Viaje mochileros playas del norte de Cuba
Mi estancia en Santiago tocaba a su fin. Me dirigí a la terminal de la calle cuatro en la vía Central desde donde se tomaban los camiones hasta Caballería. Una vez allí tomé otro camión y «melena al viento» llegué a Holguín. Dos horas y media de trayecto por algo menos de un euro. En el trayecto conocí a dos lugareños. A uno de ellos le acababan de dar la nacionalidad española por la Ley de Memoria histórica y estaba eufórico. El otro era un estudiante de ingeniería química que estudiaba en Santiago.
La noche anterior me la había pasado departiendo con otro estudiante, éste de Medicina, que me estuvo interrogando sobre la universidad en España y como podía estudiar allí.
Ya en Holguín, tomé una guagua hasta Freire pues me habían recomendado visitar la playa Blanca, una bellísima playa fuera de los circuitos turísticos. Llegar hasta ella no fue tarea fácil, pues una vez en Freire la única forma de moverse era en carruaje de caballos. Había diez kilómetros hasta la playa. Hice dos kilómetros a pie, luego subí en un carruaje que se brindó a acercarme unos tres kilómetros. En un momento dado, mientras cruzábamos un puente, el carruaje que iba escasos metros por delante del mío cayó súbitamente al río. Cundió el pánico, el carro había volcado y bajo el agua se encontraban una madre joven y su pequeño bebé.
El conductor del carruaje y yo tuvimos que lanzarnos precipitadamente al río para salvar a la criatura y a su madre. Completamente empapados aunque sanos y salvos conseguimos sacar primero al bebe y luego a su madre, que seguía en estado de shock.
Seguí andando otro par de kilómetros mientras se me secaba la ropa. Más tarde me subí a otro carruaje que también se prestó a ayudarme. En el iban un simpático conductor y un niño que volvía del colegio, hijo del pastor de la iglesia.
El último tramo lo hice en autostop. ¡Vaya diez kilómetros! Según me acercaba a la playa una enorme nube negra comenzó a descargar con fuerza y así, más empapado si cabe, logré llegar al paraíso. El color de la arena hacía honor a su nombre. Se trataba, sin duda, de un lugar hecho a la medida de las necesidades que tenía en estos últimos días de mi estancia en Cuba. Unas pocas casas de pescadores, lugares de sobra para acampar y un pequeño restaurante de parroquianos junto a una naturaleza intocada y bellísima.
Estuve charlando con la mesera que, como tantos otros, no acababa de entender del todo esta cosa rara que hacíamos los mochileros. Para mi sorpresa me explicó que a escasos metros había desembarcado Cristóbal Colón cuando llegó a Cuba. Una de esas magníficas coincidencias que parecían poner un broche de oro a esta maravillosa aventura que inicié hace cuatro meses y medio.
Durante los relajados días que pasé en playa blanca retomé la costumbre de levantarme de madrugada a ver las estrellas para luego con el amanecer bañarme en unas tranquilas aguas verdes que me despedirían, quién sabe hasta cuando, del mar Caribe.
Yo también soy Oscar Wao. Y si sigo haciendo el nerd esto va a ir de mal en peor. ¿Realmente era necesario coger el cuaderno de madrugada en playa blanca para esto? La tienda de campaña se transformó de repente, como ocurría a veces, en una cárcel, y el cielo estrellado de esta noche sin luna era mi libertad.
Y a veces pensaba, ¿cómo podría yo dejar de viajar? Yo, que echaba de menos ya esas playas de Cuba cuando todavía no me había marchado.
Por la mañana caminé pausadamente hasta el monumento conmemorativo del desembarco de Colón el veintiocho de octubre de 1492. Seguí la línea de la costa y empecé a encontrar pequeñas casas de pescadores de madera. La costa era preciosa, apacible. La naturaleza no era hostil, te abrazaba. Era un sitio en el que podías elegir pasar el resto de tus días. Caminar era plácido. Como casi toda cuba era un lugar poco montañoso. Muchas palmeras y otras muchas plantas que enraizaban en un mar que alternaba periodos de sequía con periodos de inundación.
Tras varias calitas íntimas comenzaba una zona de manglares infinitos. El sol lucía poderoso en el cielo. Había reclamado algo de sol y mi deseo había sido satisfecho.
Mi dieta mejoró mucho desde que llegué a playa Blanca. Incorporé el pargo, la lora y la lisa a mi monótona dieta.
Era evidente que la tienda de campaña apestaba. Un fuerte olor a orina seca me estaba empezando a colocar y me impedía conciliar el sueño. Peor que eso, orina, suciedad, sudor y fluidos corporales varios volvían la atmósfera irrespirable.
Tal vez fuera la falta de nicotina o el hecho de que la tienda de campaña empezara a hacer agua por todas partes. Supongo que influía el hecho de que en pocos días volvería a mi país, pero la realidad indiscutible era que empezaba a echar de menos España. Un país donde no corrías el riesgo de sufrir una inundación cada cinco minutos, donde los huracanes te dejaban tranquilo, donde la naturaleza te daba un respiro de vez en cuando.
La noche anterior me había bañado en el Caribe mirando extasiado un cielo limpio repleto de estrellas. Una noche más tarde luchaba por sobrevivir en una tienda inundada y lograba con esfuerzo sacar mi pene por la apertura lateral de la tienda para orinar en mitad del vendaval con la espalda llena de una arena que estaba ya por todas partes convertida en barro.
Me odié a mi mismo por intentar explicarme con hipérboles cuando la realidad que sólo yo había experimentado me golpeaba de nuevo. La otra cara del paraíso era el infierno.
Abandoné el infierno sin saber a dónde mi dirigía. Primero andé, luego monté en un carruaje en el que viajaban dos cubanos albinos. Me invitaron a su casa y me sirvieron un refresco. Seguí andando. Hice autostop. Me recogió un motorista. Luego continué caminando. Un loco llamado Popo me llevó a su casa a medio camino del Cayo Bariae. Un arcoíris bellísimo reinaba en el cielo. Proseguí tras despedirme de su ajada señora.
Entré en el parque nacional en el que se encuentra el Cayo. Giré a la izquierda hacia Ururo, un bello pueblo de pescadores en pleno Cayo a dónde me habían mandado para que preguntara por Alfredo un anciano que, al parecer, según los cubanos albinos, era chévere. Y fue chévere. Me invitó a cenar jamonada en su casa. Miramos juntos las estrellas y conversamos con el vigilante de los botes que también era amigo de Alfredo. Me fui a dormir justo cuando otra tormenta, la enésima, había estallado. La noche sería nuevamente eterna y esta vez, lo sabía, no podría dormir.
Y no dormí. La tienda seguía flaqueando. Hacía aguas por todas partes. Decidí salir de la tienda y echarme a dormir bajo el porche sobre las redes de pesca. Un chucho llamado Yeti vino a abrazarme y se echó a mi lado. Apestaba a pescado.
Por la mañana, dado que seguía lloviendo, me dirigí a Holguín. Fueron las mayores lluvias que Cuba registraba en veinte años.
Holguín era mi último destino, después no había nada, se me hacía extraño. Por primera vez en muchos años no tenía nuevos viajes en mi cabeza, no había planes ni proyectos en mente. Algo había aprendido, estaba claro.
Ahora, volvería a casa.