viaje mochilero Santiago de Cuba. Por libre. En solitario
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Santiago de Cuba

Viaje mochilero Santiago de Cuba

Para llegar a Santiago tuve que coger dos camiones. El primero hasta la Habana me costó cincuenta pesos cubanos (unos dos euros). El segundo desde allí hasta Santiago, en la otra punta de la isla, lo pagué a unos quince euros. Para que os hagáis una idea, el turista medio paga unos veinte euros por el primer trayecto en bus y cincuenta y uno por el segundo. Esa es la diferencia de precios que hay en Cuba. La diferencia entre ser un turista o ser un viajero.

Con el tiempo no puedo decir que haya tenido suerte en Cuba. Sigue lloviendo y hace un frío horrible en Santiago. Casi veinte horas de autobuses me han dejado exhausto. Hoy siento que todo lo que tenía que vivir en Cuba ya lo he vivido. Pareciera que el resto de días que me quedan por aquí fueran prescindibles. Sin embargo, no me cabe duda, no puede ser de otra manera, aún me sucederán cosas increíbles.

Mis proyectos futuros se encuentran en Málaga y tienen que ver con mi apasionante trabajo, mi familia, mi casita en Archidona y este blog de viajes. Cuba, ya es secundaria.

A los extranjeros blancos en Cuba los llaman Yuma.

Era algo que tenía que hacer y lo hice.

Santiago era un gran puticlub. Personalmente nunca me ha excitado la posibilidad de follar con prostitutas. La naturalidad con la que se hace aquí por parte de la casi totalidad del género masculino me deja pasmado. Solo me parece aceptable para aquellos que no puedan follar de otra manera.

¡Qué difícil encontrar por estos lares a alguien que haya amado realmente! ¡Qué tesoro el mío! me decía.

Al final resultará que soy un puritano, un romántico. Pero también soy un pecador, lo sepas o no.

David, Ana, Jamal os echo de menos!!

La alemana Marah se enfadó conmigo pero yo no con ella. Ella también sufría camino de Santiago. Y gozaba, como yo.

En el espejo de mi habitación de Santiago puedo ver el reflejo de una espectacular chica en tanga. Es tan solo un poster que está completamente fuera de lugar en una preciosa, colorida y austera casa colonial. No sé en que momento pudo ocurrírsele colgarlo a la vieja de ochenta años que vive aquí. Tal vez lo pusiera uno de sus nietos pajilleros.

Hace años me costaba escribir. No me gustaba. Ahora lo adoro, lo necesito.

Cuba es el país donde más se bebe, más se fuma y más se folla del mundo. ¡Viva la revolución!

Hoy he decidido que voy a leer en mi habitación de Santiago todo lo escrito durante estos cuatro meses y medio.

¿Sabíais que en los camiones de Cuba todo el mundo fuma?

En este instante diría, casi convencido, que no tengo nada de lo que avergonzarme.

El viaje prosiguió como siempre, con esta mezcla de acción y reflexión. Mi vida en este tiempo poseía una intensidad y una luminosidad que a veces me asustaba. Me preguntaba si no sería superior a mis fuerzas conservar simultáneamente tantas experiencias en mi conciencia.

Calor, frío, dolor, placer, hambre, sed, alegría, tristeza, excitación, apatía. Empiezan y terminan. Existen un momento y tienes que aprender a soportarlos. El hombre a quienes estos estímulos no pueden distraer, el hombre que se mantiene firme, es el hombre que alcanza la serenidad.

Lo falso nunca es. Lo verdadero nunca no es.

San Francisco Javier dijo hace mucho tiempo que la costumbre sustituye en los hombres a la ley. Y por ello se convencen estos de que lo que ven hacer cada día ante sus ojos puede hacerse sin pecado. La costumbre es la enemiga de la conciencia.

Cada día que pasaba me encontraba más cerca de Haití, de la española. Me había convertido en Cienfuegos, pero estaba débil. Mi cabeza se había marchado hacia España. Los nueve días que me faltaban para regresar se me antojaban eternos. Decidí tomármelo con calma. Necesitaba una buena comida para reponerme tras días donde apenas había comido. Estaba harto de arroz, frijoles y de esas horribles pizzas cubanas de cuarenta céntimos.

Una vez en Santiago, donde llegué junto a Marah, una curiosa alemana de 25 años que conocí en el camión, nos dirigimos a una casa de huéspedes regentada por un estrafalario médico de 70 años y larga coleta. Se trataba de un hombre parlanchín, amable, de moral dudosa, que inmediatamente se ofreció a hacernos de Cicerone.

