozarla completamente. El club, como cabía esperar, era bastante deprimente.Tres o cuatro chicas deambulaban como almas en pena por las distintas mesas . De Moldavia mayormente y también de Rusia. De vez en cuando alguna de ellas se marcaba un Strip Tease en la típica barra americana. Putillas baratas.
Demir llamó sin dar tregua a una de ellas y le metió mano todo lo que pudo. Al parecer el rollo cafre de Demir volvía locas a las putillas. Las agarraba del cuello, les daba un muerdo, les tocaba el culo. Sin duda, un cliente habitual del garito. Nos despedimos un par de horas después como hermanos de sangre que, sin duda, nunca perderían el contacto. No he vuelto a saber nada de él.
Sin despertador, debía despertarme a las ocho de la mañana siguiente. Avisé al de recepción de que me tocara a la puerta a la hora indicada. Mi reloj mental funcionó y me levanté a pesar de que el cabronazo de recepción se había olvidado por completo de avisarme.
Llegué con tiempo a la estación de autobuses y pedí el último café turco de mi viaje. Escuche una conversación entre varios abuelos viajeros en la que no tuve el ánimo de participar. Uno era griego y los otros norteamericanos. Escuché algo relativo al desastre que era Bush y a la corrupción que había en Grecia. El griego recomendaba conocer Santorini y la abuela americana se refería a la últiva vez que viajó a Skopje. Prefería las ciudades pequeñas como Prizreni. En mi cabeza sonaba «cómo si fuera esta noche la última vez». Cae la noche sobre Bérgamo.
Las tres horas de viaje a Skopje sirvieron para que terminara de hacerme una idea de los paisajes de la zona que alternaban grandes llanuras con montañas imposibles y zonas de matorral con paisajes alpinos. La aproximación a Skopje coincidió con la inmersión en una zona de acantilados que me recordaron a los que atravesamos en el tren Sarajevo Mostar. Todavía conservaba el billete.
Ya me referí al día que pasé en Skopje. La noche la pasé en la última fila del autobús y dormí placidamente a excepción de cuando me pidieron el pasaporte a ambos lados de la frontera.