Viaje mochilero Viñales
A Viñales llegué en colectivo (carro compartido) junto a madre e hija argentinas. Durante ese trayecto pensé que había demasiadas cosas en Cuba que no me gustaban. Cuba me estaba reconciliando con el Capitalismo.
Son las doce de la noche del día cuatro de enero de dos mil dieciocho. Me encuentro en Viñales, un turístico aunque hermoso pueblo situado en un también precioso, verde y rocoso valle situado junto al parque nacional del mismo nombre.
Viajando la guerra nunca se gana del todo. Como un general solo valgo lo que mi última batalla.
Lo más íntimo es lo que nunca se cuenta.
Tras cuatro meses viajando por Latinoamérica estas últimos veinte días en Cuba los siento como una tarea que me falta por completar. El aquí y el ahora es lo único que cuenta aunque mi mente esté empezando ya a volar lejos.
Durante estos meses he leído cada cierto tiempo los viajes de Júpiter de Ted Simmons. Esta madrugada eterna tal vez lo acabe. Su viaje, como el mío, es una contradicción. Viajas para conocer y vuelves con más preguntas. Viajas para disfrutar y lo consigues a base de más sufrimiento. Quieres encontrarte pero acabas huyendo de ti. Buscas estar solo pero siempre acabas rodeado de gente a la que adoras. Escapas del dolor y éste se convierte en tu mejor compañero de viaje. La vida es extraña.
Cuando acabas un viaje comienzas a disfrutar del regreso y eso que sabes, en el fondo, que el regreso es la muerte. También sabes que en cuanto estés allí necesitarás partir de nuevo. Nuestra prisión, infierno y paraíso somos nosotros. Nosotros somos el mundo.
Los primeros días aquí en Cuba estás en tierra de nadie. Con los locales siempre te relacionas sobre arenas movedizas. A los turistas no tienes demasiado interés en conocerlos. Sin embargo, Cuba tiene mucho interés. Es un laboratorio humano del mundo, fuera del mundo. Su historia es apasionante. Su naturaleza exuberante, su clima agradable y la vida, en general, sorprendente.
Echo de menos a Sweet. Siempre supe que era lo mejor que me había pasado en la vida. Soy el tipo más raro del mundo. Lo sé, Sandra, no tengo actitud. No encajo en el molde. No estoy hecho para la vida. Juego mis cartas lo mejor que puedo. Cada día para mí es pura supervivencia.
Últimamente estoy pensando que me encantaría disfrutar más de la gente que me rodea en Málaga. No estarán allí para siempre. Sin embargo, no creo que lo consiga. Como digo, soy el tipo más raro del mundo y solo me entiendo, en ocasiones, con perros verdes como yo. He llegado a la conclusión de que lo que ocurre en mi mente se refleja a través de miles de pequeños detalles a través de mis gestos y mi comportamiento. Para bien o para mal, no puedo engañar a la gente.
Mi dedo fracturado cada vez está más torcido. Una fractura no tratada a tiempo en Perú me ha deformado por completo el dedo. La cosa ha quedado peor de lo que nunca pensé. Mucho me temo que si opto por arreglarlo lo tendrán que volver a fracturar de nuevo. Tengo lo que me merezco. Me entran ganas de liarme a martillazos a ver si lo enderezo. Otra manifestación de mi impulso autodestructivo.
Otra noche en el infierno. Alejarme de la gente o que me vean como soy. Aquí mi dilema. Un dilema que no es tal pues tengo que seguir viviendo y se vive junto a los demás.
En Viñales he pasado grandes momentos. Una tarde estuve hablando con un abuelo revolucionario que a sus ochenta años seguía sacando adelante su granja. Un buen hombre que combatió al lado de Fidel al este de la isla. Todos pobres o todos ricos, repetía. Se había quitado del tabaco y del ron pero de las viejas, insistía, eso nunca.
Luego conocí a un bombero que me estuvo contando como le fue imposible rescatar a un pequeño en uno de los últimos incendios que había tenido que sofocar. Si que pudieron salvar a su hermano. Al parecer, la madre del niño se golpeaba la cabeza contra la pared y gritaba que había sido su culpa.
Ese mismo día me fui de fiesta con un grupo de franco-canadienses. Una encantadora guionista de cine de Montreal, un francés actor de teatro, su novio y otro viajero canadiense. Fuimos a escuchar música cubana en directo.
Para rematar la jornada acabé solo con otro grupo de juerguistas franceses y unas chavalas valencianas. Fuimos al bar el colonial, un antro repleto de jugosas mulatas.
