El domingo veintiuno de abril del año dos mil diecinueve partimos de la estación de Didube (Tbisili) hacia Borjomi. De Borjomi solo conocíamos el boicot que sufrieron sus celebres aguas por parte de Rusia a raíz del conflicto que mantenía ésta con Georgia. Les acusaron de estar envenenando las aguas.
Tarde para beber Borjomi, es un refrán que tienen por aquí. Un buen lema para mi vida.
Borjomi era un jardín del Eden, con regusto a Vodka.
Los georgianos se besaban cuando se saludaban. Una sola vez, con la mejilla izquierda.
Fuimos caminando, ya en Borjomi, hacia el palacio de los Romanov. Desde allí hasta Kileti. Por entonces ya nos seguía Chulín, un perro de caza enorme que todo lo que tenía de bueno, lo tenía de tonto.
Comenzamos a seguir la senda de los Romanov, la nº 1 del Parque Nacional de Borjomi. Como no sabíamos que era obligatorio, no nos registramos. Cuando nos adentramos en el parque y quisimos hacerlo, ya era tarde. Ni de coña volveríamos a la ciudad para registrarnos. Eramos vagos profesionales.
La ruta de los Romanov subía ochocientos metros por un majestuoso bosque de abetos.
Suena una campana de iglesia. Sigo borracho. Y repito, si es de verdad, es bueno.
Si viajas a Georgia es porque ya estás de vuelta de todo. Es porque estás dispuesto a ir más lejos que ningún otro.
El acento georgiano es de los más característicos cuando se habla en ruso. No lo digo yo, lo dice Roman Romanovich, lo dice Polansky.
La última parte de la ascensión estaba completamente embarrada o nevada. Los árboles milagrosamente se abrieron ante nuestros ojos. Una espectacular vista de la cordillera nos deja sin aliento. Dejamos de lado la ruta de los Romanov y cogimos la nº 6 que llegaba hasta Kbaviskhevi. El frío en la cima era intenso. Valoramos acampar allí pero lo descartamos, nuestros sacos nos matarían. Era de noche. Bajamos a tientas casi setecientos metros en dos largas horas para hacer apenas cinco kilómetros. Me caí al menos diez veces. El terreno embarrizado, a oscuras, se hacía impracticable. Iba a ser otra noche terrorífica. Elegí no pensar en ello.
¿Cómo se llamaba el niño? Polansky apenas me oyó.. ¿ No será Manolo, por casualidad?
Seguía bebiendo porque en Georgia era de mala educación rechazar una invitación.
La mañana del veintidós de abril salió por fin el sol. Un sol huidizo. Chulín acabó durmiendo con nosotros dentro de la tienda. El frío nos sobrecogió el alma. El cielo, esa noche estrellada, estaba libre de nubes. Apenas pegué ojo. La hernia no me daba tregua. La humedad sin esterillas se hacía sentir. Tal vez, pensé, fuera simple masoquismo.
En cuanto amaneció, huimos del parque. No nos habíamos registrado, no habíamos pagado entrada y además, habíamos introducido ilegalmente un perro de caza. Afortunadamente, nadie vigilaba el control de acceso de Kbaviskhevi.
Cuando ya en la aldea se nos apareció una marsrutka que iba de vuelta a Borjomi, no lo dudamos y saltamos dentro. No era mal sitio para abandonar a Chulín. Aún así, como siempre que me separo de un amigo, se me rompió el corazón.
Una cruz dorada del cristo redentor. Un bebe rosa que grita, a mi izquierda, en la marsrutka. Destino, Bakuriani. Más almendros que no son almendros. Un río que es Georgia. Olor a vómito en mis dedos. Más casas de piedra y de madera.
Elegí ser escritor. Eran demasiadas dagas las que se clavaban en mis entrañas. Se suponía que estábamos conectados.
