Viaje mochilero Armenia-Georgia.
Quería sumergirme en un mar de libros que sepultara, de una vez por todas, mi entendimiento. Al menos, me tranquilizaba, en mi biblioteca tenía material suficiente para entretenerme durante una buena temporada. Sin embargo, aún había demasiados libros que ni siquiera era capaz de entender. ¿Me había acabado ya el café? Di un último sorbo. Polanski aún no había llegado. Ordenaba su habitación. Yo seguía alargando mi mañana infinita.
Nunca sucedería. Me empeñaba en asumirlo, pero no lo lograba.
Recuperar un viaje perdido en tu memoria siempre causa sufrimiento y no siempre se logra. A Armenia viajé en el año dos mil doce. Descubrí que Aeroflot tenía billetes baratos, se lo propuse a Sweet y, como siempre, juntos, cogimos el petate. En el mismo aeropuerto de Erevan alquilamos un coche. Nos pareció la mejor opción.
De Erevan o Yerevan, como prefiráis, nos dirigimos al monte Ararat, el corazón espiritual del país a pesar de estar geográficamente en Turquía. Visitamos nuestro primer monasterio armenio, Khor Virat, con agradables vistas al pico pocas horas antes de llegar a Goris. Armenia fue el primer país en adoptar oficialmente el cristianismo en el año trescientos uno.
Lo mejor de Armenia fueron sus gentes, ya os lo adelanto. Las ciudades no eran gran cosa desde el punto de vista turístico, pero eran mágicas, misteriosas. En todas ellas, en Ereván también, se seguía respirando una influencia claramente soviética. Ni una sola vez coincidimos con otros turistas.
En Goris nos dimos una pateada interesante. Como siempre, buscamos una vista panorámica de la ciudad, por eso empezamos a subir. Y quizá subimos demasiado. No sé muy bien cómo acabamos perdiendo de vista la ciudad. El paisaje era pura desolación. Siniestro y hermoso.
Un ejército de perros comenzó a seguirnos. Abajo, a lo lejos, solo se veía ya un estercolero. Más perros enormes y amenazantes protegían su ganado con intimidantes ladridos que llegaban desde la lejanía. La manada de perros nos seguía a escasamente un centenar de metros. Estaba claro que eramos sus presas. Decidimos bajar por las bravas hasta el basurero con la esperanza de perder de vista a los perros. Yo ya había leído que había que andarse alerta con los perros asilvestrados en Armenia. Llegamos a la carretera. La manada de perros nos cortaba el paso. Habían bajado antes que nosotros y, en una maniobra envolvente, nos habían tendido una trampa. Intenté no contagiar mi pánico a Sweet. Retrocedimos un poco. Los perros se mostraban cada vez más agresivos. Eran enormes ahora que los teníamos cerca.
Fue la providencia la que nos salvó. Pasó un camión en el momento más oportuno. Los perros se asustaron un poco. Nos cobijamos tras el camión y en cuanto pudimos corrimos despavoridos. Casi a la carrera volvimos a la civilización.
Los paisajes de esa parte de Armenia eran secos e inhóspitos. La Estepa Armenia. Pasamos la noche en el coche casi cada día. Aquella noche no fue una excepción. Dormimos en altura en unas milenarias ruinas zoroástricas en medio de las cuales hicimos una hoguera.
Sombra de lo que nunca fuimos. Caricatura hecha persona, hecha caricatura. Silencio obsceno que no dejamos que llegue. Incapacidad de mirarnos al espejo. Deseo de desaparecer. Impulso de supervivencia. Dolor agudo que se instala en lo más profundo de ninguna parte. Soledad como consuelo, como tortura.
Talento para nada. Búsqueda de talento escondida a la luz del día y a la vista de todos. Talento como carencia y conciencia de la propia ineptitud. Defecación de ideas obtusas. Alcohol, marihuana y desechos. Nada.
Necesidad de construir. Incapacidad para hacerlo. Trascendencia de lo intrascendente. Rencores mutuos manando a borbotones. Huidas que tampoco significan nada, que lo significan todo. Repugnancia y atracción. Conocimiento sobre conocimiento. Rabia contenida. Frustración latente. Un consuelo que sabemos en lo más profundo de nuestras almas que no podremos obtener.