Como no sé bailar, acabé aburriéndome en plena vorágine y huí del fiestón que yo mismo había montado. Por qué la persona más sociable del mundo puede convertirse, de buenas a primeras, en la más asocial es algo que yo también me pregunto. Tal vez haya algo de masoquista en mí. La realidad es que me agobia estar en un lugar repleto de gente. Siento una claustrofobia que nunca podré superar. Odio las discotecas y adoro los bares.
No hay nada como viajar solo para no parar de conocer gente. Tras dos días en Viñales ya conocía a medio pueblo.
A mí también me gustaría ser una bella mujer, como a Fabri, aunque por motivos distintos.
De nuevo me miro el dedo, asqueado.
Soy un extremista, un radical. Blanco o negro. Tal vez si alguien entrara en mi cabeza podría decirme lo que me ocurre. Eso, o una lobotomía.
Una vida tan rica de experiencias que hacen de mi un adelantado, un visionario, un pionero, un incomprendido, un triste gusano que debe ser sacrificado por el bien de la humanidad. Un capullo de nueve dedos.
Tose a mi lado una prostituta mulata de dieciocho años. Fumo un cigarrillo criollo de los que fumamos los auténticos revolucionarios.
Sólo la chica más increíble del mundo puede enamorarse de mi. A las demás, os las regalo.
Lloran los grillos en la noche de Viñales.
Tal vez deba comenzar a aparentar ser alguien normal. También en este blog. O tal vez deba dejar por fin de ser alguien tan sumamente ordinario y comenzar a viajar a tiempo completo. Creo que estos meses viajando los he superado con nota. Al menos me vuelvo con ese consuelo. Si un día no me queda otro remedio que huir sé que siempre contaré con mi mochila, mis botas y mi tienda de campaña.
GUAU GUAU GUAU!! Ladro en la noche. Nadie responde. ¡Si al menos estuviera a solas con Dios! Mi mediocridad es mi genialidad. Lo que me hace genuino. Un salto al vacío meditado que vale más que un simple impulso. Esto último lo puede hacer cualquiera. Cualquiera menos yo.
Tom Wolfe grababa sus conversaciones para luego transcribirlas palabra por palabra en sus libros.
Las mujeres que se enamoran de mí nunca pueden borrarme de su cabeza. Soy una maldición, un fantasma. Saben, muy en el fondo, que no hay otro como yo. Dulces sueños princesa. Sueña conmigo, otra vez. Y mientras lees estas líneas ni siquiera sospechas que puedas ser tú una de las protagonistas de esta historia.
¡Vaya rompecabezas! Todo forma parte de un plan perfectamente planificado. Un plan que comenzó hace décadas. Justo cuando empecé a perder la cabeza.
Y si a nadie le importó mi tristeza… ¿Por qué habría de importarles mi felicidad?
¡Haz algo por favor! ¡No te das cuenta de que me estás matando! Un libro de aforismos. Pero aquí, lo creas o no, todo está conectado.
Me decía el viejo revolucionario que conocí en Viñales que votar a quién no conoces resulta absurdo. Así justificaba que en Cuba solo se votara a los políticos del municipio pero nunca al gran líder. A éste lo eligen aquellos que le conocen. El razonamiento no carecía de cierta lógica.
Y al menos tengo la certeza de que esta noche, cuando me duerma, seré feliz durante unas horas.
Por cierto, aunque yo no sabía quién era, al parecer, Jonathan de la serie Aída estaba con nosotros en la discoteca el colonial de Viñales. Una serie, visto lo visto, muy seguida en Cuba.
A mi me gustan las mujeres que se me tiran al cuello. El resto no me interesan. Te lo pregunto a ti… quiero saberlo, ¿Has estado alguna vez realmente enamorada?
Demasiado enrevesado para mi gusto.
Al lado de mi habitación, en Viñales, duermen una jubilada francesa y su hijo treintañero. Yo pago 15 convertibles, un auténtico atraco. Ellos pagan por lo mismo 75. El muchacho es de lo más agradable. Cada vez que los cubanos le ofrecen algo él suele aceptarlo con gusto, como si el ofrecimiento fuera gratuito. Y claro, los cubanos tienen una gama casi infinita de cosas que ofrecerte siempre que siga sonando la caja registradora.
Conmigo los cubanos no tienen tanta suerte. Ayer escuche a la dueña de la casa criticarme porque según decía, ni desayunaba, ni comía, ni cenaba allí. Tampoco aceptaba ninguna de sus excursiones. Días más tarde, con una vaga excusa, me dijeron que no podía seguir allí.
