Llegamos a las seis al aeropuerto de Constanta (Rumania) a unos 30 minutos de la ciudad. La primera impresión fue la de encontrarnos ante un paisaje llano y no especialmente verde. La inmesidad del mar negro tardó en sobrecogernos.
Más tarde, escuchamos por primera vez en la radio del minibús la canción de los Killers «are we humans or are we dancers» banda sonora de nuestro viaje. Y luego, después de echar un vistazo a las hordas de gitanos que nos miraban intrigados, nos perdimos en Constanta.
Cogimos el bus equivocado, no el que iba a la c/ Mamai sino al pueblo Mamai. Terrible error que salvamos cerca de las ocho de la tarde gracias a la ayuda de un muchacho que llamó a nuestro hostal y a la amabilidad de la dueña del mismo que no dudo un segundo en coger su coche e irse a la otra parte de la ciudad. También la primera muestra de la maravillosa gente que nos encontramos durante nuestra estancia en Rumanía.
El hostal era su casa. Una casa vieja a pocas paradas de autobús del centro. Nuestra habitación no llegaba a “zulo” y el techo estaba cubierto de telas de araña. Durante la ducha aniquilé a varias de ellas. Vivían allí de manera más o menos habitual una gordita americana, con lo que no acertamos a tener una conversación más por incompetencia propia que por otra cosa.
Para entonces nos hacía falta una ducha más que cualquier otra cosa en el mundo. Nos dimos una vuelta por la plaza principal de Constanta. Bebimos varias cervezas y cenamos de manera correcta en un turco muy acogedor de la Zona. La influencia musulmana era notable y se hacía visible en diversas facetas y, por supuesto, en el aspecto de muchas personas; no hay que olvidar que Turquía está muy cerquita.
Completamente perdidos y algo borrachos, casi milagrosamente, pues no recordábamos ni la dirección del hostal, ni el barrio, ni el nombre del mismo, conseguimos volver a lomos del taxi de un viejo gordo putero, realmente encantador que no dudó en ponerse a nuestra disposición para encontrarnos «pussys», si eso es lo que queríamos. «Me encantan los pussys», repetía. Compartiendo plenamente la afirmación, acabamos por declinar su amable ofrecimiento y nos fuimos a dormir.
Perdimos el tren de las ocho de la mañana por no haber cambiado el reloj (en España es un hora más) y decidimos ir a Vama Vechia en bus. Había que pasar antes por Magalia. Allí hicimos el cambio de autobús y bromeamos con un chavea gitano llamado David (con acento en la primera sílaba). Un sabio de nueve años que fumaba «como un carretero».
Vama Vechia tiene suficiente encanto como para exportarlo en botes de litro. Sin embargo, el verano estaba acabado y las luces del teatro apunto de apagarse. Entablamos conversación con un par de hippis rumano-franceses bastante deteriorados por la vida del hippi que, al contrario de lo que dicen, ni es fácil, ni sana.
Más tarde conocimos a un pintor personaje con el que nos entendimos en francés. Según nos dijo su mujer en un momento en que el no estaba presente, era el pintor número uno de su ciudad (Konoland, ilegible en el original) y dirigía una escuela de bellas artes. También debía de ser muy conocido por las carreras que se pegaba por la playa a sus sesenta años que solían acabar con repetidos golpes «a lo karateka» mientras se empeñaba en que por favor le grabaramos.
Comimos un pescado asado y una sopa típica rumana que, sin estar mal, ni de lejos suponía esa cima culinaria que nos decían el pintor y su esposa y menos para gente de mar como Manu y yo que tenemos la suerte de comer buen pescado todo el año. El muchacho cocinaba el pescado según lo cogía del mar. El restaurante hippi, hasta hace poco «petado», estaba ahora al mínimo de funcionamiento y, seguramente en pocos días, cerraría. El chaval que llevaba “palante” el cotarro (el jefe andaba borracho dando vueltas) nos recomendó seguir el camino de la playa hasta el pueblo de al lado (2 de mayo). Llegamos a tiempo para coger el autobús para Bucovina y sus monasterios.
Aquí comienza la odisea de los autobuses. De lo primero de lo que nos damos cuenta es de que aquí el tren no vale para nada y las pocas conexiones que hay por esta vía nunca nos cuadran. Siguiendo los consejos de nuestro amigo el pintor decidimos ver cuanto antes ese paraíso de naturaleza y arte vecino a Suaceva. Para llegar allí cogimos un autobús (8 horas) que nos dejó cerca de dicha localidad. Desde ella teóricamente se podía ir a los monasterios. La noche la pasamos en la sala de espera de la estación pasando tela de frío. Siendo todavía de noche nos pusimos en marcha. Hubo dos bajas; el libro de Bukowski y mi móvil se quedaron allí.