Y de nuevo encontramos refugio en otra parte para regresar, como siempre, a la nada. Sensación de finitud y de insignificancia. Semen pudriéndose en el fondo del armario. Impulso de autodestrucción, de supervivencia.
Me encantan las sombras de las paredes en las viejas películas en blanco y negro. Cicatrices blancas en noches de insomnio. Olvidarse de uno. Seguir escribiendo hasta llegar al fondo del precipicio. Otro nuevo día.
En Armenia es tradicional comer trucha en el río los días de fiesta. Hay muchos lugares en los que parar a comer pescado. Nos dirigimos a la ciudad balneario de Jermuk. Un gueto turístico reminiscencia de la antigua URSS famoso por sus aguas termales.
En la hermosa carretera que subía hasta los dos mil metros de Jermuk recogimos a un simpático abuelo que andaba haciendo autostop. No hablaba una palabra de inglés pero nos entendimos lo suficiente para entendernos y con eso bastó. Nos invitó a dormir en su casa. La velada fue memorable. Durante horas el abuelo, su señora, sweet y yo, con el raki de aliado y un poco de ayuda de google translator charlamos de lo humano y lo divino. En un momento dado estos viejos aldeanos contactaron con su hijo a través de la videocámara. Nunca olvidaré la boca abierta que se le quedó al susodicho cuando sus papis giraron el ordenador y nos vio borrachos a Sweet y a mi en el salón de su casa. ¿Qué cojones hacían dos españoles en su casa en un pueblo perdido de Armenia? Ni siquiera pudo saludarnos.
La cama matrimonial con la que nos obsequiaron nos proporcionó un merecido descanso después de una semana de dormir en el coche. Les regalamos un chorizo de Huércanos que, al parecer, no les gustó demasiado.
Al día siguiente llegamos a la decadente ciudad balneario de Jermuk. Recibía gente hortera de lo más variopinta.
Camino hacia el sur nos dirigimos a la ciudad fronteriza con Irán de Agarak. Recuerdo que una de las razones que me impulsaron a viajar a Armenia fue lo bien que me habló del Cáucaso armenio una coreana que me encontré en Israel. Efectivamente, las montañas del sur de Armenia eran espectaculares. Más aún si tenías la suerte , como nosotros, de viajar en otoño.
Entonces, una mañana cualquiera, volvió a suceder. Creí que iba a morir de placer. En aquella mesa del café Central se respiraba vida. Sabía que esa sensación solo duraría unos instantes, algunos minutos, quién sabía si, tal vez, unas horas, por eso resultaba maravilloso. Y de repente, un torbellino de emociones. Una señora mayor almorzando en soledad. El paciente camarero atendiendo las más estrambóticas peticiones con una sonrisa. Qué poco costaba hacer feliz al otro. La mutua influencia. Tú y el mundo. Armonía evanescente.
Somos el mundo. Somos la vida, me decía. No hay límites. Podemos trascendernos a nosotros mismos y a lo que nos rodea. Impulso imparable. Torrente de ideas, placeres, estímulos y sensaciones. Imposible olvidar la magia. Hay que agarrarse a ella en tiempos de naufragio. Y llenar la despensa de pensamientos positivos que nos alimenten cuando llegue la hambruna. Saber que están ahí y que también son reales. Recordar.
Y caer en el vacío y morir en cada intento. Sacarle todo el jugo a cada segundo que no volverá, que es diferente y único. Seguir sin rumbo, a la deriva. Viviendo.
Luego, monasterios y más monasterios en lugares cada vez más inverosímiles e inaccesibles de mi memoria.
En las montañas del Cáucaso nos quedamos sin gasolina y tuvimos que buscarla desesperadamente donde no la había. Fue entonces cuando en mitad de la montaña vimos a dos ancianos que, por arte de magia, surgieron de los árboles. Vivían en una cabaña camuflada por el arcoíris del bosque otoñal. Cuando nos acercamos resultaron ser dos excombatientes del ejercito armenio que habían combatido en la guerra por Nagorno Karabaj. Uno de ellos había sido francotirador.
Más alcohol con los montañeses en su cabaña. Historias de una guerra que sigue latente. Unos litros de combustible caídos del cielo que nos dan el empujoncito que nos falta para encontrar una gasolinera en el fin del mundo.
Hoy es mi cumpleaños.