Su principal problema, según repetía, era que la edad y la diabetes lo habían vuelto eunuco. Permanecía a la espera de que una operación genital le permitiera recuperar su antiguo vigor sexual.

El alojamiento estaba repleto de visitantes ansiosos de sexo de pago (de ambos sexos) y, finalmente, decidí buscar mi propio camino en otro alojamiento. Me despedí de Marah que no entendió mi decisión y me largué a la casita de una dicharachera anciana a pocos metros de la plaza Céspedes. Allí encontré una tranquila habitación con un bonito patio para mí solo.

Llegue a la conclusión de que Santiago podía ser un lugar agradable para matar alguna de las jornadas que aún restaban hasta volver a casa.

Sin embargo, nunca quería que terminara el día. Nunca quería dormir. Y cuando dormía, nunca quería despertar.

Seguía lloviendo sin parar sobre Santiago de Cuba.

Recuerdo que una vez Ana, mi compañera favorita de trabajo, preguntó mientras tomábamos una cerveza si en una relación preferíamos ser los «enganchados» o los «enganchantes». Sin dudarlo demasiado, los que estábamos allí presentes, respondimos al unísono que preferíamos ser los enganchantes. Ella no lo veía claro.

Cuando horas después me puse a analizar detenidamente la cuestión que, por otro lado, no estaba bien planteada, pues lo ideal es no ser ninguna de las dos cosas, llegué a la conclusión de que, por alguna razón, nunca podría ser el enganchado en una relación. Supongo que ataca demasiado mi masculinidad más profunda. Sexualmente sería incapaz de funcionar si no tuviera esa confianza que solo te da el sentirte profundamente amado.

El deseo de poseer, dominar, aniquilar resulta en mi caso incompatible con un simple intercambio carnal. Simplemente no funciono si no hay una entrega absoluta por la otra parte. Necesito saber que su espíritu ya es mío. Ya sé que es pedir demasiado.

En cualquier caso, la realidad es que para mí, la mayoría de relaciones esporádicas, tan frecuentes como necesarias en esta sociedad, carecen de interés. Supongo que soy un maximalista o, quién sabe, tal vez, haya llegado a un punto en que me conozca demasiado bien.

Por suerte o por desgracia hay demasiada gente que ha dejado de creer en el amor. A veces me pregunto si éste podrá sobrevivir al siglo veintiuno. ¿Qué piensas tú, Ana?

Hoy visitaré la tumba de Fidel Castro.

Es curioso, me encanta el sexo duro, la dominación y la sumisión. Siempre que haya amor. Extraña perversidad la mía. Supongo que soy un romántico y necesito creer, en un sentido cuasi religioso, que mi amor durará para siempre.

Andando por las calles de Santiago me reencontré con Marah, la chica alemana que conocí en el camión camino de Santiago. Paseamos juntos hasta el barrio de los cangrejitos. Ya había anochecido.

Nos sentamos a charlar con un jubilado que pasaba la noche en su terraza. Al principio, decía, estaba en contra de la revolución. Poco a poco la fue tolerando y, a día de hoy, simplemente no se metía en política. Reconocía que la revolución había traído progresos en sanidad o educación. También estaba satisfecho, como cristiano, de que, por fin, se hubiera aceptado el fenómeno religioso en Cuba. Ahora en Cuba hasta los comunistas son cristianos, afirmaba.

Su perra, Bella, se volvió loca con nuestra inesperada presencia. A sus setenta y tres años el viejito seguía esperando obtener la nacionalidad española y de su cabeza no había desaparecido ese deseo universal en la isla de huir de ella.

La tormenta nos golpeó de lleno cuando regresamos al centro. Acabamos calados y terminamos por refugiarnos en una fiesta de lugareños que tenía lugar en un antiguo prostíbulo americano del que solo quedaban los cimientos.

Ya sólo, de madrugada, seguí paseando como el loco que soy por las calles de Santiago.

Me extrañaba que apenas nadie en Cuba me hubiera ofrecido aún marihuana. Me puse a hablar con un buscavidas que me confesó que aquí ese tema estaba realmente perseguido y que si te pillaban con un porro podías acabar pasando siete u ocho años en prisión. Decidí que mi próximo porro lo fumaría en España.

