viaje mochilero La Habana. Por libre. En solitario. Cuba
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La Habana

Es curioso como una luna llena te transporta hasta otra luna llena.

Recuerdo que esta frase la escribí altamente intoxicado en la playa negra de Puerto Viejo (Costa Rica). Fue casi como enviar un mensaje en una botella. Un intento de conectar dos mundos en dos dimensiones paralelas y lejanas.

Decía Nietzche respecto a los artistas de todo género que existía una distinción capital entre aquellos cuyo impulso creador procedía del odio contra la vida y aquellos en los cuales dicho impulso derivaba de lo que el denominaba la superabundancia de la vida.

En La Habana una vieja mira desde su balcón de la calle Bernaza la miseria y la alegría de su pueblo. Abajo, un anciano se tira al suelo y canta “¡Ay me mató, me mató, me mató! ¡Ay me morí, me morí, me morí! Mientras un niño le dispara con una pistola de agua.

Un mendigo gordo, negro y sucio, sentado en un banco, fuma un puro muerto hace tiempo. Una enorme barriga se asoma desvergonzada bajo su raída camiseta verde caqui. Me mira sin mirarme.

Los habaneros se ríen porque están tristes y se marchan de Cuba, como decía Michelle, cuando se cansan de tanta felicidad.

En La Habana todo el mundo fuma. Es lo que hacemos las personas tristes. Fumamos en los bancos de las repletas plazas de la alegría en La Habana Vieja. Esperamos que pase el día que no pasa nunca. Los niños cagan en los parques y los viejos hablan de historia.

El obeso mendigo ya está durmiendo.

Llegué a Cuba para el fin de año dos mil diecisiete. Cuba era mi último destino en una larga travesía por Latinoamérica.

En México DF, una de mis múltiples escalas antes de llegar a La Habana, conocí a Sandra, una chica colombiana que se buscaba la vida en México y que, viajera tardía, volaba a Cuba para pasar unas cortas vacaciones. Tenía la inteligencia de las mujeres atractivas, de las mujeres que han vivido mucho, que han sufrido mucho, que aman la vida y que han perdido la piedad.

Sandra había sido abandonada al poco de nacer. En un hogar desestructurado fue una tía la que la acogió y la crió. Sus primos eran sus hermanos y su hermana, no era nadie.

El mendigo negro se levanta a duras penas de su nicho y cojeando sobre sus piernas hinchadas, apoyando el brazo sobre el hombro de otro indigente se sumerge en el mar de la plaza Cristo para no volver nunca.

Sandra se iba a alojar en casa de la madre de una amiga de su hermano. Desde un primer momento se apoderó de nosotros una sinceridad cómplice propia de aquellos que saben que en breve no volverán a verse jamás.

Gotea sobre la plaza del Cristo de La Habana vieja.

Para Sandra y para mí Cuba era una gran desconocida y pensamos que no estaría de más iniciar nuestra travesía por tierra ignota, juntos.

El aeropuerto José Martí es una isla de la que no puedes huir en barca. A Sami la pararon en uno de los controles que la guardia revolucionaria hace por azar. Yo la esperaba fuera. Media hora después aparecía victoriosa. Sacamos algunos pesos convertibles del cajero y comenzamos las negociaciones con los taxistas. Los autobuses en La Habana tienen una periodicidad escasa y siguen extrañas rutas. Por raro que pueda resultar no había un bus que se dirigiera al centro de la ciudad.

Inicialmente todo el mundo parecía compinchado para ofrecernos como única alternativa la de los taxis oficiales. Entre veinticinco y treinta euros por una carrera de apenas veinte minutos. El equivalente de un salario medio cubano.

Finalmente logramos que un almendrón (taxi privado, vehículo viejo) nos llevara por el no menos abusivo precio de veinte dólares. Como no tenía mejor opción decidí acompañar a Sandra hasta la casa donde iba a quedarse y probar suerte allí. Se trataba de una hermosa casa de La Habana Centro ubicada entre las calles Manglar e Infanta.

Mari, una encantadora médico de mediana edad. Fue todo amabilidad desde el principio y me trató con una dulzura que sería impensable en Europa con un desconocido.

Un par de semanas es el tiempo que de media tardo en destrozar a mordiscos mi bolígrafo Bic.