Bruno, uno de los canadienses que conocí en Viñales, me comentaba jocosamente que Cuba era el país más capitalista que había visto jamás.
La jubilada francesa y su «hijito», estoy seguro, gastaron alrededor de 500 CUC (El CUC vale algo más de un euro) en los dos o tres días que pasaron en Viñales. Cómo iba a extrañarme que tuvieran a su alrededor un séquito de parásitos cubanos esperando recibir sus migajas. En esos tres días yo gasté 45 CUC. Lo que estos inocentes turistas franceses gastaban en un par de días equivalía al sueldo anual de un cubano medio… ¿Bastante obsceno, no?
Como si fuera un afilador, un vendedor ambulante vendía por las casas cebollas y ajos.
La familia que nos «acoge» en Viñales no pega golpe en todo el día. Su única ocupación parece ser la de preparar la comida que ya han encargado «los pichones» franceses. Aunque claro… ¿Por qué habrían de trabajar si en Cuba trabajar no sirve de nada? En una realidad como ésta hay que calcular 4 o 5 chupópteros por cada turista. De eso vive la gente en lugares como éste.
En la biblioteca de Viñales solo hay libros sobre Fidel, El Che y la revolución. La marca El Che por todas partes. Un capitalismo que engulle incluso a sus supuestos antagonistas.
O tal vez no, porque al día siguiente, puse tierra de por medio y abandoné el gueto turístico que es Viñales. Tenía la cabeza a pájaros. Ese día era un alma en pena. Me puse a andar como un loco dirección Pinar del Río, localidad que se encontraba a veinticinco kilómetros de distancia. Me negaba a coger otro transporte para turistas. Estaba paranoico. Tal vez fuera un brote. ¿Tres euros por un mechero? ¿Qué locura es ésta?
Media hora más tarde seguía enajenado. Fue entonces cuando paró a mi lado un carro de caballos. Me preguntaron que a dónde iba. Yo, malhumorado, les dije que iba a Pinar, claro. Es en sentido contrario me dijeron sin entender muy bien que podía pasarle por la cabeza a un tipo como yo.
Algo humillado por mi incompetencia, no me quedó otra que regresar al pueblo pero claro, no desistí en mi locura. No tenía nada mejor que hacer. Seguía pensando que me vendrían bien unas cuantas horas de caminata.
Por fin, cambió mi suerte. Encontré por azar un bello sendero de algunos kilómetros. Luego hice autostop y casi de inmediato me recogió un camión que me acercó otros tres o cuatro kilómetros. Seguí caminando. Algunos kilómetros después y dado que el camino había perdido gran parte de su interés, aconsejado por un vecino, me metí en un autobús de cubanos (por unos 7 céntimos de euros) que iba dirección a Pinar del Río.
Ocho kilómetros antes de llegar a la ciudad, vi una preciosa presa donde pescaban algunos lugareños. Sin dudarlo un instante, me apeé del bus y me dirigí hasta allí con intención de acampar por la zona.
Unos pescadores mataban la tarde del viernes. Un grupo de amigos con los que inmediatamente hice buenas migas. William les había llevado allí en su hermoso coche azul del año 42. Pasamos el día pescando peces enanos.
En Cuba la integración racial es total. El racismo ni se entiende, ni se concibe. En el grupo había dos negros. Uno de ellos, el chino, era un negro bullanguero, de lo más animado. Los amigos reían, se gastaban infantiles bromas y se peleaban de forma cómica y brutal. Se tiraban piedras e incluso el mismo gusano que usaban como cebo.
En un momento dado, el chino cogió la botella de Ron de Dariel, otro de los chicos que le amenazaba con tirarle el gusano y, finalmente, siguiendo un impulso irracional, lanzó la misma lago adentro como represalia. Diez minutos después, tras discutir un rato, el chino negro acabó despelotándose y metiéndose en el frío lago para recoger la botella que él mismo había lanzado.
Fueron horas en las que sobre todo escuché. Hablaban de esa Cuba real que yo todavía no había conocido. Empecé a comprender la miseria en la que vivían la mayoría de cubanos. En un momento dado, Dariel, un joven de veintitrés años de aspecto serio y tranquilo, me ofreció de improvisto pasar la noche en su casa.
Dariel me dijo que quería mostrarme la realidad de una familia cubana. Algo que no puedes ver en las casas de huéspedes en las que se alojan los turistas.
Antes de que anocheciera nos metimos los ocho en el viejo coche azul de William. Cada poco, los amigos hacían sonar el pito del coche, que sonaba como la sirena de una ambulancia, mientras lanzaban atrevidos piropos a las bellas y no tan bellas muchachas.