Si vas a viajar a Santiago tienes que visitar el barrio de Vista Alegre. Se trata de una zona residencial preciosa de imponentes jardines y casas coloniales que te transporta, instantáneamente, como en un sueño, lejos del mundanal ruido. Algunas casas se caen literalmente a pedazos pero el barrio en su conjunto resulta fascinante en su decadencia. La historia dice que todas estas casas que originariamente eran de millonarios de la época de Batista fueron entregadas al pueblo tras la revolución. Un pueblo pobre que no pudo mantener esas enormes propiedades y se limitó a hacer de «okupa».

Fabián, un niño de diez años que vive en el nº doscientos de la calle décima, me invita a pasar a su casa cuando ve que la lluvia comienza a calarme. Su madre me explica luego que las casas las comparten, por regla general, varias familias y que algunas de ellas las están remodelando extranjeros que, eso sí, las tienen que poner a nombre de sus respectivas cubanas. La casa roja en el nº doscientos siete de la misma calle la ha construido, entera nueva, un español.

Cuando entré en la casa de Fabián, Rambo, su perro ciego, se volvió loco. Tal era su ira que acabé teniendo que marcharme. ¡Ten cuidado que muerde!, me decía la madre de Fabián.

Desde la calle diez me dirigí al tranquilo parque de los sueños y allí me senté placidamente en la venta Los Compadres, un sitio agradable para locales de clase alta.

Vista Alegre es un gigantesco vergel con vistas a unas hermosas colinas a un lado y al mar del otro. Por Santiago puedes moverte en sidecar y entre sus bellos inmuebles hay todavía muchos edificios de madera que resisten el paso el tiempo.

¡Ay que bonito está tu carrito!¡ Qué moderno y nuevecito! ¡Pero yo me quedo con el almendrón! cantaba Santiago. ¡Esta viejo pero se mueve! ¡Mi almendrón del cincuenta y nueve! seguía la canción en el centro cultural el Palenque del barrio de Vista Alegre. Un precioso patio rodeado de mansiones hermosas que se caen a pedazos. Gente que baila salsa sin parar.

¡Y si no has bailado salsa en Santiago es porque no has venido a Cuba! Me espetó un lugareño cuando le dije que no sabía bailar.

Una estatua con una base en forma de tortuga y una cruz cristiana encima.

Empieza a atardecer sobre el barrio de Vista Alegre.

Otra cerveza Cristal, la preferida de Cuba.

¡De Maricusa se comenta que está buscando un Yuma! ¡La verdad del caso es que lo que se sabe no se pregunta! Continúa la música.

Regresé al centro atravesando el barrio de Santa Bárbara en lo que fue un auténtico espectáculo de vida. En Cuba, supongo que por influencia de los rusos, se juega mucho al ajedrez en la calle. Abundan también los rastafaris. Cada casa en Cuba merece una fotografía. La vida se hace siempre hacia fuera y no se esconde nada, ni la propia miseria.

Y si andas lo suficiente llegará un momento en el que pasarás desapercibido, en el que te volverás invisible.

Todo el mundo sabe que viajar a Cuba es también viajar en el tiempo. Vivir en los años cincuenta se acaba volviendo normal para ti.

Un negro viejo revisa cuidadosamente una bandeja metálica oxidada que ha debido encontrar en alguna parte. En Cuba no se tira nada. A todo se la da una nueva vida.

La mayoría de cubanos, de primeras, son gente seria. Algunos tratan con recelo a los turistas. Los ven como el enemigo, como representación materializada de sus frustraciones y anhelos.

Yo seguía embrujado mirando con incredulidad mi deformado dedo meñique. Seguía tentado en enderezarlo aunque fuera a martillazos. Así de intensa era mi rabia.

¿Por qué todas esas mentes inferiores podían ser felices y no la mía? ¿O es que era feliz y no me daba cuenta?

Los días y las noches se estiraban como chicle. Necesitaba regresar a España y al mismo tiempo la vuelta me aterraba. Rezaba para que el tiempo mejorara y poder así disfrutar del algo de playa.

En Cuba las mejores playas se encuentran al norte de la isla. El frente frío comenzaba a pasar  y con un poco de suerte podría pillar aún un par de días decentes. La idea era recorrer algunas playas interesantes en mi camino de regreso a La Habana.

La gastronomía en Cuba es bastante limitada. La escasez de productos resulta también un elemento clave para que esto suceda. Desde mi paso por Perú no había vuelto a disfrutar verdaderamente de la comida.

En Cuba a la cena la llaman la comida y a la comida le dicen el almuerzo.

Desnudo, me miré al espejo. Me gustaba lo que veía. Estaba más en forma de lo que lo estaría nunca.

Y llovía y llovía. Y seguía lloviendo en Santiago de Cuba. Mi tía me avisó de que había aviso de tsunami. No le di mucha importancia.