De repente, vi un cachorrito diminuto asustado encadenado a un viejo caserón de madera de aspecto medieval. Me ladraba temeroso. Tanto ladró que acabó saliendo a la calle su dueño, Ansor. Un par de palabras y el borrachín, sin dudarlo, nos invitó a pasar dentro de su casa. Estábamos justo detrás de la fábrica de aguas de Borjomi.
Había demasiadas razones para no fumar ese último cigarrillo.
Primero, el número 31 y luego, el número 30.
Unos alemanes alimentan a base de kachapuri a uno de los numerosos perros lobo que deambulan por las calles de Georgia. El día, ya cercano en que falten, nada será igual.
Me pica el dedo pequeño del pie derecho. La bota está destrozada. El dedo gordo asoma una vez se ha descosido la puntera.
El arte siempre ha sido un concurso de popularidad. Igual que el resto de cosas.
Subimos las escaleras hacia la casa de Ansor. Saluda a su rechoncha mujer y nos sienta en su sofá. El salón es pequeño. Una mesita cuadrada separa el sofá de la cama. Una bandera del Barça. Varios muñecos de peluche. Las paredes cuarteadas con grandes desconchones en el centro. Un auténtico humilde hogar georgiano.
Llevaba unos días con el estómago fastidiado.. El frío y las noches de humedad en la montaña siempre buscaban tu vulnerabilidad. Me temí lo peor cuando puso sobre la mesa esa mañana cualquiera una inofensiva botella de agua mineral de Borjomi. Obviamente, no era agua lo que contenía. En Georgia y, en general, en toda la antigua Urss, es tradicional beber chupitos de vodka. En caso de fallecimiento o acontecimiento lúgubre, se beben en número par. Se bebe impar si uno está de celebración.
Mi resacoso cuerpo, destruido tras una noche a bajo cero sin apenas ropa de abrigo, no es que estuviera precisamente muy por la labor de obsequiarse con una borrachera de vodka, a las once de la mañana. El problema es que no tenía posibilidad alguna de rechazar aquella invitación. Por estos lares está muy mal visto. Cuando íbamos por el quinto vodka comencé a sentirme realmente lúcido y eufórico. Se me habían pasado todos los dolores.
Durante las horas que estuvimos en casa de Ansor, apenas abrí la boca. Polansky y Ansor hablaban en ruso y a mi, el segundo, me ignoraba en todo momento. Yo era para él, como me confirmó Polansky luego, un simple americano tontorrón que, literalmente, no se enteraba de nada.
El hospitalario georgiano nos invitó a degustar un curioso dulce laminado de manzana salada y seca. También comimos kachapuri. Al parecer, su mujer se enfadó con él porque solo tuviera eso para ofrecernos. Yo, ya medio borracho, pensé que se iban a dar de ostias. Finalmente, la señora se marchó a recoger al niño al colegio.
Cuando finalmente conseguí huir de aquel antro de perdición, vomité tres veces. Era un vómito rosa con tropezones que, sorprendentemente, creó ante mis ojos coloridas obras de arte abstracto. Cuando cerraba los ojos, el mundo se percibía de color púrpura.
Detecté en ella esa necesidad de creer. Sin embargo, el tiempo demostró que era incapaz de creer en nada ni en nadie. Y pagó el precio por ello.
Bakurimi era una estación de esquí unos cientos de metros por encima de Borjomi. El tiempo pasó repentinamente a gélido.
La sopa Borsh no fue del gusto de Polansky que, todo hay que decirlo, arrastraba un cierto trauma de infancia por el hecho de que su madre rusa, tampoco le echaba remolacha a la misma y, se valía, como si de un sustitutivo se tratara, de simple salsa de tomate de la marca Orlando. Empaticé con él. Era obvio que a Polansky su madre no le quería. Eso explicaba muchas cosas.
La sopa de champiñones sí que nos gustó. Lo más gracioso fue ver como el enmadrado y talludito jovenzuelo, hijo de la dueña, ponía sus cinco sentidos para, en un caminar eterno, a cámara lenta, llegar hasta nuestra mesa, sin derramar una sola gota. Todo acabó con un gran aplauso.