Me llevaron a un garaje de Pinar donde estuvimos un par de horas jugando al dominó. Más tarde, ya solo con Dariel, seguimos caminando hasta la casa de la novia de éste y sus dos graciosas hijitas. Luego, nos dirigimos hasta la casa de Dariel en la que vivía junto a su madre, su padrastro, su hermana, la pareja de ésta y su sobrinita.
Efectivamente, la modesta casa en la cuarta planta de un edificio cualquiera del barrio micro nº 5 de Pinar del Río era muy diferente de aquella en la que me había alojado en La Habana. La pobreza era extrema a pesar de que se trataba de una familia de clase media. Me acogieron de maravilla. Todo fueron atenciones aunque me empeñara en ser tratado como uno más.
Calentaron agua para mí en un cubo para que pudiera ducharme. Ese día, tenía suerte, me dijo Dariel, pues había jabón. Luego nos pusimos a limpiar el pescado que habíamos pescado esa misma tarde.
Los vecinos entraban y salían de la casa. Los vecinos en Cuba son tu familia, repetía Dariel. Pude comprobarlo de primera mano. Para mi nuevo amigo era importante que me diera cuenta del desinterés que presidía todos sus actos. Ni siquiera me permitió que compartiera la torta de maní y el dulce de guayaba que había comprado en la presa. Durante la cena soltó una frase que me impactó mucho: «en esta casa estamos muy concienciados con la comida, por eso siempre que podemos comemos dos veces al día».
Dormí con él en su colchón después de visionar el partido de pelota que enfrentaba a Gramma con Matanza.
A la mañana siguiente fui con Dariel hasta la obra en la que trabajaba como albañil. Segundos antes de que apareciera el autobús apareció la madre de Dariel corriendo porque me había olvidado una toalla en su casa.
La experiencia fue reconfortante. Comprendí que aunque no era fácil, si me esforzaba, podría conocer la Cuba real con lo bueno y con lo malo.
Ni se me ocurrió volver a ofrecerle nada a Dariel pues lo hubiera tomado como una ofensa. Dariel era alguien honesto y orgulloso. Alguien que llevaba una vida muy difícil, que estaba triste pero se reía de sus problemas y que aceptaba sus escasas perspectivas de futuro.
Prometo que haré todo lo que pueda para mantener contacto con Dariel y si en el futuro me necesita espero no fallarle. Un gesto como el que tuvo tiene un valor incalculable.
Estuve deambulando aquella mañana por Pilar del Río, una localidad que me gustó mucho con sus soportales de colores y su vida cotidiana. Me senté en un café de cubanos y disfrute de tres cafés maravillosos por los que pagué un total de doce céntimos. Fumé muchos cigarrillos criollos y hablé con diversos transeúntes todos ellos encantadores.
Esa mañana recordé que era la persona más afortunada del mundo. Me prometí que ese día y siempre tenía la obligación de ser feliz y dar las gracias por cada uno de los días que pudiera pasar en este maravilloso planeta.
En este viaje por latinoamérica sentí que estaba dando, por fin, el paso de la juventud a la edad adulta. Ya era hora. Gracias a todos los que me ayudasteis a lograrlo. Ha llegado el momento de asumir responsabilidades, tomar decisiones y poner en valor aquello que me he ganado con tanto trabajo como fortuna a lo largo de estos años.
Durante estos meses de viaje he vivido experiencias que me han completado y que de otra manera no podría haber vivido ni en mil vidas.
Me decía la colombiana Sandra, la chica que conocí a mi llegada a Cuba, que bajo ningún concepto debía parar de viajar y sentar la cabeza. No lo haré, sin embargo, probablemente viajar deje de ser mi prioridad. Al menos durante algunos años.
No quiero perder ese gusanillo que siempre me han dado los viajes pero tampoco quiero seguir en un eterno anhelo, una eterna huida o búsqueda. Quiero darle el valor que merece a los cimientos de mi vida y para ello, con todo el dolor de mi corazón, debo cerrar algunas puertas. Esta experiencia me ha servido también para quitarme algunas espinas que tenía clavadas y para comprender que otras estarán ahí hasta el día en que me muera.
Aceptarse es conocer quién eres, lo que vales y tus limitaciones. Mi cerebro es una poderosa arma que sé nunca podré controlar del todo.
Mi viaje a Santiago de Cuba, por razones que no quiero o no puedo revelar, puso el último clavo en el ataúd de mi juventud. Y está bien que así sea.