SAFARI POR EL DESIERTO DEL THAR
Nos vamos de Safari. Conocemos a una pareja muy simpática de ingleses que están poco menos que dando la vuelta al mundo en un año. Al principio nos cuesta seguir ese acento sureño de Portsmouth. La chica había pasado la noche enferma y por poco se rajan.
El safari lo escogimos intentando salirnos un poco de las rutas más turísticas.
El desierto del Thar no responde al tópico de las grandes Dunas. Aunque escasa, siempre hay algo de vegetación. Las dunas son escasas y, por lo general, están saturadas de turistas. Tuvimos oportunidad de contemplar paisajes muy chulos y visitar un par de aldeas donde, como no, fuimos el centro de atención para una manada de niños que, con su limitado inglés, trataban de interrogarnos mientras soñaban deslumbrados con aquello que mostraban nuestras cámaras de fotos.
Antes de dormir, desde una de las dunas, contemplamos una puesta del sol de esas que solo se pueden disfrutar en La India. Roja como el fuego. Mi cámara, con tanto polvo, acabó maltrecha.
Nos levantamos para ver el amanecer. Montar a camello resultaba penoso. Al final caímos en una cierta monotonía. Se ve que en nuestro afán de huir de las rutas trilladas acabamos también por alejarnos de alguno de los puntos que, tal vez, le hubieran dado mayor interés a nuestros tres días por el desierto.
Al atardecer los guías se empeñaron en que compráramos un cordero para hacer una barbacoa. Demasiado caro, chicos. Les soltamos pasta para comprar un pollo y algo de whisky del desierto. La última noche fue la más especial. Nos llevaron a una gran duna, aunque no tanto y allí, como auténticos urbanitas contemplamos embelesados el sacrificio y el desplume del pobre animal. El pollo está cojonudo y el whisky, también.
La conversación esa noche resultó fácil. Aprovechamos para aclarar algunas dudas que aún teníamos sobre la sociedad india, las castas, la convivencia de religiones, el machismo de la sociedad… Después charlamos sin tapujos con los ingleses de muy diversos asuntos. Al final nos damos cuenta de que tenemos mucho en común con los guiris. Hemos tenido suerte de compartir safari con ellos. Además de La India, nos cuentan, les ha encantado Mongolia. Para terminar la noche nos fumamos un gustoso petardo. Se me viene a la cabeza que no puedo marcharme de la India sin probar el opio.
Ciego y borracho me quedé dormido mirando una luna llena que no dejaba espacio en el cielo para las estrellas. Mussa I y Mussa II siguen parloteando hasta que pierdo la conciencia.
Llueve ligeramente por la noche. La lluvia crece en intensidad cuando se acerca el amanecer. Emprendemos apresurados el regreso a Jaisalmer. Los guías están como locos por volver cuanto antes. La comida, se supone que incluida, la tomaremos en su casa de Jaisalmer. La casa de Mussa I está cerca del fuerte. No está nada mal. Pensábamos que era más pobre. Al parecer, era la casa de su padre. Nos colocamos, por supuesto, en el suelo. La comida simple, muy simple, Vegetariana al 100%. Deliciosa. Posiblemente la mejor comida que hemos probado en La India hasta la fecha.
Volvemos al hostal Fort View… Raúl!!!
Por la noche es tradición invitar a los guías a cenar. Cometemos el error de pensar que les gustaría cenar algo que se saliera de su hiperpicante dieta diaria y nos los llevamos a un sitio donde ponían pizzas. El problema es que acostumbrados a sabores tan fuertes la comida italiana no les sabe a nada.. Además, como no saben leer tampoco pueden pedir. Fracaso total. Unos y otros repiten sin cesar su frase favorita: » No spyce, no tasty».
La realidad es que, por mucho que les intentemos explicar que probar algo diferente para variar no es algo malo, no sirve de nada. Desde pequeños llevan comiendo las mismas tres o cuatro comidas ultrapicantes y no conciben otra cosa. Abdicamos y decidimos llevarlos a uno de sus restaurantes. Más asqueroso y auténtico imposible. La recena a base de cordero ultrapicante hace las delicias, por fin, de nuestros exquisitos comensales.
Durante esa noche Silvia se encargó de seguir desmitificándonos La India. Nos hizo ver la miseria de frente y darnos cuenta de toda la mierda y falsedad que nos rodeaba. Más allá del mito de la India espiritual, la realidad era que toda esa gente que nos rodeaba solo estaba allí por nuestro dinero. Para ellos, en el fondo, eramos peores que descastados. La amistad con un extranjero, en su concepción del mundo, no tenía cabida. Términos como generosidad o altruismo, tampoco. En La India, según Silvia, solo importa la familia y luego, la casta. Viendo el trato que se dispensaban entre las diferentes jerarquías, aquello que nos contaba Silvia, cuadraba perfectamente.
Tras pagar la segunda cena volvimos a casa como si nos hubieran dado una buena bofetada en plena cara. Ni uno solo agradeció nuestra invitación. Previamente, los dos guías habían negociado su propina. Nos habían dicho que no podrían ir a cenar. Al final, no sólo fueron, sino que se pusieron las botas. En la India era difícil no acabar siendo miserable y desconfiado. Silvia nos mostró la triste realidad. Blanco y yo no éramos más que un par de ingenuos.