Al lado de la tumba de Fidel está la de Martí y al lado de la de éste, la de Céspedes, artífice de la independencia. A su lado se encuentra la tumba de la madre de la Patria. Se trata en conjunto de un cementerio muy bonito. Las tumbas son todas de un imponente mármol blanco.

Paseé por la plaza de la revolución y desde allí recorrí otros cuatro kilómetros hasta casa.

Desde Santiago decidí ir a Holguín porque tenía tilde en la i y también porque se suponía que había algunas bonitas playas cerca.

Mi humanidad siempre me ha provocado escalofríos. Creo que nunca amé más a Sweet que aquellos días que estuve en Santiago. Contaba los días que me faltaban para verla. La lluvia intensa, la abstinencia de tabaco, el exceso de alcohol, la inminente vuelta al trabajo, contribuían a mi melancolía. Acabé el último trago de ron Habana y abrí una cerveza Mayabe.

Todavía en la década de los treinta, aunque por poco tiempo, ya he viajado por unos setenta países. Es hora de parar un poco. La cerveza Mayabe que me chuté en la terracita de Santiago bajo la lluvia no la bebí por placer, la bebí porque era alcohol y alcohol era lo que necesitaba.

Flaco, calvo y tieso, se quedó en los huesos aquel día, que pilló a su mujer en plena orgía. Con el miembro del miembro que ironía, el más tonto del Congreso. Y sin dejar de ser la seductora bruja que escondía bajo la falda una calculadora. Y yo pobre mortal, que no he gozado tus caderas. Igual sigo de flaco, igual de calavera, igual que antes de loco por bailar, por bailar el blues, de las verdades verdaderas.

Cinco cigarrillos de la marca popular perfectamente alineados sobre una mesilla de noche. Algo estaba fallando en mi cabeza si era incapaz siquiera de responder al teléfono sin fumarme antes un cigarrillo. ¡Fideeeeeeeel! gritaba una vecina.

A las ocho de la tarde se formaban interminables colas para recoger el pan en la puerta de la empresa cubana del pan Geia Minal el Molinero.

Me tomé un helado Arlequín de Tiramisú en la heladería la arboleda de la vía central de Santiago. Necesitaba ingerir algo comestible. Pedí el helado Arlequín porque era el más barato. Me parecía increíble que hubiera helados de diez y doce convertibles cuando apenas había turistas. Los helados parecían más de merengue o crema que propiamente helados. El resto de mesas tenían un montón de platos y a mi me trajeron un pequeño platito con una ridícula bolita. En la mesa de al lado pagaron menos de la mitad del precio que se suponía yo debía pagar a pesar de que habían comido mucho más que yo.

Estaba claro que algo raro ocurría cuando un «millonario» como yo tenía que andarse con cuidado en Cuba antes de consumir nada. Cuba era realmente barata si llevabas una vida estoica pero en cuanto te salías mínimamente de lo básico debías prepararte para sacar la billetera a lo grande. Eso te hacía estar siempre alerta. Algunas veces me sentía como un pobre aunque estuviera rodeado de cubanos.

Y de repente me di cuenta de que el precio no era en CUC sino en moneda nacional y que en realidad el helado valía unos tres céntimos de euro. ¡Y yo escatimando a la hora de pedir!

La realidad era que una vez que aprendías a moverte con la moneda nacional en el día a día comprendías que Cuba era con diferencia el país más barato en el que habías estado nunca. Me paré a pensar y prácticamente había gastado el mismo dinero durante mis dos primeros días de novato en la isla que durante las dos semanas siguientes.  Cuando acampaba no gastaba nunca más de diez dólares al día y si me alojaba en alguna casa de huéspedes el coste total nunca subía de veinte dólares.

Pedí otro helado con tres bolas más pastelito de tiramisú por apenas doce céntimos de euro. Cada vez me gustaba más Cuba.

A continuación, me senté en la mesa junto a unos estudiantes de secundaria que me miraban entre intrigados y desconfiados. Estuve departiendo unos cuantos minutos con ellos. En un momento dado percibí como sutilmente un adulto a mis espaldas comenzaba a llamarles la atención por señas por atreverse a charlar tan abiertamente con un Yuma. En Cuba siempre existe el riesgo como local de que te acusen de jinetero. Decidí no incomodarles más y me marché.

Mi estancia en Santiago tocaba a su fin. Me dirigí a la terminal de la calle cuatro en la vía Central desde donde se tomaban los camiones hasta Caballería.

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