El fin de año lo pasé en el malecón con Sandra y un par de estudiantes peruanos que hablaban maravillas de Cuba y de su universidad. Los peruanos estaban a punto de finalizar sus estudios y regresar a casa.

El ron Habana fue un compañero de viaje imprescindible para resistir una noche que superó mis mejores expectativas tras cuarenta y ocho horas sin apenas dormir. Por otro lado, la celebración de fin de año suele ser una fiesta familiar en Cuba al contrario de lo que ocurre en otros países y curiosamente ese día en la calle había menos gente que prácticamente cualquier otro día del año.

Los primeros días de mi estancia en La Habana transcurrieron apacibles y hogareños. Mi llegada a La Habana fue la llegada al hogar de María. Allí pasamos charlando, fumando y comiendo la mayor parte del tiempo. Al tercer día resucité. Algo impaciente por la placida y gregaria dinámica en la que me había visto envuelto, decidí salir al encuentro de la ciudad.

Antes, tuve ocasión de charlar de lo humano y lo divino con Mari, su hijo Pablo, la fría e inteligente novia de éste y Michelle, el encantador sobrino gay de Mari que apuraba sus últimas horas en Cuba. Se iba esa misma noche a Guyana rumbo a lo desconocido. Desde allí su idea era cruzar como fuera múltiples fronteras y, con la ayuda de la diosa fortuna, llegar sano y salvo a Chile, donde quería escapar, como él repetía, de tanta felicidad. Cuba, ese país extraño donde todo el mundo ríe, aunque tenga ganas de llorar.

De Cuba la gente huye, esa es la verdad. Y el que no huye planea hacerlo. Antes de que Michelle se largara le acompañamos hasta el Cristo. En la barcaza que nos llevaba hasta él llevó a cabo un rito de santería. Dijo unas palabras y lanzo algunas monedas al mar.

En Cuba se come arroz, frijoles y, si tienes suerte, algo de pollo.

En La Habana el amor no se compra porque nunca, en ninguna parte, ha podido comprarse. Sin embargo, Cuba es un país para corazones solitarios y sin escrúpulos.

Cuando apretó la lluvia me refugié en el café dos hermanos de la plaza del Cristo, junto a la calle Bernaza. Allí servían unos capuchinos excelentes y a los sándwiches mixtos, no sé bien por qué, les añadían tomate y pepino.

En el país de los Castro la cuenta la paga siempre el extranjero y la negrita o el negrito permanece serio, impasible, esperando, como no, a ser devorado por su compañero. Y después de todo, ¿cual de ellos podrá llevar la cabeza bien alta? Personas que defecan su propio patetismo. Negritos y negritas de la mano de su depredador. Blanquitos enamorados de la nada. Personas que luchan contra su soledad. Otras que lo hacen para huir de la miseria.

En la cartera roja que compré en Perú llevo un billete de pesos convertibles. Este único billete. Este simple billete que para mi no supone gran cosa es ya el doble del salario medio de un funcionario en Cuba. Y a pesar de eso, Cuba sigue siendo un país muy caro para los turistas.

Y que nadie se engañe, Cuba es un país para turistas, no para viajeros.

¡Qué hermosas son las coloridas fachadas de las casas de La Habana Vieja!, ¡Qué coches imposibles!, ¡Vaya mujeres tristes! Y luego, basura por todas partes. Montañas de basura más grandes que el Everest. Los cubanos te miran extrañados si te acercas a una papelera. ¡Qué cosa extraña una papelera! ¿Para que servirá?

Paseando llegué a la plaza Vieja. Allí contemplé a un niño gordito mover desenfrenadamente las caderas y realizaba gestos obscenos mientras bailaba extasiado. Otros niños jugaban al fútbol en la plaza. Más música.

Para el que no lo sepa aún, Camilo Cienfuegos fue el tercero de los artífices de la revolución junto al Che y a Fidel. A Camilo, lo dice todo el mundo, el pueblo le quería más que a Fidel.

¿Voy bien, Camilo?

Vas bien, Fidel.

A Camilo, como a tantos otros, le hicieron desaparecer y, a cambio, le convirtieron en un mártir.

¿Cómo pasaba la gente el tiempo antes cuando no podían hacerse selfis? Me preguntó alguien, alguna vez, en alguna parte.

El acceso a Internet en la isla es muy limitado. De hecho, hasta dos mil catorce, no había Internet en absoluto.