Ya amaneciendo cogimos un par de taxis hasta Suaceva y disfrutamos del comienzo de los maravillosos paisajes que descubriríamos a lo largo del día. Las carreteras casi vacías, los caminos atestados con carretas medievales guiadas por caballos. Una vuelta atrás en el tiempo.
En Suceava la liamos en el autobús de línea pues no entendíamos ni a donde íbamos ni cuanto costaba el billete. La gente nos miraba como extraterretres y había un grupo de colegiales muy bien uniformados que no nos quitaba ojo. Un par de ellos que parecían especialmente interesados nos indicaron hasta donde ir así como lo que debíamos hacer para visitar los monasterios que se encontraban en la mayoría e los casos fuera de la ciudad.
Después de la terrible noche que habíamos pasado estábamos reventados. Los muchachos muy amables, antes de ir al colegio, se prestaron a acompañarnos hasta el monasterio de San Juan uno de los más importantes de la ciudad. Allí nos sentamos a escuchar una misa ortodoxa y Manu se quedó dormido. Me pareció divertido dejarlo allí traspuesto y me fui por mi cuenta a visitar el monasterio que aún siendo interesante palidecería el lado de los que veríamos a continuación.
En la estación de autobús cogimos uno de nuestros primeros minibuses, el principal medio de transporte en Rumanía. Los monasterios se encuentran por habitualmente enclavados en una fortaleza de piedra. El primero que visitamos fue el de Sucevita. Para un ignorante en arte como yo fue un auténtico espectáculo. Los colores de la fachada eran realmente llamativos y las pinturas se conservaban en un buen estado para tener cinco o seis siglos de antigüedad.
Dicen que el Partenón también estaba coloreado en su época. Sweet siempre se ríe de mi porque todo lo que tiene colores me llama la atención. Es curioso, a veces tengo la sensación de que los colores han perdido intensidad para mí con el paso de los años. En ese instante estuvieron más vivos que nunca.
Una de las cosas que comprendes cuando experimentas con drogas alucinógenas es lo diferente que puede ser la percepción de una misma cosa. Los sentidos tienen un poder casi ilimitado y en la vida cotidiana funcionan a un mínimo de su potencial. De alguna forma una vez que abres las puertas de la percepción es difícil no querer volver a aquel lugar mágico en que habitaste un día y siempre arrastras una pequeña frustración por estar tan limitado en tu cotidiano a nivel sensorial.
En cierto sentido, en el día a día somos como mongoloides que sólo miran con los ojos de la supervivencia. Perdemos la perspectiva de lo importante a cada rato pues necesitamos sobrevivir. El ser humano necesita actuar y las drogas anulan cualquier deseo y capacidad de actuar. Puedes comprender muchas cosas y reflexionar con más claridad que nunca, puedes ver detalles de las pequeñas cosas que nunca habrías imaginado que estaban allí, mirar las cosas con otros ojos y, sin embargo, serás incapaz de hacerte el nudo de los zapatos.
El interior del monasterio está también pintado por todas partes. Las paredes están cubiertas por retratos históricos y mitológicos intrincados con la tradición ortodoxa que predomina en la zona. A la salida del monasterio y tras haber cogido varios minibuses para llegar al primero de los monasterios (el más turístico) nos dimos cuenta de lo difícil que resultaría visitar la zona sin coche.
En mitad de ninguna parte, no había posibilidad de coger medio de transporte alguno en ninguna dirección. Nos decidimos por el autostop. Por increíble que parezca en menos de 10 minutos nos recogió un camionero y nos montamos en la cabina con él. Nunca habíamos montado en camión y la verdad es que te sientes poderoso en una máquina tan impresionante.
Adentrándonos en las montañas de Bucovina, la frondosidad de los bosques iba aumentando. No nos cruzamos con ningún vehículo durante los 40 minutos que estuvimos subiendo el puerto de montaña. Los paisajes nos impactaron por su belleza y cuando llegamos arriba pudimos disfrutar de unas vistas increíbles de toda la cordillera.
Ya en el monasterio de Moldovita, nos bajamos del camión y recorrimos los escasos metros que nos separaban del monasterio. Para entrar debes pagar unos pocos Lehs. El responsable de cobrar no estaba ni a la entrada ni a la salida.
Nos tomamos una birra en el bar del pueblo. La cerveza se llamaba Bucovina y no estaba mal. En general la cerveza es bastante bebible por estos lares aunque ni mucho menos alcanza la excelencia. Allí tampoco había transporte alguno. Pensamos en subirnos a alguna carreta de caballos e hicimos autostop infructuosamente durante 30 minutos.
Finalmente pasó un minibús que aunque iba a otra parte nos podía acercar varios kms. Nos dejó en otra intersección y casi empalmamos con otro minibús dirección a la ciudad más cercana al monasterio de Varonet (éste estaba a 5 kms de allí). Nos acercaron tras primero hacer autostop en taxi hasta el siguiente monasterio. Se parecía a los anteriores aunque tenía los frescos bastantes dañados. Eso sí, lo que quedaba era impresionante.
