«Lo que me gusta de estos templos…», me dice Sweet, «es que puedes verdaderamente vivirlos». «Tumbarte, leer, comer, escaparte del sol, reunirte con la gente».

¿Vamos, Chiken?

En ocasiones me gusta comprar helados a los niños. Con los niños y los perros soy bastante gilipollas. Un día, me disponía a comprarle un helado a un zagal que me cayó en gracia. Un momento, un momento, me advirtió. Cogió el dinero, entró en el templo y echó orgulloso un pequeño donativo a Buda. Valiente capullo…

¿No os ha pasado nunca que no os queréis sentar en un sitio a tomar algo porque lo veis demasiado vacío? Pues bien, yo soy de los que se sientan cuando no hay nadie. Y a veces, incluso, acabo llenando los sitios.

Sweet sudaba sin parar.

Cuando finalmente escampó, sólo nos quedaba un tercio del camino por completar. Volvió el día radiante y con él, el calor abrasador. Sobre las cuatro y media de la tarde llegamos al pueblo de Phankhang. En el pueblo no había ningún otro senderista. Temporada baja.

En el autobús hacia Bagán coincidimos con una pareja de hermanos alemanes. A todos nos sorprendía lo extremadamente lento que circulaba el bus. Pasaban las horas y no superábamos los treinta kilómetros por hora. En las cuestas abajo y las curvas nos adelantaban, literalmente, las bicicletas. Tras cinco horas y no más de ochenta kilómetros recorridos por «buenas» carreteras, entendimos finalmente lo que ocurría. Paró el autobús y de su interior empezaron a salir piezas enormes, increíblemente pesadas, para la construcción de un puente. Eran tan pesadas que acabó extrayéndolas la grúa. Del camarote de los hermanos Marx acabaron saliendo también tres motocicletas, una de ellas incrustada en la última fila de la zona de pasajeros.

En Bagán volvía el calor seco y eso que se suponía que era una de las mejores épocas para visitar Bagán. En Myanmar comenzaba a florecer el turismo asiático. Muchos chinos, japoneses y coreanos.

En este viaje he estado leyendo el hombre que amaba a los perros y Doctor Sax.

Las mujeres se pintan la cara con una crema que refresca antifúngica y antiacné. Se llama Thanaka.

Lluvia torrencial y serena en una cabaña de bambú en Kiat Su. Estalla un trueno. Sopla el viento. Un torrente inagotable de ideas adormecidas en el subconsciente de la humanidad durante siglos son vomitadas a través de las cuencas de mis ojos en forma de flores rosas, amarillas y verdes.

Una radio atemporal se enciende en la sala contigua a nuestra cabaña y comienza a reproducir armónica música Shan. Una nonagenaria señora grita como si intuyera su próxima muerte. Aparece un nieto de piernas peludas y se lleva el viejo transistor y con él, la música, y la muerte.

En ese instante leía la página sesenta y nueve de Dr Sax de Jack Kerouac. Salí de mi ensoñación. El repentino silencio me empujaba a escribir sobre lo que había soñado vivir en Myanmar.

Tenía sed.

Tal vez esta fuera la noche eterna que había estado esperando.

Seguía fracasando cada vez que triunfaba. Y triunfaba con cada nuevo fracaso.

Y tú…¿Por qué quieres más fotos del lago Inle?. ¿Tuviste realmente una oportunidad? Ahora ya no importa.

En Bagan volvieron las sonrisas. Antes, nos llevamos un susto. Una de nuestras bolsas, con mis botas y las sandalias de Sweet, se habían quedado en el hotel de Hsipaw. Las sonrisas, finalmente, lo arreglaron todo.

Bagan es una llanura en mitad de la savana africana de Asia. Algunas estimaciones hablan de que en esa llanura hay cerca de tres mil templos. Yo juro que al menos hay veinte. Esos fueron lo que vi.

Durante tres días pedaleamos como demonios por los caminos de tierra de Bagan.

Un par de veces creí ver a lo lejos a Chipi y a Chulín. Sweet tarareaba una canción cualquiera de Arcade Fire.

En Bagan había bicicletas eléctricas por todas partes. ¡qué silenciosas son estas motos! pensaba yo, al principio.

Bagan era un deleite para los sentidos. El descanso del guerrero. Un guerrero, todo hay que decirlo, que en Myanmar se estaba aburguesando.

La mejor hora para visitar los templos y las pagodas es la del primer anochecer, cuando la luz ya ha caído pero aún siguen abiertas. A esa hora ya se ha ido el último turista y los templos han sido ocupados por los murciélagos. La luz ha comenzado a iluminar sus fachadas, el suelo de mármol ya no quema y descalzo, siempre descalzo, puedes chapotear a tus anchas junto a Buda.

El viento en mi cabaña de bambú ha empezado a ganarle la batalla a la lluvia que sigue cayendo, pesada e insistente. Los sentidos se agudizan en esta vigilia extraña del fin de los tiempos.

Brahma tiene cuatro cabezas. Una de las diferencias entre un templo y una pagoda es que los primeros se pueden visitar por dentro y los segundos no.

En un restaurante vegano de Bagan tuve que ir al baño a cagar. Tuve tan poca intimidad y mis pedos fueron tan sonoros, que cuando salí del baño no tuve el valor de mirar a la camarera a la cara.

Nos marchamos de Bagan cuando el cielo rosa del anochecer acabó por paralizar nuestros corazones. Cogimos un autobús nocturno que unía Bagan y Kalaw.

Publicado por RASKOLNIKOV

Abogado especialista en asilo. Viajero, senderista y lector

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