Una señora reparte el diario Gramma mientras cae la noche sobre La Habana.

Esa noche cogí una borrachera antológica. Había conocido a Denys y a Manuel, dos calaveras cubanos curtidos en mil batallas con los que pasé una noche divertidísima. Compramos ron de estraperlo en los bajos fondos, forma en la que ellos se referían a la Bosnia cubana anexa a la Plaza vieja. Buchito a buchito, comenzamos a embriagarnos. A los bajos fondos no llegan los turistas, decía Denys.

Denys se había ligado a una catalana gordita con la que mantenía una “relación” a distancia. En Cuba la prostitución masculina es tan frecuente como la femenina. La catalana viajaba para verlo un par de veces al año. Denys, sobra decirlo, tenía otras mujeres. Afirmaba que ese extracto de ron tan puro que habíamos comprado de estraperlo obraba milagros durante el acto sexual permitiéndote follar como un león durante horas. Pero chico, ¡Qué te pasa! comentaba al parecer admirada su afortunada compañera de cama.

Ya en plena vorágine etílica nos fuimos de bares. Tomamos el que según los locales era el mejor mojito de La Habana. Un mojito que, según repetían, debe tener poco hielo. Lo tomamos en un hotel cercano al barco en el que desembarcó Fidel en Cuba. Un hotel histórico que había alojado al mismísimo Al Capone.

A esas alturas de la madrugada la familia había crecido. Se nos había unido Antonio Orbeta, un simpático buscavidas, que vivía del trapicheo e intentaba ligar sin éxito con las turistas más gordas que encontraba. Entre susurros, como si de algo extremadamente confidencial se tratara, me contó que él mismo se había encargado de proporcionarle cocaína a Javier Bardem.

Se nos unió también un indígena argentino que viajaba en busca de puterío aprovechando un vuelo relámpago desde México. En el segundo bar en el que estuvimos se le sentó enfrente una puta que le abordó sin complejos, como si le leyera el pensamiento. «Tan directo no me gusta», afirmaba el argentino. Los cubanos le miraban extrañados sin entender nada.

Para muchos hombres y para la mayoría de cubanos, follar gratis o pagando es la misma cosa. Cuando hablan de mujeres hablan de pedazos de carne y cuanto más espectacular esté la chavala más “amor” sienten por ella. Ese es el amor conocido, el único que tienen interés en experimentar.

Volver a la casa de Mari era siempre una odisea, especialmente cuando iba borracho. A punto estuve de no lograrlo. Me suele pasar que no presto demasiada atención al lugar en que me alojo y en más de una ocasión me he visto recurriendo a vagos indicios y a recuerdos engañosos para regresar a casa. Ya el día anterior había tardado casi dos horas en llegar. Para ello tuve incluso que regresar al Malecón donde esperaba orientarme. Una vez allí, empapado por las olas del mar que rompían violentamente, contemplé como un almendrón se estampaba contra una farola y se hacía pedazos. No sé cómo cojones conseguí regresar.

Era el momento de abandonar la Habana tras tres noches allí. Las ciudades las tolero relativamente. Al marcharme de casa de Mari la obsequié con cincuenta dólares que, sorprendentemente, parecieron no complacerla en absoluto. Me preguntó sibilinamente si se había equivocado en algo pues según le habían informado lo «normal» era pagar entre veinticinco y treinta dólares por noche (cuando llegué no quiso ni oir hablar de dinero).

Como soy consciente de que en muchas ocasiones los favores se pagan tiendo a evitar a los ayudadores profesionales cubanos. Con esta señora ya estaba con la mosca detrás de la oreja. De hecho, entendía yo, el favor se lo había pagado con creces aunque, obviamente, no al precio que ella pretendía. Un precio que, por supuesto, si me hubiera pedido de entrada, nunca habría aceptado.

Esas noches acabaron por ser las noches más caras de alojamiento que pagué en todos mis meses en Latinoamérica pues terminé aceptando por respeto a Sami que en lugar de 50 dólares americanos fueran 50 convertibles (más cotizados incluso que el euro).

Poco a poco volvió el empalagoso amor de Mari que incluso me acompañó a la estación de autobuses (no pude impedirlo) y me despidió casi con lágrimas en los ojos pidiéndome que volviera a su casa cuando regresara a La Habana. En fin, yo solo quería recuperar la libertad cuanto antes. Primera lección aprendida en Cuba.

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