Viaje mochilero Capadocia

A las tres de la madrugada estoy otra vez en marcha. Mi avión hacia Kaiseri (Capadocia) parte a primera hora dela mañana. Comienza el auténtico viaje, me digo. Desde el aeropuerto no es fácil llegar a Goreme, puerta de entrada a la Capadoccia. Es necesario hacer varios cambios de bus. El primero en la propia estación de Kaiseri. El segundo en Avanos, a diez kilómetros de Goreme. Desde allí compartí un taxi con dos chicas rusas. A medio camino una de las chicas se dio cuenta que se había dejado el móvil en el autobús y tuvo que salir escopetada. Por una vez no fui yo quien la lió.
 
Goreme es un espectacular gueto-pueblo turístico bastante agradable. Que guste la Capadoccia es normal porque te entra por los ojos como si fuera una tarta de chocolate. No me extenderé sobre los paisajes que lo inundan todo porque son de sobra conocidos. Era uno de los puntos fuertes de mi viaje por Turquía.
 
Al principio me acojoné con el alojamiento. En los dos primeros hoteles cueva en los que pregunté se descolgaron con precios desorbitados. A la quinta o sexta fue la vencida. Me quedé en el “Diamond de Capadoccia” justo al lado del más conocido Archpalace. Veinticinco pavotes por un palacete con terraza y todo enterito para mi. Con vistas y cerca de todo.
 
Empecé por probar los ricos mezes con sus típicas salsitas.
 
Por la tarde decidí perderme y vaya si lo conseguí. Me dirigí al llamado valle del amor, perdí el sendero y me planté en una extraña zona de nadie que desembocaba en un desfiladero bastante empinado. Para colmo iba en sandalias. Una caída en estas condiciones implicaría como poco una lesión de tibia y peroné. Y como diría Vinzo, mi inseparable amigo italiano, una más que posible “rotura de huevos”.
 
La luz se iba apagando amenazadora. La lluvia, por improbable que parezca en el desierto, comenzó a descargar con fuerza y el frío se hizo notar. Nadie hubiera dicho que tres horas antes estábamos a cuarenta grados. Yo con pantalón corto y camiseta no era aún consciente de lo mucho que podían cambiar en cuestión de segundos las condiciones climáticas. En un día en la Capadoccia era habitual  vivir las cuatro estaciones.
 
Me metí debajo de un árbol para guarecerme de la lluvia que me estaba calando hasta los huesos. Cuando conseguí salir finalmente, a lo Indiana Jones, de las profundidades del valle, me recibieron, como si de una aparición se tratara, unos pastores locales.
 
Poco antes de anochecer llegué a Uchisar pensando que estaba en Goreme. Para llegar hasta Uchisar no me quedó más remedio que atravesar clandestinamente los jardines de un hotel bastante lujoso, atravesar el comedor como “Pedro por su casa” y perderme por sus laberínticos pasillos en busca de una salida, aparentando ser un cliente un tanto excéntrico y desaliñado.
 
La ruta de apenas cinco horas desde Goreme me permitió perderme, literalmente, por caminos nada transitados por los turistas. Solo volví a la civilización cuando, por error, llegué a Uchisar.
 
Una vez abandoné el lujoso hotel en el que me había colado tuve que guarecerme de la lluvia que volvía a descargar con fuerza en el primer techo que me acogió. Parecía un bar aunque no tenía ni cartel ni nada. Me enteré luego que aún no había abierto al público y que, a todos los efectos, era el primer turista al que recibían. Un par de cafés turcos me devolvieron a la vida. Había sido una tarde emocionante.
 
Por mucho que alargué los cafés ahí fuera seguía diluviando. Y yo con mis sandalias, mi pantaloncito corto y mi camiseta, helado de frío. Ya era de noche. Me metí en una cueva abandonada a esperar que escampara. Fumé un cigarrillo. Todavía no sabía que me faltaban siete kilómetros para volver a Goreme que estaba bastante más abajo.
 
Avanzada la noche paré a comer Pide (Pizza turca) y una deliciosa ensalada en un restaurante de carretera. Seguí andando por la carretera hasta regresar a Goreme.
 
A la mañana siguiente recorrí el valle rojo y el rosa (Gollundere). Una caminata que implicaba dedicación a jornada completa. El nombre de los valles proviene del color que adquieren con la luz las formaciones rocosas al atardecer.
 
La primera parte de la ruta transcurre por paisajes menos abiertos. Se anda por zonas de cultivo, grutas imposibles y frondosa vegetación. La segunda parte comienza con una subida, el paisaje se vuelve repentinamente más árido y las vistas panorámicas comienzan a monopolizarlo todo. Abajo, las iglesias excavadas en la roca y la exuberante naturaleza de mayo. A lo largo de la mañana apenas me crucé con nadie. Luego, una caravana de abuelos y una excursión escolar que desaparecieron rápidamente como si nunca hubieran existido. Había llegado a la zona conocida como Gollundere II.
 
Me cruzo con una pareja de chinos que por modernos parecían japoneses. Zumo de pomelo. El vendedor de frutas tira de todo su repertorio para engatusar a los raros turistas que aparecen. Entre otras argucias se dedica a desviarlos por la ruta más larga que hará que inevitablemente regresen por su puesto de frutas en un par de horas, probablemente sedientos.
 
Absorto en mis pensamientos, me desoriento y acabo por andar campo a través hasta que la arenosa bajada me hace descarrilar y caigo al estilo croqueta.
 
Ya de vuelta en Goreme me siento en un restaurante coreano lleno de asiáticos. Los camareros turcos se sienten intrigados por los mágicos efectos de mi tabaco de liar. Les invito a echar un piti.
 
Entre las compañías de buses en Turquía existen grandes diferencias. He tenido bastantes problemas con el servicio de la compañía Metro. Pareciera que sus azafatas (aquí siempre la hay) han sido elegidas por su mala educación. No hablan inglés y siempre parecen estar desbordadas de trabajo. Curiosamente, parecían estar siempre encima de lo que hacías con el estrés que eso te generaba. Especialmente lamentable era  un azafato que fumaba compulsivamente en cada parada hasta el punto de retrasar la salida y cuando la gente se le quejaba les respondía de mala manera. Lo peor fue una vez que me derramé un café encima en el autobús que iba a Anatolia y me echaron un broncazo que pareciera había matado a alguien. Si por mí fuera prescindiría de tanta parafernalia. Mucho inútil suelto en los buses de Turquía.
 
El miércoles me lo tomé con calma. Me dirigí a la cueva de Durunkuye. A la vuelta fui conversando con una viajera de Seattle que destacaba las bondades de la cocina turca frente a otras como la italiana o la griega que le parecían menos sanas. Siempre resulta cómico escuchar a un norteamericano hacer de crítico de cocina. En cualquier caso le doy una nota alta a la gastronomía turca. Mucha ensalada, mucho kebab y mucha pizza turca. La variedad mengua para el turista cuando abandona las grandes ciudades.
 
Tras el regreso de la ciudad subterránea de Durunkuye alquilé una bicicleta por nueve euros y me dispuse a explorar los muchos caminos de tierra de Goreme. Tuve tiempo de perderme y encontrarme. Me encontré con quads, 4×4 y hasta turistas montando a caballo.Pasé también por Avanos y algún que otro pueblo cercano.

Publicado por RASKOLNIKOV

Abogado especialista en asilo. Viajero, senderista y lector

Dejar un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.