Nos dirigimos a Dilijan. Allí conocemos a un millonario inglés de cincuenta y largos que viajaba alrededor de cinco meses al año como mochilero burgués combinando la austeridad con los buenos restaurantes y hoteles. Al parecer se forró montando academias de inglés para extranjeros en Canadá. Ahora del negocio se ocupaba su socio y él se llevaba una parte y se pegaba la gran vida. Sin embargo, este inglés transpira soledad. Es un tipo de mundo, de esa escasa gente que sabe un poco de todo y con la que se puede charlar, a un cierto nivel, de manera relajada.
De Dilijan no recuerdo más que algún paseo insustancial en una ciudad monumental de encanto decadente. Eso, y una charla en el hostal que compartimos con una decena de viajeros anglófonos de diversos países. Luego, con el inglés, nos vamos a uno de esos sitios campestres donde se puede cenar mirando las estrellas. Hablamos de geopolítica, un tema que nos apasiona, casi toda la noche.
A la mañana siguiente abandonamos Dilijan junto al inglés madurito que se une en nuestro viaje a Tiflis (Georgia). Disfrutamos de su compañía y practicamos nuestro inglés que, al parecer, está menos oxidado de lo que creemos. Cuando llegamos a Tiflis le decimos hasta luego. Es un adiós. Otro compañero de viaje que, como ocurre siempre, desaparece para siempre de nuestras vidas.
Tiflis resulta ser una enorme sorpresa. Muy diferente a lo que me imaginaba. La zona vieja recuerda más a Alabama o Arkansas que a la URSS. Georgia tiene una cultura, arquitectura e identidad muy marcadas. Cuando estás allí entiendes la disputa a muerte constante que este país mantiene con su colonizador, Rusia. ¡Y eso que Stalin era georgiano! ¡Quién lo diría!
El barrio de Abanotubani es el más antiguo de Tiflis. Junto a los hamanes quedan aún un par de mezquitas que recuerdan la lejana influencia de árabes, persas o turcos. Cerca de este barrio se encuentra la ciudad vieja de Tiflis integrada por un puñado de callejuelas decrépitas y palpitantes. Casas ruinosas aún habitadas con pequeños patios e irrepetibles balcones de madera. Las mezquitas se convierten en hermosas iglesias georgianas. Una vez cruzamos la plaza de la libertad llegamos a la avenida Rustaveli, llamada así en honor del más famoso poeta georgiano.
Era el dos de octubre del año dos mil doce. En Georgia se celebraban las elecciones. Allí estábamos en un momento histórico del país. Se barruntaba que habría un cambio, el primero en la joven democracia georgiana. El presidente Saakashvili sería derrotado y nadie sabía si aceptaría el resultado. Se respiraba miedo en las calles. El conflicto con Rusia seguía en pleno apogeo, especialmente en Abjasia y Osetia del Sur.
Tomando cerveza, la noche de las elecciones, conocimos a una periodista alemana que cubría las mismas. Junto a ella, un eminente historiador georgiano que hacía las veces de analista para el mismo periódico. No nos quedaba otra que aprovechar la oportunidad y empaparnos de su profundo conocimiento. ¡Vaya lujo de noche! ¡ Me hubiera gustado tener una grabadora! Así hubiera podido transcribir, como hacía Tom Wolfe, la conversación que tuvimos hasta largas horas de la noche.
Recuerdo que el historiador se recreó en la figura de Stalin, en su primera juventud, su ascenso y en su época gloriosa. ¡Qué país, Georgia! ¡Qué ciudad, Tbisili! Con toda justicia capital honorífica del Cáucaso sur.
Y claro, nos dirigimos a Gori, ciudad natal de Stalin. Allí visitamos el museo que recuerda su tiránica figura y la endulza todo lo que puede. Altamente recomendable. Desde allí emprendemos camino hacia Osetia del Sur, hacia la boca del lobo. Y con nuestro coche, ya por caminos de tierra, perdidos por las montañas, llegamos hasta donde nos dejan. Un tanque ruso aparece de la nada para cortarnos el paso. Nos recuerda que el paso nos está vedado. A partir de allí mandan ellos.
Los hermosos y desolados paisajes de Osetia del Sur bien merecen una visita. Ya lejos de los tanques, nos bajamos del coche y comenzamos a caminar. Y entonces seguimos caminando despacio. Nuestros cuerpos desaparecen. Ya no estamos allí. Así, sin darnos cuenta, llegamos al final. Al final de este relato.
FIN