En los alrededores del monasterio había un pueblo granjero bastante interesante y nos dedicamos a pasearnos entre gallinas y pollos. Todo el mundo, sin excepción, nos saludaba. Decidimos seguir camino andando los 5kms hasta el pueblo e incluso paramos a tomar una cerveza q en mi caso, y sin yo saberlo, iba con limón.
Intentamos comprar víveres en el supermercado-bar en el que estábamos ero no vimos nada apetecible más allá de unos palitos salados y unas papas. La gastronomía en esta zona no era su punto fuerte hasta el punto de que nuestra alimentación estaba tocando fondo y apenas habíamos comido nada en los dos últimos días. Casi sin pretenderlo, un leve gesto de mano y ya estábamos otra vez haciendo autostop hasta el pueblo. La pareja de hombres maduros que nos recogió consiguió comprender que íbamos e vuelta hasta Suceava por lo que nos pararon cerca de un vehículo comunitario que iba en esa dirección.
Aquella zona era por igual caótica y barata en cuanto a los medios de transporte se refiere. Una hora más tarde estábamos en Suceava e intentábamos salir del país del país. Los cajeros de las estaciones no hablaban nada de inglés y estaban entrenados para comportarse como unos auténticos gilipollas. No entendían lo que queríamos y pensamos seriamente en pasar la noche allí.
No sé muy bien como nos las apañamos para que nos llevaran a la otra parte de la ciudad en busca de trenes. Allí verificamos la hipótesis que teníamos de que los trenes no valían para nada siempre que los necesitabas en Rumanía. Sin embargo, como tiendo a agarrarme a un clavo ardiendo no nos resistimos a preguntar a diferentes taxistas.
Acabamos llegando a uno que se defendía en inglés y tras meditar sobre diferentes rutas decidimos ir hacia la frontera moldava. Para ello, la única solución viable era ir a la ciudad fronteriza de Iasa. La ciudad estaba a tomar por culo pero conseguimos regatear hasta conseguir un precio razonable de unos 12 euros.
Con el tiempo acabamos por comprender que ese era un precio imposible y nunca acabamos de entender como lo conseguimos (tal vez el taxista iba a dormir allí). Es verdad que a mitad de camino recogimos a un colega suyo y que acabó retirando las placas identificativas del taxi cuando nos acercamos a la ciudad.
Una vez allí, el problema era cruzar la frontera. Nos las vimos negras pues los taxistas no tenían el coche a su nombre y no la podían cruzar. Tras arduas negociaciones a las que varios taxistas asistían divertidos, cuando estábamos a punto de perder toda esperanza y había pasado la media noche, un taxista nos recogió y nos dijo algo con gestos. A pesar de que temimos que nos sacara la pasta a ostias y nos dejara tirados, aceptamos su oferta.
Nos llevó a una estación perdida donde nos acercó a un cartel que decía que había un autobús a Chisinau (capital de Moldavia) a las 00.55. Aunque no entendíamos ni «papa» llegamos a la conclusión de que dicho autobús pasaría por la frontera y tal vez podríamos subir a él. Nos tiramos al río y el taxista nos llevó a un sitio llamado Enguland (no claro en el original) próximo a la frontera. Allí el taxista se puso hablar con la pasma de la frontera y luego salió un tipo enchaquetado.
Estábamos en la puta frontera de la UE. Nos explica el enchaquetado en tono chulesco y mafioso que pasaban autobuses cada cierto tiempo y posiblemente alguno antes de las tres e la mañana. La cosa tenía pinta rara porque no había ninguna parada. Le dijimos si era posible pasar la frontera andando y coger el bus al otro lado. No era posible, hacía falta vehículo.
Discutimos con el enchaquetado de varias cuestiones sobretodo porque no acababa de entender porque cojones queríamos ir a Moldavia, según sus palabras, nido de ladrones, con nada que hacer, ni ver. ¡Stay in Rumania!, nos insiste.
Luego vuelve con la matraca de que aquello es muy peligroso, que nos van a robar, sino algo peor. Dice que estamos locos, que allí no va nadie, que no hay montañas, ni lagos, ni ciudades ¡nada! se nota que odia aquello y lo menosprecia. Nos quedamos solos, pagamos al taxista que se va, también el enchaquetado.
El policía nos dice que retrocedamos que estamos demasiado cerca de la línea fronteriza. Intentamos que alguien nos pase con su coche. No sabemos que hacer. Veinte minutos más tarde, a la una de la mañana como nos había dicho el taxista (que por cierto intentó sobornar al policía sin conseguirlo, pues había una cámara) pasó el autobús que fue parado por el mismo policía. Nos lanzamos dentro y pagamos cinco euros por cabeza, luego fronteras y más fronteras.